viernes, 27 de octubre de 2017

LA MANO QUE ALIMENTA






¿Y si cada lujo en tu vida no fuese más que una ilusión?
¿y si estuvieras en deuda por cada consumo desmedido?
¿morderías acaso la mano que te alimenta?



La luz blanca de la habitación se prendió a la hora de siempre. Los diez individuos despertaron, abrieron los ojos y comenzaron a dar vueltas por el lugar emitiendo sonidos guturales. Todos los días comenzaban de la misma manera para los elegidos. No se llamaban así en realidad, pero “elegido” era la única palabra que sabían pronunciar.

Desnudos, desnutridos y sin identidad; los diez carecían incluso de género y nombre. Lo único que los diferenciaba era una marca en sus cuellos.

Los elegidos buscaban a su alrededor algún resto de comida, intentando utilizar su sentido del olfato que se había vuelto inútil en aquel hedoroso lugar.

Por alguna razón caminaban apoyando sus cuatro extremidades, pudiendo andar de pie con mayor comodidad.

Chocaban entre sí, empujándose, compitiendo en aquella búsqueda infructífera dentro de una habitación vacía.

Las paredes del lugar eran grises a excepción de la parte inferior, donde estaban llenas de manchas de diferentes colores que habían dejado los elegidos con sus dedos.

A centímetros del suelo había una canilla que no podía abrirse ni cerrarse, ésta solo goteaba sin cesar sobre un desagüe. Encima de esta colgaba un cartel fuera del alcance de los diez individuos:

“Éxito”

Por supuesto, ellos no sabían leer, pero el cartel estuvo allí desde siempre, mofándose de la condición en que vivían.

En la pared de enfrente estaba el único contacto con el exterior: una puerta reforzada que tenía una luz roja en la parte superior.

La luz roja de la puerta se encendió, y los diez sujetos se quedaron inmóviles; sabían que aquella era la señal de que la puerta estaba a punto de abrirse como lo hacía cada semana.

Segundos después ingresó un nuevo individuo tan sucio como ellos. Estaba desnudo y, al igual que los demás, carecía de órganos sexuales. Caminó hasta el centro de la habitación, apoyando sus cuatro extremidades, pudiendo andar de pie con mayor comodidad.

Los diez lo olfatearon de arriba abajo, y pronto se dieron cuenta de que era como ellos; solo se les diferenciaba porque en su cuello se leía “H2”.

Minutos después se encendió la luz roja otra vez, y los sujetos se sentaron en el suelo a esperar el anuncio que se oía siempre luego de la señal. Entonces se oyó una voz por el altoparlante:

«F7 es el elegido»

Por supuesto que ellos no entendían esas palabras. Ni siquiera aquel que tenía “F7” en su cuello se había dado cuenta de que lo acaban de nombrar; pero una luz amarilla iluminó al indicado, y los demás comenzaron a gritar a coro y en tono gutural:

―¡Elegido!, ¡elegido!, ¡elegido!, …

La puerta se abrió y aquel que tenía “F7” en el cuello salió de la habitación.

Los otros individuos se quedaron dando vueltas, buscando algo que no iban a encontrar, hasta que por fin la luz roja volvió a encenderse y enseguida aparecieron diez platos rebosantes de carne cruda por la ventanilla de la puerta; uno tras otro.

Los diez saltaron encima de los platos y comenzaron a clavar sus colmillos en la carne mientras la sangre chorreaba por sus manos. Lamían sus dedos al comer, dedos de uñas lastimadas, infectas de una mugre que les decoloraba la piel.

Tal vez acabarían los platos como siempre, sin sospechar nada, o tal vez alguno de ellos notaría que en uno de los trozos aún se leía “F7”.



martes, 17 de octubre de 2017

LOS ANTEOJOS MÁGICOS





Ocultismo, nigromancia, demonología...; era uno de esos sitios donde uno siente que no será el mismo tras cruzar la puerta.

Sergio tomó aire e ingresó. El lugar estaba a oscuras, y al principio creyó que no había nadie. Luego notó que, rodeada de estantes abarrotados de pócimas y viejos libros, estaba sentada una anciana:

―Buenas tardes, Sergio ―dijo la señora―; tengo justo lo que necesitas.

―¿Cómo sabe mi nombre?

―Soy bruja ―dijo ella.

La señora se puso de pie y él pudo verla con claridad. La piel de la anciana parecía hecha de cera, de cera derretida; una piel que intentaba cubrir con escasos cabellos que se habían vuelto blancos con el correr de los inviernos.

La anciana recorrió uno de los estantes con su mano huesuda, pasando junto a varios objetos cubiertos de polvo, hasta que tomó unos anteojos.

―Con estos anteojos mágicos tu éxito con el sexo opuesto será superior al que podrías imaginar. Pronto te verás rodeado de mujeres hermosas.

Sergio no creyó que aquello fuera cierto, pero pensó que no perdía nada por probar, además ella no le pidió mucho dinero por el artefacto.

―Una cosa más ―continuó la vendedora―: jamás te los saques frente a las mujeres que conquistas, o las perderás de manera inmediata.

Al llegar a su casa se probó los anteojos frente al espejo y se vio diferente. No solo parecía más inteligente, su rostro era más bello e incluso se veía más musculoso. Salió entonces a la calle con la intención de devorarse al mundo.

Miró a cada mujer que pasaba, y ellas lo miraban de vuelta; las saludaba, y ellas lo saludaban; Sergio estaba en el centro del universo. De pronto vio a una muchacha que llamó en verdad su atención...

Una joven pelirroja miraba la vidriera de un negocio y giraba la cabeza con disimulo para observarlo. Sergio se perdió en su figura y a ella se le escapó una sonrisa. Fueron los labios más bellos que él había visto. La joven bajó la mirada con timidez, pero enseguida la levantó mientras él se le acercaba.

―¿Te conozco? ―preguntó la joven.

Sergio hizo el chiste tonto de que era probable que lo estuviera confundiendo con un actor de cine, y pronto la conversación fluyó llena de risas. Minutos más tarde la invitó a tomar un café con total naturalidad.

Al día siguiente volverían a verse, y Sergio se preparó frente al espejo para la cita. Se preparó como cualquier día, con la excepción de que se colocó, con sumo cuidado, sus anteojos nuevos.

Cenaron, bailaron y caminaron por el parque; y no hubo un instante en el que él se quitara su accesorio mágico. Cuando se hizo tarde, la invitó a pasar la noche en su departamento.

Sergio se sacó toda la ropa, pero aun así se dejó las gafas.

―No te molesta que me deje los anteojos puestos, ¿verdad?

―Para nada ―dijo ella―; me encanta cómo te quedan.

Sergio tuvo el mejor sexo de su vida; jamás había estado con una mujer comparable en sus aptitudes amatorias. Ni siquiera sus mejores amantes, aquellas a las que consideraba pesos pesados en conocimientos anatómicos, habrían sido rivales para aquella muchacha.

A la mañana siguiente la despertó con una taza de café en cada mano.

Durante el desayuno no se sacaron la mirada de encima, y de pronto ella tomó coraje para decirle lo que ya era evidente:

―Sé que todo ha pasado demasiado rápido, pero creo que este es el inicio de algo especial.

Entonces él ya no pudo seguir guardando el secreto:

―Siento lo mismo, y es por eso que debo dejar de ocultarte quien soy.

Sergio cerró los ojos y se quitó los lentes. Al abrirlos vio nublado, hasta que poco a poco volvió a ver con claridad el rostro de su amante. Su piel parecía hecha de cera, de cera derretida; una piel que intentaba cubrir con escasos cabellos que se habían vuelto blancos con el correr de los inviernos.