jueves, 28 de junio de 2018

EL HOMBRE SIN DISFRAZ






Era noche de brujas y el rock industrial sonaba a todo volumen. El salón estaba decorado con globos negros y plateados, y las paredes estaban repletas de calabazas de papel con sonrisas despiadadas. Todos bailaban, todos se perdían en la música, todos se dejaban llevar por el disfraz de su monstruo preferido.

En la fiesta había personas disfrazadas de fantasmas, de demonios y de hechiceros. Un invitado fue vestido como el Wingakaw; su traje imitaba un cúmulo de partes de diferentes animales, y hasta podía sentirse el olor a bosque. Cthulhu también estaba presente; de su máscara salían largos tentáculos que llegaban hasta el suelo, y el aceite de pescado había logrado el brillo perfecto en su piel de goma. En la invitación se informaba que el mejor disfrazado obtendría un premio, y nadie escatimó al momento de confeccionar sus prendas.

El alcohol recorría la muchedumbre, y pronto los invitó a todos a unirse en un círculo perfecto en medio del salón.

Alguien se acercó a la pista cubriéndose el rostro con una capa, era nada menos que el Conde Drácula. No era el verdadero, por supuesto, pero su traje era digno de una película de Bela Lugosi. A su disfraz no le faltaba un detalle, lo tenía todo: un atuendo negro y púrpura, el cabello hacia atrás, los colmillos, y hasta un poco de sangre maquillada cayendo de la comisura de sus labios. El único defecto era que en el bajo vientre la camisa estaba demasiado ajustada.

El hombre lobo estaba allí bailando, con un traje cubierto en pelos de los pies a la cabeza, y al ver a llegar a su amigo lo saludó con un abrazo y muchos gritos, por lo que Drácula supo enseguida de quien se trataba.

Al contemplarse los disfraces el hombre lobo no tardó en notar que los botones del Conde estaban a punto de salir disparados:

―Me parece que este Conde Drácula tiene que empezar a consumir sangre baja en calorías. Tal vez deberías intentar matando deportistas.

―Pues yo no sé si tú eres el hombre lobo o un perro callejero y desnutrido.

Los dos amigos comenzaron a reír.

De pronto sonó “Came back haunted”, una canción que a ambos les gustaba.

―¡Escucha, escucha! ―dijo el hombre lobo mientras apuntaba al techo con su garra.

Nine Inch Nails era su banda favorita, y empezó a bailar sacudiendo la cabeza, haciendo que su hocico relleno de goma espuma se moviera de arriba hacia abajo.

Drácula también acompañó el ritmo moviendo las caderas, haciendo buen uso de sus kilos de más, mientras se cubría y descubría con su larga capa.

Luego de unos minutos los dos amigos fueron a sentarse, exhaustos de tanto baile, y el invitado disfrazado de Drácula posó la mirada en un hombre que estaba sentado en soledad; un hombre con el rostro descubierto, un hombre sin disfraz. El sujeto estaba bebiendo de un pequeño vaso de plástico, mientras movía la cabeza al ritmo del rock industrial.

―Oiga ―dijo Drácula― ¿Por qué usted no está disfrazado?

―¿Cómo que no lo estoy? Tengo un excelente disfraz.

El individuo llevaba puesto un traje negro, camisa blanca y una corbata con vivos plateados. Sus zapatos eran de la mejor calidad, y estaban lustrados de modo impecable. Llevaba el cabello bien peinado, estaba afeitado al ras, y no poseía señas particulares que pudieran ser de ayuda para distinguirlo en el tren durante la hora pico, en la fila del banco o sentado en una oficina.

Drácula buscó a su amigo para hacerlo cómplice del descubrimiento:

―O yo estoy demasiado borracho o este sujeto no está disfrazado.

―Es cierto ―dijo el hombre lobo― ¿Acaso no sabe que estamos celebrando noche de brujas?

―Por supuesto que lo sé ―dijo el hombre del traje negro―, y le repito lo que acabo de decirle a su amigo: estoy disfrazado.

―¡Miren todos! ―aulló el hombre lobo― ¡Este tipo no vino disfrazado!

Los demás invitados comenzaron a acercarse al fenómeno de la fiesta para observarlo.

Todos los fantasmas, demonios y hechiceros se acercaron. Se acercó el Wingakaw, con su disfraz imitando partes de animales, y hasta llevó consigo el olor a bosque. Cthulhu también se hizo presente, arrastrando los tentáculos que salían de su rostro de goma cubierto con aceite de pescado. Todos los disfrazados rodearon al hombre de traje y corbata en un círculo perfecto.

―¡Está arruinando la fiesta! ―dijo uno de los monstruos―. Estamos aquí para divertirnos y los disfraces nos ayudan a meternos en los personajes. Usted no hace más que incomodarnos.

―¡Esta fiesta no es para humanos! ―dijo otro monstruo a la vez que empujaba al hombre sin disfraz.

El sujeto se acomodó la corbata mientras miraba con sarcasmo a quien lo había agredido. En ese momento se acercó nada menos que La máscara de la muerte roja. Se quitó la máscara carnavalesca y bajo ella se vio el rostro de una mujer, era la anfitriona:

―Discúlpeme ―dijo―; soy la dueña de esta casa y me acaban de decir que un invitado vino sin disfraz. No puedo creer lo que estoy viendo. ¿Acaso usted no se enteró de que había que venir disfrazado?

―Nadie me cree, pero llevo puesto un disfraz.

―Conozco a la mayoría de los aquí presentes y no sé quién es usted. ¿Quién lo invitó a esta fiesta? ―luego alzó la voz para dirigirse a todos los invitados― ¿Alguien conoce a este señor?

Todos negaron con la cabeza mirándose unos a los otros. Nadie parecía reconocer a aquel individuo.

―Todos saben quién soy, pero no me reconocen precisamente porque vine disfrazado ―insistió el sujeto.

―Dígame su nombre.

―¿Mi nombre? Tengo muchos nombres. Créame, no a todos les agradaría oírlos en voz alta.

―Me estoy cansando de todo esto, esto es una fiesta y usted está incomodando a mis invitados. Voy a pedirle que se retire. Además, ni siquiera se tomó el trabajo de venir disfrazado a una fiesta de noche de brujas.

El hombre cambió el semblante y una sombra cubrió su mirada:

―Yo soy quien se está cansando. Sobre todo, porque mi disfraz es uno de los mejores de la fiesta. Todos ustedes se disfrazaron de personajes extraídos de obras de terror y yo me disfracé del ser más temible de todos. ¿Acaso no saben que el hombre inventó la literatura de terror creando monstruos a su imagen y semejanza?

―Ya ha colmado mi paciencia ―dijo la anfitriona―. Retírese.

La mujer lo sujetó del brazo para indicarle la salida, pero el hombre sin disfraz se soltó.

―¡Esto es inaudito! ―dijo―; quieren echarme de una fiesta en la que muchos invitados están disfrazados de mí. Yo solo vine a pasar un buen momento, a disfrutar de esta fecha que suelo celebrar en soledad. Si me dejan quedarme prometo no molestarlos. Pero si insisten en que me vaya, entonces me veré obligado a poner fin a esta celebración, y arrancaré sus almas en un tormento superior a aquel de la carne y de los huesos. Pero claro, la decisión es de ustedes.

Todos hicieron silencio. Los enmascarados se miraron unos a los otros, y luego se alejaron con pasos lentos, dejando solos al hombre del traje negro y a la anfitriona.

―Esta bien… ―dijo la dueña de casa―; puede quedarse.

La fiesta continuó y el alcohol ayudó enseguida a que se recuperara la alegría del principio. Poco a poco las miradas se fueron posando cada vez menos en el hombre sin disfraz, quien volvió a sentarse para pasar el resto de la fiesta bebiendo de un pequeño vaso de plástico y moviendo la cabeza al ritmo del rock industrial.




II


Horas más tarde la anfitriona decidió que era el momento adecuado para premiar al invitado con el mejor disfraz de la fiesta. El elegido fue un joven que se había disfrazado de Lucifer, de Satanás, de Mefistófeles, de nada menos que el Príncipe de las Tinieblas. Su traje consistía en una enorme cabeza de color rojo vivo, con ojos que brillaban y una boca que se abría y se cerraba mostrando largos colmillos. Quien estaba dentro miraba a través del pecho del disfraz, de ese modo el atuendo medía un total de tres metros de altura.

El Conde Drácula y el hombre lobo no estaban de acuerdo con el nombramiento, ellos habrían querido que ganase una muchacha que también se había vestido de diablo, pero más que por las prendas que llevaba, llamaba la atención por las que no llevaba. La joven regaló un movimiento sensual y un beso a los dos amigos quienes la seguían felicitando. La muchacha mantuvo su sonrisa, aunque en el fondo tuvo ganas de reclamar el premio porque había elegido sus prendas con mucho esmero, y además consideraba que lo proporcionado por horas en el gimnasio y alguna que otra cirugía, también formaban parte del producto final.

La dueña de casa no se preocupó por las opiniones de unos pocos y felicitó al ganador. Solo recordó a una persona en ese momento, alguien que, por alguna razón, consideró un juez digno de la ceremonia. En ese momento miró al hombre sin disfraz, que seguía sentado, bebiendo de un pequeño vaso. El sujeto observó el traje del ganador frunciendo el ceño y finalmente hizo un gesto de aprobación.

La anfitriona mandó a que enviaran el premio que consistía en una botella de whisky F&7 etiqueta negra. Se trataba de una edición especial de cinco litros, y los demás aplaudieron esperando que el ganador abriera la botella para compartirla en la fiesta.

El dueño pensó que sería un desperdicio compartir aquella bebida en un grupo social que a esa altura no podría distinguirla de un whisky barato mezclado con aguarrás y pimienta, y le pidió a la anfitriona que se la guardara hasta que él se retirase.

Al amanecer, los invitados fueron quedándose dormidos por toda la casa. El lugar parecía un cementerio de monstruos. Había gente en el suelo y hasta arriba de las mesas.

El primero en despertar fue Drácula, quien fue al lavabo a quitarse el maquillaje. Al regresar del baño, el hombre lobo se le acercó:

―¿Me ayudas a buscar mi garra izquierda? No puedo encontrarla.

Buscaron en el salón, en la cocina y en los baños. Buscaron incluso bajo los tentáculos de Cthulhu, que por algún motivo se había quedado dormido en la bañera. Luego de varios minutos, Drácula la encontró en uno de los sillones.

―¡Aquí está! ―dijo.

El hombre lobo no contestó. Estaba de pie a pocos metros, había quedado absorto ante un objeto que alguien había dejado:

―Mira ―dijo casi sin aliento.

En el suelo había unos zapatos de la mejor calidad, lustrados de modo impecable.

Se acercaron y, junto a ellos, vieron el traje completo. Allí estaban los pantalones, la camisa, y hasta la corbata con vivos plateados. El hombre lobo removió las prendas y encontró aquello que deseaba y a la vez le aterraba encontrar: una máscara con la piel más realista que jamás había visto; una máscara con el cabello bien peinado, afeitada al ras, sin señas particulares que pudieran ser de ayuda para distinguirlo en el tren durante la hora pico, en la fila del banco o sentado en una oficina.

Los demás, que también buscaban las partes de sus disfraces, fueron acercándose para ver aquella máscara.

La miraron en silencio mientras el hombre lobo la sostenía en sus manos. No se necesitaron palabras; las miradas lo decían todo: aquella noche de brujas, el Diablo se disfrazó de humano.




FIN