lunes, 3 de abril de 2023

DOS NOCHES EN EL CEMENTERIO

 





He tropezado con la misma piedra. ¿Por qué? Porque estoy loco. Tantos me han llamado loco que lo he aceptado. ¿Qué otra explicación hay? Podría intentar convencerte de que lo hice por dinero, pero no es cierto. Fue por obsesión; la de cerrar un capítulo de mi vida tras cincuenta años.

Harto de que me apunten con el dedo me he recluido en mi casa, perdiendo toda vida social. Creí que los curiosos se habían agotado, pero una tarde llamaron a mi puerta tres muchachos, de la misma edad que yo tenía cuando sucedió lo del cementerio.

Estaban bien equipados: traían celulares, cámaras y luminaria; deseaban filmar un documental sobre lo ocurrido esa noche. Nosotros no contábamos con tanta tecnología, y el suceso solo se grabó en nuestras memorias.

«Por favor, señor», me dijeron, «usted es el único testigo que aún vive. Queremos relatar los hechos tal como ocurrieron. Le pagaremos».

Me negué al principio, luego los hice pasar. ¿Qué mal podría hacer narrar la historia una vez más? La he relatado incontables veces, sobre todo a mi terapeuta, quien me trató sin éxito durante años.

«¿Cómo murió Marilina?», preguntaron. Todos preguntan lo mismo: “¿Cómo murió?”, nadie pregunta “¿Cómo vivió?”. Marilina era divertida y hermosa. Tenía el cabello lacio, negro como azabache, nariz respingada y unos ojos grandes y redondos. Era mi novia, y fue la única mujer a la que amé. Luego de lo sucedido, mi corazón quedó vacío, como los ojos que se la llevaron.

No recuerdo quién tuvo la idea de invocar un espíritu en el cementerio, pero ella estaba muy entusiasmada. Éramos jóvenes; no lo tomamos en serio. No pensamos que entre todas las almas que hay allí, no todas son amigables. Algunas están atrapadas, sin poder alcanzar el descanso eterno, y buscan algo que las libere de su tormento.

Conté la historia a los tres muchachos mientras me filmaban y apuntaban con un reflector. Creí que se asustarían, pero solo les di más ganas de ir y sacar de las sombras el mito urbano. Querían repetir la experiencia y comprobarla por sí mismos; como si algo bueno pudiera salir de ello.

Uno de los jóvenes interrumpió la entrevista, un gordito de rulos; hoy sé que su nombre era Emanuel. «Señor, ¿le gustaría acompañarnos? Podríamos continuar la narración desde el lugar del hecho, ¡sería perfecto para el documental!». Quedé mudo; jamás había regresado al cementerio; era el escenario de mi caída. Los muchachos insistieron y me ofrecieron el doble de dinero. Al final acepté; sentí que era mi oportunidad de cerrar el círculo, aunque me costara la vida.

Esa misma noche los guie al sitio exacto en que ocurrió todo; porque lo recuerdo todo. Habíamos realizado el ritual frente a la estatua de un ángel. Buscamos la estatua para reproducir el rito paso a paso. Caminamos entre tumbas a la luz de la luna hasta que la encontramos. Seguía allí, con las piernas atrapadas por enredaderas. Sus manos estaban agrietadas y tenía varios dedos destruidos. Pero su rostro sufrió peor destino, pues había caído como una máscara, y daba la sensación de que bajo la mirada celestial aguardaba escondido una criatura del infierno.

Nos sentamos frente al ángel y Emanuel abrió su bolso para sacar una tabla ouija de cartón. Era nueva, no como la nuestra, que era de madera y había pertenecido a la abuela de Marilina.

Exactamente a medianoche comenzamos el ritual, intentando emular lo que yo había hecho con mis amigos cinco décadas atrás. Habíamos usado una copa de cristal, los jóvenes en cambio, tenían un señalador de plástico. Nosotros habíamos encendido velas a nuestro alrededor; ellos colocaron luces led y apoyaron una cámara sobre un trípode.

La noche en que mi novia desapareció comenzamos preguntando si había un espíritu presente, y la copa se dirigió al “Sí”. Hicimos varias preguntas hasta que el ser pidió que nos detuviéramos, pero insistimos. Fue entonces cuando la luna se ocultó y el cementerio se cubrió de niebla. Pero no era niebla común, sino un espectro, que enseguida tomó forma humana. Mis amigos huyeron al instante; fui el único que lo vio bien. Tenía una espesa barba y nariz aguileña. Sus ojos no eran más que dos cuencas vacías. Corrí como pude, a los tropiezos, porque la bruma cubría mi camino. Al llegar a la calle encontré a mis dos amigos, pero faltaba Marilina. Gritamos su nombre y hasta me atreví a regresar, pero no la encontré. Su rostro se grabó por siempre en mi memoria y en la de la gente, pues su imagen fotocopiada recorrió las calles del pueblo.

Todo lo que conté a los muchachos aumentó su intriga. Como si no fuese más que una leyenda; una experiencia para compartir en las redes. Pronto supieron que estaban equivocados.

Nos acomodamos alrededor de la tabla ouija, tomados de la mano, y recité las mismas palabras que había recitado Marilina medio siglo atrás:

«Espíritus del más allá, estamos reunidos para comunicarnos con ustedes. Solo conversación buscamos, y desde ya estamos agradecidos. ¿Hay alguno presente entre nosotros?»

Apoyamos los dedos en el señalador y al instante escapó de nuestras manos, moviéndose por voluntad propia hacia el “Sí”. Los muchachos sonrieron, y uno de ellos preguntó al ente si había estado la noche en que Marilina desapareció. El señalador se movió hacia el centro y de nuevo se dirigió al “Sí”. Los jóvenes continuaron haciendo preguntas, pero los espectros no gustan de ser molestados, y pedí que detuvieran el ritual. Fue entonces cuando la luna se ocultó.

Las luces estallaron y la cámara cayó al suelo. Pude ver sus rostros de arrepentimiento cuando el pánico inundó sus corazones. El cementerio se cubrió por una espesa niebla que pronto tomó forma humana, solo que esa vez no tenía barba ni nariz aguileña. Tenía el cabello lacio, negro como azabache, nariz respingada y dos huecos donde debieron estar unos ojos grandes y redondos.

Huimos, y al llegar a la calle vimos que faltaba uno de los muchachos: Emanuel había desaparecido.

Hoy sigo sin salir mucho de casa, pues el mito ha revivido, y me apuntan más que nunca con el dedo. Al menos sé qué ocurrió con Marilina, sé que estuvo atrapada en el cementerio durante cincuenta años. Estoy convencido de que su alma logró continuar el camino al más allá y por fin descansa en paz. También creo que, cuando un nuevo grupo de jóvenes invoque allí un espíritu a medianoche, la luna se ocultará y la niebla cobrará forma humana, pero no será la misma figura, sino la de Emanuel, cuya imagen fotocopiada recorre hoy las calles del pueblo.