sábado, 4 de mayo de 2024

EL CONFESIONARIO DEL DIABLO






Los edificios abandonados presentan una belleza que no se encuentra en los lugares atestados de gente. El silencio permite un goce pleno de sentidos, y solo los pájaros se atreven a irrumpir en el vacío con sus cantos. El aire, libre de polución, llega hasta el fondo de los pulmones, mientras la luz solar ingresa por aquel tamiz de murallas, dando vida independiente a cada pigmento. Todo aquello despierta nostalgia por lo que imaginamos pudo haber sido esa obra en plenitud; y el sentimiento es mayor cuando el edificio es grande, como un teatro, un castillo, o una iglesia.

El padre Ignacio fue el primero en ingresar. La iglesia estaba abandonada desde hacía setenta años. Un lugar que supo acoger a cientos de feligreses cada domingo, se había convertido en un sitio fantasmal. El edificio se extendía en todas las direcciones, en especial hacia arriba, pues su techo era tan alto como el cielo. Fue una pérdida millonaria, pero, según se decía, las inundaciones a su alrededor habrían privado el acceso. Al final se tomó la decisión de construir una parroquia en el centro de la ciudad, al alcance de todos.

Aquella nueva estructura no contaba con la calidad en su mobiliario que había tenido su predecesora, y cuando todo comenzó a destruirse, al párroco se le ocurrió ir en busca de los finos muebles de la vieja iglesia.

Sus obras talladas eran majestuosas, de esas por las que se gastaron vidas enteras en su manufactura. Contaba con largos bancos, cuya madera solida había sobrevivido a los trastos enchapados del edificio nuevo; los doseles en las paredes tuvieron en su momento adornos bañados en oro, pero los ladrones no se hicieron esperar; y en el centro de la escena, el altar aún contaba con una sólida piedra superior, que pesaba tanto que nadie se había animado a robarla. Pronto las puertas fueron cerradas con cadenas, y los hurtos cesaron casi por completo. Manteniendo al edificio congelado en el tiempo.

La idea original del padre Ignacio era llevar los bancos, de los que más de la mitad aún estaban firmes, pero se le iban los ojos ante tanto lujo desmoronado.

―Está todo roto, Padre ―dijo uno de los obreros.

Es que el mobiliario de ese lugar era macizo, y aquel hombre consideraba que no le pagaban lo suficiente como para un trabajo tan duro. Pero el sacerdote seguía mirando a su alrededor y ordenando que llevaran todo aquello que podía tener alguna utilidad, hasta que de pronto vio un mueble cubierto con un manto.

Se acercó despacio, y sintió que un silencio lo envolvía. Corrió la tela como quien sabe que hallará algo sublime, y así fue; bajo la tela encontró el confesionario más exquisito que vio en su vida. Era una obra labrada del siglo XVI, que nada tenía que envidiarle a la de la catedral de Toulouse.

El párroco enmudeció ante tanta belleza gótica. Tenía columnas de roble torneadas en espiral, coronadas por un arco en punta con dos querubines. Estaba inmaculado, lo único que requería era un cambio de cortinas, que eran de color púrpura, el más lujoso de esos tiempos, pero habían sido atacadas por las polillas.

El cura debió ensayar sus palabras y, luego de varios intentos para recobrar el aliento, encargó que subieran el artefacto al camión.

Para levantar el confesionario tuvieron que trabajar en conjunto los cinco hombres que acompañaban al sacerdote. Uno de ellos seguía en contra de llevar semejante trasto, al final terminó teniendo razón, cuando el confesionario resbaló por un instante apresándole los dedos.

Cuatro fracturas de falanges en una mano y tres en la otra; eso fue lo que finalmente dictaminó el médico. Más allá de aquel infortunio, el mobiliario llegó ileso, y el siguiente domingo hubo un gran reestreno.

El padre Ignacio dio la bienvenida en la entrada de la parroquia, llevando su túnica más blanca que nunca. Todos querían asistir a la pequeña iglesia de Santa Fe para verla con las vestiduras traídas del viejo edificio. Las personas mayores querían reencontrarse con los muebles que conocieron en su infancia, que ya tenían cien años en aquel entonces, y que habían sido lustrados para hacerlos vivir por otros cien años más. Décadas habían transcurrido desde que se vio tanta gente en aquel sitio y, aunque nadie los contó, se habló de una asistencia de seiscientos sesenta y seis devotos.

La misa fue aplaudida al final; el padre Ignacio la había dado con el énfasis que le ponía en su juventud. Todos querían estrechar su mano en agradecimiento. Al final, se fue a sentar en el confesionario, a espera de quienes quisieran expiar sus pecados.

Las cortinas púrpuras habían sido sustituidas por unas de color rojo punzó, y la fila de creyentes llegaba hasta la entrada de la iglesia. Fueron muchos los que pelearon por pasar en primer lugar, pero la viuda Justina de Aragón alzó su nariz respingada y, tras un resoplido, dijo que ella tenía merecido ese honor:

―Mi difunto esposo ayudó a construir esta parroquia, y yo he continuado donando dinero, mucho más que el podrían dar todos ustedes juntos.

Los demás terminaron aceptando, y enseguida ella entregó el bolso a su chofer, que la duplicaba en tamaño, para luego caminar con la espalda bien erguida hasta el confesionario. Estuvo allí durante unos pocos minutos, y salió sin color en las mejillas. No quiso mirar a nadie, y atravesó la multitud mientras sujetaba los botones de su blazer. Sus pequeños tacos resonaron con rapidez por los escalones de la entrada, y el chofer la siguió sabiendo que esa era la señal de que debía llevarla de inmediato a su mansión.

Luego de aquello pasaron al confesionario otras tres personas, y todas ellas, al correr la cortina, salieron con la misma expresión de terror. Había decenas de creyentes en la hilera que habrían seguido experimentando lo mismo, de no ser porque el cuarto en pasar dijo a los demás que se retirasen, que el cura ya no continuaría con las confesiones ese día.

Pronto la iglesia se vació, pero poco después alguien se acercó para dar una terrible noticia. El automóvil de Justina de Aragón había caído por un acantilado, tomando la vida de ella y la de su chofer.

Un monaguillo buscó al padre Ignacio para informarlo de la tragedia, pero no lo pudo encontrar. Comenzó a gritar su nombre y hasta fue a buscarlo a su casa, detrás del templo. El párroco tampoco estaba allí, y los otros miembros de la iglesia supusieron que algo le había ocurrido, ya que él no era de desaparecer de esa manera, y dieron aviso a la policía.

Esa tarde no había oficiales disponibles, ya que, además del accidente de la señora de Aragón, hubo un altercado en una cantina. Esa tarde se jugaba el clásico: el Atlético de Santa Fe conta el Sportivo Saccheri, y hubo una pelea en la que un hombre había muerto. Según se dijo, el sujeto había comenzado a agredir a todos sin motivo, hasta que alguien lo golpeó en la cabeza con una silla de metal. Aquello le ocasionó una herida en el cráneo, y falleció antes de que llegara la ambulancia.

Ya estaba oscureciendo cuando por fin unos oficiales se acercaron a la iglesia para tomar la denuncia de la desaparición del sacerdote. El padre Ignacio era muy apreciado, y varias familias fueron para ayudar en la búsqueda.

Alguien dijo que lo último que supo fue que había ido al confesionario. Un pequeño monaguillo dijo que ya lo había buscado allí, pero luego recordó que solo lo llamó desde afuera, sin mirar si realmente estaba allí dentro.

Todos se acercaron al confesionario, y al correr la cortina encontraron al cura sin vida. Su rostro estaba marchito, y sus ojos se secaron, quedando demasiado pequeños para sus cavidades. Toda su piel se veía de color verde oscuro, como si su sangre hubiese sido sustituida por veneno.

Enseguida la policía comenzó a buscar testigos y a averiguar quiénes se quedaron luego de la misa para confesarse con él.

El monaguillo dijo ver a una mujer en la fila, la recordó porque era muy obesa. Ella había sido la segunda en confesarse. Lamentablemente dieron con su paradero demasiado tarde; había ido a cenar con su familia a un restaurante, donde murió atragantada. «Estaba fuera de sí», contó su esposo entre lágrimas, «le pedí que por favor se detuviera, pero comía y tragaba sin masticar». La señora terminó desplomándose sobre la mesa, y de allí había rodado hasta el suelo, imposibilitando todo intento de reanimación.

Parecía que no quedaban más testigos vivos de las últimas horas del padre Ignacio, hasta que, pasada la medianoche, una mujer llamó a la comisaría. Dijo que su marido se había confesado ese día, y estaba en su casa. Dio la dirección y luego cortó la llamada.

Cuando los oficiales llegaron al sitio, golpearon la puerta, pero nadie atendió, y debieron derribarla. Pronto sintieron ganas de salir corriendo de allí. La pestilencia era insoportable, y todos estaban seguros de que encontrarían un cadáver con varios días de descomposición. De hecho, temieron encontrar una escena de morbo extremo, con varios cuerpos desmembrados, ya que todo el lugar estaba invadido por las moscas. Pero de pronto se encontraron frente al dueño de casa, que estaba solo, agonizando en su cama.

El hombre estaba cubierto en sudor, con la piel llena de heridas supurantes. La sábana tenía manchas oscuras de sangre, sobre todo en la zona genital.

Los oficiales se acercaron apuntando con sus armas, pero enseguida se dieron cuenta de que aquel individuo no era una amenaza para nadie, y prefirieron cubrirse la boca y la nariz con sus brazos para no tragar de lleno ese aire nauseabundo. El detective preguntó al sujeto por qué no había ido a un hospital:

―Lo mío no tiene cura ―dijo el hombre mientras salía sangre infecta de las ampollas de su rostro―, yo mismo dicté mi sentencia cuando ingresé al confesionario.

Había contraído una enfermedad venérea hacía una semana tras tener relaciones extramatrimoniales, por lo que tomó la decisión de disculparse con su esposa, y también con Dios. Pero ninguno de los dos lo escuchó, y ambos lo abandonaron.

―Allí dentro no estaba el padre Ignacio ―continuó el individuo―. No sonaba como él. Su tono era grave, y se volvía más profundo a medida que le contaba mis historias. Pude notar lo mucho que disfrutaba oírlas… «Cuéntame más», me decía, «¡Cuéntame más, pecador!».

Aquel moribundo fue el último en ingresar al confesionario, y fue él quien había dicho a los que estaban esperando para pasar, que el tiempo de confesión ya había terminado; no porque así se lo había señalado el párroco, sino porque él no quería que nadie más viviera aquella experiencia.

―A esta altura no me importa si me creen o no ―dijo el hombre con su último aliento―, pero al abrir la puerta del confesionario vi su silueta detrás de la rejilla. No tenía los ojos oscuros del cura. Sus ojos eran amarillos y brillaban en la oscuridad.

De repente las sábanas se llenaron de un líquido negro; algo estalló en la zona inguinal del pobre sujeto, y enseguida falleció frente a los ojos desorbitados de los oficiales.

No había más testigos de lo ocurrido aquella tarde, y jamás se supo de qué murió el padre Ignacio. La policía dio como horario de defunción las doce del mediodía, justo al inicio de las confesiones. No había pruebas, pero a todos les pareció imposible que el cálido sacerdote hubiese sido quien trató a los seguidores de esa manera. Fue alguien más quien estuvo sentado en aquel cubículo, riendo, escuchando a los creyentes, pero no para expiarlos de sus culpas, sino para castigarlos por éstas.

Días después varias familias se reunieron en la iglesia, y se propusieron diversas ideas para destruir el confesionario, pero nadie se atrevió a llevarlas a cabo. El artefacto fue entonces transportado otra vez a la vieja iglesia, donde aún continúa en pie, cubierto por un manto, esperando al próximo que intente limpiarse de pecados.