viernes, 14 de agosto de 2020

PLÁSTICO

 




Hemos creado un mundo de plástico. Una masa amorfa que avanza inexorablemente; destruyendo el pasado, creando un presente despiadado que se convertirá en un futuro en el que nadie desearía vivir.

Los paisajes naturales dan espacio a las enormes ciudades. Allí jugamos a un juego sin reglas, sin códigos, perdiendo de vista incluso nuestro objetivo. La verdad es que solo buscamos aire, que nunca será suficiente, pues ese poco aire está contaminado.

Algunos respiran aires más puros: reyes y reinas de plástico aislados en castillos de plástico. Sus famas son efímeras, de segundos quizás. No merecen mucho más; sus obras no tienen corazón y, si los tuvieran, serían de plástico.

Yo trabajo todo el día en una oficina, entre paredes de plástico, rodeado de formularios que nunca leí para aprobarlos con sellos de plástico. Todos los meses me dan un sueldo miserable, aunque nunca veo el dinero. Me pagan en plástico, pues no me sobra nada tras amortizar las cuotas de mis tarjetas de crédito.

El único modo de saldar mis deudas sería muriendo, y que mi familia cobrase la prometedora suma del seguro. Pero la compañía de seguros también es de plástico; del mismo plástico del que están hechos todos mis acreedores.

Camino en sentido contrario a un mar de personas de plástico. Que no me miran, que no me oyen, que avanzan apuradas al unísono mientras chocan contra el suelo sus zapatos de plástico.

Llego a mi casa de noche y veo a mi esposa acostada. Ella no quiere hablar, yo no deseo oír más mentiras. Su boca es de plástico, sus tetas también. Hasta sus nalgas son de plástico.

Me acuesto a su lado tras un gran esfuerzo, pues mis rodillas y codos no son movibles. Es tarde ya, apago el televisor, cierro mis ojos de plástico y finjo que estoy dormido.



jueves, 30 de julio de 2020

INFECTO




Hay algo malo en mí; algo malo en mi interior. Es un problema que tengo en la sangre; que está viciada, corrupta, infecta de enfermedades que no tienen cura. Nací con esta afección que poco a poco me está consumiendo, convirtiéndome en un horrible ser de piel y hueso.

No quiero tratarme, prefiero morir y acabar para siempre con este dolor que arrastro y así no se siga propagando. Deseo alejarme del mundo mientras recorro el inevitable camino hacia la muerte, rendido a la espera del día en que mi estirpe maldita arda por fin en el infierno.

Por las noches despierto sudado, a los gritos. Son gritos causados por pesadillas tan horrendas, que muchos quedarían atrapados en ellas para jamás volver al mundo de la vigilia.

Tengo un sueño recurrente desde hace un tiempo. En él me encuentro en una playa mirando hacia el mar, con los pies descalzos. La marea crece y me cubre los tobillos. De pronto el cielo se nubla y la espuma se torna cobriza. Intento entonces salir, pero la arena me retiene. El agua se convierte en sangre y yo sigo apresado, inmóvil, mientras comienzan a aparecer restos humanos en el agua. Veo globos oculares que salen a flote, manos, vísceras, y hasta cráneos que las olas traen consigo para chocar contra mis piernas.

Luego de aquello ya no logro dormir de nuevo, y paso las horas en un estado de estupor mirando cómo las luces nocturnas forman imágenes paganas en el techo de mi habitación, riéndose de mí, recordándome que al día siguiente me veré peor que de costumbre.

Sufro antes de mirarme en el espejo. Me paro frente a él manteniendo los ojos cerrados, apretando los párpados con fuerza. Luego, cuando me animo a observar la patética figura que reflejo, mi aspecto vuelve a sorprenderme.

Mi tez se vuelve más pálida día a día, y ya casi está transparente. Mis ojos, grandes y líquidos, reflejan toda la luz del lugar. Tengo además los labios cada vez más finos, y hasta mi mentón parece estar desapareciendo.

A pesar de mi enfermedad mis esperanzas se mantenían con vida gracias a una mujer; la muchacha más maravillosa que he conocido. Imagino que a la mayoría de los hombres les sucede lo mismo; el único modo de encontrar la salvación es conquistando el alma de una mujer buena.

Me enamoré de Katherine como nunca lo había hecho; como nunca creí que se podía amar a alguien. La conocí en la época en que mi aspecto comenzaba a deteriorase y, a decir verdad, me preocupaba más la posibilidad de perderla que mi estado de salud. Incluso llegué a maquillarme para que no notara mi decadencia.

Luego de tres meses saliendo con ella aún no estaba listo para hablarle de mi enfermedad; no quería poner en riesgo nuestra hermosa historia.

El día en que los médicos me dieron los primeros resultados de los análisis, Katherine me invitó a conocer a su familia. Nuestro amor estaba llenándose de flores de todos los colores mientras mi pútrido interior se pintaba de negro.

Los estudios revelaron que mi padecimiento es genético; es mi sangre la que está contaminada.

Me pareció extraño no tener parientes que padecieran de lo mismo, y al hablarle del tema a mi madre confesó que fui adoptado. Me dijo entonces el apellido de mi familia biológica, y me contó que muchos de ellos también habían sufrido de esta horrible afección. Al adoptarme rezó pidiendo que yo no tuviera la enfermedad, pero ésta no solo estaba presente en mí, sino que se desarrollaba en todo su esplendor.

No había caso; estaba condenado. Solo me restaba decírselo a mi amada Katherine. Esa misma noche fui a su casa a cenar junto con ella y su familia.

Estaba hermosa. Llevaba puesto un vestido rojo más escotado que lo que a su padre le habría gustado y más corto de lo que su madre habría preferido. Tenía un brillo en sus pómulos llenos de vida, y su mirada felina me hacía desear saltar por encima de la mesa, atravesando los platos con comida solo para morir besando su carnoso labio inferior.

Dormimos juntos a pesar de que para sus padres no estaba bien visto que su hija, apenas mayor de edad, invitara a un muchacho a pasar la noche, pero ella les había dicho que yo era el indicado y que estaba enamorada de mí. Ni siquiera yo podía creer mi buena suerte.

A medianoche comenzamos a besarnos y ella se quitó la ropa. En mi estado yo ya comenzaba a temer no lograr mantener una erección, pero la belleza de Katherine habría alzado hasta a un cadáver de su tumba.

Se puso encima de mí, haciendo que mi corazón se acelerara en un instante. Creí que iba a perecer por asfixia, ahogado entre sus senos, lo que habría sido una maravillosa manera de morir. Luego comenzó a moverse con una fuerza admirable. Sus muslos saltaban sobre mi pelvis al punto de provocarme dolores en los genitales; pero era un dolor agradable, porque mientras lo hacía, yo me perdía en sus ojos en blanco y en sus gemidos que eran como el canto de una sirena. Hicimos todo lo que habíamos hecho en otras noches y hasta algunas cosas nuevas. Pasamos juntos dos horas admirables que no olvidaré mientras viva. Incluso rompimos la cama, literalmente. Bueno, al menos se aflojó una de las patas.

A la mañana siguiente la luz del sol me acarició el rostro y desperté de buen humor por primera vez en mucho tiempo. Miré entonces a mi alrededor, pero no pude encontrar a mi amada.

Me vestí, tomé el pantalón que estaba sobre la mesa, y entonces vi los resultados de unos estudios médicos. Hoy me pregunto si habría sido mejor contener la curiosidad.

En ese momento Katherine ingresó a la habitación:

―Por fin despertaste ―dijo―. Iba a preguntarte si querías café.

No pude emitir sonido. Solo la miré boquiabierto mientras sostenía la carta, que temblaba en mi mano.

―Perdóname por haberla leído ―dije al fin.

―No te preocupes –dijo ella―. De todas maneras, tenía pensado contarte todo. Tengo una enfermedad que no tiene cura, pero me he estado cuidando y siguiendo un tratamiento; por el momento parece que los síntomas no están avanzando. No es contagiosa; es algo genético.

La carta con los análisis cayó al suelo. No podía moverme, estaba petrificado frente a Katherine mientras ella continuaba hablando:

―Mis padres no padecen de lo mismo. Verás, fui adoptada. El apellido de mi familia biológica es…

No la dejé terminar. Salí corriendo mientras ese nombre maldito se vaporeaba detrás de mí.

Corrí las diez cuadras hasta mi casa e ingresé con el corazón a punto de partirme el pecho.

Subí las escaleras mientras mi débil sistema respiratorio solo producía sibilancias, y al cruzar el espejo del pasillo me vi peor que nunca.

Mis ojos estaban irritados, y noté que mi frente estaba descamada. Me toqué el cabello y un mechón quedó pegado a mi mano, junto con sudor y una extraña oleosidad.

Entonces vi a mi madre en su habitación y le pedí que me contara más sobre mis orígenes. Cuando terminó de decirme lo que sabía, lo entendí todo.

En mi familia biológica había algo maldito; una enfermedad que se había transmitido por generaciones. Se trataba de un gen recesivo, como en la mayoría de esos padecimientos, pero la endogamia había mantenido e intensificado la afección.

Me dieron en adopción para evitar que yo siguiera en ese ambiente plagado de pecado, en esa casa donde la vida mata a la vida, donde la decadencia humana adicta a monstruosas orgías iba a infectarme sin remedio.

Mi madre biológica no solo quiso salvarme a mí, sino también a mi hermana melliza, dándonos en adopción a familias distintas con la esperanza de que jamás nos conociéramos, porque sabía que el incesto estaba en nuestro interior, porque no éramos más que una abominación en potencia. Pero Katherine y yo logramos lo impensado.

No fue casualidad, fue una fuerza como ninguna otra la que nos atrajo, y solo bastó con una mirada para que nos enamoráramos perdidamente. ¿Quién habría imaginado que éramos mellizos?; cuando nos dijimos nuestras fechas de cumpleaños creímos que se trataba de una prueba más de que estábamos hechos el uno para el otro.

En los dos estaba presente la misma enfermedad, pero Katherine había comenzado a tratarla desde los primeros síntomas, por lo que aún lucía saludable. Pero yo no quiero curarme.

Prefiero dejar que mi afección termine de consumirme. Quiero dejar de cargar con esta sangre viciada, corrupta, infecta de enfermedades que no tienen cura. Quiero acabar para siempre con este dolor que arrastro y así no se siga propagando. Deseo alejarme del mundo mientras recorro el inevitable camino hacia la muerte, rendido a la espera del día en que mi estirpe maldita arda por fin en el infierno.



sábado, 1 de febrero de 2020

UNA MUERTE PARA SABRINA



Escrito junto a Alejandro Silver




PRIMERA TESTIGO: NATALIE


―¡Ratas! ―dijo Natalie― ¡Una montaña de ratas! Sucias…, asquerosas… Aparecieron de repente y corrieron todas juntas hacia mí. Al darme la vuelta vi que venían de todas partes. ¡Me tenían rodeada! Entonces tropecé y se me subieron encima. Una de ellas chilló sobre mi rostro. Pude ver sus dientes largos y amarillos. Grité y me moví intentando deshacerme de ellas, pero varias estaban prendidas de mis piernas, y algunas comenzaron a morder las puntas de mis zapatos.

La joven hizo una pausa mientras cerraba los ojos. Tenía el rostro embarrado en maquillaje de tanto llorar.

―Perdón ―continuó Natalie―. Jamás había sentido tanto miedo en mi vida. Solo recuerdo que al lograr ponerme de pie, salí corriendo de allí. Una vez en la calle busqué a las chicas, pero no pudimos encontrar a Sabrina.

Natalie fue la primera interrogada de las tres testigos que estuvieron la noche del viernes en la fábrica abandonada. Junto con sus amigas, se había metido allí a modo de aventura. Algo sucedió que hizo que huyeran del lugar. Ellas estaban bien, pero la cuarta muchacha llevaba desaparecida más de cuarenta y ocho horas.

El caso estaba a cargo del experimentado detective Francisco Romero y el joven oficial Zurita. Natalie seguía temblando por lo que había vivido, y la habitación no la ayudaba en aquel momento de tensión. Las paredes eran grises y vacías, a excepción de una en la que había una pequeña puerta y un vidrio de visión unilateral. La iluminación dependía solo de una vieja lámpara que apuntaba directo al rostro de la joven. En el medio del lugar había una mesa metálica atornillada al suelo, y las manos de Natalie temblaban sobre ella.

―¿Podrían darme un pañuelo? ―dijo la testigo.

Zurita le ofreció un pañuelo que tenía varias manchas de origen dudoso, y enseguida ella hizo un gesto de repulsión:

―¡No! Quiero un pañuelo limpio. ¿Pueden pasarme mi cartera, por favor?

El detective suspiró. Luego hizo una señal hacia el espejo de la pared indicando que trajeran la cartera de la joven, y un oficial la llevó a la sala de interrogación.

―¿Está seguro de darle sus cosas, jefe? ―preguntó Zurita.

―¿Qué puede tener una chica como ella en su cartera? ―dijo el detective alzando una ceja―, ¿una ametralladora? ¿O acaso temes que nos asesine con un peine?

Natalie abrió su cartera y sacó de allí unos pañuelos descartables.

Romero jamás se preocupaba por seguir el protocolo. Él hacía las cosas a su modo, algo a lo que sus superiores ya estaban acostumbrados. En el departamento toleraban sus métodos que, aunque no siempre eran legales, lograban resolver crímenes que nadie más habría podido. Había sido asignado a aquel caso en el que nada parecía tener sentido, y esos eran precisamente los de su especialidad.

―Voy a necesitar ver tus zapatos para confirmar que hayan sido mordidos ―dijo el detective.

―Pero…, los tiré a la basura cuando llegué a mi casa.

―Tendremos que revisar tu basura entonces; son parte de la evidencia.

―¿Usted cree que las ratas pudieron devorar a Sabrina? ―preguntó Natalie― Yo no vi nada más. Perdí por completo el control y corrí hasta estar afuera.

―No hallamos rastros de sangre en el lugar, debió ocurrirle otra cosa. Hiciste bien en huir y ponerte a salvo. A veces el miedo no nos permite pensar. A mí me pasa lo mismo cuando veo una araña. Te parecerá gracioso que un hombre grande como yo les tenga miedo, pero es verdad.

Ambos oficiales se retiraron de la sala dejando sola a la joven. Enseguida Romero ordenó que revisaran la basura en la casa de Natalie en busca de sus zapatos. La muchacha seguía apoyando sus temblorosas manos sobre la mesa metálica. Recorrió la habitación con la mirada y luego bajó la vista; no había mucho que mirar allí.

―¿De verdad lo asustan las arañas, jefe? ―dijo el joven Zurita con una leve sonrisa que parecía una carcajada a punto de estallar.

―Así es. No soporto ni hablar de ellas. En la escuela me hicieron recitar un poema estúpido sobre arañas: Si subiera por tus dedos pronto me descubrirías, sería imposible no causarte un cosquilleo…

―¡Ah, sí! …te desharías de mí con un golpe certero, un instintivo puntapié al viento…

―Ese mismo. Le dije a la maestra que odiaba a las arañas y ella me dijo que hay que aprender a enfrentar los miedos. Maldita vieja loca. Me da escalofríos ese poema.

Zurita movió sus dedos como patas sobre el rostro de Romero:

Me descubrirías, tal vez, recorriendo tu espalda, trepando por sitios fuera de tu alcance…

―¿Qué parte de “Me da escalofríos” no entendiste?

―Perdón, jefe. Es que me gusta ese poema.

Romero encendió un cigarrillo y enseguida Zurita apuntó al cartel de prohibición:

―Señor, aquí no se puede…

El viejo detective volvió a alzar la ceja; ese gesto bastaba para que el joven Zurita se guardase para sí los comentarios sin sentido.

Era momento de interrogar a la segunda testigo: Clara, quien estaba sentada esperando en la oficina de al lado. El detective Romero le pidió a Zurita que la hiciera pasar a la sala en diez minutos, y aprovechó el tiempo libre para subir a su despacho a beber un vaso de coñac.

Al regresar vio a la segunda muchacha sentada en la sala de interrogación. Cuando iba a ingresar, Zurita lo interrumpió:

―Hay algo muy extraño, jefe. Esta testigo dijo no haber visto ni una sola rata.


SEGUNDA TESTIGO: CLARA


Romero ingresó a la sala de interrogación y acomodó la lámpara sobre el rostro de Clara. Ella estaba más arreglada que la muchacha anterior. Clara era de esas jóvenes glamorosas que se mantenían impecables en toda situación, de esas que la humedad no les arruina el peinado y que ningún día del mes parece tener efecto sobre ellas.

Ante la misma pregunta del detective, su respuesta fue completamente diferente a la que había dado Natalie:

―No pude ver nada ―dijo Clara―. Solo recuerdo los gritos de mis amigas y unos ruidos de golpes que parecían venir de todas partes.

―¿No viste las ratas? ―preguntó el detective Romero.

―No. Yo llevaba una linterna con la que estábamos explorando la fábrica, pero de pronto se apagó y todas comenzamos a gritar. Entré en pánico y salí corriendo de allí, ni siquiera sé cómo llegué a mi casa.

―¿Qué estaban haciendo en la fábrica? ―preguntó el detective.

―Fue idea de Amanda el pasar la noche allí. Había leído sobre algo que ocurrió en ese lugar hace muchos años: un asesinato. Le dije de ir durante el día, pero ella insistió en ir a la noche.

―¿Qué asesinato? ―el detective hizo la pregunta mientras miraba al espejo de la sala de interrogación. Al otro lado, el joven Zurita abrió ampliamente los ojos.

―Un muchacho al que mataron allí. Pero eso pasó hace como cincuenta años.

Romero se retiró de la sala, necesitaba tiempo para pensar y, sobre todo, tiempo para beber otro vaso de coñac. Subió entonces las escaleras hasta su despacho y enseguida Zurita subió detrás.

Mientras su jefe se servía el trago, el oficial Zurita tomó asiento. El joven miraba al piso con tal concentración que parecía dispuesto a ver el centro de la Tierra.

Romero se sentó detrás de su escritorio y bebió su vaso de golpe, arrugando la frente, no por el sabor de coñac, al cual se había acostumbrado hacía mucho tiempo, sino por la pena que le causaban casos como éste.

Miró a Zurita, quien continuaba concentrado como quien está a punto de enunciar una revelación divina. De pronto sus miradas se cruzaron:

―Jefe…, estaba pensando…, tal vez no eran ratas, eran gatos, porque en la oscuridad todos los gatos son pardos... O eran ratas pardas...

Romero alzó la ceja silenciando al joven en el acto. Ni siquiera quiso contrariarlo; en ese momento los pensamientos en su cabeza tenían el mismo o menor sentido que el comentario de Zurita.


TERCERA TESTIGO: AMANDA


Alguien golpeó la puerta; habían encontrado los zapatos que Natalie tiró a la basura.

El oficial entregó una bolsa que había sido cerrada con sumo cuidado para no contaminar la muestra. Romero la abrió y dejó caer los zapatos con torpeza sobre el escritorio de su despacho. Enseguida notó que las puntas tenían varias marcas de pequeñas mordeduras.

―Lleva a la tercera muchacha a la sala de interrogación ―ordenó a Zurita.

Solo faltaba interrogar a Amanda, la última de las tres amigas de Sabrina que estuvieron con ella aquella noche. Minutos después el detective bajó las escaleras:

―Soy el detective Francisco Romero. Estuve hablando con tus amigas y algunas cosas no cierran. ¿Qué ocurrió la noche del viernes?

Amanda estaba despeinada y un poco desarreglada, aunque no estaba así a causa de lo ocurrido, ella siempre se veía de ese modo.

―Estábamos las cuatro juntas, en medio de lo que parecía haber sido una oficina de la fábrica. Estábamos sentadas en el suelo y de pronto todas salimos corriendo. Natalie dijo que vio unas ratas, pero yo no las vi.

―“Unas ratas” no, ¡una montaña de ratas! ―interrumpió el detective.

―Bueno, yo no vi ninguna. Salí corriendo apenas vi entrar a un hombre.

―¿Un hombre? ¿Qué hombre?

―Mi tío.

―¿Cómo que tu tío?

―Sí. Era el novio de mi tía en realidad. Clara dice que no lo vio porque en ese momento justo se le apagó la linterna, pero yo lo vi. Salí corriendo apenas apareció. No lo veía desde hacía más de diez años, pero estoy segura de que lo vi. Mi tía lo echó de su casa cuando supo lo que me hizo, y no volvimos a saber nada de él.

Romero se retiró de la sala de interrogación dejando sola a la joven. En su rostro se notaba que con cada testigo obtenía más preguntas que respuestas. Zurita, por el contrario, estaba satisfecho, como si todo el caso estuviera resuelto:

―El tío degenerado volvió y no la pudo atrapar, entonces se llevó a Sabrina.

El detective se pasó la mano por la cara:

―Tú debes ser una especie de genio, ¿verdad? ―dijo el detective― ¡Es imposible que haya sido su tío! Dice que no lo vio en más de diez años. Pudo tratarse de cualquier hombre en ese momento, ella creyó que era su tío porque estaba asustada. De todas maneras, quiero que localices a ese sujeto para tranquilizar a la joven y así poder seguir avanzando en el caso.

Romero ingresó de nuevo a la sala para seguir interrogando a la testigo:

―¿Por qué fueron a esa fábrica?

―Nos pareció divertido… ―dijo Amanda―; con el asunto de ese asesinato que ocurrió hace cincuenta años.

―¿Cuál asesinato?

Amanda le contó lo poco que sabía sobre un antiguo caso ocurrido en ese mismo lugar. El pueblo lo había olvidado, pero la joven había encontrado un viejo artículo del diario local mientras estudiaba sobre la historia de la ciudad y le fue imposible resistirse a ese suceso que ya se había convertido en mito.

Zurita golpeó la puerta para llamar a Romero:

―¿Qué?

―Ya averigüé lo que me preguntó, jefe.

―Pues dímelo.

―El tío de Amanda…, el señor que apareció esa noche…, falleció hace tres años de un paro cardiaco.


CUARTO TESTIGO: CUATRO PAREDES


Por lo general, cuando tres testigos tienen versiones diferentes sobre un mismo hecho, es porque al menos dos de ellos están mintiendo. Romero, sin embargo, tenía el presentimiento de que las matemáticas no eran tan sencillas en esa oportunidad. Decidió entonces averiguar más sobre lo ocurrido la primera vez que alguien había desaparecido en esa fábrica; estaba convencido de que allí estaba la clave.

Fue a la biblioteca municipal y pidió las notas de diarios de cinco décadas atrás. Estuvo horas pasando las páginas en el monitor, rodeado por aquellas enormes bibliotecas de madera desteñida atestadas de libros viejos.

Ya era tarde, y en el lugar solo lo acompañaba un alcohólico que iba a dormir allí las noches en que no hallaba un mejor lugar. De pronto el detective encontró lo que buscaba:

«Joven desaparece en fábrica de juguetes abandonada sin dejar rastros».

Se trataba de cuatro amigos que había ido al sitio luego de que lo cerraran, y jamás se volvió a saber sobre uno de ellos.

Romero tenía una pista: un desaparecido más en el mismo lugar. Tenía tres nuevos testigos a quienes preguntar qué ocurrió en la vieja fábrica; si es que seguían vivos tras medio siglo.

Al buscar en la base de datos de la policía, vio que dos de ellos habían fallecido, pero aún quedaba uno con vida. Se trataba de Gabriel, un hombre septuagenario. ¿Podría aportar algún dato útil tras tanto tiempo? Los años transcurridos no eran el único problema, Gabriel había pasado todo ese tiempo en el Instituto Psiquiátrico Dra. Banach.

El detective condujo durante horas hasta llegar al sitio. Rodeado de una enorme arboleda encontró el edificio. El lugar era gigantesco y desolador, con paredes de un gris opaco, como si se tratara de una fortaleza en lugar de un hospital; como si lo importante allí no fuese curar a los enfermos sino evitar que escaparan.

Caminó por el interminable pasillo junto a una de las enfermeras:

―Le deseo suerte ―dijo la mujer―, es uno de nuestros pacientes más silenciosos, y lo poco que dice carece de sentido.

A Romero le abrieron la habitación y vio a un anciano de espaldas. En unos días cumpliría los setenta años, pero después de medio siglo en aquel sitio, parecía haber sobrepasado los cien.

―Buen día, soy el detective Francisco Romero. Vengo a preguntarle sobre lo ocurrido en la fábrica hace cincuenta años.

El individuo se balanceaba en su silla hacia atrás y hacia adelante. Continuó haciéndolo sin contestar durante varios segundos, hasta que el detective perdió la paciencia:

―¿Me oyó lo que dije o está demasiado loco para contestar?

―Lo oí perfectamente, detective ―dijo sin darse la vuelta.

Luego giró hacia Romero y éste pudo verlo; tenía el rostro arrugado, un rostro que intentaba cubrir con escasos cabellos que se habían vuelto blancos con el correr de los inviernos. Sus ojos padecían de cataratas; cincuenta años de encierro en aquel infierno sin ventanas lo habían vuelto completamente ciego.

―Entonces ―insistió Romero― ¿Recuerda algo de aquel día?

―¿Se refiere al día en que murió mi mejor amigo? ¿Al último día de mi vida en que estuve en libertad? Creo recordarlo, sí.

A Romero no le gustaba el sarcasmo a menos que fuese él quien lo emplease, y ya había perdido la poca paciencia que tenía en un principio:

―Pues comience a hablar y tal vez pueda sacarlo de aquí ―dijo el detective.

―¡Eso nunca! ―dijo Gabriel―. Aquí estoy bien. Verá, detective; sufro de agorafobia, aunque antes era al revés.

―¿Sufre de qué?

―De agorafobia; miedo a los espacios abiertos. Antes de llegar a este sitio yo tenía una leve claustrofobia; es decir, miedo al encierro. Verá, a veces, el enfrentarnos a nuestros peores miedos y vencerlos, da lugar a otros completamente nuevos. Esa noche en que mis amigos y yo fuimos a la fábrica abandonada, el techo se nos cayó encima. Habíamos subido a una de las torres, y recuerdo que las paredes comenzaron a moverse hacia mí. El sitio se estaba haciendo cada vez más pequeño y comencé a sentirme sofocado. Intenté huir de ese lugar pero la única salida era la puerta que daba a las escaleras. Quise abrirla pero estaba trabada, mientras tanto, las paredes continuaban apresándome. Entonces el techo comenzó a desplomarse. En ese momento golpeé la puerta con el hombro y logré romper la cerradura, y mis amigos y yo escapamos. Todos salimos de allí excepto Dylan, a quien jamás volvimos a ver.

―¿Y qué ocurrió con tus otros dos amigos?

―Uno murió unos días después en una avenida. Al parecer cruzó con un semáforo en rojo y quedó paralizado en el medio mientras los vehículos intentaba esquivarlo, hasta que un camión no lo logró. El otro, poco después, fue a incendiar la fábrica para que jamás se volviera a poner en marcha. La policía lo atrapó, y días después se prendió fuego en la celda. Yo soy el único testigo que permanece con vida porque me mantuve a salvo entre estas cuatro paredes. Irónico, ¿verdad? Podría decirse incluso que tuve un final feliz.

―¿Qué estaban haciendo en esa fábrica?

―Era viernes por la noche, éramos jóvenes, solo buscábamos divertirnos. ¿Ha pensado alguna vez que no somos más que muertos haciendo cosas de vivos, y al tomar conciencia de ello, morimos?

―Mi trabajo no es tan filosófico.

―Hay cosas que es mejor no perturbar, que es mejor dejarlas en el olvido. Podría usted seguir investigando y descubrirlo todo, pero le recomiendo dejar las cosas como están, detective. Además, ¿no se le ocurrió pensar por qué nadie se atrevió a reabrir el caso en cincuenta años?

―Porque yo no había nacido ―dijo Romero, y luego salió de la habitación.


ÚLTIMO TESTIGO: LAS PAREDES RECUERDAN


Lejos de arrojar luz sobre el caso, la entrevista con Gabriel tornó todo más oscuro. Romero entendió que, de tratarse de la misma situación de hacía cincuenta años, a las demás chicas tampoco les quedaba mucho tiempo. Así que decidió ir junto con el oficial Zurita a la vieja fábrica abandonada.

El lugar estaba destruido. Las paredes estaban negras tras el incendio, y los escombros dificultaban el paso. Era el sitio perfecto para echar a volar de la imaginación y despertar los miedos más profundos.

―¿Qué buscamos aquí, jefe? ¿Cree que haya algo útil después de tanto tiempo? Deberíamos volver a leer los expedientes del caso a ver si omitimos algo.

―Puede que seas muy joven para entenderlo, pero no podemos fiarnos de un expediente. Verás, interpretamos lo desconocido comparando y midiendo con lo que ya conocemos. Esta es la razón más grande de que el universo, lejos del alcance de nuestro conocimiento, siga siendo tan rico y vasto.

―Jefe… ―comenzó Zurita como quien tiene un bypass que conecta sus orejas despidiendo en tiempo real la información entrante―. Estaba pensando… ¿podría suceder que este asesino ataque una vez cada cincuenta años? Si es así podríamos tenderle una emboscada ―Zurita hizo una pausa para acomodar sus ideas―. Claro que para entonces yo estaré retirado y usted... estará muerto...

En la oscuridad, el joven oficial no podía ver el gesto que empezaba a crecer en el rostro del detective. Justo cuando Romero iba a decir algo, encontraron la escalera que dirigía a lo alto de la torre en donde había ocurrido el incidente medio siglo atrás:

―Es aquí ―dijo Romero―; ésta tiene que ser la torre de la que me habló Gabriel. Debemos subir y resolver el primer crimen si queremos resolver el segundo.

Zurita miró hacia arriba y enseguida le bajó la presión. La escalera caracol parecía una hélice infinita, una espiral oxidada que se retorcía y que podía venirse abajo en cualquier momento. Debió apoyar la mano en la pared para así evitar desmayarse:

―Lo siento, jefe. No podré subir. Le temo a las alturas, y esta escalera se ve muy peligrosa.

Romero comenzó a reír:

―¿Así que te hiciste el gracioso cuando supiste de mi miedo a las arañas y ahora me dices que le temes a una escalerita? Pues quédate en tierra firme mientras yo hago el trabajo duro.

El detective subió por las escaleras sin dificultad. A pesar de los años y del incendio, el hierro fundido había permanecido firme y seguro.

Mientras subía, iba riendo y recitando el viejo poema:

...preferiría tal vez, subir por tu talón, trepando tu tobillo en un descuido...

Zurita miró de nuevo hacia arriba y lanzó un grito de terror:

―¡Tenga cuidado, jefe!

A sus ojos la escalera se movía de un lado al otro y ya le había generado un vértigo horrible con solo verla desde abajo.

Poco antes de llegar a lo más alto, el detective emitió un grito que desgarró el silencio de la fábrica en desuso en conjunto con el temple del joven oficial; el cual, aterrado, hizo lo propio remedando un eco.

―¿Qué sucede? ―Preguntó Zurita, pálido, espectral.

―Me la debías.

Romero llegó a lo alto de la torre carcajeando mientras el joven Zurita devolvía el estómago. Al iluminar con su linterna vio lo que parecía ser el escenario de una cita con seres del más allá, donde tuviera sitio un ritual. El lugar tenía restos de viejas velas, fotos, y hasta un pentagrama trazado en el suelo con manchas donde presumiblemente hubo materia orgánica. El lugar olía a muerte, y la adrenalina y el miedo se apoderaron de él.

Romero se dio cuenta de que Zurita había exagerado con lo de la escalera, y que había sido afectado por algo, pues éstas no eran de temer, eran firmes y no medían más que unos cinco metros de altura. A causa de ello él ahora estaba solo en ese lugar, entonces se sintió como un muerto haciendo cosas de vivos.

Una gota de sudor frío recorrió su rostro, y pronto oyó ruidos provenientes de todas partes, que se intensificaban poco a poco. Parecían ser sonidos de pasos muy pequeños, diminutos, que aumentaban en cantidad.

Se dio cuenta entonces de que hay cosas que es mejor no perturbar, que es mejor dejarlas en el olvido, como aquello que lo estaba esperando en aquel sitio. Lo que iba a encontrar allí no era una criatura de carne y hueso, ni tampoco una de esas entidades con cuernos, alas y ojos amarillos como las que ilustran los libros de demonología. Aquello que lo estaba observando desde la oscuridad era precisamente lo que menos deseaba encontrar, era la suma de todos sus miedos, era el miedo mismo el que, tras cincuenta años expectante, había sido al fin despertado de las profundidades para llevarse el cuerpo y el alma de Sabrina. Romero no podía explicar por qué dejó con vida a las otras tres muchachas, pero algo le dijo que no había sido una cuestión de azar. Todo fue deliberado, pues aunque no lo podamos poner en términos racionales, el miedo elige. Elige la fobia que cada uno de nosotros padecerá, y elige el momento en que se nos hará presente, ya sea para traumatizarnos de por vida o para poner fin a ella.

Romero pensó todo eso mientras los sonidos a su alrededor continuaban intensificándose, hasta que ya no pudo pensar más, hasta que su mente y su cuerpo quedaron paralizados.

Arañas. Una montaña de arañas. Aparecieron de repente y comenzaron a caminar todas juntas hacia el detective. Al darse la vuelta vio que el lugar estaba lleno de ellas. ¡Lo tenían rodeado! Entonces tropezó y se le subieron encima. Una caminó hasta su rostro, y pudo ver sus dientes largos y filosos. Gritó y se movió intentando deshacerse de ellas, pero varias estaban prendidas de sus piernas, y algunas comenzaron a clavar sus colmillos en las puntas de sus zapatos.



FIN




Teaser del relato, hecho por Alejandro Silver:




miércoles, 22 de enero de 2020

LA MORSA





Tengo una pesadilla recurrente. Sueño que estoy durmiendo, y un ser me despierta. Es una criatura con rasgos humanos y también animales, con facciones similares a las de una morsa. Tiene una piel grisácea con pliegos, y dos colmillos como sables que podrían abrirme el abdomen sin esfuerzo. Me mira fijo con ojos redondos, y me sacude con sus garras mientras gruñe y deja caer saliva sobre mi rostro. 

Todo comenzó una mañana próxima a Navidad. Mi madre quería armar el árbol conmigo, y fui al altillo en busca de las guirnaldas y las luces. Yo tenía quince años, pero siendo hijo único no pude negarme a armar el árbol con ella al igual que cuando era niño. Además, me lo pidió con el triste tono con que hablaba siempre, con esa mirada vacía que la caracterizaba a ella y a mi padre, como si ambos arrastraran una tristeza tan grande que acabó por matarles el alma. 

Busqué entre cajas que estaban sin tocarse desde hacía décadas, hasta que por fin di con una que tenía escrito “Adornos navideños”. 

Encima tenía una caja sin etiquetar, y al ponerla a un costado vi que algo cayó de ella. Era una fotografía. 

Allí estaba mi madre abrazada a mi abuelo. La vi sonriente; me sorprendió verla así. 

Continué mirando la imagen y vi que con su mano se tocaba el vientre. En la fotografía ella estaba embarazada, y mi abuelo la abrazaba tan sonriente como ella. 

No conocí a mi abuelo, falleció antes de que yo naciera, pero en la casa teníamos varias fotos de él. Guardé la fotografía en la caja y bajé los adornos. 

Mientras armábamos el árbol con mi madre me surgió una duda; uno de esos pensamientos que permanecen en estado latente, como si nuestra mente se mantuviera trabajando en silencio hasta tener una idea concreta que sacar a luz. 

―¿Cuándo falleció el abuelo? ―pregunté a mi madre. 

―Fue antes de que tu nacieras ―dijo ella. 

―¿Cuánto tiempo antes? 

―Dos años… ¿Por qué? 

Hice una pausa. 

―Por nada ―dije al fin. 




Esa noche tuve de nuevo la pesadilla; más vívida que la mayoría de las veces. La criatura me sacudía con fuerza, sujetándome de los hombros con sus garras desproporcionadas. Desperté y enseguida vino a mi mente aquella fotografía. 

Era imposible que yo estuviera en el vientre de mi madre con el abuelo vivo. Tampoco podría haberse equivocado al decirme que falleció dos años antes de mi nacimiento, ya que en una ocasión como esa un año lo cambia todo; ella recordaría que él la vio estando embarazada, recordaría todo lo que hablaron sobre su primer nieto. ¿Acaso mi abuelo seguía con vida? Pensé en la posibilidad de que estuviera preso, y me lo hubieran ocultado, y hasta se me ocurrió que hubiera abandonando a la familia, y que por ese motivo todos decían que había muerto; muerto para ellos, para mitigar el dolor. 

Subí a ver en la caja, a ver qué más encontraba. Había muchos papeles viejos, pero no hallé nada más sobre mi abuelo, no encontré un documento, un certificado de defunción…, ni siquiera una carta de despedida. 

De pronto vi algo que llevó el misterio por nuevos senderos: el folleto de un orfanato. 

Volví a mi dormitorio más insomne que antes. «Mi madre perdió un hijo», pensé, «…y yo soy adoptado». 

Esa mañana fui el primero en la cocina. 

Cuando mis padres bajaron para desayunar hablé sin rodeos: 

―¡Hay algo que me están ocultando! ―dije mientras apoyaba a la fotografía con fuerza sobre la mesa. 

Les conté sobre lo que había encontrado y la discrepancia cronológica de aquella imagen. 

―El abuelo falleció dos años antes de que tú nacieras ―dijo al fin mi padre―. El que lleva tu madre en su vientre no eres tú. En esa fotografía está embarazada de tu hermano. Tuviste un hermano mayor que falleció. Ahora que sabes la verdad, no volvamos a mencionar el asunto. 




Mi padre terminó la conversación de ese modo y yo mantuve el folleto del orfanato en mi bolsillo. 

Luego de desayunar tomé mi bicicleta, pero en lugar de ir al colegio, me dirigí a ese lugar. 

Mientras viajaba, la idea de que yo fuese adoptado iba cobrando cada vez más fuerza. Un embarazo perdido pudo ser motivo para que mis padres fuesen a buscar un niño allí; quizás, luego del aborto, mi madre fue incapaz de quedar encinta de nuevo. 

Conduje durante dos horas hasta que, rodeado de una enorme arboleda, encontré el edificio con un viejo cartel en que se leía: “Mensajeros del Padre Solís”. 

El lugar era gigantesco y desolador, las paredes eran de un gris opaco, como si se tratara de una fortaleza en lugar de un orfanato; como si lo importante allí no fuese dar hogar a niños desamparados, sino evitar que escaparan. 

Ingresé y caminé por un corredor de más de cien metros de largo. Las paredes eran tan altas que bien podrían haber hecho tres pisos allí en lugar de uno. El lugar estaba mal iluminado, y junto con la pintura que se caía a pedazos, la oscuridad y la humedad parecían dotar al lugar de vida propia. Las risas de los niños se perdían a lo lejos. Risas o llantos; imposible determinarlo. Finalmente llegué a una oficina donde descubriría la siguiente pista del secreto que ocultaban mis padres. 

Tras un antiguo escritorio de madera estaba sentada una anciana de anteojos, era la madre superiora, directora del lugar. A su lado, una monja que la acompañaba no hizo más que temblar durante todo el tiempo que permanecí allí. 

Le dije mi apellido y la anciana no hizo gesto alguno, pero la mujer más joven movió extrañamente la boca, fue un rictus nervioso que no pudo evitar al oír mi nombre. 

―Tú no eres adoptado ―dijo la directora―. Soy tan vieja como las paredes de este edificio y tu nombre no me resulta conocido. En tu lugar olvidaría todo el asunto. 

Salí del lugar derrotado, sin saber cómo seguir con la investigación. Pero entonces alguien me tocó el hombro. 

Al darme la vuelta vi que se trataba de la monja que estuvo en silencio junto a la madre superiora: 

―Si quiere descubrir la verdad, deberá ver a los Sierpinski ―dijo―. Cuando la directora no tiene respuestas es porque lo ocurrido tiene que ver con ellos. A veces venía él, otras veces venía ella. Hace años que no se los ve por este orfanato y, a decir verdad, espero que nunca regresen. 

La mujer temblaba, no sé si lo hacía por los nervios de la situación o si tenía una especie de problema neurológico: 

―¿Dónde puedo ubicarlos? ―le pregunté. 

―¿Ubicarlos? Acabo de decirle que fueron los Sierpinski; los famosos hermanos Sierpinski. ¿No los conoce acaso? Los del circo, joven; los del circo. 




Jamás había oído el nombre de ese circo, y no sabía cómo iba a hacer para encontrarlo, pero tuve suerte de que la monja estuviera al tanto de su paradero: 

―Lo último que escuché fue que estaban en Santa Fe ―dijo―. Ojalá tenga suerte y aún sigan allí. Los circos viajan de una ciudad a otra sin descanso. 

―Iré mañana mismo ―le dije―. Muchas gracias por todo. 

―No me lo agradezca, joven. Solo espero que usted se anime a hacer lo que yo no hice, y así logre desenmascarar a ese circo maldito. 

La ciudad de Santa Fe está ubicada a cuatrocientos kilómetros de donde vivo. Considerando que los circos viajan incluso por diferentes países, me consideré afortunado de tenerlos a unas horas de viaje. 

Ese sábado dije a mis padres que iría a lo de un compañero de escuela y que me quedaría a dormir allí. Así pude viajar en tren a Santa Fe. 

Intenté dormir durante el trayecto, pero una y otra vez me despertaba la misma pesadilla. Soñaba que estaba en mi cama y el ser de siempre estaba frente a mí. Ese ser que no era una persona, sino una especie de morsa. Con una piel grisácea con pliegos, y dos colmillos como sables que podrían matarme sin esfuerzo. Me miraba fijo con ojos redondos, sujetándome con sus garras mientras dejaba caer saliva sobre mi rostro. 

Luego de varias horas de viaje llegué a mi destino. Desde la estación se veía la enorme tienda principal del circo. Caminé hasta el lugar y vi el predio repleto de globos y guirnaldas, que adornaban el camino desde la calle hasta la entrada principal; decenas de sogas cruzadas sujetaban banderines de cada una de las diferentes funciones: las gemelas araña, la niña cíclope, el hombre más gordo del mundo…; todo era exuberante en aquel lugar, nada se hacía a medias en el circo de los hermanos Sierpinski. 

La fila de gente esperando para ingresar parecía no tener fin, y junto a la entrada vi a un personaje de lo más curioso. Era un hombre alto y delgado, tenía puesto un traje blanco con rayas rojas y un sombrero de copa de los mismos colores; era el presentador. 

―Pasen a ver ―dijo―, pasen a ver. El circo de los hermanos Sierpinski llegó a la ciudad. 

Unos enanos abrieron las vallas y la gente se apresuró por pasar, chocándose entre sí mientras el presentador los guiaba con su bastón. 

Quise comprar una entrada, pero ya habían cerrado la ventanilla. Esperé entonces a que todos ingresaran y hablé con el presentador. 

―Ya no hay más lugar, joven ―dijo con una amarillenta sonrisa de dientes largos. 

―Por favor, déjeme entrar. Vengo de muy lejos y no puedo esperar hasta mañana. 

―¿Mañana? ―dijo mientras le daba brillo a la bola en la punta de su bastón con un pañuelo– Mañana nos iremos de aquí. Nos iremos lejos, muy lejos de aquí. 

No podía creer mi suerte. Había estado tan cerca de ingresar y quizás descubrir qué ocurrió con mi hermano. Decidí entonces esperar a que oscureciera para escabullirme. 




Aguardé en la vereda de enfrente, mirando a la enorme tienda a rayas proyectando luces y sombras como una alegoría en donde la verdad se rehusaba a revelarse. En medio de la velada crucé la calle y salté la valla. 

Me metí entre los grandes carros llenos de animales, recorriendo aquel laberinto de colores. Desde fuera el circo es un espectáculo como ningún otro, pero al otro lado de la valla la cosa cambia. Las tiendas estaban llenas de tierra, y en la oscuridad de la noche, las imágenes de los carteles se veían grotescas y morbosas. 

Caminé despacio, por miedo a que alguien pudiera descubrirme, y cada sonido parecía provenir de las figuras de los carteles que es erigían como gigantes ante mí. Oía murmullos y pasos lejanos, y hasta una bestia soltó un rugido que me heló la sangre. En un momento escuché ruidos provenientes de una jaula y al darme la vuelta lo vi. Fue una de esas situaciones en las que uno no sabe qué es lo que está buscando hasta que lo encuentra. 

Era un vagón, una jaula con ruedas. Estaba tapada por una cortina pesada y en la parte superior se leía: “El Niño Morsa”. 

En ese momento unas personas se acercaron, pero logré correr la cortina un instante para echar un vistazo. 

Allí estaba él, tenía una piel grisácea con pliegos, y dos colmillos como sables que podrían abrirme el abdomen sin esfuerzo. Me miró fijo con ojos redondos, gruñendo, aferrado a los barrotes con sus garras desproporcionadas. 

Me escondí entre las sombras y esperé a que los hombres llevaran el carro mientras el ser que estaba dentro continuaba gruñendo desde el otro lado de la cortina. 

Cuando se fueron yo salí de mi escondite, y corrí mientras escuchaba a lo lejos al presentador del circo: «Mitad humano, mitad animal. Cien por ciento monstruo». 




Aquel ser no me lo dijo, pero sé que me reconoció. Me pidió ayuda con su mirada y yo no se la di. 

Recordé entonces haberlo visto de pequeño, hasta que un día desapareció de mi vida, pues mis padres habían decidido no criarlo más como a un hijo. 

Esa noche no lo ayudé, y sé que no me lo perdonaré mientras viva. Lo dejé en el circo porque fui un cobarde, porque soy un cobarde al igual que mis padres. 

Desde entonces, más que nunca, los veo a ellos seguir con sus vidas vacías, y veo sus miradas sin alma; unos ojos iguales a los míos. Ahora yo también cargo en mi interior ese profundo dolor superior a cualquier vergüenza. 

Frente a mí pasan los días como los de un niño huérfano que espera a una familia perfecta que nunca llegará. Así, camino con tristeza hasta que cae el sol, momento en que estoy de nuevo en mi cama a punto de que quedarme dormido, sabiendo que tendré otra vez la misma pesadilla.