sábado, 20 de septiembre de 2014

LA FÁBRICA DE JUGUETES





La librería estaba cerrada. Hacía muchos años que estaba en desuso, porque nadie escribe, porque nadie lee. Allí, Ariel y Paula se ocultaban del mundo. Eran fugitivos; única opción para quienes no se dejan marcar la frente por los adeptos del nuevo líder, por los veneradores del nuevo dios.

―Tengo una idea ―dijo él―. Pintémonos unas marcas en la frente y luego separémonos para salir de la ciudad. Están buscando a una pareja, si vamos separados no llamaremos la atención.

No era un mal plan, la gente ya no se mueve en grupos hoy en día. Todo el mundo camina en soledad, porque no hay parejas, porque nadie ama.

―Podríamos encontrarnos en la fábrica de juguetes que está en la autopista al sur ―dijo ella.

Tampoco era un mal plan, el edificio estaba desocupado. Allí no se producían juguetes desde hacía años, porque nadie los compra, porque nadie juega.

Se pintaron entonces la marca el uno al otro. No quedaron tan mal, claro que a la original no se la traza con un bolígrafo. La original no se asemeja a un tatuaje, más bien es algo que sobresale de la piel, es algo que emerge del cerebro.

Al caer la noche se despidieron con un beso y se prepararon para proseguir de modo individual. Ariel ayudó a Paula a subir por la ventana del fondo de la librería. Antes de irse, ella se quedó tocando la pared exterior con tristeza por un instante. Al mismo tiempo, sin saberlo, la mano de su novio estaba apoyada exactamente en el punto opuesto.

Ariel salió por el frente del edificio y se dirigió al sur, bordeando el cementerio. Aquel lugar es aún más devastador desde que ya no se usa para entierros. Lo cerraron hace años, porque ya nadie muere, porque nadie vive.

Paula tomó el camino junto al hospital, parecía ser lo más sensato. Pasaron muchos años desde la última vez que alguien se acercó a aquella enorme edificación, porque nadie enferma, porque ya no hay cura.

Dos horas después se encontraron en la vieja fábrica de juguetes. Ariel llegó agitado:

―Tuve suerte, nadie me vio ―dijo mientras se limpiaba la marca de la frente con un trapo― ¿Y vos?, ¿te cruzaste con alguno de ellos?

Ariel se acercó a Paula e intentó borrar su marca mientras aguardaba la respuesta, pero ella solo lo miró en silencio.












domingo, 14 de septiembre de 2014

LA CAVERNA





―Me rehúso a usar la máscara ―dijo ÉL ante el jurado.

La condena no se hizo esperar. Lo enviaron a la caverna hasta que cambiara su parecer, hasta que se volviera a poner la máscara asignada por la ley, la misma máscara que todos estaban obligados a usar.

Se lo que estás pensando: «Que se la ponga y vuelva a salir». Pero ÉL no era así, ÉL prefería conservar su rostro, ser tal cual es.

La caverna no era más que una caverna, un hueco en la piedra, un lugar lleno de insectos y de humedad. Solo había dos conductos allí: una puerta blindada y un caño que atraviesa la roca hacia algún lugar desconocido.

Y así pasaron días, meses, años. Tal vez pasaron siglos, imposible determinarlo porque ÉL no contaba con un reloj ni con un calendario. No había ventanas tampoco, pero de algún modo en aquella caverna había una luz, solo para que pudiera ver la piedra que lo aprisionaba.

Un día escuchó algo, un llanto tal vez, o una risa; imposible determinarlo.

―Hola, ¿hay alguien allí? ―gritó por el caño que atravesaba la roca.

Alguien gritó también del otro lado.

Si bien las palabras le resultaron incomprensibles, pudo notar que aquella era una voz femenina.

Poco después recibió un trozo de papel a través del caño, lo abrió y leyó la única palabra que allí estaba escrita:

«Hola»

Sintió una gran emoción por haber encontrado a alguien real. Nunca lo había hecho en toda su vida, su vida vacía, llena de gente que caminaba alrededor suyo usando todos la misma máscara.

¿Quién habría imaginado que justo ahí conocería a alguien, allí, en la caverna?

No tenía con qué escribir, por supuesto, pero no necesitó pensar siquiera un segundo antes de recibir un bolígrafo a través del caño.

Comenzaron una amistad única.

Y así pararon días, meses, años. Tal vez pasaron siglos.

Todo era increíble hasta que leyó un mensaje que decía:

«Esto duele demasiado. Ya no te escribiré. Ya no me escribas»

No había caso, no podía hacer nada, sabía que ELLA lo había dicho en serio, por lo que dejaron de comunicarse.

Y así pasaron días, meses, años…

«Sé que me pediste que no te escribiera, pero lo estoy haciendo para que tal vez así te enojes conmigo. No mucho, solo un poco, lo suficiente para que ya no me quieras tanto como para que te duela pero que tampoco ocasione que dejemos de ser amigos»

Poco después recibió la última carta de ELLA; la nota estaba ensangrentada. La abrió y, con los ojos llenos de lágrimas, leyó su contenido:

«Me pondré la máscara nuevamente y saldré de aquí. Quisiera estar contigo pero no puedo. Créeme que lo intenté, me corté un dedo para así de algún modo unirme a ti de a poco; pero eres como la gangrena, que debe amputarse de una vez y para siempre»

Al recibir el dedo de ELLA a través del caño, solo sintió ganas de gritar por la hendija de la puerta pidiendo que también le pusieran la máscara.


Y así pasaron días, meses, años…

ÉL volvió a su rutina, a su vida vacía, llena de gente caminando alrededor suyo usando todos la misma máscara. Hasta hoy la sigue buscando, a ELLA, por su manera tan especial de decir las cosas.

Quizás algún día la encuentre, no puede ser tan difícil, su forma de escribir es única y no es debido a que le falta un dedo.




miércoles, 3 de septiembre de 2014

DE DIOSES Y DE MONSTRUOS






No es fácil ser el centro de una atención jamás buscada, de vivir apuntado con índices prejuiciosos y acusado sin razón.

Desde mi torre oscura solo encontraba paz cuando contemplaba los campos repletos de gamones. Su color violáceo, su hermafroditismo y la toxicidad de sus tubérculos, hace que los considere mis hermanos.

Yo no elegí poseer mis múltiples malformaciones, fue algún sádico dios quien me jugó esa broma, ese error que todos se encargaron de inmortalizar.

Me condenaron a cubrir mi cuerpo con túnicas y a caminar con la cabeza baja para que la sombra escondiera mi rostro; pero nunca falta algún curioso. Me he encargado de algunos de ellos, pues mis malformaciones no son vanas; mi despiadado dios me proveyó de una fuerza anormal, tanto como lo soy yo. Es que mis manos, que no son como tus manos, son incapaces de sujetar algo sin destruirlo. Jamás podría con ellas acariciar a un ser querido, aunque a decir verdad todo el mundo me desprecia.

Me he mudado cientos de veces, he atravesado desoladas tierras escapando de más pueblos de los que podrías recordar; pero yo sí los recuerdo. Recuerdo cada insulto, cada mirada, pues el cruel dios que me creó me dotó de una memoria prodigiosa para que jamás olvide quién soy y quién no soy.

Aquella mañana sucedió lo inevitable: un grupo de hombres vino en mi búsqueda. ¡Malditos! ¡Juzgan a alguien solo por su aspecto y dicen que yo soy el monstruo!

Rompieron la puerta y subieron hasta lo alto de mi torre. No los ataqué cuando los tuve enfrente porque, a pesar de mi acumulación de grises sueños rotos, en el fondo siempre fui un iluso. Creí que si me quedaba tranquilo podríamos tener una conversación que aplacara su ira, pero las almas de los hombres son amargas:

«¿Por qué no te mueres, monstruo? El mundo será un mejor lugar cuando ya no estés en él».

«¡Enfrenta tu destino, esperpento! No nos pidas misericordia, que te perdone tu dios».


Aquellos fueron algunos de los agravios que recibí, agravios que escuché toda mi vida pero siempre duelen.

Quise preguntarles el porqué de su cabreo, pero mis labios, que no son como tus labios, solo producen barboteos cuando me pongo nervioso.

«Dinos que hiciste con Sabrina, ¡bestia! Desapareció hace una semana; tú la debes haber matado, tú la debes haber violado, ¡animal!»

No tenía idea de quién era esa Sabrina, pero ellos no estaban allí para explicarlo.

Uno de mis visitantes se abalanzó hacia mí con un cuchillo, pero me protegí con uno de mis brazos, que no son como tus brazos, desarmándolo al instante.

Lo sujeté de la cabeza y ejercí una fuerte presión sobre ella. Contemplé el pánico en sus ojos mientras mis dedos, que no son como tus dedos, evitaban que le llegara oxígeno al cerebro. Pronto su cráneo cedió, provocando un tragicómico chasquido.

Los demás enajenados me atacaron. Me defendí y lastimé de gravedad a varios de ellos, pero eran demasiados, incluso para mí.

Salté por la ventana rompiendo vidrios que no lograron lastimar mi escamosa piel. Caí de mi torre sin hacerme daño, pues mis piernas, que no son como tus piernas, soportaron el impacto sin problemas.

Me vi obligado una vez más a abandonar mis proyectos y mis sueños, porque los monstruos no deben soñar, porque los monstruos no deben vivir, sino sobrevivir.

Mis depredadores me persiguieron con hachas, machetes y diversos proyectiles que me lanzaban con furia.

Atravesé unos árboles y llegué al campo de gamones que solía contemplar desde mi torre. Siempre adoré a esas flores, quizás porque al igual que yo, son un estimulante alimento para cerdos.

Pero los gamones no me protegían como lo hacían los árboles, no había sombras allí donde camuflarme, y de pronto sentí un dolor en mi espina irregular.


Continué corriendo y logré perder a quienes me perseguían. Mis pies, que no son como tus pies, me transportaron a una velocidad como jamás lo habían hecho, y casi sin darme cuenta vi ante mí un precioso edificio. «¿Se tratará acaso de una iglesia?», pensé que estaba a punto de encontrar mi salvación.

Sentí el llamado de un dios que quería hacer las paces con mi alma; habría sonreído pero, debido a mis deformaciones, siempre me fue físicamente imposible hacerlo.

Continué corriendo sin sentir mis anómalas extremidades, y me faltaba poco para llegar a esa edificación con techo del color de los gamones. «¿Tendrá una cruz allá en lo alto?», «¿Acaso mi salvador se acordó de mí?», me hice toda clase de preguntas, porque en el fondo siempre fui un iluso.

Sentí el mayor sosiego de mi vida y quise levantar la vista y encontrar la cruz, pero entonces mis párpados, que no son como tus párpados, se cerraron.



lunes, 1 de septiembre de 2014

ENCADENADOS





No fue una colisión ni un cambio climático,
tampoco una pandemia acabó con el hombre;
aquel apocalipsis comenzó en la mente.



Markov nació defectuoso: nació con alas. Al igual que todos los que nacieron con algo diferente, fue encadenado a los pocos meses de vida. Muchos años después se había convertido en un hombre, pero jamás le permitieron volar.

Una mañana como todas, mientras bebía cabizbajo su café, el hombre alado recordaba la última vez en que le sacaron sus cadenas para un nuevo ajuste. Añoraba esos breves momentos en que podía estirarlas, abrirlas y sentirse a sí mismo.

―No olvides que hoy iremos a cenar a la casa de mis padres ―interrumpió su mujer.

Markov no lo había olvidado; él no tenía ganas de ir, pero ella no escuchaba los desesperados gritos de su silencio.

La esposa que le fue asignada por la ley habló sin parar durante todo el desayuno. Markov siempre envidió la capacidad que tienen algunos de asentir sin escuchar, de hablar sin decir nada; pero él no era así, él registraba cada palabra.

En su trabajo las cosas no mejorarían, las miles de personas allí adentro ya no tenían fuerzas ni para simular un saludo. Entró lentamente debido a las pesadas cadenas que sujetaban sus alas y a la incomodidad que le ocasionaba tenerlas ajustadas por su atuendo para disimularlas, tal y como se lo dictaminó la ley.

Su único amigo allí era Yuri, quien también nació defectuoso: posee piernas de guepardo. Desde pequeño tuvo la habilidad de correr más rápido que cualquier otro ser humano, pero al igual que Markov, estaba encadenado.

Había fuego en la mirada de Yuri. ¡Si tan solo pudiera soltarse por un momento! Solo eso bastaría para que nadie lo alcanzase, nadie en el mundo.


No pudieron detenerse a conversar, pues el fantasmal jefe los mandó muy pronto a sus tareas. No se dirigió a ellos mediante palabras; sus infectas fauces exhalaron un eco cavernoso, producido en el vacío en donde debió haber estado su ausente corazón.

Markov se sentó en el mismo puesto de todos los días. Su trabajo consistía en doblar eslabones metálicos, los cuales formarían cadenas para sujetar a personas con miembros excepcionales, como él y como Yuri.

Esa tarde a la salida del trabajo, mientras soñaba con desplegar sus alas y desaparecer para siempre, chocó con alguien:

―Perdón ―dijeron a unísono.

Levantó la mirada y vio a una mujer joven; jamás la había visto antes, pues de otro modo la habría recordado.

―Estaba distraído y no te vi ―dijo él―. Mi nombre es Markov, trabajo en la sección H1 de doblaje de eslabones.

―Un gusto, Markov ―dijo ella―. Mi nombre es Elena. Trabajo en la sección B8 de confección de pinzas, tú sabes, las que se usan para abrir y ajustar esas malditas cadenas.

La palabra “malditas” sonó como una bendición; Elena era especial.

Markov recreó el encuentro en su mente durante todo el día, incluso seguía chocando con ella mientras se dirigía a la casa de sus suegros.

Ingresó al comedor con el cuidado de siempre, era muy difícil esquivar los invisibles adornos mal ubicados en aquella habitación. Allí todo era blanco, no solo el techo, las paredes y el suelo, también lo era la mesa, las sillas y hasta los vacíos floreros.

«¡Qué ganas de abrir mis alas y batirlas para romper todos estos malditos adornos!»

Markov sonrió luego de que su pensamiento le recordara a Elena por alguna razón.

La conversación durante la cena fue indigerible. Utilizando el dialecto universal, su mujer y sus suegros enunciaban oraciones y hasta párrafos enteros. Él registraba cada palabra, no eran muchas, solo las pocas que aparecen en el pobre diccionario del dialecto universal.

―Me gustaría quedarme más tiempo, pero no me siento bien –dijo Markov, quien no podía seguir evadiendo las preguntas con onomatopeyas.

―¿Te aprietan tus cadenas? ―preguntó su mujer.

«Siempre me aprietan las cadenas, ¿qué clase de pregunta estúpida es esa?», deseó gritar Markov.

―Sí, estoy cansado y necesito acostarme ―dijo él.

Sus suegros lo despidieron con sonrisas tan falsas que les causaron dolores en sus rostros.

El día siguiente comenzó exactamente igual: el mismo desayuno con su mujer, los mismos saludos fríos con sus compañeros de trabajo y el mismo intercambio de sonrisas tristes pero cómplices con su amigo Yuri; pero también aquella sombría jornada sería iluminada por Elena.

―Tengo una sorpresa para ti ―dijo ella―, robé una pinza. Intenté usarla pero no tengo suficiente fuerza.

―¿Te refieres a que tú también estás encadenada? ¡Lo sabía! ¿Qué tienes?, ¿piernas de guepardo, dedos palmeados, aletas de tiburón?

―Tengo alas, al igual que tú. Yuri me contó que posees unas enormes alas de águila, las mías son de cuervo.


Juntos se fueron a un desierto alejado de la contaminada ciudad y, una vez allí, Elena se quitó la ropa. Poseía unas preciosas alas negras con un tono azulado, tan bellas que ni el evidente dolor muscular las eclipsaba. Sus venas estaban oscuras e hinchadas debido a la presión que ejercían los grilletes, y su sensual espalda presentaba grandes hematomas.

―Toma, libérame.

Markov sujetó la pinza y miró a la hermosa mujer, sus ojos jamás brillaron tanto.

Al liberarla, ella comenzó a expandir y a agitar sus córvidas extremidades. Pronto sus pies se despegaron del suelo.

Elena voló alrededor de Markov mientras reía con locura, luego descendió y abrazó a su nuevo amigo, dejándolo inmovilizado por la emoción.

―Tu turno.

―No sé si seré capaz de lograrlo ―dijo Markov.

―Siempre piensas sin actuar, ¿verdad? Actúa sin pensar, solo por esta vez.

―Pero mis músculos pectorales y supracoracoideos deben haberse atrofiado.

―Escúchame ―dijo Elena― ¿Has mantenido tu pensamiento crítico?

―Sí ―dijo él.

―¿Aún tienes imaginación y sueños?

―Sí.

―¿Conservas tu sentido del humor?

―Supongo que sí.

―Pues tienes todo lo necesario para volar ―dijo ella―. Eres libre ahora. Eres tu propio pozo.

Markov reflexionó por un instante y luego abrió sus cadenas con la pinza.

―¿De veras crees que podré lograrlo?

―Confío ciegamente en ti.

Bastaron esas cuatro palabras para que él desplegara sus soberbias alas. Sus músculos pectorales y supracoracoideos se tensaron; su magro y vigoroso físico era imponente.

Comenzó a batirlas mientras el sol se filtraba entre las puntas de sus plumas. Ella contemplaba absorta sus colores, los cuales cubrían el espectro entero de las montañas.

Markov y Elena se miraron a los ojos en silencio y luego se elevaron juntos por los aires. Dicen que jamás volvieron a pisar la tierra.



FIN






SUEÑOS DE INMORTALIDAD





Abatido por la tristeza, luego del funeral decidí incendiar el cementerio.

...como si aquello pudiera ocasionarle algún daño a la muerte.