viernes, 29 de noviembre de 2019

EL NIÑO DE LA BURBUJA





La primera vez que lo vi yo aún era una niña. Su madre era amiga de la mía, y un día fui a conocerlo:

―Él tiene tu edad, Lucille ―dijo mi madre mientras manejaba.

―¿Y por qué nunca vino a casa?

―Porque… es especial.

Yo iba en el asiento de atrás, quise entonces verla en el espejo, pero ella bajó la mirada. Luego de eso no volvió a hablar en todo el viaje.

La casa era grande, con un parque cuidado y rodeado de árboles. Entramos, pero él no estaba allí, de hecho, aquel no parecía ser un hogar donde viviese un niño. Los muebles eran antiguos y todo estaba lleno de adornos. Mi casa no era así; siempre estuvo llena de juguetes tirados por todas partes.

La mujer nos sirvió te. Era viuda, y se la notaba muy contenta de tenernos allí. En un momento incluso comencé a sospechar que hubiese mentido que tenía un hijo, pero entonces me invitó a conocerlo:

―¿Quieres conocer a Christian? ―dijo al fin― Sube por las escaleras. Está arriba, en su habitación.

El día estaba soleado, y con aquel enorme parque mi madre me habría sacado de los pelos de no haber salido a disfrutar del aire libre. Pronto supe que él no salía al aire libre como la mayoría de nosotros, porque él no era como la mayoría de nosotros.

Al ingresar al dormitorio me topé con una tela plástica transparente, como esas que usan en los hospitales; la habitación entera parecía una burbuja.

Christian estaba sentado en medio, y entonces nuestras miradas se cruzaron.

―Hola ―dijo―. Me llamo Christian.

Lo dijo en un tono de lo más corriente, como si no nos separara una tela plástica, como si yo no estuviera presenciando uno de los momentos más extraños de mi vida.

Jamás conocí a alguien como él. Christian era calvo, y tenía la piel muy blanca. Sus ojos se veían pequeños, como si la luz lo dañara.

―Soy Lucille ―dije. Y entonces me regaló una hermosa sonrisa.

Comencé a ver todo lo que tenía en la habitación: su computadora, sus estantes repletos de libros…, pero enseguida me interrumpió.

―¿Te gustan los juegos de mesa? Los tengo todos.

En unos estantes cerca de mí había unas cien cajas de juegos. Del otro lado del plástico, otras cien cajas idénticas parecen estar ubicadas a modo de espejo.

Jugamos durante horas, y él ganó todas las partidas. Era un excelente jugador, en especial en el ajedrez.

―Juegas muy bien ―dije.

―Gracias. No tengo mucho que hacer aquí más que leer y aprender cosas nuevas.

―¿Por qué estás aquí?

Me explicó entonces que tenía una extraña condición que no le permitía salir y tener contacto con otras personas.

Pasé todo el día con aquel niño, y al llegar la hora de irnos deseaba quedarme.

No le pregunté nada más sobre su enfermedad, no por evitar incomodarlo sino porque estaba tan entretenida que llegué a olvidar incluso que estábamos separados por un plástico. Luego leí acerca del síndrome de los niños burbuja, una condición genética que afecta el sistema inmunológico. Quienes la padecen son vulnerables a todo tipo de infecciones por lo que, mientras reciben tratamiento, deben permanecer aislados sin poder vivir en un entorno normal. Claro que no vi a otros que también fuesen calvos como él, y entendí que estaría en un estado avanzado, un caso extremo quizás.

Me habría gustado encontrarme con él otra vez, pero una semana después mi padre obtuvo un ascenso en la empresa en que trabajaba y debimos mudarnos a otra ciudad, por lo que no volví a ver a Christian.

Los años pasaron y me convertí en una adolescente, olvidando por completo a mi amigo y a su enfermedad, pero un día nos mudamos con mi familia otra vez a nuestro viejo pueblo.

En la escuela me sentí una extraña, hasta que un día me invitaron a una fiesta. Era en la casa de Erika, la chica más popular del colegio.

Nunca me sentí cómoda en esas reuniones, soy de las que prefieren los grupos reducidos; no más de dos o tres personas.

Recuerdo a Erika sujetándome del brazo, obligándome a bailar y presentándome muchachos. Poco a poco, los vasos de alcohol que me convidaba ayudaron a que me soltase.

Se hizo tarde, y todos comenzaron a irse. Al final me quedé con Erika, su novio y un amigo de él. Creo que yo le gustaba, pero no era de mi tipo.

Fuimos a un depósito de herramientas que tenía en el fondo, y nos quedamos despiertos a la luz de una linterna relatándonos leyendas urbanas. En un momento el novio de Erika contó una historia de terror:

―Hace mucho tiempo, cerca de aquí, vivía una familia con mucho dinero. Luego de que sus padres fallecieran, dos hermanos heredaron toda la fortuna. Comenzaron a vender poco a poco todas las propiedades, pero aún conservaban las más valiosa: una enorme estancia con una mansión en medio. Un día los dos discutieron por su venta hasta que uno cayó al suelo y se golpeó la cabeza contra una mesa, muriendo al instante. El otro tenía problemas de alcohol y apuestas, y sabía que, si decía que aquello había sido un accidente, nadie le habría creído, por lo que decidió guardar el secreto. Lo enterró en un lugar apartado de la casa, y mientras lo hacía, notó que un cuervo lo estaba observando desde un árbol. Intentó echarlo, pero el pájaro no se fue, y entre el apuro y el cansancio, se le cayó el reloj, que terminó enterrado junto con su hermano. No era un reloj cualquiera; era enchapado en oro con sus iniciales grabadas, igual a otro que tenía su hermano muerto. A partir de ese día el cuervo lo siguió a todas partes, acechándolo, incluso entrando en su dormitorio por las noches hasta el punto de volverlo loco. Poco después el hombre consiguió un comprador para la mansión y, como nadie pudo ubicar a su hermano, lo dieron por desaparecido y logró vender la propiedad. Pero al momento de firmar las escrituras, el ave entró en la oficina por la ventana y dejó caer algo sobre la mesa, algo que salpicó todo de tierra y sangre; el cuervo había desenterrado su reloj y el de su hermano asesinado, revelando su secreto.

Contaron entonces más cuentos; de asesinos, monstruos, héroes y villanos. Yo no conocía muchas historias de terror, pero ante su insistencia solo se me ocurrió hablarles acerca de Christian.

―Él vive a pocas cuadras de aquí ―dije―. Su nombre es Christian. Tiene nuestra edad, pero no asiste a la escuela como nosotros porque él no es como nosotros. Tiene una extraña enfermedad genética que afecta su sistema inmunológico y, para no contagiarse, evita todo contacto con la gente. Nunca sale de su habitación, que es como una burbuja de plástico que lo aísla del mundo. Es calvo y transparente. Es la persona más aterradora que he conocido.

Mentí, traicioné a Christian no solo diciendo que era aterrador, sino que omití detalles más importantes para mí que su enfermedad; como su simpatía, o el hecho de que tenía cientos de juegos de mesa y que era un gran jugador de ajedrez, pero sobre todo omití la hermosa sonrisa que tenía. Decidí describirlo así, como un monstruo; del mismo modo en que se cuentan las historias de terror, porque las personas necesitamos a los monstruos, los necesitamos para compararnos con su infamia y así poder reconocer lo perfectos y felices que nos creemos.

Al día siguiente Erika me llamó por teléfono; ella y los muchachos querían conocer a Christian. Habían quedado fascinados por la historia que les conté y no aceptarían un no por respuesta.

Pocos días después supe que la madre de Christian iría a mi casa; sola, por supuesto, porque él seguía bajo tratamiento médico y aún vivía en su burbuja.

Al verla le pregunté cómo estaba su hijo:

―Christian está muy bien, querida. Siempre te recuerda. Deberías visitarlo alguna vez. Este fin de semana iremos al cine con tu mamá, puedes ir a hacerle compañía si lo deseas.

Enseguida llamé a Erika para contarle lo que me dijo la señora. Ese sábado fui a la casa de Christian y su madre me dio las llaves dejándome sola con él:

―Jueguen y pásenla lindo. Nos vemos en un rato.

Ahora sé que debí haber hecho eso, pero en ese momento continué con el estúpido plan y llamé a los muchachos para que fueran también.

Mientras esperaba tuve miedo subir las escaleras sola, no por Christian en sí, sino por la falsa historia que inventé en la que lo hice quedar como un monstruo frente a los demás, así que esperé a que Erika llegara.

El timbre de la puerta sonó y supe que todo era un error.

Los muchachos ingresaron riendo como idiotas:

―No aguanto las ganas de conocer al estúpido niño de la burbuja ―dijo el novio de Erika.

¡Qué equivocado estaba! Christian era mucho más inteligente que ellos tres juntos.

Los cuatro subimos las escaleras y yo fui la primera en ingresar a la habitación.

Allí estaba él. Sentado, con un tablero de ajedrez aprendiendo nuevas jugadas.

―Hola, Christian ―dije.

―Hola, Lucille ―dijo él. Lo dijo en un tono casual, como si nuestro encuentro anterior hubiera ocurrido hacía solo unas semanas.

Sonrió, pero enseguida Erika y sus amigos ingresaron y volvió a ponerse serio.

―Hola, niño burbuja ―dijo uno de los muchachos― ¿Por qué no sales un rato a jugar con nosotros?

―¿Por qué eres calvo? ―preguntó el otro― ¿Por qué eres tan feo?

―No puedo salir ―dijo él―. Tengo una extraña condición que no me permite entrar en contacto con la gente. Es una enfermedad genética que afecta mi sistema inmunológico.

―No te pregunté la historia de tu vida, esperpento. Sal; nos divertiremos.

Comenzaron a patear la tela plástica y a buscar el modo de atravesarla:

―¡No lo hagan! ―dijo Christian― ¡Por favor!

Fue entonces cuando intenté evitar que continuaran y grité también:

―¡Ya basta! ¡Es peligroso! ¡Podría ser mortal para él!

El novio de Erika me apartó y sacó una navaja de su bolsillo. Luego cortó la tela plástica haciendo una abertura por la que ingresaron los tres. Christian los miró sin levantarse de su asiento:

―¿Qué ocurre, adefesio? ¿Temes que si toso en tu horrible rostro puedas morir?

―¿Acaso no sales porque eres demasiado feo para este mundo?

Erika se acercó a Christian y le habló en voz baja:

―Dime, ¿alguna vez tocaste a una mujer?

―No puedo hacerlo ―dijo él―. No puedo tocar a nadie.

Todos rieron, y Erika movió los senos cerca del rostro de Christian.

―Tócame, ¡vamos!, solo un momento ¿No te gusto acaso?

Uno de los muchachos se acercó y lo escupió en la cabeza:

―Toma, ¡ahí tienes mis bacterias, monstruo!

Christian sujetó a Erika del brazo y se puso de pie. Ella intentó soltarse, pero no pudo, y enseguida empezó a gritar. Pude ver humo saliendo de su piel, no de la piel de él, sino de la de Erika, y cuando por fin la soltó, tenía una terrible quemadura que derretía su muñeca.

El novio de Erika quedó perplejo ante la aterradora escena. Christian se puso frente a él y tosió sobre su rostro antes de que el muchacho pudiera hacer algo. El joven dejó caer la navaja y comenzó a gritar. Enseguida se llevó las manos al rostro mientras se le llenaba de ampollas, parecía que le hubiesen arrojado gas mostaza.

El otro muchacho quiso huir, pero tropezó con la tela plástica y cayó al suelo. Christian se acercó y le metió la mano bajo la camisa. Pronto comenzó a quemarle la espalda. No pude ver el daño que le hacía, pero la camisa se llenó de sangre.

Me alejé de la habitación, caminando de espaldas, y entonces Christian me saludó regalándome una sonrisa justo antes de que me fuera corriendo.

El juicio declaró que los muchachos habían ingresado a robar a la casa y que lo ocurrido fue en defensa propia. Los dos jóvenes fallecieron y Erika se cambió de escuela. No volví a hablar con ella, y lo último que supe fue que había perdido el brazo.

Christian sigue sin salir de su dormitorio, y aunque en mi colegio nadie lo vio en persona, todos hablan de él como si lo conocieran. Lo describen como un muchacho calvo y transparente, de aspecto aterrador. No nombran detalles como su simpatía, o el hecho de que tiene cientos de juegos de mesa y que es un gran jugador de ajedrez. Prefieren describirlo así, como un monstruo; del mismo modo en que se cuentan las historias de terror, porque las personas necesitamos a los monstruos, los necesitamos para compararnos con su infamia y así poder reconocer lo perfectos y felices que nos creemos.




sábado, 21 de septiembre de 2019

ENTREVISTA CON EL DEMONIO







Dios y el Diablo. Dos caras de una misma moneda. Durante siglos nos hemos preguntado si en verdad existen. Creo que nos hemos estado haciendo la pregunta equivocada. Ellos existen, la pregunta es qué entendemos por Dios y el Diablo.

Dicen que Dios es pura bondad, ¿acaso el ser humano no tiene bondad? Hay gente que hace a un lado sus intereses para luchar por un ideal, personas que donan un órgano sin dudarlo, y hasta hay quienes dan su vida por salvar a alguien a quien aman.

En el lado opuesto está el Diablo: pura maldad; así lo describen. El ser humano es capaz de brindar una infinita cantidad de amor, pero también puede albergar una infinita cantidad de odio. La maldad también habita entre nosotros, en los que matan, en los que violan. Hay quienes gozan mientras ven como otro se desangra ante sus ojos, y quienes disfrutan de torturar al que nació con otro color de piel, con otra nacionalidad, o tiene una opinión diferente.

Dios y el Diablo existen, están aquí mismo, en la tierra. Ellos aguardan en nuestro interior expectantes durante años, hasta que llega el momento en que por fin los dejamos salir.

No, no soy teólogo. Tampoco espero convencer a nadie de compartir mis opiniones. Soy un periodista que solo desea contar un suceso real.


*


Cuando ingresé a la facultad de periodismo tenía una meta fija, contaba con un sueño: contar historias con una ética infranqueable y a la vez con entusiasmo. Deseaba contar historias de impacto, esas en las que la gente no entiende cómo es que nos arriesgamos tanto para captar cada detalle. Siempre quise hacer una nota sobre un médico trabajando en un campo de guerra, o una entrevista sin reservas a un narcotraficante, pero jamás pude conseguir un trabajo de ese estilo. Mi carrera se truncó cuando empecé a trabajar en El Deportivo Ilustrado, revista en la que permanecí por trece años. Fue un tiempo perdido realizando notas sobre fútbol y baloncesto en las que ni siquiera aparecía mi nombre.

Un día decidí renunciar a aquel empleo y volver a luchar por mi sueño de juventud. Las cosas no salieron como habría deseado, y en lugar de obtener lo que creí sería el mejor trabajo de mi vida, hoy me encuentro adicto a la bebida y contemplando el suicidio.

La tragedia comenzó aquella mañana en que desperté más tarde que de costumbre. Mi esposa Adriana y mi hija Giselle estaban terminando de desayunar cuando bajé las escaleras:

―Intenté despertarte varias veces ―dijo Adriana―. Tu café ya debe estar frío.

Pude ver la insatisfacción en su mirada. No era por el café en realidad, sino porque yo llevaba varios meses desempleado, y verme levantándome sin apuros la impacientaba más aún.

―Todavía está caliente ―dije tras beber un trago.

Era mentira; el café ya estaba a temperatura ambiente.

―Mira ―dijo ella, y me entregó una carta que había llegado esa mañana.

Era la factura de electricidad, y tenía un aumento considerable respecto de la anterior.

Adriana se dio la vuelta y aproveché para tomar una tostada de la mesa; a veces me daba vergüenza que me viera comer. Poco después intenté calmarla, pero todo resultó para peor:

―Hace unos días dejé mi currículum a un tipo que prometió conseguirme algo ―dije―. Estoy esperando que me llame. Si no tengo suerte esta vez, iré a ver si me devuelven mi viejo empleo.

―¡Todos los días dices lo mismo!

―Sabes bien que odio ese lugar ―dije―. No quiero pasar otros trece años haciendo notas aburridas para esa estúpida revista.

Adriana apoyó sus manos sobre la mesa y me miró fijamente a los ojos:

―Pues mientras buscas algo mejor haz lo que sea; yo tampoco adoro mi trabajo.

Adriana tomó su cartera y fue a llevar a Giselle al colegio sin siquiera saludarme:

―Chau, papi ―dijo mi hija mientras mi esposa la llevaba apurada tomándola del brazo.

Me quedé solo en la casa, en ropa interior, tomando un café frío con la mañana perdida.

Fui a sentarme frente al televisor y comencé a alternar entre los canales de noticias intentando ver algo que me distrajera un poco. El equipo de baloncesto del Sportivo Saccheri había pasado a la segunda ronda del torneo local, la temperatura de verano acababa de superar un récord de hacía veinte años, una actriz no se había dado cuenta de que su vestido estaba rasgado durante una entrega de premios…; las mismas noticias de siempre.

De repente vi algo que captó mi atención. Hablaban sobre un macabro suceso en Santa Fe. Un hombre había sido hallado asesinado en su departamento, a pocas cuadras de mi casa.

Un oficial de la policía explicó que encontraron a la víctima colgada en la pared, de cabeza, y que lo habían degollado vivo. Lo más extraño era que el suelo estaba limpio; como si los asesinos hubiesen llevado la sangre para un uso que nadie se atrevería a imaginar.

Luego de entrevistar al policía, el periodista hizo preguntas a los vecinos del occiso, y una señora mayor dijo algo que me estremeció:

«Son los miembros de una secta; se llevan la sangre de un inocente para sus rituales. No es la primera vez que veo algo así. Cuando era niña, en mi pueblo vivían unos indios adoradores del Wingakaw, y estas cosas pasaban todo el tiempo».

No sé si fue el tono de la señora, el gesto del periodista o si fue el mismísimo Wingakaw quien me estaba llamando usando ese incidente como medio. Solo sé que no pude olvidar esa noticia en todo el día.


*


Por la tarde fui a la librería de mi amigo Luciano, era el único sitio donde podría relajarme y olvidarme del mundo durante unas horas.

Desde que abrió su librería, el lugar pareció estar detenido en el tiempo. Allí no encontrarías ni un best seller de la última década, pero sus estantes atestados de libros polvorientos siempre me dieron la sensación de esconder un Grimorio de Herodes o un tomo original del Necronomicón.

El lugar estaba como siempre: sin clientes, sucio y lleno de libros apilados cuyas hojas se estaban deshaciendo. Una luz tenue dotaba al sitio de color sepia, dificultando más aún la inspección de los viejos ejemplares

Luciano y yo fuimos compañeros de escuela, pero cualquiera creería que él es más joven. No es que esté en mejor estado físico que yo, no es así, pero todo en su aspecto hace creer que se trata de una ex estrella de rock. Remeras negras con letras ilegibles, largos cabellos indómitos, pulseras en exceso y pantalones con más agujeros que tela son parte de un aspecto descuidado al detalle, que completa con un collar con una pequeña calavera metálica.

Aquel día no fue la excepción. Luciano estaba sentado escuchando Iron Maiden, y aún se sentía un olor dulce por la marihuana que solía fumar en el fondo de la tienda.

―Luciano..., ¿todo bien?

―¡Amigo! ―dijo mientras me estrechaba la mano.

Luego subió el volumen de la música:

―¡Escucha! ¡Escucha! ―dijo mientras señalaba con el dedo índice hacia arriba.

Se trataba de la canción “El número de la bestia”. Yo apenas la tolero, pero pude reconocerla gracias a la cantidad de veces que intentó volverme fan de la banda.

Luego se levantó la manga de la remera para mostrarme un nuevo tatuaje. Era una estrella pentagonal invertida con un carnero encima de ella. No soy especialista en tatuajes, pero su calidad me sorprendió.

Pasaron horas hasta que alguien ingresó al lugar, no para comprar, sino para vender una caja llena de libros.

Era una señora algo mayor. Dijo que los libros pertenecieron a su padre, que había fallecido hacía unas semanas.

Mi amigo bajó el volumen de la música y fue sacando los tomos uno tras otro, sin que ninguno de ellos lo entusiasmara en lo más mínimo, pero de pronto hubo uno que captó toda su atención.

Noté su intento por disimular que había hallado allí a una pequeña joya:

―Bueno… ―dijo―. Se los compro. Aunque no valen mucho.

Luego volvió a guardarlos en la caja sin siquiera haberlos visto a todos.

Tras acordar un precio, Luciano le preguntó si tenía más libros para vender.

―Tengo algunos más, sí. Aunque algunos están muy viejos.

―Tráigalos. No importa que tan viejos sean. Tráigalos a todos que seguramente se los voy a comprar.

Cuando se retiró la señora, mi amigo volvió a sacar los libros de la caja hasta encontrar aquel tomo:

―¡El Tacet Larvis! ―dijo como quien ya no soporta contener el entusiasmo―. No es una edición completa, por supuesto, muchas de sus páginas están perdidas desde hace siglos. Aun así, sigue siendo un hallazgo impresionante.

Luciano volvió a subir el volumen de la música para celebrar la compra.

Se trataba de la traducción al español, y contenía los tres primeros capítulos del original, escrita por Marcus Solnium hace más de cuatrocientos años.

―Conozco un sujeto extraño que seguramente querrá comprarlo ―continuó mi amigo―. Está metido en una secta de adoradores del Wingakaw.

Era la segunda vez que oía aquel nombre ese día. Entonces lo sentí como un llamado, y luego de un instante le dije mi idea a Luciano:

―Quizás podría hacer una investigación sobre el Wingakaw…

―¿Harás qué?, ¿estás loco?

―Conozco muchos periodistas independientes que realizaron investigaciones para luego venderlas a un diario, una revista, o directamente a una editorial de libros. Yo podría escribir uno sobre esas sectas.

Luciano quedó boquiabierto. Luego apagó la música y se separó del respaldo de su silla para hablarme en secreto como si hubiese más personas en la tienda que nosotros dos:

―Mira…, sabes bien que a mí me fascinan los libros de magia y de leyendas, pero el Wingakaw es algo con lo que no se bromea. Es por eso que hay muy poco escrito sobre sus adoradores.

―Eso es algo bueno ―le dije―. Yo podría ser el primero en escribir un libro entero sobre ellos.

Luciano hizo otra pausa, más larga que la anterior. Luego se puso de pie y fue hasta la puerta. Se aseguró que nadie estuviera cerca, mirando a ambos lados, luego puso el cerrojo y dio vuelta el cartel indicando a los pasantes que el sitio estaba cerrado. Volvió entonces a hablar como si se tratara de un secreto del gobierno:

―El Wingakaw es el dios del bosque. Sus seguidores dicen que es el protector de la naturaleza. Es un ser superior a los hombres y por lo tanto no podemos comprender su manera de actuar. Él no se preocupa por los humanos, nos mata y nos deja vivir del mismo modo en que nosotros matamos o dejamos vivir a una hormiga. Los nativos kiokees lo adoraban. Hoy en día hay pocos fanáticos de él, pues fueron muy perseguidos por la iglesia durante siglos. Esos sujetos no querrán que les hagas un reportaje. Se dice que hacen orgías mientras sacrifican animales. Lo único que me da más miedo que el Wingakaw son aquellos que le rinden culto.

―Mi idea no es la de ir como periodista ―dije―, sino como un adorador más. Me mezclaré entre ellos para ganar su confianza hasta llegar a ver uno de sus rituales en vivo.

Luciano insistió que no lo hiciera y hoy sé que debí hacerle caso, pero luego de un rato aceptó seguir contándome todo lo que sabía respecto a aquella abominable deidad y sus fanáticos. Al final le pedí que aún no llamase al sujeto para venderle el libro así me daba tiempo para poder leerlo.

Me quedé allí con mi amigo hasta tarde, y por la noche bebimos unos tragos de un whisky que por poco queman mi garganta. La verdad es que yo no tenía nada mejor que hacer, y terminé quedándome hasta pasada la medianoche.

Llegué a mi casa a la una de la mañana. Adriana y Giselle estaban dormidas, y decidí sentarme en un sillón del living a leer el esotérico Tacet Larvis.

Era un ejemplar de unas doscientas páginas con muchas ilustraciones, por lo que no me tomaría más que unas pocas horas leerlo todo. No sería apropiado decir que las imágenes decorasen al libro; al contrario, lo volvían desagradable. Se trataba de gráficos deformados de estilo medieval, que parecían pintados por un niño.

Fui pasando las páginas y vi que nombraba sitios, personas y demonios que yo apenas conocía: Astaroth, Azazel…, el Wingakaw.

Comencé entonces desde la primera página y no comprendí ni la mitad de lo que leía. Tenía párrafos largos y sobrecargados de palabras rebuscadas, y tras unos minutos empecé a sentirme mareado.

Las páginas comenzaron a moverse ante mis ojos, y las letras se mezclaron con las ilustraciones. De pronto caí en un letargo en el que tuve el sueño más vívido que experimenté jamás.

Al abrir los ojos estaba fuera de mi casa; fuera de mi cuerpo. Viajé lejos de allí, y enseguida abandoné mi ciudad. Atravesé selvas, ríos y mares. Viajé a otros mundos, más allá de los desiertos, volando a la velocidad del pensamiento.

De pronto vi una luz en medio de un campo, se trataba de una antigua taberna. Ingresé, y en el centro del lugar estaba Astaroth en una de las mesas. Aquel demonio grotesco estaba sentado acompañado por dos mujeres, una a cada lado. Tenían rostros deformes y cuerpos voluptuosos, y ambas lo acariciaban con lascivia. Astaroth estaba jugando a los dados, y entonces tomó un par de ellos con su garra desproporcionada y los lanzó sobre la mesa. «Siete» me dijo, «Perdiste».

El suelo bajo mis pies se derrumbó, y caí en un infierno resquebrajado con lava ardiente debajo. Era un escenario desolador, lleno de almas arrastrándose suplicantes, prisioneras de sus deseos y obsesiones. Un ser se paró frente a mí, se trataba de Azazel. Era un demonio de piel blanca, cabello negro y lacio, cuernos, y unas enormes alas retráctiles. Tenía nariz aguileña y unos ojos amarillos que parecían leerme el alma. Fue tan fuerte la sensación de tenerlo frente a mí, que debí apartar la vista por un momento. Volví a mirarlo y me di cuenta de que aquel demonio no era más que mi reflejo en un espejo. Estiré la mano, y al tocarlo con las puntas de mis dedos el espejo se rompió, y aparecí en una llanura que se extendía en todas las direcciones.

De la tierra surgieron unos individuos enmascarados que danzaron a mi alrededor, haciendo movimientos similares a los de un mimo. Sus máscaras eran todas iguales, de color rojo vivo, a excepción de una que tenía una enorme sonrisa pintada. Los sujetos se quitaron las máscaras mostrándome que no tenían rostros, pero el de la sonrisa pintada aún la llevaba puesta y continuaba bailando. Al sacarse la máscara lo pude ver: era el Wingakaw: una enorme bestia con partes de múltiples animales. Abrió sus fauces engulléndome, y en ese instante desperté.

Al regresar del trance vi el libro sobre mis muslos, estaba abierto exactamente en la última página.


*




Lancé el ejemplar al suelo y subí las escaleras hasta mi habitación como preso de un embrujo. Allí estaba Adriana durmiendo. La observé, observé su rostro, su cuello…, todo su cuerpo; jamás la había deseado tanto. Mi pulso se aceleró, y al respirar sentía cómo se me inflaba el pecho.

Se trataba de mi esposa; la madre de mi hija. Pero nada de eso me importaba. No deseaba hacerle el amor, estaba en búsqueda de algo más brutal.

Nuestra vida sexual se había aplacado con los años, y más de una vez conversamos sobre el hecho de que haber formado una familia nos dificultaba vernos como objetos de deseo. Pero estoy seguro de que Adriana tampoco habría querido que yo la mirase como lo hice aquella noche.

No me importaba quién era; es más, tampoco habría hecho diferencia si ella se hubiera negado. Me acerqué a la cama y quité la sábana. Vi sus piernas desnudas y bien torneadas, y mis latidos se intensificaron más aún.

Me puse sobre ella y me acerqué a su oído:

―Te voy a coger.

Adriana despertó y frunció el ceño. Intentó decir algo, pero enseguida apreté sus senos. Tenía puesta una vieja remera que había sido mía, y se la saqué para poder besar y morder su piel.

La penetré con fuerza, cada vez más rápido, mientras respiraba y sudaba sobre ella:

―¡Ay, no puedo más! ―dijo Adriana más de una vez.

Pero aquella frase, mezcla de cansancio y éxtasis, me ponía más caliente.

No veía nada concreto a mi alrededor, solo había sombras y figuras dibujadas por las luces de la calle. Los jadeos de Adriana sonaban cada vez con mayor intensidad, los sentí envolverme junto con las imágenes que comenzaban a tomar formas monstruosas, mientras yo seguía penetrándola sin descanso. Terminamos tarde, y apenas dormimos para despertarnos a las siete de la mañana.

Adriana se levantó cansada, pero yo me sentía renovado.

Durante el desayuno la noté con un mejor humor que los días anteriores:

―Viniste con muchas energías anoche ―dijo― ¿Pasó algo en particular?

―Sí…, tendré una entrevista para un trabajo este viernes. Luego te cuento bien.

Jamás le había mentido a mi esposa, sin contar las ocasiones como cuando le dije que el café no estaba frío o cuando me preguntó si había recuperado su forma tras haber tenido a nuestra hija. Sin embargo, aquella vez sentí la necesidad de hacerlo, solo deseaba sacármela de encima para poder hacer mi investigación en paz. Incluso la odié un poco en el momento en que me hizo esa pregunta.

―¡Qué bueno, papi! ―dijo Giselle con una sonrisa.

Intenté sonreírle, pero no pude, y enseguida di un sorbo a mi café para cubrirme el rostro.

Ese día regresé a la tienda de mi amigo, llevando el libro para que se lo pudiera vender al sujeto de la secta.

―Ese tipo está loco ―dijo Luciano mientras buscaba el número de teléfono―, y tiene unos ojos saltones que me dan escalofríos.

Luego de encontrar el número lo llamó:

―Hola, soy Luciano ―dijo mi amigo al teléfono―; el de la librería de la calle 7. Ayer me vendieron una caja llena de libros viejos y no me vas a creer, pero entre ellos tenía una edición del Tacet Larvis. No sé si te interesa, puedo vendértelo por...

Luciano guardó silencio; el sujeto había cortado la conversación.

―¿Qué te dijo?

―Dijo que viene para acá.


*


Se me ocurrió que lo mejor sería que yo le vendiese el libro al individuo, diciéndole que Luciano debió retirarse por alguna emergencia. Mi amigo no estaba de acuerdo con el plan, pero yo insistí.

Me senté en la silla junto al mostrador y Luciano se escondió tras una biblioteca. Minutos más tarde un hombre ingresó a la librería y con solo verlo supe que se trataba de él. Era un hombre delgado y calvo, y tenía unos ojos saltones; como los de un pescado.

―Se encuentra Luciano ―dijo.

El sujeto era tan parco que hasta cuando hacía una pregunta la decía sin entonarla como interrogación.

―Luciano no se encuentra ―dije―, tuvo una emergencia familiar y se acaba de retirar; hoy lo cubriré yo. Dígame, ¿en qué lo puedo ayudar?

―Dejó un libro para mí.

―¿Un libro? ―dije girando la cabeza, mostrándole que aquel lugar estaba lleno de libros.

El individuo miró la puerta de salida, mientras yo no le sacaba los ojos de encima. Vi su piel pálida, transparente, con sus venas rojas y azules decorando su cráneo como un mapa. No tenía ni un solo cabello, ni en la cabeza ni en las cejas. Luego de un instante volvió a dirigirse a mí:

―Me llamó hace media hora.

―¡Ah, sí!, ¿es este el libro?

Saqué el Tacet Larvis, que estaba bajo del mostrador. y el hombre abrió aún más sus enormes ojos de pescado. Al sujetar el ejemplar le temblaron las manos.

―Es interesante ―le dije―, lo leí hace mucho tiempo. Lástima que tenga poca información sobre el Wingakaw…

El individuo hizo un gesto con los labios cuando nombré al demonio.

―Lo sé ―dijo―. Igual me interesa.

―¿Conoces al Wingakaw?

―Sí.

―¿De verdad lo conoces? Por esta zona no es muy conocido.

El hombre hizo otro gesto con la boca que pareció una sonrisa. Intenté entonces seguirle el tema esperando que me diera alguna información:

―Si te interesa esta clase de libros y el Wingakaw, puedo conseguirte más información de la que te imaginas.

El sujeto alzó la vista del libro:

―Tú. Me hablarás a mí sobre el Wingakaw.

Entendí que me estaba haciendo aquella pregunta con ironía, por lo que seguí provocándolo.

―Si prefieres leer el libro en la tranquilidad de tu casa, me parece bien ―le dije―. Pero si algún día te animas a algo más, me avisas.

El hombre me miraba y luego volvía a mirar el libro. A pesar de su aspecto impasible, no podía ocultar sus ganas de decirme que era yo quien no tenía idea de quién era el Wingakaw en comparación con todo lo que él sabía. Decidí continuar incitándolo:

―Antes de mudarme a Santa Fe solía reunirme con varios conocedores del tema ―le dije―. Pero aquí no conozco gente que desee reunirse para hablar de esos asuntos.

Por fin el hombre decidió abrir la boca para decir algo, pero luego se arrepintió:

―¿Qué? ―pregunté―. Dime. Si sabes algo que valga la pena, puedo hacerte un buen descuento en el libro.

Luciano parecía gritar sin emitir sonidos desde su escondite, mientras se agarraba la cabeza.

―No te conozco ―dijo el hombre.

―Podría regalarte el libro…

―Tienes un bolígrafo ―preguntó.

El sujeto anotó una dirección en un papel:

―Este viernes a las once de la noche. Ve solo.

―¿Puedo llevar a mi amigo Luciano?

Luciano se señaló el pecho y negó con la cabeza con mucha insistencia.

―No. Ve solo. Tu amigo es un farsante.

―Claro ―dije―; él no es como nosotros. Los verdaderos conocedores del tema no necesitamos mostrarlo a los demás. La cuestión es aparentar ser un ciudadano común y corriente, no poseer señas particulares que pudieran ser de ayuda para distinguirnos.

―Exacto ―dijo el hombre, e hizo un nuevo gesto similar a una sonrisa mostrando unos filosos dientes amarillos.


*


Tenía dos días hasta la noche del viernes, por lo que decidí aprovecharlos para continuar aprendiendo sobre el Wingakaw leyendo artículos en internet.

Lo encontré representado como un ser bestial con múltiples extremidades. De su cuerpo esquelético salían brazos, garras, pinzas…, y hasta poseía algunos miembros desconocidos en este mundo. Lo vi dibujado con cabeza de cabra, de alce y de ciervo.

Leí que es un demonio de las Américas, que era la deidad que faltaba a los principales demonios, como Astaroth y Azazel, sobre los que escribieron los pueblos semitas.

Algunos textos sostienen que Astaroth es el demonio de los placeres terrenales y es quien viene a establecer pactos con el hombre, mientras que Azazel casi no sale del inframundo, y son muy pocos los que han estado frente a él.

El Wingakaw, por otro lado, es la personificación de la naturaleza, una personificación monstruosa pero bella según sus devotos. Los indios kiokees sostenían que es el dios de la fertilidad, y hasta hay quienes dicen que es el espíritu de la tierra misma. Dicen. Muchas cosas dicen. Yo solo esperaba leer algo que me sirviera para no quedar como un ignaro el día en que conociera a aquellos adoradores.

Ese viernes por la noche fui al encuentro con el extraño sujeto. Luego me dijo que su nombre era Nemesio, aunque entendí que aquel no era más que un apodo.

Nemesio me estaba esperando en una calle oscura, en el interior de un automóvil pequeño y viejo. No sé de qué marca era, pero creo que era un auto ruso.

Junto a él estaba sentado un hombre mayor que parecía tener sangre de nativo americano; kiokee tal vez.

Quise sentarme en el asiento trasero, pero Nemesio abrió la puerta de adelante:

―No ―dijo―. Siéntate con nosotros.

El kiokee se corrió hacia el medio y yo pude subir al vehículo.

Saludé, pero aquel hombre desconocido no dijo una palabra, ni en ese momento ni en todo el recorrido.

Íbamos apretados, pero ellos no parecían estar incómodos. En un momento sentí un olor desagradable y al voltearme vi que en el asiento de atrás había un carnero muerto.

No pude evitar hacer un gesto de repugnancia, pero entonces el kiokee me miró y preferí guardar silencio. Abrí un poco la ventanilla y respiré por ahí.

Creí que no podría tolerar el hedor, pero pronto tomamos la ruta, y con la velocidad y las ventanillas bajas el animal muerto no se olía tanto.

Por fin llegamos a un lugar en medio de la nada. Descendimos del vehículo y caminamos por el medio de un denso bosque hasta llegar a un claro. En el sitio habían puesto una tarima de madera, donde cinco hombres con túnicas negras dirigían a los que íbamos llegando.

«¡Oh, gran espíritu! No soy más que uno de tus hijos, soy pequeño y débil, soy carne y hueso, soy carne y hueso».


*




Los cinco hombres de la tarima repitieron el cántico hasta que todos los que estábamos en el suelo nos fuimos acomodando; éramos unos cien aproximadamente.

En el escenario había una fogata, y las chispas y humos que de allí salían dibujaban imágenes paganas en el aire.

Observé a los adoradores. Muchos de ellos se cubrían con gorras y capuchas, pero ni las sombras lograban ocultar sus grotescos rostros.

Pude ver bien a uno de los hombres que cantaba a mi izquierda; tenía la mirada perdida, y de su boca caía saliva mientras repetía el verso. Una mujer intentaba sin éxito cubrirse con el cabello; tenía medio rostro quemado, y se notaba que había perdido la vista en uno de los ojos. En ese momento busqué a Nemesio, quien en aquel escenario comencé a sentirlo casi como un viejo amigo.

Una mujer mayor empezó a gritar con los brazos abiertos. Su mirada en blanco mostraba un enajenamiento que solo una entrega total podría lograr.

Todos parecían corrompidos por aquella maldad a la que adoraban, y hasta sus rasgos humanos se desdibujaban en aquel bosque siniestro. Seres sin almas, almas en pena, pérdida del ser.

Cuando dejó de llegar gente a la reunión, uno de los sujetos con las túnicas ordenó silencio alzando las manos, y luego mostró una bolsa de cuero con un animal dentro que se movía con desesperación. Metió su mano y tomó a un gato. A pesar de los esfuerzos por soltarse que hacía el pobre felino, el individuo se mostraba indiferente a los rasguños y mordidas. Luego sacó un cuchillo y le abrió el abdomen sin pérdida de tiempo.

Había oído de rituales en donde matan gallinas y conejos, pero ver como mataban a un gato me pareció más cruel.

Otro de los encapuchados tomó la palabra:

―Sean bienvenidos, hermanos de sangre. Daremos inicio a este encuentro con una purificación.

A cada uno de los cinco encapuchados se le entregó un fierro para marcar ganado y lo apoyaron sobre el fuego. Poco después los cien adoradores se corrieron liberando un pasillo hacia la tarima.

Imaginé lo doloroso que sería para las cinco personas que pasarían a ser marcadas por esos hierros al rojo, pero por el momento solo un hombre joven pasó caminando entre nosotros.

Al subir, se quitó la camisa quedando con el torso desnudo. El muchacho no tendría mucho más de veinte años. Entonces los cinco encapuchados tomaron los fierros y lo apoyaron a la vez sobre su espalda. Soltó entonces un alarido mientras el metal derretía su pellejo, y un olor a carne chamuscada penetró mis fosas nasales haciéndome lagrimear.

El joven se desmayó a causa del intenso dolor y entonces se lo llevaron arrastrándolo.

Al recibir la invitación me imaginé llegando a un sótano donde vería unos pocos sujetos recreándose con juegos de rol, pero se ve que aquellos adoradores no hacían nada a medias.

―¿Era un traidor? ―pregunté a Nemesio.

―Es uno de los seguidores más fieles que conozco ―dijo―. Él mismo pidió su purificación.

Quienes dan testimonio de lo que ocurre en esos rituales suelen quedar traumados psicológicamente, por lo que no se puede afirmar la certeza de sus relatos, y debo admitir que no puedo asegurar qué cosas que creí haber vivido sucedieron en realidad, solo intentaré contar la noche como la recuerdo, junto con lo que sentí en aquellos momentos.

Pensé entonces que muchos allí tendrían sus lomos marcados, y pensé que en algún momento podrían pedirme que yo también hiciera un sacrificio para mostrar mi devoción.

Tuve miedo, y deseé haber llevado un arma conmigo; aunque no me habría servido de mucho frente a tanto individuo inconmovible y en un lugar tan alejado de la ciudad. La única opción que tenía era seguir con todos los sentidos alerta, pero fingiendo que aquella reunión era normal para mí.

Una persona llegó caminando. Llevaba el rostro cubierto por un cráneo de búfalo. Sus cuernos eran masivos, pero a pesar de ellos los llevaba con total naturalidad.

Todos se arrodillaron al verlo, incluso los cinco encapuchados de la tarima. Yo también me arrodillé. Al mirar a mi alrededor vi que todos tenían los ojos cerrados, a excepción del indio kiokee, que me estaba mirando fijamente.

El del cráneo de búfalo tenía puesta una capa de cuero, y de pronto la abrió mostrando unos enormes senos. No creo que haya sorprendido a los demás que se tratase de una mujer, pero a mí sí.

Dejó caer la capa al suelo quedando desnuda por completo, y se quitó el cráneo de búfalo para relucir una larga cabellera negra.

Uno de los encapuchados encendió una vela negra y le hizo oler el humo a la mujer. En ese momento todos se pusieron de pie, y yo hice lo mismo.

Poco después ella empezó a mostrar signos de alucinaciones. Movió la cabeza, girando y diciendo palabras incomprensibles, y los cinco encapuchados se acercaron a ella y la besaron.

Le besaron el cuello, los brazos…, todo el cuerpo. La mujer respiraba cada vez más agitada. Luego los hombres se quitaron las túnicas, quedando desnudos también, pero aún conservaban las capuchas.

―Pero… ¿ella quiere que le hagan eso? ―le pregunté a Nemesio―, ¿o está demasiado drogada?

―Estaría mal si así fuera ―contestó con lo que interpreté como una pregunta retórica.

Entonces pude oler el humo de aquella vela que comenzó a llenar el lugar.


*




Una espesa niebla no me dejaba ver nada con claridad, y solo podía distinguir luces y siluetas amorfas que se movían a mi alrededor. Danzaban, saltaban, y podría jurar que hasta vi volar a algunas de ellas.

En medio de aquel escenario escuchaba como penetraban a la mujer y ella gemía con cada arremetida. Me quería ir, me sentía sofocado, el aire ingresaba a mis pulmones pero no podía expulsarlo. El indio kiokee me sujetó de los hombros y abrió la boca por primera vez en toda la noche. Hablaba, pero no pude escuchar lo que decía, solo dio un discurso mudo mientras oía unos tambores de fondo.

Luego de eso recuerdo que Nemesio me estaba abofeteando para sacarme del trance.

Hicieron un anunció con lo que pareció ser el cuerno de un animal, y vi que a mi lado dos mujeres se quitaron las prendas y fueron desnudas a buscar algo.

―Te gusta el carnero ―dijo o preguntó Nemesio. Y mostró sus colmillos amarillos en una perturbadora sonrisa.

Las mujeres regresaron con el carnero muerto que había llevado Nemesio en su automóvil, pero estaba sin cuero. Uno de los encapuchados se acercó y extrajo de sus ropas un cuchillo de fabricación casera con el que comenzó a cortar al animal. Todos los adoradores metieron la mano en la tierra, por lo que hice lo mismo. Al igual que ellos arranqué un puñado de tierra junto con hierba, y lo acerqué a mi rostro para olerlo. Sentí la humedad, la vida que había allí; mientras las lombrices caían de mi mano. Luego las mujeres caminaron entre nosotros para entregarnos una porción de carnero a cada uno.

Pusieron en mi mano un trozo sangriento. La sangre chorreaba por mi brazo, y el color de aquella carne cruda me provocó náuseas. Vi como todos a mi alrededor devoraban lo que les habían servido, pero de ningún modo iba a hacerlo yo, por lo que miré a mi alrededor, y cuando el kiokee estaba distraído comiendo su porción, tiré la mía hacia atrás.

Minutos después las mujeres desnudas regresaron con un cuenco de barro. Metieron en él unas escobillas para luego sacudirlas hacia los demás. Aquel recipiente estaba lleno de sangre.

Salpicaron a todos con ella. Los encapuchados mostraron sus rostros para ser bendecidos por aquella lluvia escarlata. Salpicaron al kiokee, a Nemesio, y también a mí.

Yo recibí bastante sangre, y aunque me causó repulsión, supuse que muchos habrían querido estar en mi lugar.

El ritual había llegado a su fin, y yo regresé del bosque en el pequeño automóvil de Nemesio junto con el indio. Me senté en el asiento de atrás esa vez. Había sangre del carnero, pero yo también estaba sucio, y con todo lo que había visto aquella noche la verdad es que ya no me importaba. Solo quería regresar a mi casa a darme un baño.


*


Pronto iba a amanecer. Estaba exhausto, manchado con sangre y barro, pero tenía información como para escribir todo un volumen sobre el Wingakaw y sus fanáticos.

Creí que Nemesio iba a dejarme en la misma dirección en donde me había recogido, pero me dejó directamente en mi casa a pesar de que no le había dado la dirección.

Apenas descendí del vehículo, arrancó sin siquiera despedirse.

Sentí una presión en el pecho y mi cabeza latía con fuerza. Caminé desde la vereda hasta la casa tambaleándome, y al sacar las llaves de mi bolsillo para abrir la puerta vi que ésta ya estaba abierta. Al ingresar vi varios muebles en el suelo y cuadros con los vidrios astillados. Llegué temblando a la sala y allí encontré a Adriana y a Giselle. Estaban colgadas de la pared, una junto a la otra, con la cabeza hacia abajo.

Caí de rodillas junto a ellas. Mis manos temblaban en el suelo y al alzar la vista vi que las habían degollado. Lloré desconsolado apoyando la cara en el suelo. No podía pensar, pero de algún modo una idea vino a mi cabeza.

Noté que el suelo estaba limpio, y entendí que los asesinos habían recolectado la sangre de mi esposa y de mi hija, para un uso que nadie se atrevería a imaginar.



FIN


miércoles, 17 de abril de 2019

DIAMANTE NEGRO




Día de cobro. Raquel fue al cajero automático llena de miedos. Estaba obsesionada con la tasa delictiva, y retirar su salario se había convertido en un problema. Siempre iba a sacar dinero antes de que el sol se pusiera, pero aun a plena luz del día, odiaba los segundos que le tomaba regresar al automóvil. 

Miró a un lado y al otro mientras acercaba la tarjeta a la lectora, y apenas la máquina le entregó los billetes, los guardó con recelo en la cartera. Miró otra vez a su alrededor, desconfiando de todos los transeúntes que a sus ojos comenzaban a verse como criaturas infrahumanas dispuestas a matar por míseras monedas. 

Avanzó a paso doble hacia su vehículo, y justo cuando estaba abriendo la puerta, le sacaron algo de la cartera. 

Raquel quedó atónita; la había asaltado alguien más rápido que la vista. Pero no había nadie corriendo hacia la derecha ni un motoquero yendo hacia la izquierda; el peligro había llegado del cielo. 

Alcanzó a ver entonces un pájaro negro que se alejaba por los aires, llevando en sus garras nada menos que su billetera. Raquel gritó, pero ya no había nada por hacer. 

La mujer no supo reconocer el tipo de ave en ese momento, pero se trataba de un cuervo. No era un cuervo corriente, por supuesto, era uno especialmente entrenado para robar. 




En una pequeña cabaña en las afueras de la ciudad, estaba esperando un hombre delgado de nariz prominente; era Samuel, el entrenador. 

Durante años, Samuel había adiestrado animales para circos y programas de televisión. No era muy bueno con los mamíferos, su especialidad eran las aves. Palomas, canarios, águilas y grullas; era el mejor en lo que hacía, y solía decir que, si es de plumas, podría enseñarle algunos trucos hasta a una almohada. 

Su habilidad era muy específica y las ofertas de trabajo escaseaban, por lo que un día decidió tomar otros derroteros. 

Todo comenzó con Edgar Allan Poe. Samuel entrenó un cuervo para un cortometraje, pero cuando ya estaba listo para filmarse, cancelaron la producción. No solo no le pagaron, sino que cuando fue a preguntar qué harían con el ave, el productor le contestó con una serie de improperios para luego cerrarle la puerta en la nariz. 

Samuel se quedó entonces con el cuervo, sobre todo porque con él había establecido un vínculo como con ningún otro. Aquel pájaro de ébano tenía una inteligencia privilegiada, y su capacidad de aprendizaje parecía no conocer de límites. 

Boris –así se llamaba el cuervo–, había nacido para el crimen. Era algo pequeño, pero sus garras y pico tenían fuerza más que suficiente para cargar anillos, collares y hasta relojes pulsera. 

Boris podía ingresar por tragaluces y ventanas sin dificultades, aunque por lo general sobrevolaba una plaza pública hasta que algo llamaba su atención, siendo las carteras sin cerrar su blanco predilecto. 

Cuando comenzó a robar, fueron muchas las veces en que el ave llegaba a la cabaña con un trozo de vidrio o un envoltorio de papel metalizado. Con el tiempo aprendió a distinguir qué cosas deseaba su dueño, hasta que se volvió un especialista diferenciando los objetos valiosos de las baratijas. 

―¿Qué trajiste hoy, Boris? preguntó Samuel. 

El cuervo dejó caer una alianza de oro sobre la mesa; se la había robado a un señor luego de que éste la guardase en el bolsillo de su saco intentando hacerse pasar por soltero. 

Boris y su dueño llevaban varios meses haciendo de las suyas, y en la ciudad ya se había comenzado a hablar sobre un pájaro ladrón. 

Las personas contaban las cosas que habían visto junto con otras que no vieron pero que, en medio de tanta exageración, parecían ser ciertas. Un vendedor ambulante dijo que el cuervo le robó todos los lentes originales dejándole las imitaciones. Una anciana puso la excusa de que le habían llevado el monedero, para así volver a pedir fiado en la carnicería. Y no faltó el niño diciendo que un pájaro le había robado la tarea cuando estaba de camino a la escuela. Boris se estaba convirtiendo en una verdadera leyenda urbana. 

Las habilidades del cuervo iban en aumento, al igual que lo hacía la ambición de Samuel: 

―Oye, Boris…; hay una joyería a la que le tengo ganas. No será fácil, pero encontraré el modo de hacerte ingresar. 

El cuervo contestó con un graznido. 

Samuel fue entonces al lugar a elegir el artículo más valioso y a mirar a la gente entrar y salir. El local tenía una puerta que daba ingreso a un pequeño hall, y luego una segunda puerta más pesada que la primera. El entrenador pensó entonces que la mejor manera de llevar a cabo el robo sería sosteniendo él mismo ambas puertas para así hacer ingresar a su compañero. 

Para el entrenamiento, recreó el sitio en su propio hogar. Con unas cajas de cartón armó los mostradores de la forma más fiel posible, y puso varios maniquíes para representar a los empleados y a los posibles clientes, que serían obstáculos en el vuelo de Boris. Por último, ubicó unos caramelos color esmeralda en el lugar exacto donde estaban los mejores aros de la tienda. 

Ese día Samuel se puso un traje que había comprado hacía pocos meses. Le quedaba un poco holgado, pero era el mejor que tenía, y necesitaba aparentar ser alguien de alto poder adquisitivo. Se afeitó en forma meticulosa, peinó lo mejor que pudo sus indómitos cabellos, y fue a la joyería con paso firme. Una vez allí pidió ver los aros. Dijo que eran para su esposa, a quien quería dar un obsequio tras diez años de matrimonio. Las pocas relaciones amorosas que solía tener Samuel no duraban más que semanas, pero el empleado de la tienda pareció creer la historia. 

Pidió ver los aros más valiosos, uno tras otro, e hizo preguntas de todo tipo sobre la procedencia de cada objeto. Manoseó cada pieza procurando desordenar lo más posible todo lo que estaba apoyado sobre el mostrador. Luego de asegurarse de que hubiera decenas de aros a la vista, se dirigió hacia la puerta: 

―Espéreme un momento, por favor ―dijo mientras se alejaba. 

Abrió la primera puerta y luego abrió la segunda sin dejar de sostener la anterior, y Boris, que había estado esperando posado en un árbol, enseguida voló hacia adentro al ver a su entrenador. 

El cuervo esquivó sin problemas las cabezas de los clientes y pronto llegó al mostrador donde aún estaban los aros expuestos sobre el vidrio. 

Samuel, fingiendo sorpresa, se quedó parado sosteniendo ambas puertas, mientras su socio tomaba los aros para luego desaparecer de la vista de todos. 

El plan se había ejecutado perfectamente a excepción de un no tan pequeño detalle: el empleado de la tienda se dio cuenta de que Samuel era cómplice del cuervo, y al realizar la denuncia le describió su aspecto al dibujante de la policía. Pronto el retrato apareció en las noticias junto con el titular: «El Encantador de pájaros ha sido descubierto”»




Samuel y Boris debieron esconderse durante algunos meses mientras vivían de lo obtenido en la venta de los aros. 

A medida que se le acababa el dinero, el entrenador pensaba más y más en dar un nuevo golpe, hasta que una tarde mirando televisión, supo cuál sería su próximo y último robo. 

Un desfile de modas se llevaría a cabo en la ciudad en dos semanas. Además de ropa de los más famosos diseñadores, las modelos llevarían invaluables piezas de una joyería mundialmente conocida. Entre las gemas que formarían parte de la exposición estaría nada menos que el Ojo negro, un diamante oval color azabache de más de dos centímetros de largo. Su belleza opacaría a todos los demás, era una pieza que parecía tener un universo en penumbras en su interior. 

El Ojo negro valía una fortuna. Había sido tallado por el lapidario italiano Niccolò Rivalti, quien intentó alcanzar la perfección con aquella piedra. Le dedicó cientos de horas de trabajo, más que a cualquier otra gema, pero cuando estaba terminando de pulirla, notó un pequeño rayón. No entendía cómo aquello había sucedido; él era muy cuidadoso, en especial con la que sería su obra maestra. 

Corregir aquella marca habría arruinado la simetría milimétrica lograda, y no pudiendo tolerar la tragedia, el joyero se cortó las venas.

Varios han asegurado que, si se mueve lentamente el Ojo negro, se puede ver una leve policromía que provoca un efecto de abrir y cerrar. Ese sería el último pestañeo de Niccolò Rivalti, que se reflejó y grabó en la joya la noche en que se desangraba a su lado. 

Siendo la última pieza en la que trabajó el famoso tallador, y sobre todo cargando con esas y otras muchas leyendas, el valor de la gema se elevó por los aires. 

―Mira, Boris ―dijo Samuel apuntando al televisor―. Se parece a tus ojos. 

Boris contestó con un graznido. Sus ojos negros también parecían contener un universo en penumbras. 

Samuel comenzó ese mismo día a entrenar al cuervo para la hazaña; la última que realizarían juntos. 

El Ojo negro estaba unido a un excepcional collar de titanio y pequeños diamantes, pero su valor era despreciable a comparación de la pieza principal. El entrenador pensó que lo mejor sería que Boris robase únicamente el diamante para que no llevara tanto peso, y calculó que si tiraba de él, se rompería el segundo eslabón que lo sujetaba, por ser el más pequeño. Practicaron varias horas al día con un collar del que colgaba una piedra de tamaño y peso aproximados a los del Ojo negro, colocándolo en el cuello de un maniquí. Boris volaba y atrapaba la pieza desde todos los ángulos, cada vez con mayor velocidad. Finalmente logró hacerlo en forma perfecta. 

El día del desfile llegó. La exposición se realizó en la Galería Nacional de Arte, y el lugar había sido preparado como nunca para la velada. Las columnas jónicas de mármol estaban adornadas con luces doradas y plateadas. Diversos banderines colgaban con los nombres de las marcas y diseñadores más vanguardistas del mundo de la moda. Las alfombras negras fueron lavadas para la ocasión, quedando como nuevas, contrastando más aún con las paredes color marfil. Había pedestales en cada esquina, arreglados con rosas blancas, y no había una lámpara faltante en las arañas de cristal que colgaban de los techos hemisféricos. El jardín central de la galería no era techado, y todas las estrellas habían asistido aquella noche. Pero ese espacio abierto sería como una pista de aterrizaje hecha exclusivamente para Boris. 

Preciosas modelos atravesaron la pasarela, una tras otra. Llevaban puestos vestidos hasta el suelo de todos los colores del arco iris. Tenían además una gran variedad de joyas: pulseras de oro sólido, aros de platino, anillos con esmeraldas; pero la que más aplausos se llevó fue la legendaria gema de Rivalti. 

La elegida para aquella pieza fue una alta modelo de Camerún. Tenía puesto un vestido rojo escotado, y llevaba sus rizos recogidos para que no cubriesen sus hombros. No llevaba aros ni pulseras; el único accesorio que tenía era aquel collar. En medio de su pecho acentuado por el vestido, la gema negra se llevó todas las miradas. No duró mucho allí, claro; cuando la muchacha estaba en medio de la pasarela, Boris hizo su aparición. 

Llegó en una veloz caída libre que más que parecer la de un cuervo, era propia de un halcón. Con absoluta precisión arrancó la piedra del collar de la modelo sin siquiera lastimarla; rompiendo el segundo eslabón, justo lo que Samuel había calculado. La imagen de Boris no duró más que un parpadeo, pero fue suficiente para que se grabara en las retinas de todos los allí presentes. 

El collar vacío cayó al suelo en cámara lenta, mientras la modela cubría la desnudez de su cuello con las manos. 

Apenas Boris llegó a la cabaña con la joya, su entrenador tomó el teléfono e hizo todos los arreglos necesarios para una nueva vida. Mientras tanto, en la televisión se escuchaba la noticia: 

«Fue como una sombra», dijo un periodista; «un espíritu manifestándose en el mundo tangible para regresar enseguida a las tinieblas». 




A la mañana siguiente Samuel no podía dejar de observar el precioso diamante. Era el centro de la mesa, el centro de la pocilga en la que vivían aquellos amigos de lo ajeno. 

En la televisión todos los canales seguían hablando de ellos: 

«El Encantador de pájaros y su cuervo atacan de nuevo» 

«Cría cuervos y te robarán los ojos» 

«Y el cuervo dijo: Nunca más verán este diamante»

No eran buenas noticias; así como estaban en boca de todos, también estarían en la mira de la policía, pero Samuel tenía todo pensado. Ya había conseguido un comprador: un empresario ruso con quien se encontraría cerca de la estación de trenes. Luego de la venta, iría de allí al aeropuerto. 

Ese día se puso un sobretodo que había comprado hacía muchos años. Era el más viejo que tenía, pues necesitaba aparentar ser alguien de bajo poder adquisitivo. Se había estado dejando crecer la barba, y sus cabellos estaban más largos e indómitos que de costumbre. No armó siquiera una pequeña maleta, solo llevaría consigo el bolso cargado de dinero que obtendría en la transacción. Se puso una boina y antes de irse miró con tristeza a su compañero: 

―Ha llegado el momento de despedirnos, Boris. No puedo llevarte conmigo en el avión, amigo; todos se darían cuenta de que somos los ladrones. No creo que me reconozcan con la barba y el sombrero, pero ¿qué puedo hacer contigo?, ¿disfrazarte de gallina? 

Boris contestó con un graznido. Luego tomó el diamante con su pico y miró hacia la ventana. Samuel leyó las intenciones del ave, y enseguida saltó de la silla para cerrarla. 

El cuervo comenzó a volar en círculos con la intención de salir de allí con la gema mientras Samuel corría y gritaba detrás: 

―¿Qué demonios estás haciendo? ¡Ven aquí! ¡En una hora debo entregar la joya al ruso! 

Boris dejaba plumas por todo el lugar mientras Samuel chocaba con los muebles intentando agarrarlo. Finalmente lo atrapó: 

―¡Pájaro estúpido! Dame ese diamante; la policía está tras nuestra pista y pueden aparecer en cualquier momento. 

Boris tragó la gema, lo que heló la sangre y dilató las pupilas de su entrenador: 

―¿Qué has hecho, Boris? ¡El ruso me va a matar! ¡Enviará gente para que me mate por no haber cumplido! 

Samuel sacudía a su compañero con fuerza; estaba dominado por la cólera. De pronto las frágiles cervicales del cuervo sucumbieron en un chasquido. 

―¡Boris! 

Samuel gritó, pero el pájaro no reaccionaba. 

―¡Boris! Por favor, despierta… 

El mejor socio que tuvo en su vida yacía en sus manos temblorosas. El amigo que tantas alegrías le había dado, parecía una marioneta a la que le cortaron los hilos. 

Los ojos negros de Boris se apagaron mientras las lágrimas de Samuel caían y resbalaban sobre sus plumas. 

El hombre estaba desconsolado, y ni siquiera tenía tiempo para lamentarse. Debía llevar el diamante al comprador y no podía entregar el pájaro diciéndole que estaba allí dentro, o correría el riesgo de terminar también con las cervicales rotas. Fue entonces en busca de un cuchillo para cortar a Boris por la mitad. 

Hizo un pequeño corte y metió los dedos revolviendo entre las entrañas del plumífero hasta que sacó por fin el diamante de su interior. Había sangre sobre la mesa, sobre el suelo, y en especial en sus manos, pero allí estaba: el preciado Ojo negro era suyo de nuevo. Lo limpió, y justo al momento en que lo puso en su bolsillo, oyó a los patrulleros rodeando su escondite; había volado demasiado alto. 

Imposible mostrarse inocente en medio de aquella barbarie; no pudo hacer otra cosa que entregarse. 

Mientras lo llevaban detenido pensó que tal vez Boris estaba intentando esconder el objeto en su interior. Tal vez su oído de cuervo, más agudo que el humano, logró escuchar las sirenas cuando aún estaban lejos. O su instinto de cuervo, no subyugado a la razón humana, sabía que lo mejor era ocultar la joya por un tiempo. Quizás simplemente se trataba de uno de esos casos en los que el alumno había superado al maestro. 




Samuel estaba sentado cabizbajo en su celda. El juicio había salido peor de lo que habría imaginado, y lo esperaban muchos años en prisión. Estaba arrepentido de todas las decisiones que había tomado en los últimos tiempos, y se sentía merecedor del castigo. No tanto por los robos como por haber matado a su socio y mejor amigo Boris.

Se llevó las manos al rostro. Comenzaba incluso a contemplar el suicidio. De repente oyó un ruido que provenía de la ventana; lo único que le permitía ver una porción del cielo libre.

Miró entonces hacía arriba y vio que tenía visitas: era un precioso jilguero. Los vivos amarillos en sus alas y el rojo de su rostro iluminaban la oscura celda que no conocía otro color más que el de los grises sueños rotos.

―Hola, amiguito ―dijo Samuel intentando esbozar una sonrisa. 

El jilguero caminó por el alféizar atravesando los barrotes. 

El recluso se puso de pie y se acercó extendiendo la mano, y el ave se posó con suavidad sobre ella. Lo hizo sin dudarlo, con una confianza pocas veces vista en un pájaro. 

Samuel tomó unas migas de un trozo de pan duro que tenía a su lado, y lo acercó al pequeño pico del jilguero: 

―Dime, muchacho ―dijo Samuel― ¿Conoces la historia de Boris el cuervo?