
Raquel no podía estar más contenta con su departamento nuevo. Durante años vivió con su gato Boris en una casa en la que siempre se sintió insegura. Vivía alerta a cada ruido, alerta a cada paso que escuchaba en la vereda, pero en su nuevo hogar no sentía preocupaciones. Rejas en las ventanas, puertas blindadas, alarma de sensores…; el departamento era más seguro que un búnker. Pero de todo lo que tenía el edificio, lo que a Raquel más le gustaba era la cámara de seguridad de la entrada.
En ocasiones pasaba varios minutos en la cocina mirando la pantalla del portero eléctrico, observando la gente que entraba y salía, pensando que mientras que en otros edificios se les suele abrir la puerta a personas desconocidas, allí nadie podría cometer equivocaciones.
Un sábado por la madrugada se levantó de la cama y fue hasta la cocina. Boris la siguió, algo poco común en él, pues solía quedarse como una rosca gris enredado entre las sábanas. Raquel pasó junto a la pantalla de la cámara y la miró. Solo la observó por un instante y siguió de largo, pero algo la hizo detenerse y retroceder.
En la pantalla en blanco y negro había un hombre forcejeando con una mujer. Los ojos llenos de terror de la muchacha se replicaron en los de Raquel, y los gritos mudos que mostraba la cámara sin sonido alcanzaron lo más profundo de su ser.
La mujer intentó escapar y cayó al suelo, mientras el hombre seguía de pie a su lado. Raquel intentó seguir mirándola, pero la cámara apuntaba por encima de la escena. Vio entonces el brazo del hombre subir y bajar, golpeando con furia a la víctima. Luego el sujeto sacó algo de su cintura y golpeó por última vez a la joven. Un instante después Raquel pudo ver que el hombre retiraba del cuerpo de la joven un puñal cubierto de un líquido negro que debió ser rojo de tratarse de una cámara a color.
Tras haber cometido el crimen, el asesino miró hacia la cámara y frunció el ceño, para luego salir corriendo. Raquel se llevó la mano a la boca mientras sus ojos, verdes y vidriosos, reflejaban lo único que la cámara del edificio permitía ver en ese momento: el brazo inerte de la joven.
«¿Acaso el hombre me vio?», «Imposible, no puede verme», «Pero pareció que sí me vio». La mente de Raquel comenzó a jugar con ella, y la mantuvo despierta y mirando el techo de su habitación durante toda la noche.
A la mañana siguiente la policía no tenía ni un sospechoso. La cámara no grababa, no era ese su fin, y el asesino no dejó pistas. Solo Raquel conocía el rostro del criminal y no lo olvidaría mientras viviese.
Ese domingo en el barrio solo se hablaba del asesinato, pero la testigo no se atrevió a decir palabra. No solo temía que el hombre le hiciera algo si fuese a hacer la denuncia, tenía además un miedo irracional a que la hubiese visto desde el otro lado de la cámara.
Algo reticente, Raquel salió para ir al mercado ubicado a dos cuadras. Era de día aún; no se habría atrevido a salir de noche.
Al pasar por la escena del crimen miró hacia la cámara y recreó el suceso en su mente. Luego se alejó; no quería permanecer mucho tiempo allí por miedo a que alguien la estuviese observando.
Mientras caminaba, todo a su alrededor se oía más fuerte que de costumbre: los autos, la música de una casa, las voces de la gente…
―Para mí que fue un hombre ―dijo alguien―; un ex novio celoso.
Raquel se dio la vuelta y vio a dos vecinos conversando en la puerta de un edificio. Los hombres se quedaron mirándola, y ella sujetó con fuerza su bolso y continuó la marcha.
―¡Cuidado! ―dijo alguien.
Un niño estaba jugando con una pelota y casi la golpeó. Raquel continuó con un ritmo más cercano a correr que a caminar, y así entró al mercado con el corazón a punto de romperle el pecho.
Una vez allí su miedo no se detuvo. Rostros extraños se asomaban entre las góndolas de productos, y murmullos sobre el crimen llegaban a sus oídos. Le habría gustado comprar más cosas, pero sus manos temblorosas hacían que le tomara demasiado tiempo mirar la fecha de caducidad de cada envase.
Se retiró del mercado con menos de la mitad de los productos que necesitaba, y fue a su casa corriendo intentando no prestar atención a lo que ocurría a su alrededor.
Al día siguiente tenía pensado salir del trabajo lo antes posible para así ir de día a su departamento, pero ese lunes su jefe le pidió que terminase de parametrizar unas divergencias, y le dijo que hiciera horas extras si fuese necesario.
Raquel terminó sus tareas cuando ya se había puesto el sol, y apagó la luz del cubículo dejando el piso entero en penumbras. Se retiró atravesando los fríos corredores, mientras sus pasos hacían eco entre los cientos de cubículos vacíos.
Ya era de noche, y las cuatro cuadras que la separaban de su hogar se le hicieron kilométricas. Sombras y pasos la acecharon mientras iba con todos sus sentidos alertas, pero no se atrevía a darse la vuelta, solo pensaba en el momento en que llegaría a su departamento y abrazaría a su querido Boris.
De pronto le pareció escuchar un murmullo. Fue un llanto tal vez, o una risa; imposible determinarlo. Raquel se detuvo y vio que una botella de vidrio vacía giraba para chocar contra su zapato. Luego observó que alguien estaba parado detrás de ella, pero prefirió apartar la vista y continuar corriendo hasta llegar a su edificio.
Llegó por fin al departamento y cerró cada una de las cuatro cerraduras para luego acostarse temprano.
Las luces de los autos que pasaban dibujaban imágenes paganas en el techo de la habitación, y Boris estuvo toda la noche maullando mientras miraba hacia la puerta.
Por la madrugada el gato saltó fuera de la cama y la miró.
―¿Qué pasa, Boris? ―preguntó ella―, ¿tienes hambre?
El gato volvió a maullar.
Raquel se levantó y lo siguió, y así ambos llegaron hasta la puerta del departamento.
―Es tarde ya. Volvamos a la cama.
En ese momento escuchó pasos provenientes del pasillo del edificio.
―¿Quién anda ahí? ―preguntó Raquel acercándose a la puerta.
Desde el otro lado golpearon y ella se sobresaltó.
Acercó su ojo a la mirilla, pero el pasillo estaba desierto. Cuando bajó la mirada alguien volvió a golpear, y Raquel se fue a su cama para taparse asustada.
Al día siguiente fue a trabajar con la sensación de que un halcón la acechaba desde lo alto de los edificios. En un momento pasó junto a una vidriera y en el reflejo vio que una persona vestida de blanco la estaba siguiendo, pero cuando miró hacia atrás no vio a nadie. Comenzó a correr y llegó a una cuadra vacía, y al darse la vuelta un instante pudo ver que quien la seguía estaba a solo un metro de ella, lo que la hizo tropezar y caer al suelo. Al elevar la mirada enseguida reconoció a quien tenía enfrente: era la víctima que había visto en la cámara de seguridad.
La vio como aquella noche, también en blanco y negro. Su rostro gris expresaba una tristeza infinita que se replicó en los ojos vidriosos de Raquel. Luego vio que, en el abdomen, la joven tenía una mancha negra que debió ser roja de tratarse de una persona a color.
Raquel llegó tarde a la oficina ese día, pues antes fue a la comisaría a realizar la denuncia y a describir al hombre que había visto el sábado por la cámara de seguridad. Esa noche durmió sin interrupciones; junto a Boris, quien se pasó las horas como una rosca gris enredado entre las sábanas.