martes, 30 de enero de 2024

EL CADÁVER NÚMERO 13





Mi nombre es Gustavo Golmayo y soy médico forense. Por once años trabajé en la pequeña morgue de El Amparo, el pueblo en que crecí, luego me trasladaron al Hospital Municipal de Santa Fe, donde trabajo en la actualidad.

Mi nuevo lugar de trabajo me sorprendió. Es amplio, luminoso, la temperatura se mantiene estable a dos grados centígrados, y tiene todo lo necesario para realizar autopsias con comodidad. Yo estaba acostumbrado a un trabajo tranquilo, donde recibíamos unos pocos difuntos al mes, pero en una ciudad como esta los cadáveres se acumulan y el tiempo escasea.

Tras una semana en Santa Fe mi compañero pidió licencia por enfermedad. El primer día en que quedé a cargo había exactamente trece cuerpos en espera. Recuerdo ese número, y no voy a olvidar esa cantidad mientras viva.

Poco después de llegar fui al baño, y al regresar vi que una de las camillas estaba vacía. La sábana que la cubría estaba en el suelo y no había ninguna señal de lo que pudo haber pasado con el individuo faltante.

Había dos hileras de cadáveres, una de siete y otra de seis, y todas las camillas, con excepción de esa, estaban cubiertas con sábanas iguales. Era imposible no notar aquella ausencia; destacaba mostrando de manera incuestionable que alguien se había llevado un difunto.

Me tomé un momento para contar los cuerpos; eran doce, sí, faltaba uno. Me asomé al pasillo, pero no vi a nadie. Caminé para buscar al asistente que me había entregado los informes y me confirmó que habían quedado trece difuntos del día anterior. Le pregunté si estaba seguro y me lo confirmó sin vacilar.

Regresé a la morgue y conté una y otra vez, de atrás hacia adelante, de adelante hacia atrás. Luego revisé los cajones creyendo que quizás había puesto allí uno de los cadáveres; a veces uno trabaja de manera automática, olvidando incluso que trata con personas que alguna vez estuvieron dotadas de vida. Fue inútil, había un cuerpo faltante.

Tomé la planilla del día y tomé lista. Uno por uno fui verificando los presentes hasta que, efectivamente, vi un nombre en la lista cuyos restos no estaban; se trataba de una mujer joven llamada Emma S.

Revisé todo de nuevo desde el principio, pues los nervios podían estar jugándome una mala pasada. Miré los rostros de los cadáveres confirmando que eran los mismos que los de la documentación que tenía y me aseguré de que era Emma quien faltaba. Las horas volaron mientras yo no hacía otra cosa que ratificar la ausencia una y otra vez.

A pesar del frío del lugar yo estaba sudando. A esa altura ya me había quitado el barbijo y mi respiración afanosa creaba vapores en el aire. Ya los imaginaba a todos hablando mal de mí: «Al pueblerino le quedó grande el puesto», «Aquí se viene a trabajar en serio, no como en su trabajo anterior donde no hacía más que rascarse y tomar mate».

Se pueden perder muchas cosas en un empleo, pero nunca un cadáver, de eso se trata mi tarea: de estudiarlos y conservarlos. Ellos están quietos, no es que se pueden ir caminando sin más. Pero eso era lo que parecía, que Emma se había puesto de pie y se fue a seguir con su vida como si nada le hubiera sucedido; como si nadie le hubiera avisado que estaba muerta.

Mi turno había terminado hacía una hora y yo seguía allí como quien busca un fantasma. Decidí irme, pues quedarme tanto tiempo fuera de mi horario levantaría más sospechas.

Me llevé el reporte de Emma S. a mi casa para leerlo y pasé casi toda la noche sin dormir repasando el asunto. No sé qué esperaba encontrar, tal vez solo quería conocer sobre su vida y así mostrarme más empático cuando le pidiera disculpas a su familia por el descuido.

Pasé la velada leyendo y bebiendo. Mala combinación. Mientras corría las hojas mi mente iba ilustrando imágenes con cada frase que leía.

Emma tenía treinta y dos años, y había sido bailarina. Comencé a imaginar sus piernas bien torneadas frente a mí. Eran largas y suaves, pero de pronto se ponían de un color grisáceo, y ya no podían moverse con la gracia que lo habían hecho en vida. Su abdomen, que alguna vez fue firme, ahora estaba hinchado y abierto de par en par, con todos los órganos inertes a la vista. Leí sobre su familia; tenía padres, dos hermanos, y un novio con quien planeaban casarse, pero sus dedos sin pulso jamás portarían el anillo. Me acosté llevando el archivo a la cama y su fotografía cayó al suelo.

Desperté en medio de la noche y recogí las hojas del archivo que estaban desparramadas por la habitación. Fui a la cocina a prender la hornalla. Pensé en quemar el expediente completo y así liberarme de su recuerdo; haciendo de cuenta que nunca la llevaron, negando cualquier cuestionamiento mientras la duda deambularía por los pasillos del hospital. Sería mi palabra contra la del asistente, pues yo diría que no revisé los cuerpos apenas llegué, pero que unos minutos después vi que faltaba uno y creí que él sabía dónde se encontraba. Quizás lo despedirían a él, quizás a ambos. Aunque también era probable que no sucediera nada, y que los días transcurrieran sin preguntas y yo me estaba preocupando en vano. Alejé entonces las hojas que apenas habían comenzado a ennegrecerse por el fuego y decidí seguir por otro camino.

Si alguien encontraba el cadáver y yo no tenía el expediente podría generar un problema grave, por lo que se me ocurrió un plan B, en caso de que la familia reclamase su cuerpo. Iría a buscar los restos de una mujer parecida a Emma; algún cadáver sin identificar, de los que hay muchos en una morgue tan grande como la del Hospital de Santa Fe. Pero sería una tarea muy difícil evitar que alguien se diera cuenta. No; aquel plan tampoco funcionaría.

¡Vaya historia que el destino había escrito para la joven! La pobre falleció a los treinta y dos años de una muerte terrible y ni siquiera podía descansar en paz. Sí, toda muerte es terrible, pero en su caso más aún, si me lo permiten. Emma había sido asesinada; su cuerpo presentaba múltiples heridas de puñaladas. La habían asaltado en un callejón mientras regresaba de la academia de baile en la que daba clases a niñas pequeñas. Tal vez se resistió a un asalto, o a un abuso; no había motivos aparentes ni sospechosos. Un rato después la habían encontrado inconsciente. Cuando la llevaron al hospital ya era demasiado tarde. Había perdido demasiada sangre en el tiempo que estuvo en ese callejón y poco después fue enviada a la morgue. Mi compañero había hecho la autopsia el día anterior y solo debía esperar los resultados de unos análisis potencialmente útiles para descubrir al culpable.

Me senté en la sala a contemplar un punto en el vacío. Me sentía mal por mis pensamientos, por mi responsabilidad en la desaparición, y entonces continué bebiendo. Pensé entonces en confesar mi descuido, al menos hacerlo por ella. Si pedía sinceras disculpas a todos, en unos años tal vez la gente del hospital lo olvidaría, pero yo no lo olvidaría; mi error haría imposible que el asesino fuese identificado.

¿Quién habría sido el criminal? ¿Acaso era alguien del hospital?, ¿algún compañero de trabajo que se encargó de hacer desaparecer a Emma para así borrar sus huellas? Era muy difícil que un desconocido pudiera ingresar a la morgue sin ser detectado; debía ser alguien que yo conocía.

Los rostros de los doctores y enfermeros desfilaban frente a mí, con miradas siniestras, riendo mientras yo era acusado de negligencia.

Me di una ducha y preparé una jarra de café. El día sería largo, no sabía si al llegar al trabajo ya estarían todos enterados de la desaparición de la bailarina y yo tendría que llamar a un abogado laboral. Me dirigí al hospital mucho antes de mi horario de entrada, esperaba encontrar alguien escondido como un bufón entre los cadáveres, o alguna pista que me dijera quién fue el saqueador. Pero cuando llegué a la morgue todo pareció haber sido una pesadilla. Los trece cuerpos estaban en la sala. Los conté, varias veces. Eran trece, no doce como el día anterior, eran exactamente trece. Los revisé uno por uno, tomando lista otra vez, y encontré el de ella. Emma S. también estaba presente, como si nunca se hubiera ido. Era una más de su hilera, no tenía nada que la diferenciase del resto.

Aquello no podía tratarse de un error, no pudo haber sido una simple distracción. Yo vi todo, vi su camilla metálica vacía brillando en su ausencia, y vi la sábana en el suelo, vacía también. Había estado toda mi jornada buscando aquel cuerpo, no había forma en que lo hubiese pasado por alto.

Revisé de nuevo el cuerpo de Emma, no parecía haber sido manipulada por nadie más que mi compañero durante la autopsia.

Miré a mi alrededor, volví a contar los cadáveres pensando que otro podría desaparecer en cualquier momento, repasando en mi cabeza la ubicación de cada uno, hasta que supe que no podía trabajar en esas condiciones. El alcohol, el café, los nervios…; aquella mezcla me había convertido en una marioneta de alambre llena de miedos. Abandoné mi puesto, cerré la puerta de ingreso con llaves y me acerqué a un guardia para decirle que me contase si veía alguna persona merodeando los pasillos. Le dije que yo regresaría pronto, y mientras me alejaba le grité que no dejara que nadie se acercarse al lugar. Tal vez no debí hacer eso, pero el cuerpo de la joven estaba allí, no hay problemas en despertar sospechas mientras no haya ningún crimen.

Crucé la calle y fui a la cafetería que se encuentra frente al hospital. Necesitaba algo refrescante, como la tarta de manzanas casera que allí preparan, y una bebida diferente al de mi vieja máquina que solo produce una horrible infusión que quema los granos. Me senté a tomar aquel desayuno junto a la ventana y vi la gente pasar mientras me relajaba poco a poco.

Frente a mí estaba el televisor. Cualquier cosa me habría distraído, cualquier primicia me habría hecho olvidar por un instante todo lo que había vivido en esas veinticuatro horas, pero vi algo que me hizo saltar de mi asiento para pedirle a la cajera que subiera el volumen.

Estaban mostrando una noticia de último momento, y mientras contaban lo ocurrido se veían trece fotografías de mujeres jóvenes entre las que se encontraba la imagen de Emma. Su crimen y el de las demás había sido por fin resuelto.

Esa noche, mientras su cuerpo estaba desaparecido y yo sufría pensando en las consecuencias, se oyó un disparo proveniente de un departamento. La policía ingresó y hallaron el cuerpo de un hombre que había recibido un balazo en la cabeza. La puerta y las ventanas no presentaban señales de haber sido forzadas, y todo indicaba que había sido él mismo quien se quitó la vida. En el hogar del difunto hallaron pertenencias de las mujeres cuyas muertes no habían sido justiciadas. El hombre guardaba recuerdos de cada una de sus víctimas, y aquella fue la única manera en que se logró saber que él era el culpable de aquellos crímenes.

Quedé sin habla, mirando por la ventana hacia el hospital mientras el barullo a mi alrededor me ensordecía. Enseguida olvidé los rostros socarrones de mis compañeros, de quienes sospeché injustamente, y olvidé las horribles descripciones del informe de mi compañero sobre la autopsia. Ya no recordaría a aquella mujer como un cadáver en una camilla, de piel gris y fría, de órganos y miembros inertes. La recordaría a ella, a Emma, la bailarina, la instructora de la academia, que había conseguido la tranquilidad que le quitaron en vida.

Volví a diferenciar los sonidos a mi alrededor y me senté a beber el té que había ordenado. De pronto vi una niña caminando junto a sus padres por la vereda, que me miró a través de la ventana. Me saludó con una sonrisa, y luego giró en el lugar, en un perfecto paso de baile.

martes, 23 de enero de 2024

EL MALIGNO





Pasaron tres meses y veintiséis días, y no me siento mejor. Por las noches despierto a los gritos, empapado en sudor, y el dolor en mi pierna se ha vuelto insoportable. Me esfuerzo al máximo en las sesiones de rehabilitación, mientras los médicos me dicen que eso tomará tiempo. Pero no tengo tiempo, porque los días pasan, que más que avanzar, transcurren en cuenta regresiva.

He contado esta historia a la policía, pero los del distrito están claramente comprados, o más bien, están aterrados. Cuando fui a hablarles me di cuenta de que no me ayudarían y que, si insistía, sería yo quien terminaría deteniendo. Me dirigí a otras comisarías, y todas dicen que el caso no pertenece a su jurisdicción. Debo, por tanto, arriesgarme a ir solo, como la primera vez que fui a ese lugar.

Ocurrió un viernes. Yo viajaba a Santa Fe al cumpleaños de mi sobrino. Mi hermana llevaba tiempo insistiéndome que fuera a visitarla; desde que se casó y fue madre, solo la había visto en dos oportunidades. Aquel fin de semana largo sería el momento propicio para ver lo mucho que había crecido el niño. Le había comprado una motocicleta de juguete, que más que juguete era una réplica exacta de una Axl Jokerson 250; la misma que utilizaba el temerario Gunner.

Llevé mi maleta al trabajo para ir directo desde allí. Mi intención era llegar a la fiesta antes del anochecer, pero el tránsito del viernes me obstaculizó la salida de la ciudad, además, apenas tomé la ruta se desató una tormenta, y debí aminorar la marcha.

De pronto, en medio del camino, vi un árbol atravesado; fue entonces cuando la pesadilla comenzó.

Bajé de mi automóvil y observé que me sería imposible cruzarlo; el tronco estaba acostado en forma perpendicular a la calle, y esquivarlo implicaba meterme en el lodo que a esa altura era más fácil de cruzar en bote. Revisé el GPS y encontré una ruta secundaria a pocos metros por la que no me desviaría demasiado.

Conduje casi una hora por ese camino sin cruzar persona alguna. Alrededor todo era plantaciones de maíz, tanto como lo permitía la vista, pero de pronto me vi envuelto por unos árboles que se cerraban formando un túnel.

Ya había comenzado a oscurecer cuando crucé un segundo árbol derribado sobre el asfalto. Esa vez lo pude esquivar y seguir, pero al pasar junto a él algo llamó mi atención. Se trataba de un cráneo asomado entre las ramas. Me pareció que se trataba de la cabeza de una cabra con símbolos pintados en rojo y largos cuernos. Aquello me distrajo un instante y choqué con algo que me hizo perder el control del vehículo. Caí a una zanja y al golpearme perdí el conocimiento.

Desperté en una cama que no era la mía. Mi vista comenzó a aclararse de a poco y pude mirar a mi alrededor. Se trataba de un dormitorio con paredes de madera. Todo el lugar parecía de otro tiempo. No había televisor, ventilador ni ningún aparato eléctrico, incluso había una lámpara de aceite sobre la mesa de luz.

Al ponerme de pie sentí un fuerte dolor en la pierna izquierda. Entendí que me había lastimado en el accidente, y alguien me había vendado desde la rodilla hasta el tobillo. Caminé con dificultad para buscar mi bolso, que estaba junto a la ventana. Busqué allí mi teléfono celular, pero no lo encontré. Salí caminando despacio fuera de la habitación, y encontré que toda la casa era de otra época, no había refrigerador y todos los muebles eran hechos a mano. Aquello no se detuvo al cruzar la puerta; todo el barrio parecía tratarse de un pueblo medieval.

Las casas se veían tan antiguas como aquella en la que desperté, y había hombres trabajando por todas partes. Estaban armando estructuras de madera con martillos y sierras de mano; no vi a nadie usar ni una sola herramienta eléctrica.

Me acerqué a uno de ellos y le pregunté en dónde me encontraba, pero al darse la vuelta me eché hacia atrás. Su rostro estaba desfigurado. El lado izquierdo no estaba en línea con el otro: su oreja, su ojo, su ceja…, todo estaba varios centímetros debajo de su homólogo derecho. Aquello no parecía haber sido causado por un accidente, parecía más bien una deformidad de nacimiento.

No tuve tiempo para decir nada cuando otro sujeto se acercó y también me sorprendió por su aspecto. Tenía una mandíbula prominente, escasos dientes, y su nariz era larga y puntiaguda.

Sospeché que aquello podía ser producto de mi imaginación, pues me sentía mareado y dolorido, entonces alguien tocó mi espalda con tal suavidad que me calmó al instante. Era una hermosa joven de cabellos rojizos, adornados con pequeñas margaritas. Llevaba un vestido blanco y unas sandalias. Tenía el rostro pecoso, ojos grandes y verdes, y me regaló una sonrisa de esas que ya no se ven en el mundo citadino.

―Me alegra que despertaras ―me dijo―. Tuviste un accidente con tu automóvil. Estuviste inconsciente durante dos días; mi familia y yo te hemos estado cuidando. Mi nombre es Elvira.

Elvira me ayudó a regresar a su hogar y volví a acostarme. Luego se sentó a mi lado y me contó que vivían en una comunidad que se mantenía apartada de la tecnología moderna, y que era la primera vez que hablaba con alguien del mundo exterior.

Apoyó su mano en la mía y volvió a sonreír de un modo puro. Yo me perdí unos segundos en su mirada, pero de pronto sentí como si un cerdo me hubiese olido el cuello. Al darme la vuelta vi a otra joven muy diferente a Elvira; caminaba como un simio, tenía el rostro deforme, y en sus escasos cabellos, también rojizos, llevaba un moño blanco.

―Ella es Gigi ―dijo Elvira―, mi hermana gemela. Creo que le agradas.

Luego lanzó un trozo de pan al suelo y Gigi se lanzó sobre él.

El dolor en mi pierna volvió a atacarme, sentía como si me la estuvieran quemando, y pregunté si tenían calmantes y antibióticos. Elvira me explicó que me habían puesto hierbas silvestres que evitarían la infección, pero no tenía más calmantes para darme que un poco de hidromiel. Enseguida regresó con un vaso y yo le pregunté por mi teléfono celular y mi automóvil. Me contó que lo habían remolcado y un mecánico lo estaba reparando. Luego se retiró para ver si hallaba mi celular.

Me quedé acostado, sin nada que hacer más que mirar aquella habitación que parecía haber salido de un cuento clásico de brujas. Frente a mí había un escritorio de madera con velas y un tintero con pluma. A un lado vi un pequeño armario, también de madera. Pronto me di cuenta de que no estaba solo; Gigi seguía allí, en cuatro patas, con los ojos clavados en mí.

Yo no deseaba hacer contacto visual, pero ella no paraba de mirarme, y dije algo para cortar la tensión:

―Hola, Gigi. Gracias por cuidarme.

Ella solo hizo sonidos guturales y permaneció firme sin quitarme la vista de encima. Gigi también llevaba un vestido blanco como el de su hermana, pero éste estaba cubierto de tierra, al igual que sus manos y sus pies descalzos.

Elvira regresó y me presentó a sus padres. Tenían cabellos tan rojos como los de sus hijas, y las mismas pecas en el rostro. Su padre estrechó mi mano y me entregó mi teléfono diciendo que así estaba cuando lo encontraron. Tenía la pantalla rota y no encendía. Pronto se retiraron para continuar trabajando en la construcción del nuevo granero, y me dijeron que más tarde se acercaría el mecánico del pueblo para explicarme la situación de mi automóvil.

No tenía nada que hacer en esa habitación más que dormitar mientras la hidromiel hacía su efecto. Un rato después abrí los ojos y allí continuaba Gigi.

―¿Qué edad tienes? ―le pregunté.

Ella solo respondió con rugidos.

Luego se acercó a mí, y comenzó a tocarme las orejas, la nariz y los labios mientras respiraba afanosamente.

Yo estaba aterrado, no quería empujarla, pero tampoco deseaba tenerla encima de mí. Le pedí entonces que me pasara mi bolso y enseguida busqué algo para darle y mantenerla entretenida, entonces vi el regalo que había comprado para mi sobrino. Era tarde para ir a su cumpleaños, así que decidí darle a ella la pequeña motocicleta; probablemente aquel sería el primer juguete que tuvo en su vida.

Al darle la caja abrió sus ojos verdes, parecidos a los de su hermana, solo que uno era más pequeño que el otro. La joven no sabía siquiera que debía romper el papel para ver lo que había dentro, y debí abrirlo para ella.

Comenzó a reír mientras la saliva le caía por la comisura de sus labios torcidos.

―Es una motocicleta ―le dije―. Era un regalo para mi sobrino, pero ahora es tuya. Luego compraré otra para él.

Apoyó la moto en el suelo y no supo qué más hacer. Entonces moví mi mano para que me imitara.

―Brumm, brumm ―le dije―. Muévela así.

Pronto me imitó y comenzó a jugar con ella mientras sus luces encendían y apagaban, y yo pude seguir durmiendo.

Al despertar no había nadie en la habitación, grité el nombre de Elvira, pero no apareció, esperé un rato hasta que decidí salir de allí. Tampoco había gente en la cocina, y al salir de la casa vi que estaba por oscurecer.

Caminé hasta la siguiente edificación donde encontré mi vehículo. Se notaba que nadie había estado trabajando en él, ni siquiera habían quitado la rueda que estaba doblada hacia adentro a causa del choque.

Estaba comenzando a planear una huida, pero alguien me golpeó en la cabeza.

Volví a despertar en la cama de antes, solo que esa vez estaba amarrado a ella. El lugar estaba iluminado por múltiples velas, y de pie frente a mi había una mujer con una túnica blanca que llevaba en el rostro un cráneo de una cabra con largos cuernos. Pronto se lo quitó y no era otra que la bella Elvira.

Yo aún estaba dolorido y apenas consciente de lo que ocurría, pero pude ver que dejó caer al suelo la túnica quedando desnuda. Tenía senos firmes, cintura estrecha y anchas caderas. Habría sido maravilloso pasar la noche con ella, pero su actitud no era la misma que cuando la conocí. Su sonrisa era maligna, y tomó un recipiente en el que introdujo sus dedos. Luego se pintó símbolos con sangre en el rostro y en los senos, mientras me contaba lo que haría conmigo:

―Voy a usarte esta noche ―me dijo―. Soy la indicada para ser la madre del elegido. Tu no serás más que un instrumento; esta misma noche te sacrificaremos para que el padre de la criatura sea mi amo y señor.

Intenté soltarme, pero estaba bien amarrado. Grité, pero fue en vano, estaba a su merced.

Yo seguía mareado por el golpe en la cabeza, y mientras Elvira se movía sobre mí tuve terribles visiones. En ellas vi rostros deformados, vi bestias con cuernos caminando en dos patas como si fueran humanos, vi infiernos en llamas repletos de almas suplicantes y hasta vi a Gigi asomándose tras la puerta, espiándonos mientras su hermana jadeaba fuera de sí.

Elvira obtuvo lo que deseaba y volvió a ponerse su túnica blanca. Yo sabía que tenía poco tiempo, era de noche, y estaba claro que pronto me irían a buscar para llevarme a la ceremonia en la que yo sería sacrificado. No tenía modo de escapar, estaba inmovilizado, pero entonces Gigi regresó.

―Ayúdame, Gigi ―le dije―; por favor. Tienes que sacarme de aquí. Soy tu amigo, te regalé la motocicleta. Brumm brumm, ¿recuerdas?

La joven se acercó y otra vez me olió como un animal por un instante y luego me desató.

Me puse de pie y al intentar vestirme sentí que me estaban arrancando la piel de la pierna. Tuve que quitarme la venda para ver mi herida. Al hacerlo vi que estaba abierta y cubierta de gusanos.

Gigi me hizo un gesto para que la siguiera. No tenía tiempo para hacer nada con mi pierna en ese momento así que solo la vendé otra vez.

Salimos de la casa y a lo lejos había una fogata con unas treinta personas vestidas con túnicas negras. Solo Elvira vestía de blanco.

Con Gigi nos alejamos sin hacer ruido, y me guio hacia un galpón detrás de su casa. No había luces más que la de la luna, y dentro del galpón todo era penumbras. Entonces ella apuntó a un objeto que no logré distinguir.

En ese momento oímos gritos a los lejos; me habían descubierto.

Gigi desapareció en la oscuridad y quedé a solas. Me dirigí entonces al objeto que ella me había señalado y vi que estaba cubierto por una manta; debajo de ésta hallé una motocicleta. Era similar a la de juguete, pero real; una Axl Jokerson llena de tierra que tenía las llaves puestas. Me subí, cerré los ojos y pedí al cielo que arrancase, y enseguida lo hizo.

Hui de aquel pueblo maldito mientras escuchaba que corrían detrás de mí, pero pronto me alejé de ellos y atravesé un bosque que me sacó a un camino de tierra entre medio de dos plantaciones de maíz.

Conduje sin parar durante kilómetros, deseando que el sol se asomara por el horizonte.

Ahora solo pienso en recuperarme para poder ir a enfrentarlos; no puedo permitir que críen a un niño en un sitio como ese. Espero no haber sido solo un instrumento aquella noche, y que el padre de la criatura no sea en realidad ese al que Elvira llama “su amo y señor”.


lunes, 1 de enero de 2024

DESCUBRIENDO AL SEÑOR JONES





Yo llevaba tres meses trabajando en la empresa de transporte cuando me asignaron al Señor J. Solo digo su inicial porque estoy seguro de que a él no le gustaría que revelara su identidad. De todas maneras, es probable que ni siquiera nos haya dado su verdadero nombre. Tal vez comience con otra letra, no lo sé, pero en la empresa lo llamábamos así: Señor J., o a veces también, Señor Jones.

La agencia en que trabajaba era de limusinas y automóviles de lujo; un lugar exclusivo para clientes acaudalados a los que les gusta viajar con estilo, precisamente como el Señor Jones.

Fui a buscarlo a su casa un sábado por la noche. Era una mansión ostentosa, rodeada de pinos, con columnas de mármol y una puerta de entrada que se extendía por varios metros. Yo apenas me estaba acostumbrando a ver aquellas personalidades, pero nadie podría acostumbrarse a alguien como él.

Esa primera noche vestía un traje negro con finas líneas en bordó; un traje hecho a medida que destacaba su cintura de atleta y sus anchos hombros. Parecía tener dos décadas más que yo, pero estaba en perfectas condiciones físicas. Tenía cabello negro bien peinado y una barba incipiente delineada al detalle. Tuve la sensación de ser el chofer de una estrella de cine.

Apenas ingresó a la limusina subió el vidrio espejado que dividía la cabina. Supe entonces que el Señor Jones apreciaba su privacidad.

Llegamos a un bar, y tuve que leer de nuevo la dirección porque creí que no era el sitio correcto. Había imaginado una fiesta en un edificio clásico del centro de la ciudad, pero no había otra cosa alrededor más que ese lugar al que nadie llegaría en limusina. De pronto él habló por el comunicador: «Sí. Es aquí».

Descendí y abrí su puerta, y al ponerse de pie se acomodó el saco con sumo cuidado:

―Espérame un momento ―me dijo―. Regreso enseguida.

Me senté de nuevo al volante y minutos más tarde lo vi regresar con una señorita rubia. La muchacha era apenas mayor de edad, y lo abrazaba como si fuesen recién casados.

La empresa no me había dado más indicaciones, y esperé a que sea él quien me diera una nueva dirección a la cual conducir, pero solo me pidió que lo llevara otra vez a su hogar.

Durante la semana hablé con algunos de mis compañeros acerca del Señor J., tenía curiosidad por saber a qué se dedicaba y si era o no casado, pero todo lo que oía de él estaba envuelto en rumores y misterio.

El sábado siguiente también me tocó ser su chofer. Esa segunda noche estaba vestido otra vez como para ir una entrega de premios; con un traje azul eléctrico de vivos plateados. Traía consigo un bastón de tipo ornamental, y sus dedos estaban cubiertos de anillos de gran tamaño. Fuimos a otro sitio: Un pub para el que, otra vez, él tenía demasiada elegancia.

―Espérame un momento. No me tardo.

Imaginé que iría a buscar a la joven de la primera noche, pero enseguida regresó con una joven de cabello negro que era tan o más bonita que la rubia de la semana anterior. Ella también se veía enamorada, y subieron a la limusina entre risas, tomados de la mano.

La velada me dejó más preguntas que respuestas. Pensé en un momento que las contrataba, pero ellas lo miraban como si lo conocieran desde antes. De todas maneras, no me cerraba el hecho de que fuese a buscarlas en limusina, vestido de esa manera. Había algo muy extraño en el Señor Jones.

El tercer sábado que lo fui a buscar tuve un atrevimiento. Lo conduje a un nuevo bar, de la misma clase que los otros dos, y al llegar le pedí permiso de ingresar con él para pasar al baño.

Era un sitio poco concurrido y algo descuidado, de estilo industrial; no se veía en absoluto como un lugar al que asistiría alguien como él.

―Está algo vacío ―le dije―. ¿Prefiere que lo lleve a otro lugar?

El Señor Jones giró hacia mí y me habló con el tono profundo de alguien que narra una fábula:

―El pájaro es quien madruga para atrapar al gusano; el gato prefiere la luna.

En ese momento sonaba un éxito de rock alternativo de los 90.

―Me gusta esta canción ―dijo él―. ¿Es nueva?

No podía creer que no la conociera.

―Más o menos… ―le dije.

De pronto comenzó a mover la cabeza y luego los hombros. Caminó hacia el interior del lugar dando pasos al ritmo. Luces de todos colores lo rodearon y se reflejaron en sus zapatos recién lustrados. Avanzó chasqueando los dedos, algo que me pareció fuera de lugar al principio, pero lo hacía con tanta gracia que sin darme cuenta empecé a moverme también.

El Señor Jones bailaba como si nadie lo estuviera mirando, pero todos lo estaban mirando. Daba vueltas en la pista mientras los reflectores lo seguían como si de una rutina de baile se tratara. De pronto sonrió con los ojos cerrados. Creo que yo también sonreí.

Al terminar la canción se acercó a la barra y pidió una botella de vino. Tardó en elegir la bodega; era evidente que buscaba la mejor botella que tuvieran disponible. Yo fui al baño rápido, solo para fingir; lo cierto es que solo quería verlo en acción.

Al regresar lo vi apoyar una copa vacía sobre la barra; había vaciado una botella entera de vino y se veía más radiante que al llegar. Observó a su alrededor como si todo el sitio le perteneciera. Tenía la actitud que tendría Dios o el Diablo si decidieran pasar una velada con los humanos. Yo también miré a las jóvenes del lugar, hasta que mis ojos se posaron en una hermosa morena de cabello rizado que reía rodeada de amigas en una mesa del fondo. De inmediato sentí que era perfecta para él, y cuando me volví hacía la barra vi que él también la estaba observando. Lejos de quedarse sentado, su absoluta fe en sí mismo lo hizo caminar hacia ella sin tropiezos.

Fue magnético. Se acercó y le dijo algo al oído, y ella se puso de pie abandonando a sus amigas para sujetarse del bien formado brazo del Señor Jones.

Enseguida corrí para abriles la puerta del bar y luego la puerta de la limo. Conduje por la ciudad mientras la gente intentaba en vano mirar a través de las densas ventanillas, con deseos de saber quién viajaba con tal ostentación. Pronto llegamos a su mansión y el Señor Jones se despidió de mí sin pérdida de tiempo, mientras llevaba del brazo a su acompañante que se veía ebria de amor.

Para el siguiente sábado pensé en preguntarle acerca de su éxito con las mujeres. Yo me casé de muy joven, y soy un hombre de familia, pero moría por saber qué palabras usa él cuando conoce a una muchacha. ¿Acaso les habla de su fortuna? ¿O les dice que tiene una limusina esperándolos en la puerta? Ese día estaba decidido a hacer un comentario, pero al llegar a la agencia me dieron una noticia que me hizo olvidar todo el asunto. Me dijeron que el vehículo que solía manejar estaba siendo reparado. El arreglo de frenos tardaría varios días por lo que me asignaron un automóvil.

Era lujoso también, un auto señorial que cualquiera habría creído que iría bien con el Señor Jones, pero yo estaba seguro de que no le iba a gustar en absoluto. Insistí en la empresa, pero las otras dos limusinas tampoco estaban disponibles; una estaba siendo pintada y la tercera estaba contratada por toda la semana.

Cuando el Señor Jones vio el vehículo ni siquiera me saludó:

―¿Qué es esto? ¿Una broma?

―Perdón, señor; la limusina está en el mecánico. Debieron llevarla hoy para hacerle los frenos, y las otras que tenemos no estaban disponibles. Este es un muy buen auto, se lo prometo, no tiene nada que envidiarle al vehículo de siempre. Le haremos además un importante descuento por las molestias.

―El dinero no es problema; esto es una falta de profesionalismo. Vuelve el próximo sábado y trae el vehículo que contraté.

Al siguiente fin de semana mi limusina estaba lista. Antes de ir a buscar al Señor Jones tomé la aspiradora y la pasé cuidadosamente por los asientos y por la alfombra. Luego tomé un paño y limpié los cristales y los detalles en cromo. Hasta tomé un aerosol que reviviera el brillo a los neumáticos. Debía asegurarme que todo fuese perfecto para mi peculiar cliente.

Al estacionar en la puerta de su casa vi que el Señor J. estaba esperándome en la vereda. Hasta ese momento siempre lo vi relajado, pero ese día temblaba de ansiedad. Las dos semanas sin mujeres que sacien sus necesidades lo habían envejecido. Su piel estaba resquebrajada, y su cabello mostraba largas raíces canas. Apoyó sus manos en el vehículo, y vi que tenía las uñas largas y partidas.

No me salieron palabras, solo pisé el acelerador y hui de allí para siempre. Mientras me alejaba atiné a mirar el espejo retrovisor para ver al Señor Jones por última vez, pero no logré encontrar su reflejo.

Luego de renunciar a la empresa de transporte conseguí otro trabajo cerca de su barrio. He caído en la tentación de pasar por su puerta más de una vez, pero jamás paso de noche. Solo conduzco frente a su casa si aún es de día. Me siento seguro con el sol allá en lo alto; sé muy bien que el Señor Jones prefiere la luna.