sábado, 16 de abril de 2016

MI BRAZO POR TI


Escrito con la colaboración de Elena García Domingo



Julia despertó en medio de la noche. No fue un ruido, no fue una pesadilla; fue su intuición quien requería vigilia. 
Junto a ella su novio dormía, tranquilo, demasiado tranquilo.

En la oscuridad pudo distinguir una silueta ubicada en el respaldo de la cama. Prendió la luz de la lámpara, y cuando vio lo que había allí salió de la cama de un salto.

―¡Oh, Dios mío! ¿Qué es eso? ¡Martín, despierta por favor!

Martín no despertó.

En el respaldo de la cama había una criatura con la palma de la mano ubicada a pocos centímetros del rostro de su amado. Julia vio un vapor, un aliento que se elevaba; era la vida de su novio.

La pequeña criatura la miró. Sus orejas eran largas y puntiagudas. Tenía la piel de un gris verdoso, y unos ojos grandes y brillantes que mostraban una profunda tristeza. Comenzó a hablar con voz aguda, temblorosa, intentando no asustar más a Julia.

―No, Julia ―dijo―; él no despertará. Vengo a llevarlo; le ha llegado la hora.

―Por favor ―dijo ella―, no lo hagas.

―Lo siento, no se suponía que despertaras. Me duele cuando eso sucede, no me gusta que me vean hacer mi trabajo.

―¿Pero por qué debes llevártelo? Yo lo amo.

―Así funciona el universo, Julia. Hay una cuota de dolor que se debe cumplir. No lo entenderías. Yo tampoco lo entiendo del todo.

―¿No hay nada que yo pueda hacer para que no te lo lleves? ―preguntó ella― Puedes cortarme un dedo si quieres; eso duele mucho.

―Un dedo no es suficiente, Julia.

―¿Y qué entonces? Haría lo que sea por él.

La pequeña criatura cerró el puño y dejó de absorber la vida de Martín. Luego de reflexionar unos segundos dijo su propuesta: 

―No hay mayor dolor que no volver a ver el rostro del ser amado, me llevaré tus ojos... 

Julia lloró, pero en ese momento sintió que no podría seguir viviendo sin Martín, y aceptó el trato.

―No morirá en mucho tiempo, ¿verdad? Quiero que lleguemos a viejitos juntos.

La criatura se puso unos lentes y sacó un pequeño cuaderno anillado de su bolsillo:

―Veamos… ―dijo―. Mi próxima cita con él será entonces…. dentro de treinta y seis años. Eso si no le dices lo ocurrido esta noche; si le cuentas deberé venir a buscarlo mañana mismo.

Con el rostro lleno de lágrimas Julia volvió a dormir. A la mañana siguiente despertó abrazada a su novio.

Martín enseguida se dio cuenta que algo no iba bien, y notó que Julia tenía los ojos blancos. Fueron enseguida al hospital. Él manejaba mientras tocaba la bocina sin parar, y casi chocó en más de una oportunidad.

El médico la revisó y le hizo varios análisis, pero no hubo nada por hacer. El diagnóstico fue degeneración macular, algo poco común a su edad. Lo más extraño fue que en el caso de Julia la degeneración fue inmediata, sin respuesta científica. 

Martín siguió con ella, por supuesto, él la amaba. Pero la convivencia se volvió difícil. Él debió dejar de hacer horas extras en el trabajo para poder hacerse cargo de los quehaceres de la casa y cuidar de ella. Mientras tanto, Julia no sabía qué hacer para mejorar la situación, y se hundía cada vez más en una depresión.

Una madrugada Martín despertó a causa de un ruido proveniente de la cocina; decenas de platos habían caído al suelo.

―¿Qué sucedió? ―preguntó él.

―Estaba lavando y acomodando, y se me cayó todo.

―¡Has hecho un desastre!

―Quería ayudarte.

―Pues no lo estás haciendo, solo empeoras las cosas.

Julia se sentía inútil y lo peor, él nunca tendría conocimientos del sacrificio que ella había hecho. No podía siquiera pensar en que desapareciera de su lado, de este mundo. Se sumió cada vez más en su oscuridad, no dejando de pensar en que Martín encontraría a una mujer que pudiera devolverle la mirada, esa mirada que lo cautivó siempre y para siempre.

Martín sentía que el corazón dulce que había conocido en ella se había desvanecido en la oscuridad. Se sentía culpable de irse y dejarla, pero ya no podía tolerar el rechazo y la ingratitud de Julia. Una noche hizo las maletas y se fue cerrando la puerta con tristeza.

Julia había perdido la esperanza y la cordura, llamando a voz en grito a aquél ser que le arrebató la vista por su amado:

―¡Ven a mí! Haz que el universo quiera todo este dolor que siento ¡Quiero morir!

Mientras ella imploraba Martín también vivía un infierno. No pasaba un día sin pensar en ella; la tenía presente en todo lo que hacía. Estaba en otra casa, pero aun así la veía apoyada en cada pared, sentada en cada mueble. Cuando no pudo resistirlo más regresó para verla.

Entró al edificio, pero al intentar abrir la puerta del departamento descubrió que ella había cambiado la cerradura. 

Martín la llamó pero no obtuvo respuesta. Preocupado decidió tirar la puerta abajo y, tras llegar al dormitorio, encontró a la criatura de ojos temblorosos y tristes, devorando la vida de su amada que yacía con los signos vitales a punto de apagarse.


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A la mañana siguiente Julia despertó y notó que Martín estaba a su lado.

―¿Martín? ¿Has vuelto? ¿Cómo ingresaste?

―Estabas durmiendo profundamente y no me escuchaste, así que rompí la puerta. No te preocupes, ya llamé al cerrajero. Todo va a estar bien.

―Abrázame ―dijo ella. Y entonces se dio cuenta de que a Martín... le faltaba el brazo derecho.



FIN


lunes, 4 de abril de 2016

LEYENDAS DEL BLUES






El bar estaba lleno. No tan lleno como en sus inicios, cuando el blues vivía sus años de gloria, pero aun así era una buena noche. La banda que tocaría aquella vez era nada menos que Los Calamares, y tenían muchos seguidores.

En medio de la noche se corrió el rumor de que la banda no llegaría al lugar debido a un accidente de tránsito. Un hombre joven se aproximó a la barra mientras el cantinero limpiaba las copas:

―¿Es verdad que no vendrán a tocar Los Calamares?

―Así es ―contestó el cantinero―. Hubo un accidente en la autopista y no llegarán a tiempo. No te preocupes, pronto vendrá un reemplazo que es excelente.

―¿Un reemplazo para Los Calamares? Son una gran banda; los sigo desde hace años. No es lo mismo que venga cualquiera a reemplazarlos.

―Quedarás más que satisfecho, amigo; quédate tranquilo. Viene Koby, el mejor guitarrista del mundo.

El joven comenzó a reír:

―Yo conozco mucho sobre blues y no tengo idea de quién es ese. Si es el mejor entonces debería ser famoso, ¿no lo cree?

El cliente se dio la vuelta listo para retirarse, y el cantinero lo llamó:

―Contéstame una pregunta antes de irte: ¿cómo se llamó el primer baterista de Los Calamares?

―Roger Blatt ―dijo el cliente sin dudar―. Tocó durante dos años hasta que se unió a una secta adoradora de Astaroth y dejó la música. Lo reemplazó por un tiempo Dwayne, el hermano del cantante, hasta que falleció por sus problemas de alcohol. Luego se unió Sean, que toca con ellos desde hace diez años.

El hombre de la barra sonrió.

―Pareces conocer todo sobre Los Calamares. Supongo que debe ser duro para ti que ellos no lleguen hoy. Te contaré la historia de Koby, y si logro convencerte te quedarás a escucharlo y me dejarás una buena propina.

El cliente volvió a reír:

―De acuerdo ―dijo―, es un trato.

El cantinero apoyó el brazo en la barra y comenzó a contar la historia…


Hace mucho tiempo, cuando yo aún era joven, comencé a trabajar en este bar fascinado por su lujo y buen ambiente. No se veía como ahora, claro, las cerámicas del piso estaban brillantes, y todas las luces funcionaban llenando el sitio de colores. El escenario se lustraba cada semana. Las sillas eran todas iguales y las mesas estaban barnizadas para que las gotas de bebida resbalasen en lugar de dejar perennes manchas oscuras.

Una noche iba a tocar una de las mejores bandas de blues de aquella época: Los Empedernidos. Llegaron temprano para sentarse un rato a beber y a fumar. Se sentaron los seis en la mesa redonda del centro.

Todos estaban alegres y expectantes. Algunos se acercaban a saludar y a escuchar las anécdotas que contaban los miembros de la banda, otros bebían y bailaban…, todos parecían estar pasando un buen momento a excepción de un misterioso anciano sentado en la mesa del fondo.


El extraño individuo era calvo, y usaba lentes oscuros de vidrio redondo. Llevaba puesto un traje azul a rayas de una tela de la mejor calidad. El traje estaba impecable, recién planchado, pero su rostro mostraba las arrugas de alguien que bien podría tener mil años. Pidió para beber una botella del mejor whisky de la casa, y le llevamos un F&7 etiqueta negra. Minutos más tarde pidió una segunda botella, y luego una tercera.

Cuando faltaba poco para que Los Empedernidos subieran al escenario hubo un accidente. La camarera tropezó con alguien y cayó encima de la mesa en la que estaba la banda. Nadie prestó atención en ese momento, pero yo vi que había tropezado con el misterioso anciano, quien tras el incidente volvió a sentarse en silencio en la mesa del fondo.

La bandeja cayó encima del guitarrista, Skinny, quien se cubrió el rostro con el brazo. Un vaso de la bandeja se rompió en la muñeca del músico y le provocó un corte del que enseguida brotó sangre sin parar. No fue de gravedad, pero estaba claro que esa noche no iba a poder tocar con el resto de la banda.

La camarera no sabía cómo disculparse por lo ocurrido, pero Skinny la calmó diciéndole que no era su culpa y que los accidentes ocurren por alguna razón. Los Empedernidos se destacaban no solo por su música sino también por su humor y buen corazón.

La banda debió entonces buscar un remplazo para el guitarrista, y enseguida se acercó un joven blanco de cabellera rubia.

―Yo puedo reemplazarlo ―dijo.

Todos lo miraron sorprendidos; no se veían muchos jóvenes rubios en el bar en aquellos tiempos.

―Los he escuchado varias veces. Soy estudiante del conservatorio y tengo mi propia banda. Si quieren puedo tocar alguna canción para que me oigan.

Buck, el baterista, apoyó su vaso en la mesa. Era un hombre muy obeso que sudaba profusamente.

―Te he oído tocar una vez aquí. Eres bastante bueno, pero no llevas el blues en la sangre como nosotros.

El joven blanco no dijo nada, la gente a su alrededor asentía en silencio de acuerdo con lo que había dicho Buck.

Entre la gente apareció otro muchacho. Era un joven del Bronx que llevaba puesto un viejo sombrero fedora cuya sombra le tapaba el rostro. Tenía un traje gris de lana lleno de agujeros de polillas, y cargaba un estuche de guitarra gastado:

―Yo puedo reemplazarlo ―dijo.

Nadie conocía a aquel joven.

―¿Cómo te llamas, muchacho? ―preguntó uno de Los Empedernidos.

―Mi nombre es Koby, y soy el mejor guitarrista del mundo.

Todos rieron. Sin embargo, con ese modo de presentarse, nadie se animó a negarle una audición.

El joven sacó la guitarra de su viejo estuche y todo el bar hizo silencio. Carraspeó y comenzó a interpretar Sweet Sixteen de B. B. King.


Tenía una voz ronca y suave a la vez, que no sonaba nada mal, pero lo que en verdad se destacaba era su habilidad con la guitarra. Movía los dedos a una velocidad que yo jamás había visto, agregando todo tipo de adornos a la melodía. De repente tocó un solo en el que hizo cosas que yo no sabía que se podían hacer con las cuerdas. No solo hacía bendings y slides, él inventaba cosas nuevas, cosas mágicas.

Cuando terminó la canción la gente lo ovacionó. Todos lo aplaudieron a excepción del anciano calvo, quien lo escuchó en silencio en la mesa del fondo, oculto entre las sombras, sonriendo con cinismo mientras bebía su whisky F&7 etiqueta negra.

Koby se unió a la banda esa noche y tocaron mejor que nunca. Cuando terminaron, todos se acercaron a Koby. Los miembros de la banda le ofrecieron compartir la paga de esa noche, un hombre le preguntó cuánto dinero quería por tocar en su bar, y hasta hubo un señor que le ofreció un contrato para grabar un disco. Pero Koby se negó a todas y cada una de las ofertas.

El joven guardó la guitarra de nuevo en el estuche y se retiró. Pasaron años antes de que alguien lo volviera a ver.


―¿Y por qué no aceptó el dinero? ―preguntó el cliente― Por lo que dice se ve que era pobre.

―Cuando lo volví a ver en el bar se lo pregunté. Pasó lo mismo que hoy: una banda no pudo asistir y él tocó en su lugar, pero cuando le ofrecieron dinero por su música él tampoco aceptó. Al finalizar la noche le invité un trago, y ya pasado de copas se atrevió a contarme la verdad.

El cliente abrió los ojos deseoso de escuchar el resto de la historia…


Cuando era un niño, Koby practicaba durante horas con su guitarra. Soñaba con ser un gran músico, pero jamás tuvo una educación formal porque era muy pobre.

Una noche su padrastro volvió a la casa más borracho que de costumbre y los golpeó a él y a su madre. A la mañana siguiente quiso despertarla para proponerle escapar juntos, pero ella estaba drogada y no pudo ni levantarse de la cama. Koby huyó solo, llevando consigo un pequeño bolso en una mano y su guitarra en la otra.

Recorrió grandes trayectos viajando en tren, en los vagones de carga. Una noche de lluvia, conoció a un misterioso anciano de traje y anteojos negros; era el anciano que se sienta solo en la mesa del fondo a beber whisky.

―¿Tocarías algo para mí, muchacho? ―preguntó el hombre.

Koby tocó lo mejor que pudo, aunque se equivocó varias veces.

―Eres bastante bueno ―dijo el anciano―, pero tienes mucho que aprender.

Koby le dijo que pensaba seguir practicando para convertirse en un gran guitarrista, pues ese era su sueño, y que daría cualquier cosa por ser el mejor guitarrista del mundo.

El anciano se puso de pie y le preguntó: «¿Incluso tu alma?»

Un relámpago sonó con fuerza y el vagón entero se iluminó.


El anciano le ofreció un contrato en donde él se quedaría con el alma del muchacho a cambio de convertirlo en el guitarrista de blues más rico y famoso del mundo. El joven firmó sin siquiera leer. Luego el hombre le pidió que pusiera las palmas de las manos hacia arriba, y se las tocó con las uñas de sus dedos índice. El anciano tenía uñas largas y gruesas, como de garras, y al tocarlas, Koby sintió que lo estaba quemando. Le quedaron dos cicatrices luego de aquello, y en ellas radicaría su poder musical.

Volvió a tocar la guitarra para probar sus habilidades y todo había cambiado. Era excelente, era impecable. El joven conocía todas las canciones de blues a la perfección, incluso aquellas que no había escuchado en su vida. Koby sabía todo sobre música, y hasta podía leer y escribir partituras a pesar de no haber recibido jamás una educación formal.

―Pronto te ofrecerán contratos y mucho dinero ―dijo el anciano―, y entonces tu alma será mía para siempre.

―¿Mi alma no es suya aún? ―preguntó Koby.

El anciano dudó:

―No…, lo será cuando aceptes tu primera paga. Cuando comiences a ser famoso y millonario.

―Pero a mí no me interesan la fama y el dinero―dijo Koby―. Yo quiero ser el mejor del mundo por mí, no por los demás.

Otro relámpago sonó con fuerza iluminando el vagón, y el anciano se puso furioso:

―¡No te pases de listo conmigo, muchacho! No podrás evitar ser famoso; te lloverán ofertas y algún día aceptarás, ¡eres pobre!

Koby jamás aceptó una oferta de tocar por dinero, y hasta hoy conserva su alma. El anciano lo sigue a todos los bares esperando verlo tocar, y sabe que, si no consigue el alma del muchacho, al menos escuchará muy buena música.


―Me quedaré a escuchar a Koby ―dijo el cliente, y luego pagó su bebida dejando una buena propina.

En ese momento todos miraron hacia la puerta de entrada; Koby había llegado. Seguía viéndose casi como la primera vez que ingresó al bar; los años no le pasaron como al común de los mortales.

El guitarrista subió al escenario y comenzó a tocar Sweet Sixteen. La gente lo ovacionó. Todos lo aplaudieron a excepción del anciano calvo, quien lo escuchó en silencio en la mesa del fondo, oculto entre las sombras, sonriendo con cinismo mientras bebía su whisky F&7 etiqueta negra.



FIN