viernes, 17 de junio de 2016

LA ÚLTIMA ESTACIÓN





Elizabeth volvía en el subterráneo llena de ilusiones. Se casaría pronto, y había ido a que le tomaran las últimas medidas para que le terminasen el vestido.

Era tarde y todos regresaban cansados del trabajo. La joven viajó sentada, con una sonrisa a punto de estallar en su cara; pero los rostros grises de los demás pasajeros le hicieron sentir que reír en aquel vagón era un acto vergonzoso.

El ruido monótono del tren atravesando las vías y las sombras repetidas que recorrían el vagón fueron interrumpidos por una persona dispuesta a contagiar su alegría a todos los pasajeros. Se trataba de un hombre en silla de ruedas que llevaba una vieja guitarra.

Comenzó a tocar las cuerdas de su instrumento y no era necesario poseer un oído absoluto para notar que estaban desafinadas. El indigente tampoco había sido favorecido con una voz agradable, pero el buen humor que lo caracterizaba hacía sonar mejor sus roncas palabras:

«En la estación espero al último tren.
Un perro flaco muere solo al otro lado del andén.
Pienso en el frío de tu piel marchita.
Y solo espero no volverte a ver
».

Nadie en el vagón giró la cabeza para mirar al cantante a excepción de Elizabeth. Entonces ella pudo ver su ropa llena de agujeros, los guantes de lana que le dejaban los dedos al descubierto, y los pantalones sucios y vacíos, puesto que el hombre no tenía piernas.

―Espero que les haya gustado mi música. La vida me quitó las piernas pero me dejó el espíritu. Voy a pasar mi gorra para que cada uno me de lo que pueda: un billete…, una monedita…, una entrada para el cine…, cualquier cosa me viene bien.

El mendigo se sacó la gorra y la puso sobre la silla de ruedas, justo en el lugar en donde debieron haber estado sus piernas ausentes. Así pasó entre la gente mientras les sonreía con sus labios secos y lastimados, mostrando unos escasos dientes manchados de amarillo.

Elizabeth solo pensaba en el hermoso vestido blanco que usaría en la boda, y le sonrió al hombre mientras se acomodaba el pelo por detrás de la oreja, haciendo un gesto negativo indicándole que no tenía dinero para darle.

El indigente se dirigió al siguiente vagón, y antes de cruzar la puerta volvió a mirar a los pasajeros:

―Les agradezco mucho por su tiempo y su dinero.

El subterráneo llegó a la última estación y Elizabeth subió las escaleras mientras seguía pensando en el vestido.

Caminó las dos cuadras hasta su departamento, lugar en donde no viviría por mucho más tiempo; luego de casarse iría a vivir con su novio Francisco a una casa nueva.

Hacía frío, y mientras caminaba se sujetaba la bufanda para abrigarse el cuello.

―¡Hola! ―dijo tras abrir la puerta― ¡Llegué!

Nadie contestó.

―¡Apolo!

El silencio en el departamento era absoluto.

Apolo siempre iba corriendo a la puerta ladrando cada vez que escuchaba el ruido de las llaves, pero esa vez no dio señales de vida. Cuando Elizabeth entró, encontró al ovejero alemán tirado en la cocina; inmóvil.

Le gritó, lo movió, pero el perro seguía sin reaccionar. Llamó a una veterinaria de urgencias, y entonces le dijeron que Apolo había sufrido una muerte súbita. No pudo hacer otra cosa que llorar.

Al día siguiente estaba demasiado triste como para seguir con la organización de la boda, pero Silvana, su mejor amiga, le dio ánimos y le dijo que la acompañaría al centro a elegir el pastel para la fiesta.

―Apolo estaba grande ya ―dijo su amiga por teléfono―, además no sufrió. Todos lo queríamos y fue un perro muy feliz.

Por la tarde fue a tomar el subte para ir al centro, donde se encontraría con Silvana.

Viajó sentada, con un llanto a punto de estallar en su cara; pero los rostros grises de los demás pasajeros le hicieron sentir que llorar en aquel vagón era un acto vergonzoso.

El ruido monótono del tren atravesando las vías y las sombras repetidas que recorrían el vagón volvieron a verse interrumpidos por el hombre de la silla de ruedas.

Comenzó a cantar como el día anterior, y cada vez que sonaban las cuerdas de su guitarra desafinada a Elizabeth le provocaban puntadas en la cabeza. Deseaba que las asquerosas uñas del indigente las cortasen y la música se apagara para siempre:

 «En el final solo seremos tú y yo,
amigo.
Estás viejo pero te veo como a un niño,
al que la vida le robó la risa,
y cuyos sueños y valor se han ido».

Cuando terminó de cantar atravesó el vagón con la gorra apoyada en su silla de ruedas en el lugar en donde debieron haber estado sus piernas ausentes.

―Espero que les haya gustado mi música. La vida me quitó las piernas pero me dejó el espíritu. Voy a pasar mi gorra para que cada uno me de lo que pueda: un billete…, una monedita…, un reloj de oro…, cualquier cosa me viene bien.

Elizabeth se paró antes de que él llegara a su lugar, y así evitar excusarse otra vez.

La joven descendió del vagón y subió las escaleras mientras miraba su teléfono esperando que tuviese señal.

Apenas pudo llamó a Silvana, con quien se encontrarían en la pastelería para ayudarla a elegir el pastel de la boda.

Silvana no atendió, y Elizabeth la esperó en el local por más de media hora hasta que al final eligió ella sola el pastel. La empleada jamás había visto una novia tan triste.

Al llegar a su casa siguió intentando comunicarse con su amiga, pero la seguía atendiendo el contestador. De pronto su teléfono sonó y apareció la imagen de Silvana en la pantalla, pero quien habló fue una tía de ésta, y le informó que esa misma tarde la joven había fallecido en un accidente automovilístico.

Elizabeth se arrojó en la cama a llorar; su mundo se estaba desmoronando, un suceso trágico a la vez.

Al día siguiente se realizó el entierro de Silvana, y Elizabeth debió retrasar la organización de su boda y hasta empezaba a pensar en posponerla.

Al volver del cementerio se tomó el subterráneo, y entonces se cruzó de nuevo con el cantante en silla de ruedas.

No quiso escucharlo aquella vez, pero no pudo evitarlo, él ya estaba en medio de una canción:

 «Se fue,
se fue con él,
ya nunca más la veré…»

Elizabeth se tapó los oídos y corrió para alejarse lo más posible. Decidió bajar en la siguiente estación para esperar al siguiente tren.

Al llegar a su casa el portero del edificio le entregó una caja que le había llegado; era el vestido de novia.

Subió al departamento y sacó el vestido blanco. No podía pensar en la boda, pero se probó la prenda solo para matar el tiempo. Le encantó el vestido; le quedaba perfecto. Era de una sola pieza con cierre de corsé, tenía detalles en el escote y daba un ligero aspecto asimétrico que caía en forma de cascada a lo largo de la falda.

Por un instante se olvidó de la muerte de su perro y de su amiga, y hasta se le escapó una leve sonrisa. De todas maneras no iba a casarse por el momento, no estaba de humor para ello. Solo le quedaba ver el modo de decírselo a Francisco. Entonces el teléfono sonó. Era él; fue como una transmisión de pensamiento.

―Hola ―dijo ella―. Justo estaba por llamarte para decirte algo importante sobre la boda.

Francisco suspiró del otro lado.

―Soy yo quien debe decirte algo importante…

Los signos vitales de Elizabeth se detuvieron mientras Francisco le explicaba que no estaba listo para vivir con ella, que lo mejor era tomarse un tiempo separados.

La joven sintió una fuerte presión en el pecho junto con un silbido en el interior de su cabeza similar al de un tren que está a punto de atropellar a un distraído.

Le dio un golpe al espejo que le provocó un corte en la mano y su vestido blanco se manchó con sangre arruinándose. La joven tomó una cuchilla de la cocina y la envolvió en un paño, y así se fue dispuesta a matar a la persona que de algún modo incomprensible le estaba arruinando la vida: el hombre en silla de ruedas.

Subió al vagón mientras la gente la miraba, pero ella ya no sentía vergüenza. Tenía la nariz y las mejillas coloradas de tanto llorar, y debido al vestido de novia muchos creyeron que se trataba de un artista callejero.

El ruido monótono del tren atravesando las vías y las sombras repetidas que recorrían el vagón la impacientaban más aún, hasta que por fin apareció el hombre intentando contagiar su buen humor para ganarse unas monedas:

 «Perdóname,
no fue lo que quise hacer.
El destino me robó también...»

El indigente terminó de cantar y atravesó el vagón para que los pasajeros le dieran algunas monedas. Esa vez, cuando le llegó el turno a Elizabeth, vació su billetera.

―¡Muchas gracias, señorita! ―dijo él sin percatarse de la sangre que había en los billetes.

Cuando se pasó al vagón siguiente ella lo siguió. La impasible sonrisa del mendigo pareció perturbarse aquella vez, y prefirió no seguir cantando; se había dado cuenta de que algo andaba mal con la joven. Entonces se dirigió a la puerta esperando descender en la siguiente estación.

El hombre bajó del vagón y Elizabeth continuó detrás de él.

La estación estaba vacía, y ambos atravesaron un largo pasillo de tubos fluorescentes.

Las luces mal conectadas prendían y apagaban, y solo se escuchaba el rechinar de la vieja silla de ruedas y los pasos de Elizabeth que estaban cada vez más cerca.

El mendigo se detuvo y enfrentó a su persecutora:

―¿Qué es lo que quieres?

―¡Arruinaste mi vida! –dijo ella.

―¡Espera! ―dijo él, pero Elizabeth le clavó la cuchilla repetidas veces en su abdomen antes de que pudiera dar explicaciones.

Elizabeth regresó corriendo al andén y se subió a un subterráneo que acababa de llegar.

Un instante después vio a un guardia de seguridad subir al vagón junto al suyo. El guardia miró a ambos lados para luego caminar hacia donde estaba ella.

La joven comenzó a alejarse hasta que llegó al último vagón. Las puertas se cerraron, el tren estaba a punto de arrancar y el guardia seguía acercándose, entonces abrió una de las ventanas y saltó a las vías desde allí.

El tren se alejó y Elizabeth se sintió a salvo. Sin embargo, cuando quiso subir al andén algo la sujetó: su vestido se había enredado en la vía.

Mientras intentaba liberarse un fuerte silbido y al darse la vuelta la luz de un tren la cegó.

Días más tarde despertó, y cuando miró a su alrededor vio que estaba acostada en la habitación de un hospital. Recordó el momento en que el tren estuvo a punto de atropellarla y se sintió feliz de estar viva. Pero su alegría solo durante un instante, pronto soltó un agudo grito de dolor al notar el vacío bajo las sábanas en el lugar en donde debieron haber estado sus piernas ausentes.