sábado, 30 de marzo de 2024

RASTRO DE SANGRE





La gente me pregunta si me da miedo viajar solo, pues las carreteras en las que me muevo están llenas de peligros. Me preguntan si soy consciente de mi buena fortuna, ya que jamás tuve un problema para realizar entregas recorriendo los rincones de todo México. Es cierto, soy afortunado. Muchos dirían que tengo un ángel que me protege, que viaja a mi lado en la cabina del camión.

En una ocasión debí transportar muebles de una mudanza de Veracruz a Michoacán; un viaje de novecientos kilómetros que me tomaría no menos de once horas. Decidí partir antes del amanecer y conducir durante todo el día. Era febrero, y si viajaba sin pausas llegaría a destino antes del ocaso.

Me detuve para llenar el tanque en una gasolinera solitaria al costado de la ruta. Todo estaba negro a mi alrededor; el sol aún se reusaba a hacer su aparición. Fui a abonar la carga de combustible, y cuando estaba por subir al camión oí unos ruidos que provenían de la parte de atrás del remolque. Tomé entonces el bate que guardo bajo el asiento y me acerqué en silencio con la intención de sorprender al ratero. Al llegar vi una joven muy nerviosa intentando abrir la puerta de mi tráiler.

La muchacha llevaba puesta una sudadera negra con una capucha en mal estado, de la que asomaban unos grasientos cabellos castaños. Aun así, se veía muy atractiva.

―Por favor, ayúdeme ―me dijo―, necesito alejarme de aquí lo antes posible.

Yo me negué. No reacciono de buena manera cuando alguien intenta vulnerar la seguridad de mi vehículo.

He llevado a varias personas en mis viajes, es cierto, pero todas ellas me pidieron aventón en forma amable. Además, si bien era evidente que ella estaba en apuros, parecía que la estuvieran persiguiendo por haber cometido un crimen.

Mientras me insistía, la vi darse la vuelta repetidas veces, como si alguien estuviera a punto de atacarla por la espalda. Ni siquiera me preguntó a dónde me dirigía; estaba ansiosa por subir al camión y abandonar ese sitio para siempre.

En un último intento sacó de su bolsillo un manojo de billetes para dármelos a cambio de que la llevara. Los billetes estaban arrugados y algunos de ellos tenían manchas que sin duda eran de sangre. Aun así, tomé el dinero, pues era una buena suma, incluso era más de lo que me pagarían por el transporte de los muebles.

Le conté que me dirigía a Michoacán, y le pregunté si le servía. Ella asintió sin vacilar. Pude haberle dicho que me dirigía al mismísimo infierno y seguro me habría acompañado.

Cuando la invité a subir a la cabina me confesó que prefería viajar en el remolque junto con la carga, pues no quería arriesgarse a ser vista.

Le explique que el viaje sería largo, y yo suelo conducir durante varias horas seguidas sin detenerme, pero ella insistió en que estaba muy cansada, que había tenido una semana terrible y no había podido dormir en días, por lo que no tenía ningún problema con estar encerrada durante todo el recorrido.

Por suerte para la joven, entre los muebles que transportaba había varios colchones y sillones, donde podría acostarse y dormir con comodidad. Yo no habría podido oírla si precisaba algo, así que le prometí que en unas horas me detendría y le abriría la puerta. Al final le entregué una manta y también una cubeta, en caso de que…, bueno, tuviera la necesidad de una.

Enseguida arranqué el camión llevando a mi misteriosa pasajera, y conduje a paso firme durante horas.

El sol comenzó a elevarse detrás de mí, persiguiendo mi gran buque de acero mientras yo recorría la autopista infinita. Podía sentir cómo el astro quemaba la superficie terrestre, haciéndome sentir como una hormiga que huye de una lupa sostenida por un niño que gusta de achicharrar insectos. No vi a nadie en kilómetros, ni casas ni vehículos, solo árboles retorcidos y arbustos agonizantes a la espera de una lluvia salvadora. Deseé haber viajado junto a mi pasajera y así al menos tener una conversación. Podría haberme contado de dónde provenía y a dónde se dirigía, y quizás al conocerme un poco más se habría animado a decirme de qué estaba escapando. Nadie corre riesgos al confiarme sus secretos cuando viaja en mi camión. He llevado todo tipo de pasajeros, y algunos me han narrado vivencias terribles. Deben saber que sus relatos se quedarán allí mismo, en la carretera, y morirán conmigo, pues no soy más que un navegante en estas tierras, una parte del paisaje, al igual que esos arbustos agonizantes al costado de la ruta.

En estas tierras he tenido decenas de amores de una noche con mujeres que han viajado conmigo, y debo admitir que una parte de mí pensó en tener una aventura con la joven que llevé en el remolque. Pero aquel terminó siendo otro viaje en soledad; un día más en que los únicos sonidos que me acompañarían serían los de las ruedas girando sobre la carretera, las explosiones del poderoso motor de mi camión, y los riffs de guitarra del metal mexicano que acostumbro poner a todo volumen.

Llegué a Puebla marcando un muy buen tiempo. Era pleno mediodía y decidí detenerme para almorzar antes de continuar conduciendo. Al bajar abrí la puerta del tráiler imaginando que la joven estaría desesperada por descender, pero la hallé acostada en un colchón apoyado en el suelo, cubierta con la vieja manta que le había prestado.

Me contestó sin siquiera asomar la cabeza; me dijo que estaba bien, pero seguía muy cansada y solo deseaba dormir. Me agradeció por la preocupación, pero prefirió esperar a descender en la siguiente parada.

Almorcé rápidamente en una parrilla al costado de la ruta y enseguida regresé al camión para continuar avanzando. No volví a tener la necesidad de detenerme en las siguientes cuatro horas, y tenía pensado continuar así hasta terminar el viaje. Si seguía con aquel ritmo, llegaría a destino poco antes de se pusiera el sol, pero al cruzar la frontera de Michoacán me detuvieron unos policías.

Habían colocado unas vallas sobre la ruta, y supuse que se trataba de un operativo, como los que acostumbran realizar cuando están en la búsqueda de un criminal que se dio a la fuga.

Saludé al oficial, pero él no contestó. Tampoco me pidió el registro ni los papeles del camión, solo me miró fijo y me ordenó que descendiera del vehículo.

―¿Qué lleva en el camión? ―me preguntó de mala manera.

Era un sujeto delgado, ojeroso y de mirada lasciva. Hizo un gesto con la cabeza y enseguida se acercaron otros dos hombres armados. Uno era alto, con una barba de varios días, y el otro era un chaparro que llevaba puesta una camisa cuyos botones evidenciaban que era demasiado pequeña para ser suya. Aquellos hombres no eran policías, eran piratas del asfalto.

Sentí un malestar en el pecho, como si algo estuviera caminando por mi interior, y una nube sorda me envolvió por un momento.

―No llevo nada de valor ―dije al fin―, solo unos muebles viejos.

―Este es un tráiler muy grande ―dijo el más delgado―, tiene que haber algo interesante aquí dentro.

Caminé hacia la parte de atrás como quien atraviesa el patíbulo. Los tres sujetos me seguían de cerca, y al mirarlos de reojo noté que tenían las manos preparadas para desenfundar sus armas ante mi menor intento de jugar al héroe.

Sentía que ya estaba muerto, y que cada paso que daba era el último, pues al intentar dar el siguiente me desplomaría. Solo era cuestión de segundos para que me disparasen en el cráneo desde atrás, en un impacto tan rápido que no me causaría dolor alguno.

Llegamos al final de mi marcha fúnebre y nos paramos frente a las puertas traseras del remolque.

El viento soplaba seco, arrastrando consigo un leve olor a madera quemada.

―Por favor ―les dije―, soy un hombre de familia.

Lo cierto es que no he visto a mi hija en años, pero hay un acuerdo no escrito de que quienes vivimos solos no tenemos derecho a pedir nada a la sociedad. De todas maneras, aquella mentira no cambió el semblante de los ladrones, que seguían esperando a que abriera el camión mientras mantenían las manos a centímetros de sus armas.

―¡De acuerdo, señores! ―dije alzando la voz dirigiéndome más hacia la puerta del tráiler que hacia los tres sujetos―. Abriré y verán que no llevo nada de valor.

Tenía la esperanza de que la joven, si seguía durmiendo, se despertaría al oírme, dándole tiempo de ocultarse. No quería imaginar lo que esos hombres serían capaces de hacerle si la encontraban acostada.

El sujeto delgado ordenó a los otros dos que subieran para revisar el contenido del tráiler. Se trataba de un remolque de catorce metros, y desde abajo no se podía ver todo lo que llevaba.

Yo solo podía imaginar dos finales para aquella historia. Podían dispararme y llevarse el camión dejándome desangrar a un costado de la ruta, o podían decidir que aquella carga no valía la pena, y dispararme de todas maneras, pero sin llevarse el camión. Ya nada más un milagro podía salvarme. Esos revólveres no eran ornamentales; y todos saben que en aquellas carreteras desérticas las balas no emiten sonido, porque nadie las escucha.

Me quedé con el sujeto delgado, que no me quitaba la mirada de encima. De pronto se oyeron unos ruidos veloces, como si una ráfaga de viento hubiese atravesado el interior dentro del camión.

El sujeto gritó a sus compañeros preguntándoles si habían encontrado algo, pero no le contestaron. Luego me miró y desenfundó su arma:

―¿Hay alguien allí dentro?

Justo cuando me estaba apuntando, algo lo sujetó del rostro y lo introdujo al camión en un instante. Fue una mano, o más bien una garra, que se clavó en sus ojos y lo arrancó del suelo con una fuerza sobrehumana.

Me quedé paralizado mientras oía los gritos de aquel malviviente. No podía ver directamente lo que estaba ocurriendo, pero había un gran espejo atado a un ropero, en el que se veía un cuerpo convulsionando. Pude notar que tenía una criatura encima que le estaba succionando la sangre de una mordedura en su cuello, pero ese ser carecía de reflejo. Segundos después el cadáver salió disparado del camión. Enseguida otro más fue expulsado de la misma manera. Ambos estaban destruidos, con múltiples heridas y fracturas, como si una enorme bestia los hubiera atacado. Luego el tercero y último también cayó al suelo, volando varios metros por encima de mí.

Tras eso oí a la muchacha hablarme desde adentro del remolque, pero su voz sonó un poco más profunda que la primera vez que lo hizo:

―Cierra las puertas ―me dijo―, aún es de día.

Cerré el tráiler sin pérdidas de tiempo y enseguida encendí el camión para continuar conduciendo. Recuerdo que faltaban menos de doscientos kilómetros para llegar a mi destino, pero esas dos horas de viaje se me hicieron eternas. Ni siquiera encendí el estéreo; preferí viajar en silencio y no hacer nada que pudiera alterar el sueño de mi temible pasajera.

Cuando por fin llegamos el sol ya se había ocultado. Me detuve en una gasolinera y la joven descendió del tráiler. Noté que tenía un poco de sangre en la comisura de los labios, y le hice un gesto con el dedo para que se la limpiara. Se pasó la lengua, y pude ver entonces sus colmillos blancos como la luna.

Nos agradecimos mutuamente, y decidí devolverle el dinero que me había entregado. Me habría sentido culpable cobrándole por aquel viaje, yo solo la había llevado; ella, en cambio, me había salvado la vida.

La gente me pregunta si me da miedo viajar solo, pues las carreteras en las que me muevo están llenas de peligros. Podría decirse que soy afortunado, pues siempre logro llegar a destino. Muchos dirían que hay algo que me protege. En ocasiones es un ángel, que viaja a mi lado en la cabina del camión, pero hay veces que me acompaña algo mucho más oscuro.

sábado, 2 de marzo de 2024

UN DISPARO IMPOSIBLE





Mi nombre es Gustavo Golmayo y soy médico forense. Por once años trabajé en la pequeña morgue de El Amparo, el pueblo en que crecí, luego me trasladaron al Hospital Municipal de Santa Fe, donde trabajo en la actualidad.

Ha pasado mucho tiempo, y en todos estos años he realizado cientos sino miles de autopsias. Algunas no requieren de mucho análisis, otras son verdaderos desafíos, pero hay una con la que me sentí como un novato a pesar de que ya tenía varios años ejerciendo mi profesión.

Todo lo que había aprendido en la universidad parecía no servirme de nada ante aquel cadáver. Hoy ya no soy el mismo, y ya aprendí la lección que no me enseñaron mis profesores, y es que hay casos que no se pueden analizar con las herramientas clásicas. Son sucesos que escapan a todo lo que conocemos a través de la razón, eventos que son propios de los asuntos de la fe. Una fe que puede ser en la existencia de un ser supremo, bondadoso, que nos observa y nos protege desde el cielo. O puedo ser más bien una creencia, la creencia de que existe algo oscuro acechando entre las sombras; una fuerza maligna que dibuja figuras que tienen las mismas formas que nuestras pesadillas.

Aquel cuerpo que tenía frente a mí era el de un hombre de cuarenta años llamado Ramón Q., que había fallecido a causa de un disparo. Una bala de un rifle había ingresado por su pómulo izquierdo para luego volarle los sesos destrozándole parte del cráneo.

Las autopsias de balística requieren ilustraciones precisas, en las que se describe el trayecto del proyectil. Dichos estudios ayudan a reconstruir la escena para así poder descifrar si se trató de una cuestión de legítima defensa o si, por el contrario, fue un crimen a sangre fría.

Según el informe, Ramón ingresó al campo de Facundo P. a medianoche, y éste último, despertado por los ladridos de sus perros, salió de su casa y le disparó desde seis metros de distancia.

Facundo había sido detenido, y estaba esperando en su celda por un juicio con mínimas esperanzas de salir airoso. Su víctima, Ramón, estaba frente a mí con todo su cerebro a la vista, o más bien lo que aún quedaba de él tras el disparo.

Tenía varias heridas en el cuerpo, pero ninguna de gravedad. Parecía que había estado en algún enfrentamiento, hasta que tuvo una muerte inmediata al recibir el disparo. Por otro lado, había que analizar a Facundo y ver si él mostraba signos de una pelea, así como si sus análisis de sangre daban positivos en alguna sustancia. Aquellos no eran mis asuntos, yo debía enfocarme en el cadáver de Ramón, pero allí estaba mi problema. Era un asunto que por más que lo pensara una y otra vez, no podía explicar cómo había sucedido.

La bala que acabó con su vida había ingresado con una inclinación por su rostro y salió con una inclinación diferente de su cráneo. Según las muestras, la bala había cambiado unos noventa grados hacia arriba. Dicho de otro modo: la bala dobló dentro de su cara y se dirigió hacia la tapa de sus sesos.

Yo no podía entregar un informe con tal hecho que parecía salido de un cuento de fantasía. Una bala, y menos de ese calibre, no podría ser desviada de ese modo ni siquiera al chocar con un hueso.

Comencé todo el estudio desde un principio y arribé a las mismas conclusiones. Habían pasado varios días y yo seguía sin presentar el informe, hasta que recibí una llamada del comisario para preguntarme por los resultados. Ante su insistencia le hablé de la situación; le dije lo que sucedía y decidimos encontrarnos para tomar un café.

Intenté explicarle de un modo preciso todo el asunto, pero él estaba más apurado por una autopsia sin importar lo que ésta dijera. Lo único que quería era que yo comprobase que el balazo había sido causado por el rifle de Facundo.

La verdad, sentí que el comisario tenía demasiado apuro por incriminar al acusado. Más allá de lo que sucediera en el juicio y qué otras pruebas se presentaran, yo debía realizar bien mi trabajo; debía entregar el informe de una autopsia en la que todo cuadre con lo que aparentemente había sucedido, y que cualquiera que las leyera pudiera comprender la situación.

Fue entonces que pensé que lo mejor sería interiorizarme más en el caso, pensando que tal vez había algo que podría explicar la falla en la autopsia.

El comisario me terminó contando, no con muchas ganas ni detalle, lo que él sabía. Me dijo que Facundo había visto a Ramón intentando ingresar en su casa y le había disparado, no cerca de su casa, lo que habría supuesto una mayor amenaza para él y su familia, sino a diez metros de esta, cerca de su gallinero. Si bien el cuerpo de Ramón tenía heridas que podrían ser símbolo de un enfrentamiento entre los dos hombres, Facundo estaba intacto. Le había disparado al instante en que lo vio, y esas heridas que el difunto presentaba serían anteriores al encuentro entre esos dos sujetos.

Le pregunté al comisario sobre quién había sido Ramón Q., y me dijo que era un pobre hombre. Quienes lo conocían decían que tenía problemas psicológicos, y que llevaba varios meses desaparecido. El comisario tenía la teoría de que estaba extraviado, y buscaba un lugar donde refugiarse cuando Facundo lo mató.

Puesto de ese modo, cualquiera pensaría que actuó de manera precipitada, y era justo que pagase por lo cometido. Pero aún estaba el asunto de la bala.

Regresé a la morgue y volví a analizar los orificios de entrada y salida del proyectil. En realidad, la salida fue devastadora, le había hecho un orificio del tamaño de mi puño, por el que volaron trozos de cerebro y de huesos. Puse aquello en el informe, pero no podía terminarlo. De ninguna manera iba a poner mi firma en algo que no cuadraba, en algo que yo ni siquiera creía posible.

A la semana siguiente el comisario volvió a llamarme por teléfono; su poca paciencia se estaba agotando, y entonces decidí averiguar más sobre esa noche hablando con la única persona que pensé que podría estar con ganas de contármelo todo, el único testigo: Facundo P.

Era algo irregular, por supuesto, mi trabajo no consiste en hablar con los acusados para que me expliquen lo sucedido, al contrario, son mis estudios científicos los que aportan pruebas irrefutables en los juicios. Pero yo tenía en mis manos un cadáver que me llenaba de dudas, y sin importar lo que me pedía el comisario, deseaba hacer un informe completo. Me dirigí a la jefatura de policía y, aunque el comisario no estaba muy a gusto con la idea, tuve un encuentro con el acusado.

Un oficial me dirigió al sótano, donde se encontraban las celdas, y me llevó hasta aquella en la que estaba Facundo.

El hombre estaba deshecho; se notaba que no pertenecía a ese sitio oscuro en el que apenas corría un aire viciado. Sus manos temblaban, y debía secar sus lágrimas ante cada pregunta que le hacía.

Al principio se mostró reacio a contar lo sucedido; algo cínico diría. Me contó que vivía con su mujer y sus dos hijos pequeños, pero ellos se quedaron en la casa cuando él salió para ver por qué ladraban los perros. Salió con su rifle en mano, como era su costumbre, y mientras apuntaba con una linterna preguntó si había alguien allí.

Le pedí más detalles, entonces me dijo, sin siquiera mirarme, que sus perros siguieron ladrando hasta que uno de ellos gimió. Luego gimió otro, y finalmente el tercero huyó, pasando por al lado suyo. Él siguió avanzando hacia el lugar de donde provenían los ruidos y allí vio a Ramón junto al corral de las gallinas. Entonces le apuntó con su arma. Como Ramón continuaba allí, le disparó. Fue un tiro preciso que lo mató al instante.

Le pregunté por sus perros, si habían muerto, y también qué ocurrió con el que había huido. Facundo alzó la mirada, y me di cuenta de que ningún policía o abogado le había preguntado por ellos. Me dijo que los dos primeros habían fallecido, y que su mujer le había contado que el que había huido regresó tras una semana desaparecido.

―Yo no estoy aquí para juzgarte, Facundo ―le dije―. Estoy aquí porque hay algo que no me cierra; podría decirse que vine por motivos puramente científicos.

Él se apoyó en los barrotes de la celda y me miró con una sonrisa amable:

―Esta es una de esas ocasiones que escapan a su ciencia, buen hombre. Lo que sucedió esa noche es uno de esos asuntos de Dios y el Diablo; en este caso, del segundo.

Pedí a un guardia si me permitía ingresar para hablar mejor con Facundo. Era obvio que no era un hombre peligroso, y me dejaron pasar para sentarme allí junto a él.

Le dije de nuevo que necesitaba que me contara todo lo que ocurrió esa noche, que cualquier detalle podría ser importante. Yo le iba a creer, porque el cadáver que tuve enfrente durante dos semanas tenía algo que no lograba explicar; lo único que podría justificar una trayectoria imposible como la que realizó esa bala era un evento igual de imposible.

Entonces Facundo asintió y se secó una vez más las lágrimas, luego se inclinó hacia mí y me clavó la mirada.

Me dijo entonces algo que yo ya estaba comenzando a suponer: Ramón no era un hombre normal. De hecho, no era un hombre cuando él le disparó.

Lo primero que había visto esa noche fue los cadáveres de sus dos perros. Estaban desechos; algo los había cortado por la mitad. Al acercarse más logró ver al causante, un ser que estaba parado en las cuatro extremidades, desnudo y cubierto de pelos. Su cuerpo no era el de un humano, tenía brazos y piernas deformes, orejas puntiagudas y un hocico alargado con enormes colmillos llenos de sangre.

Él le disparó directamente en el rostro, y aquella criatura cayó al suelo. Pero al morir, comenzó a cambiar de forma, hasta convertirse en el ser humano que yo había recibido en la morgue.

Comprendí que, en ese cambio, cuando el cráneo de Ramón tomó la forma de un hombre, los orificios de entrada y de salida de la bala dejaron de tener la misma dirección, dejaron de estar alineados.

Luego de la conversación regresé de inmediato al hospital para terminar la autopsia, pero ya no pude ver al cadáver de Ramón de la misma manera. Frente a mí había un cuerpo de alguien que no tenía la culpa de lo que le había pasado, un hombre que, por algún motivo había huido de su casa, o se había extraviado, y quién sabe cómo fue que aquella noche se convirtió en la bestia que atacó el hogar de Facundo con intención de alimentarse de los animales. Era un ser maldito, y Facundo también debió pagar por aquella maldición, pero pagaría con años en prisión.

Terminé entonces con la autopsia lo antes posible, explicando que la bala se había desviado, aunque sin aclarar cuánto. Me dediqué más a explicar que el cadáver tenía sangre de los dos perros que mató, tanto en las manos como en los dientes. Entregué el informe a la policía y no pude hacer mucho más para ayudar a Facundo. Poco después supe que le redujeron la sentencia porque evidentemente Ramón estaba desquiciado al momento del enfrentamiento.

En el pueblo no tardó en correrse la voz de lo ocurrido, y aunque algunos piensan mal de Facundo, la mayoría lo consideran un héroe por lo que hizo; no solo por haber defendido su campo y a su familia de aquella criatura, sino porque desde que aquello ocurrió, disminuyeron las muertes de gallinas y otros animales de granja en el pueblo de El Amparo.