martes, 23 de agosto de 2016

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La cafetería del pueblo estaba llena. La puerta se abrió y entró un sofocante calor de mediodía. Una mujer entró y avanzó dando pasos lentos, temblando, mientras su cabeza se movía a causa de los constantes tics nerviosos.

Se trataba de Mabel, una señora de cabello crespo y lleno de canas. Usaba la misma bata de siempre, cada día más sucia.

―¿Alguien ha visto a Rogelio? ―preguntó.

Miró a su izquierda, y los clientes sentados en las mesas dejaron de conversar y apretaron los labios soportando las ganas de reír. A su derecha, los comensales sobre la barra giraron sobre los bancos para no mirarla.

―Lo siento, Mabel ―dijo la camarera―. No lo he visto, pero le diré que lo andas buscando si viene por aquí.

―No debe haber ido lejos ―dijo Mabel―; ni siquiera se llevó los cigarrillos.

La señora de la bata se retiró del lugar y los murmullos comenzaron enseguida.

―Vieja loca... ―dijo un joven― Con el olor que tiene no me sorprende que su marido se haya ido con otra.

Mabel no siempre fue así. Había transcurrido un año desde que Rogelio había desaparecido sin dejar rastros, y eso la cambió por completo. Dejó de arreglarse y de bañarse, y envejeció tanto en tan poco tiempo que se volvió irreconocible.

La camarera se acercó a la mesa donde estaba sentado un hombre mayor:

―¿Más café?

―No, gracias, linda ―dijo el señor―; debo ir a encontrarme con mi hermano. Sus cerdos han dejado de comer. Lo ayudaré a limpiar los bebederos y a vacunarlos, aunque no sabemos aún qué es lo que les sucede.

La temperatura estaba aumentando. El hombre se asomó a la puerta y una nube de polvo atravesó la calle. Encendió un cigarrillo y se acomodó el sombrero para cubrirse del sol que quemaba sin compasión.

Un instante después otro hombre ingresó a la cafetería. Estaba triste, desahuciado. Su esposa acababa de perder un segundo embarazo y se había sumido en una depresión sin salida aparente.

Algunos clientes lo saludaron en silencio, con gestos de empatía. Tal y como sucede en los pueblos pequeños, allí todos conocían los problemas de sus vecinos.

La temperatura continuó en aumento y el aire acondicionado de la cafetería comenzó a hacer un fuerte ruido metálico. Los clientes se voltearon y de pronto el aparato dejó de funcionar.

―¡Otra vez! ―gritó el dueño agarrándose la calva–. Llamé al técnico la semana pasada y aún no ha venido. Espero que aparezca mañana.

En ese momento todos tuvieron el mismo pensamiento fugaz: el técnico no iría a arreglar el aire acondicionado.

A la mañana siguiente Mabel salió de su casa y no vio a nadie en el pueblo. Las calles estaban desérticas; todos habían desaparecido sin dejar rastros. Ingresó a la cafetería, que también estaba deshabitada:

―No deben haber ido lejos ―dijo Mabel―; ni siquiera se llevaron los cigarrillos.



sábado, 6 de agosto de 2016

CUESTIÓN DE PIEL






No podía dejar de pensar en lo que me había ocurrido aquella tarde. ¿Qué otra cosa podía hacer más que recordar mientras viajaba en un sucio tren? ¿Qué otra cosa podía hacer más que sentirme miserable mientras viajaba junto a miles de personas con caras tan tristes como la mía?

«Sácate la camisa; siempre te la dejas puesta»

Era la tercera vez que estábamos teniendo relaciones y era cierto, no me había desnudado las veces anteriores. No tenía excusas para no hacerlo esa vez; hacía un calor de mil demonios.

Debí habérmela dejado puesta. Claro que si pudiera volver al pasado, habría puesto una excusa para irme antes de que ocurriera algo. Pensándolo bien, preferiría haberle hablado de mi problema para que así se fuese preparando. Pero si de verdad pudiera volver el tiempo atrás, viajaría a aquel día en mi niñez en que me quemé el torso por completo.

Ocurrió lo de siempre. Me preguntó cómo me hice la cicatriz y luego se hizo tarde y se fue. No volvió a llamarme y, misteriosamente, estaba siempre ocupada cada vez que la invitaba a salir.

Apenas me vio desnudo percibí su rechazo. Mi pecho y abdomen están deformados. Parece que me hubieran arrancado la piel y, luego de hacerla añicos, la hubiesen acomodado en un rompecabezas surrealista donde ninguna pieza encastra a las adyacentes. Un escenario de horror y muerte; un mapa a escala con relieve del mismísimo infierno. 

Mi marca siniestra hizo que se olvidara de mi rostro y de mis brazos. Siempre me los halagaba, y decía que con mi bella cara y mis músculos irían muy bien unos tatuajes. Pensé alguna vez en tatuarme, pero ya llevo suficientes marcas en la piel. 

Todos buscan princesas y príncipes azules, pero no saben que en este mundo no hay más que brujas y caballeros negros que distan mucho de ser perfectos. Cuando comencé a conocerla, también descubrí sus imperfecciones: constantes cambios de humor, problemas en el trabajo, y hasta un ex novio obsesivo que la acosaba en los momentos más inoportunos. No dejé de interesarme en ella por esas cuestiones, pero a mí no me perdonó ni un solo defecto. 

Por fortuna aún no pierdo la capacidad de asombro. Es que el mundo está lleno de belleza y, sin importar que tan tristes estemos, es imposible hacer caso omiso de ella. Así me ocurrió cuando conocí a la hermosa joven que sube al tren todos los días en la misma estación. Siempre se sienta sola, y no deja de mirar a través de la ventanilla en todo el trayecto. 

Ese día fue diferente; una señal divina quizás, no lo sé, pero era justo lo que necesitaba. La joven me hizo un gesto extraño cuando notó que la estaba contemplando; fue una sonrisa casi imperceptible. Me dio entonces la sensación de que le había gustado; al menos hasta que me viese desnudo. 

En la siguiente estación bajaron los demás pasajeros y nos quedamos solos. No podía quitarle los ojos de encima; deseaba que me volviera a sonreír para ir a sentarme junto a ella sin dudarlo. 

Era tímida, justo como a mí me gustan, y el largo cabello negro le tapaba el rostro. Su estilo era gótico, o dark, o tal vez punk; no sé mucho de eso, pero imaginé que alguien así apreciaría el lado oscuro de la vida y tal vez encontraría atractiva a mi quemadura. ¡Qué sé yo! La búsqueda de amor nos hace inventar historias tan absurdas… 

En un momento volvió a mirarme y se le escapó otra leve sonrisa. Entonces sí, me levanté y me acerqué a su asiento: 

―¿Puedo sentarme a tu lado? 

La joven asintió con la cabeza. 

Muchas veces he visto a un hombre acercarse a una mujer y hablarle sin parar, e incluso hacerla reír. Cuando eso sucede me dan ganas de preguntarle el secreto, puesto que yo no sabría qué decir en esos casos. Pero esa vez fui yo el simpático, y logré mantener una conversación de lo más agradable sin esfuerzo alguno. No hay secretos; es una cuestión de piel. 

Comenzó a hacer calor en el tren y me levanté para abrir la ventanilla. 

―¡No! ―gritó ella. 

Su grito fue tardío, y un viento frío la despeinó dejando a la vista todo su rostro. 

En ese momento comprendí por qué se cubría el perfil derecho. Parecía que le hubieran arrancado la piel y, luego de hacerla añicos, la hubiesen acomodado en un rompecabezas surrealista donde ninguna pieza encastra a las adyacentes. Un escenario de horror y muerte; un mapa a escala con relieve del mismísimo infierno.