domingo, 21 de diciembre de 2014

UN MUNDO SIN HÉROES





I


«Abel: desaprobado”

El salón estaba en silencio. Era un aula como cualquiera, con cien pupitres ubicados de a diez por diez.
Cien niños del primer año estaban a la espera de los resultados obtenidos en el examen de adaptabilidad. Estaban aterrados, sus pequeñas manos temblaban con cada nombramiento. Era la primera vez que rendían ese examen y, en caso de aprobar, sus vidas cambiarían para siempre.

«Adam: desaprobado”

Una educación pensada para que dejen de pensar anuló casi por completo su adaptabilidad, convirtiéndolos en seres incapaces de ajustarse a situaciones desfavorables.
Todas las expectativas estaban puestas en Cynthia Banach; ella brillaba en medio del salón.

«Adler: desaprobado”

Con solo tres aciertos el examen de Adler era el de un individuo que no saldría airoso de ninguna dificultad. Él, además, había respondido la mitad de las preguntas al azar; un año de educación vacía bastó para destruir su imaginación.

«Anderson: desaprobado”

Cynthia seguía esperando ansiosa, sus inquietos ojos verdes jamás se habían visto tan grandes. Había dejado su mejor esfuerzo en el examen; le daba miedo aprobar, pero el test era a prueba de trampas.

«Archibald: desaprobado”

Las preguntas habían sido formuladas por los mejores estudiosos de la mente, y si no se respondían de forma sincera, la grilla de resultados así lo indicaría.

«Ayala: desaprobado”

El mejor amigo de Cynthia era el simpático Eric Babbard. El regordete niño jamás realizaba las tareas que le daban en la escuela, y era el próximo en la lista.

«Babbard: desaprobado”

Eric estuvo a punto de saltar de su asiento; pero Cynthia lo observó con su mirada inquieta y, con un gesto casi imperceptible, le indicó que mantuviera silencio.

«Ball: desaprobado”

Cynthia Banach sería la siguiente en ser nombrada. Tragó saliva y cerró los ojos, aunque el resultado era obvio para todos.

«Banach: aprobado”

El profesor hizo una pausa. El silencio fue absoluto. Los alumnos dejaron de respirar mientras la pequeña Cynthia se paraba, se colgaba su mochila rosada en la espalda y se dirigía aterrada hacia la puerta.

Afuera del salón la esperaban unos hombres vestidos de blanco, quienes la dirigieron fuera de la escuela sin decirle una sola palabra. No tenía sentido resistirse, de todas maneras los hombres de blanco la llevarían con ellos.

Nadie supo a dónde llevaron a la niña ni qué fue lo que le hicieron; ni siquiera sus padres.


II


Cuando el nuevo líder se impuso, supo que era cuestión de tiempo que lo expulsaran del poder con la misma fuerza con la que él lo había tomado. No lo haría cualquiera, por supuesto, la mayoría de los ciudadanos solo seguían al rebaño. Era muy pequeño el porcentaje de personas que representaban una amenaza para el gobierno, mas sólo un individuo voluntarioso habría bastado para iniciar una revolución.

El nuevo líder fue precavido; decidió identificar a todos aquellos con un alto índice de adaptabilidad, a aquellos potenciales héroes capaces de enfrentar todo tipo de situación adversa y salir triunfantes, capaces de convertir una debilidad en una fortaleza.

Eligió a los mejores estudiosos de la mente y los hizo diseñar métodos que descubrieran a aquellos con tendencias para el pensamiento lateral, hábiles en técnicas para resolver problemas de manera imaginativa.

Cualquiera que se destacase en su rubro, sea cual sea, sería considerado peligroso. Cualquier llamado de atención era suficiente para que caiga una fuerte investigación sobre la persona para ver si aquella genialidad provenía o no de una mente de tendencias revolucionarias.

Así envió a sus hombres de blanco en busca de artistas, científicos, profesores, filósofos e inventores. La gente comenzó a evitar hacer cualquier cosa que se escapase de los cánones impuestos por las personas mediocres; y el mundo se volvió mediocre.

Todos sabían lo que estaba ocurriendo, pero nadie se animaba a decirlo; guardar silencio era menos arriesgado. Así, el nuevo líder controló todo. Tarjetas de crédito, teléfonos, televisión y hasta los historiales de búsquedas de internet de la gente eran de su conocimiento. De esa manera se computaron datos que permitían pronosticar cualquier riesgo para el gobierno.


Muchos evitaron llamar la atención, pues los adultos son mejores mentirosos que los niños, por lo que el gobierno comenzó a apuntar al lugar en donde debería iniciarse el desarrollo de técnicas del pensamiento: la escuela.

Se redujo el nivel de educación, pero cada pantano tiene su flor, y el nuevo líder debía arrancarla de raíz.

Cada año los niños rendían un examen de adaptabilidad, uno que seriamente todos desaprobar. ¿Por qué? Porque aquellos alumnos que aprobaban jamás volvían a ser vistos con vida.


III


El nuevo líder no perseguía a las personas como Natalie; los mayores no eran considerados peligrosos.

Durante años, muchos de sus conocidos fueron perseguidos por mostrarse ingeniosos y librepensadores. Perdió vecinos, amigos, parientes…, todos los desaparecidos habían hecho algo interesante, algo que los diferenciaba del resto.

Vio ir y venir a los temidos hombres de blanco numerosas veces. En ocasiones se llevaban a alguien con ellos; otras, se encargaban ahí mismo de la situación, enfrente de todos y a plena luz del día.

Natalie había sobrevivido a muchos regímenes, algunos habían sido en verdad extremos; era mayor, pero aún ardía fuego en su mirada.

―¿Por qué nadie hace nada?, ¡carajo! ―les gritaba indignada a los más jóvenes.

La respuesta era obvia: porque mientras más extremo era el abuso de autoridad, más le temían al nuevo líder. El miedo había llegado al punto en que la gente se paralizaba con tan solo pensar en lo que aquel régimen era capaz de hacer. Además, muy en el fondo de ese temor había una cierta tranquilidad, la tranquilidad de sentirse protegidos de posibles golpes de estado que pudiera conducir a un mal peor. Cuando eso sucede, las esperanzas se desintegran; todo está perdido cuando el valor no basta ni para fantasear con revertir la situación.


IV


Kravchenko no era un artista cualquiera, su arte despertaba mucho más que una simple admiración. Era imposible contemplar sus obras sin sentirse conmovido, perturbado, sin que algún sentimiento olvidado se movilizara en lo más profundo del ser.


Algunos creían que él había hecho algún pacto con dioses oscuros para poder plasmar en una sola obra todo el conjunto de emociones humanas, pero aquello no le habría sido necesario. Su maestría se debía no solo a su habilidad innata, sino también a años de práctica y dedicación. Sucede que muchos lo envidiaban y les resultaba imposible de creer que tanto arte pudiera salir de un solo individuo; eran personas que subestimaban al género humano, incluyéndose a sí mismas.

Una noche, Kravchenko hizo una gran exposición en la galería nacional de arte. Sorprendió que el nuevo líder no hubiese prohibido su presentación, algo que acostumbraba hacer cuando se trataba de un artista de vanguardia. El público, habituado a las obras clásicas y corrientes, estaba ansioso por ver algo de una técnica tan novedosa como la suya.

La galería se llenó como nunca cuando miles de fanáticos hambrientos de sus creaciones asistieron a lo que prometía ser un espectáculo completamente revolucionario.

Entre sus nuevas obras, llamó mucho la atención la denominada La caverna; se trababa de la escultura de un hombre con el torso cubierto de sangre, pidiendo a gritos que lo dejaran salir. Su rostro mostraba la desesperación de una sociedad apresada por su gobierno. Algunos, adiestrados a esculturas desabridas, dieron la vuelta y abandonaron la galería de inmediato.

Las almas inquietas siguieron adelante, y se encontraron, entre otras, con Encadenados. La fantástica escultura representaba a un hombre y una mujer alados, rompiéndose las cadenas el uno al otro para luego emprender vuelo. Era un acto muy osado realizar semejante obra, no había lugar para liberaciones de ningún tipo bajo aquel gobierno, y tampoco lo había para la igualdad de géneros.

En esa exposición hubo muchas esculturas impactantes, pero hubo una que se destacó por completo del resto. Había sido ubicada al fondo del largo pasillo para que fuera la última en vislumbrarse, y así la gente se iría con una representación bien clara de la situación social. Se trataba de la imagen más sencilla de la muestra; un mensaje claro y preciso, sin alegorías que podrían ser interpretadas de manera incorrecta. Aquella obra no era otra cosa que la cabeza de Kravchenko, clavada en una estaca.


V


Una noche cerca de fin de año, el Dr Juntz regresó caminando a su casa luego de una dura jornada. El famoso estudioso de la mente acababa de corregir cientos de exámenes de adaptabilidad. No había un alma en las calles; había personas, pero ningún alma.

El sabio dobló en una calle desértica cuando una camioneta negra frenó junto a él. Cuatro sujetos con los rostros cubiertos con máscaras descendieron del vehículo y se lo llevaron por la fuerza.
En la camioneta lo esperaba un quinto rebelde, más pequeño que el resto. Miró a su víctima fijamente y se sacó la máscara, liberando un ondulado cabello gris. Era una señora mayor; muy mayor.

―Buenas noches, Dr Juntz. Mi nombre es Natalie.

La anciana comenzó a buscar algo en su cartera mientras el Dr Juntz intentaba liberarse de los fornidos rebeldes que lo sujetaban.

Natalie encontró entonces lo que estaba buscando y, sin sacar su mano del bolso, se dirigió de nuevo al atemorizado doctor:

―Dígame una cosa, Dr Juntz ―dijo ella―, ¿escuchó esos rumores de torturas y asesinatos ocasionados por algunos grupos de rebeldes?

Natalie hizo una pausa y luego sacó aquello que guardaba en su cartera.

―Por supuesto que los escuchó; pues permítame decirle una cosa al respecto: todos esos rumores… son ciertos.

El desafortunado Dr Juntz –o lo que quedaba de él–, apareció al día siguiente en la entrada de las oficinas del nuevo líder. El mensaje había sido enviado.


VI



Quemar libros, evitar llamar la atención, no cuestionar nada; recetas para una vida larga y tranquila, recetas para convertirse en uno más de los seguidores del nuevo líder y poder movilizarse en paz por sus calles. La familia Babbard era una de tantas que seguían esa receta.

Desde pequeño, el regordete Eric había desaprobado cada uno de los exámenes de adaptabilidad en la escuela. Al joven Babbard le había ido peor cada año y sus padres no podrían haber estado más orgullosos. En realidad no era orgullo lo que sentían, sino más bien una falta de riesgo que los reconfortaba.

«No pienses mucho antes de responder, hijo; pon lo primero que se te ocurra».

Entonces Eric no pensaba.

«Mañana tienes el examen de adaptabilidad; lo mejor sería que te quedaras toda la noche despierto, así estarás cansado y este año volverás a reprobar».

Entonces Eric se quedaba sin dormir y así, al día siguiente, tenía la voluntad de una marioneta.

Sus padres querían lo mejor para él y lo habían logrado; Eric Babbard había obtenido un alto rango en una empresa líder en la cual, trabajando sesenta horas semanales, recibía un sueldo no tan miserable.

Una noche, mientras caminaba sin apuro por llegar a ningún lado, se encontró con alguien que conoció en su infancia; rodeada de unos hombres de blanco venía nada menos que su mejor amiga de la escuela: Cynthia Banach.

Durante treinta años la creyó muerta, pero allí estaba, con sus inconfundibles ojos grandes y verdes. Jamás olvidó la imagen de aquella niña que cargaba una pequeña mochila rosada, abriendo la puerta para salir del salón muerta de miedo.

Al momento en que cruzaron sus miradas, ella también lo reconoció. Eric estuvo a punto de gritar el nombre de su amiga, pero entonces Cynthia lo observó con su mirada inquieta y, con un gesto casi imperceptible, le ordenó que mantuviera silencio.



FIN


jueves, 11 de diciembre de 2014

EL FESTÍN





Una nueva conquista es siempre motivo de celebración, sobre todo en el reino de Lord Raghmair, cuyo poderío solo era comparable con su mórbida obesidad.

La mayoría de los miembros de su corte superaban las cuatrocientas libras, pero el sobrepeso del rey se destacaba incluso entre aquellos robustos cuerpos.

El círculo del monarca era muy ansioso cuando de comer se trataba y, para que el apetito no los exasperara, debían ser entretenidos hasta el momento en que el banquete estuviese listo. Un conjunto de seis malabaristas entró al salón con fin de distraerlos; comenzaron a realizar una coreografía poco agraciada, y para contrarrestar la simpleza de sus movimientos, sacaron unas cintas de tela de todos los colores del arco iris y el espectáculo cobró vida.

Los delgados personajes no hacían más que unos leves movimientos de muñecas, siendo las cintas las protagonistas de la escena, pero aquello alcanzó para alegrar al rey y hacerlo aplaudir.

Las carnes que colgaban de los brazos del monarca se tambaleaban con cada aplauso, produciendo un movimiento continuo, casi hipnótico. Pero pasados unos minutos el espectáculo comenzó a perder su gracia y el desfile de artistas no podía detenerse.

Ingresó un séptimo animador: un titiritero. Su marioneta era una burda imitación del Conde de Breonth, hermano y enemigo de Lord Raghmair. Era común que los artistas se mofaran de los opositores del rey para agasajarlo. La marioneta exageraba las desgracias del rostro del noble y había sido adornada por numerosos cascabeles que lo hacían sonar como una hambrienta serpiente.

El monarca respiraba con dificultad en su trono mientras el sudor caía de su calva, recorriendo su rostro y desdibujándose en las arrugas de la sonrisa provocada por la burla hacia su hermano. Así eran todas las fiestas en el reino, un desfile de entretenimiento extravagante enviado para distraer el apetito insaciable del rey y de su corte hasta llegado el momento de la comida. Personajes de todas partes del mundo conocido y no conocido habían desfilado por el salón principal del palacio, llevando espectáculos únicos, bestias de las que jamás nadie en su reino había oído nombrar y hasta obras de teatro que siguen siendo conocidas en la actualidad; pero a pesar del entusiasmo que el soberano mostraba ante todas esas funciones, nada lo hacía reír tanto como la función más caricaturesca que jamás se vio en sus dominios: la de su pequeño y deformado bufón.

Tan sólo mirar al desdichado hombrecito le provocaba una risotada; jamás se aburría de verlo hacer el ridículo mientras él y sus invitados lo humillaban hasta el límite.

Al principio le exigía al bufón que se mostrara feliz, pero con el tiempo el rey disfrutó más el verlo afligido, ya que el hecho de someter a alguien a actuar más allá de sus deseos lo hacía sentirse aún más poderoso.


Como era costumbre, junto al trono estaba parado un misterioso sujeto cubierto por una oscura túnica de monje asceta. Era imposible de descifrar a simple vista a aquel individuo ya que, contrastando con la túnica, poseía unos brillantes anillos en cada uno de sus largos dedos. Ese enjuto personaje no era otro que Nenddir, el consejero real.

Nenddir el Sabio era conocido en todos los rincones del reino, no solo por su aspecto y por los numerosos rumores que circulaban alrededor de su persona, sino también por su voz, que además de evidenciar erudición en cada frase, era tan grave que nadie podía imitarla sin dañarse la garganta:

―Disculpe mi atrevimiento, su majestad, pero jamás he visto bufón más horrendo que el suyo.

Lord Raghmair quedó perplejo ante aquellas palabras; sucede que Nenddir jamás hacía comentarios que no fuesen de máxima importancia.

―¿Qué está diciendo, Nenddir? Ese es precisamente el físico ideal para un bufón. A mí me divierte mucho verlo caminar con sus múltiples deformaciones, ¿acaso a usted no?

No se trataba de una pregunta retórica, el rey realmente quería saber si al sabio le resultaba divertido el espectáculo; pero el humor de Nenddir era muy difícil de determinar, ya que su espesa barba negra disimulaba casi por completo las mínimas expresiones que realizaba al hablar.

―Es verdad, su excelencia, sus deformaciones corporales son jocosas; lo que no soporto es su rostro, que además de ser grotesco, revela un enorme rencor hacia usted.

Era cierto, el gesto del bufón se llenaba de odio ante las convulsiones de la enorme barriga del rey.

―Le recomiendo hacer algo al respecto, su majestad; los nobles no se sienten muy a gusto en territorios en donde los súbditos odian a su soberano.

El gobernante buscó la respuesta en los ojos de su consejero mientras éste levantaba una ceja señalando al Muro de la Deshonra. Se trataba de la pared del lado sur del salón principal del palacio que había sido cubierta por recuerdos de todas las regiones que el gran Lord Raghmair había visitado y sometido. Allí colgaban armas, armaduras y todo tipo de objetos que alguna vez habían sido símbolos de orgullo para los extranjeros.

El rey no comprendió el plan de su asesor pero, justo en el momento en el que se lo iba a preguntar, Nenddir sonrió a la vez que un rayo de luz se reflejó en su colmillo, y Lord Raghmair supo entonces qué hacer con su bufón:

―¡Oye, tú!, ¡esperpento! ―le gritó― ¡Eres demasiado feo para esta corte, eres la vergüenza de este reino! ¡Cubre tu horrible rostro con una máscara para que tus facciones no ofendan la belleza de estas respetables damas!

El bufón caminó hacia el muro arrastrando su pie izquierdo, la única manera en que podía hacerlo. Al tomar unas de las máscaras, el rey vociferó nuevamente:

―¡Esa no, adefesio!, es demasiado preciada para mí, mucho más que tu propia vida. Ponte la que está a la izquierda: la máscara roja. Sé que es antiestética, pero será una gran mejora comparada a tu repulsiva imagen.

El semblante del bufón mostró un rictus de aversión como jamás había expresado; pero condenado a ocultarse tras la máscara, aquella sería la última vez que alguien notaría su disgusto.

En ese momento los sirvientes entraron al salón principal con el banquete, llevando consigo miles de platos repletos de alimentos. Algunos sirvientes se encargaron de atestar la larga mesa de comida y bebida mientras otros, para no hacer esperar a los más honorables miembros de la corte, lanzaban bocados directamente en sus enormes bocas.

El bufón seguía bailando de manera ridícula mientras los invitados devoraban la cena, en algunos casos lo hacían sujetando trozos de comida con ambas manos, pero había algunos cuyos ademanes parecían no ser tan elegantes, por lo que preferían introducir sus hocicos de lleno en el plato.

―Disculpe que lo interrumpa nuevamente, su majestad ―dijo Nenddir―, pero la máscara del bufón parece incomodar a los comensales. Es demasiado seria, debería hacer algo al respecto.

El rey giró la cabeza hacia su consejero y, dos segundos después, también lo hizo su papada. Su boca contenía comida suficiente como para alimentar a una familia medieval tipo, pero a pesar de ello se las arregló para hacerse entender antes de terminar de tragar:

―¿Y qué podría hacer?, ¿le pido que se ponga otra más alegre?

Haciendo caso omiso a los trozos de carne que expulsaba el obeso monarca con cada palabra, el sabio se dirigió con la misma opacidad de siempre:

―Eso no será necesario, su excelencia; mejor sería hacerle alguna modificación a la que tiene puesta ―dijo Nenddir.

El gobernante buscó la respuesta en los ojos de su consejero mientras éste levantaba una ceja señalando el recipiente de salsa.

El rey no comprendió el plan de su asesor pero, justo en el momento en el que se lo iba a preguntar, Nenddir sonrió a la vez que un rayo de luz se reflejó en su colmillo, y Lord Raghmair supo entonces qué hacer con su bufón:

―¡Oye, tú!, ¡esperpento! ―gritó el rey escupiendo comida hacia todas partes― ¡Esa máscara es demasiado siniestra para esta fiesta, eres la indecencia de este reino! Acércate, haremos algo al respecto.

El bufón caminó hacia el rey arrastrando su pie izquierdo, la única manera en que podía hacerlo.

El soberano arrancó una pata del pollo que tenía enfrente y la introdujo en el recipiente de salsa, luego se la pasó por la máscara al bufón, dibujándole una enorme sonrisa.

―Ahora si te ves alegre, adefesio ―dijo el gobernante, quien también tenía dibujada una sonrisa de salsa.


Risas socarronas rodearon al bufón. Un aliento a comida entre muelas calentaba sus oídos mientras los restos más ligeros de alimento volaban hacia él. En medio de aquel hostigamiento, los huecos de la bochornosa máscara revelaron unos ojos repletos de lágrimas.

Las manos del desdichado hombrecito comenzaron a temblar mientras su rostro oculto se desfiguraba de dolor, y finalmente estalló en un lastimoso alarido.

El pequeño hazmerreír tomó un cuchillo de la mesa y saltó por encima de ésta, cayendo justo sobre el monarca; luego, haciendo uso de todas sus fuerzas, le clavó la hoja hasta el mango en su voluminoso abdomen, abriéndolo de lado a lado.

―¡Guardias! ―gritó Nenddir. Pero era demasiado tarde para el rey.

Los hombres sujetaron al regicida y lo llevaron al centro del salón para que todos contemplaran su vergüenza. El humillado personaje lloró fuera de sí a sabiendas del destino que él mismo se había escrito, pero Nenddir puso fin a sus agudos gritos al apuntarlo con la larga uña de su dedo índice:

―No perderé mi preciado tiempo contigo, esperpento. Suelo hacer que torturen a los traidores al reino antes de que se les corte la cabeza, pero los dioses ya te han castigado lo suficiente.

A la mañana siguiente decapitaron al bufón.

El reino entero estaba inquieto ante el enorme trono vacío, en especial el hermano del difunto: el Conde de Breonth quien, por llevar su misma sangre, era lo suficientemente voluminoso como para ocupar el preciado sillón.

Luego del funeral de Lord Raghmair, su viuda se encerró a llorar en la alcoba real y no quiso salir de allí por horas. La mujer cuya gordura competía con la de su esposo, no lloraba tanto por amor como por el hecho de no saber qué hacer ante los inminentes cambios que se producirían a continuación.

La princesa decidió entrar al cuarto para acompañar a su madre, mientras Nenddir observaba la situación oculto entre las sombras en un rincón del corredor.

Luego de esperar unos segundos entre las estatuas de antiguos héroes caídos, el sabio ingresó también a la habitación, y se dirigió a ellas con aquella voz que, de tan grave, nadie podía imitarla sin dañarse la garganta:

―Disculpe mi impertinencia, su majestad, pero el hermano de su esposo está ansioso por obtener la corona, y debemos actuar rápidamente. Su matrimonio no ha sido bendecido con hijos varones; y además, su delicioso retoño es muy joven aún.

Madre e hija quedaron perplejas mientras el asesor continuaba con su discurso:

―Lo que aquí se necesita es un hombre fiel y respetado que se case con la princesa, para que su familia pueda mantenerse en la cima del poder.

La obesa reina abrió la boca para dar su opinión, pero antes de que pudiera emitir sonido alguno, Nenddir sonrió a la vez que un rayo de luz se reflejó en su colmillo.



martes, 2 de diciembre de 2014

¿ESTÁ USTED CONFORME CON EL MUNDO?





I


«¡Tengo ganas de poner una bomba y matarlos a todos!»

El nuevo líder jamás olvidó aquellas palabras de su primera novia. Le rompió el corazón ese día, pero a la larga él terminó sufriendo mucho más que ella.

Más de tres décadas habían transcurrido desde aquel día y ninguna mujer volvió a quererlo tanto. Él no lo supo entonces, pero hoy no tiene ni la menor duda de eso. ¡Si tan sólo se hubiese dado cuenta del dolor que le estaba causando! Tal vez se habría detenido a reflexionar y otro habría sido su destino.

Fue este hecho lo que lo llevó a imponer sus tantas innovadoras leyes al poco tiempo de tomar el trono. Estaba dispuesto a terminar con la tristeza, a ponerle fin al dolor en el mundo. ¿De qué sirve un líder si no es para evitar el sufrimiento de aquellos a quienes lidera?

No llevaba ni un año al poder cuando dictaminó el Edicto 13: Cada adulto será abastecido de un control remoto.

Muchos han sido los edictos que impuso desde que gobierna, pero ninguno se compara al Edicto 13.

Los controles remotos que menciona el edicto no son más que pequeñas cajas con un solo botón en ellas. No tienen ni una inscripción ni un manual de instrucciones, todos saben que ese control debe usarse únicamente en caso de disconformidad con la vida.

¿Qué activa ese botón? Una bomba que destruye al mundo entero.


II


Tocó la inconfundible bocina de su viejo camión y enseguida su ex esposa salió a la puerta:

―Ya sale ―le dijo―; se está cambiando.

Ya ni siquiera lo saludaba, todo el asunto se había convertido en un trámite.

«¿Para qué se queda parada en la puerta?, ¿acaso lo hace sólo para mostrarme que cada día está más linda?», pronto sus reflexiones fueron interrumpidas por el furioso motor de un automóvil último modelo. El nuevo novio bajó y le dio un apasionado beso. «Si así la besa estando yo cerca, no quiero ni imaginar como la besará en privado».

El galán lo saludó con una sonrisa que lo dijo todo.

Fue la tercera vez en el día que necesitó repetirse a sí mismo el antiguo pero nunca pasado de moda consejo: «Cuenta hasta diez, siempre cuenta hasta diez antes de tomar cualquier decisión». Pero a veces no se puede contar, a veces no se puede pensar.

 
Para no ponerse en riesgo a él mismo ni al resto del planeta, hacía tiempo que había decidido emplear un método que lo obligase a esperar esos diez segundos antes de apretar el botón. En su tobillo tenía una cinta que había sido roja originalmente pero que se había vuelto casi negra por la mugre, de aquella cinta colgaba una llave que abría una pequeña caja debajo de su asiento, en la caja se encontraba otra llave que abría la guantera de su camión, dentro de la guantera guardaba nada menos que su control remoto.

La espera se hizo eterna y las risas de su ex con su nuevo novio le colmaron la paciencia. Se arrancó del tobillo la cinta que había sido roja originalmente pero que se había vuelto casi negra por la mugre, abrió con la llave la pequeña caja ubicada debajo de su asiento, sacó la llave con la cual abrió la guantera y de allí sacó nada menos que su control remoto. Tardó más de diez segundos en realizar todo el proceso, el viejo método de contar hasta diez no habría servido de nada en aquella oportunidad.

Estaba a punto de apretar el botón cuando alguien golpeó la puerta de su viejo camión, se asomó y vio a Natalie; la niña más linda de la faz de la tierra estaba ansiosa por pasar el domingo entero con su padre. Volvió entonces a guardar el control remoto en la guantera antes de que su hija se subiera al camión; y el mundo siguió girando.


III


«Estás muy linda, ¿acaso no te das cuenta de que podrías romperle el corazón a alguien viéndote así?»

Natalie jamás olvidó aquellas palabras de su abuela; era la típica frase de vieja, pero tenía toda la razón. El Edicto 5 había sido removido por el nuevo líder, pero el sentido común aún indica que arreglarse en demasía es una falta de consideración hacia los demás. Nadie debe llamar la atención en un mundo en donde todos los adultos poseen un control remoto, nadie debe tener derecho a decepcionar ni a hacer sufrir, ni a hacer desear ni a hacer sentir.

«Si me abandonas… ¡apretaré el botón!»

«¡Acuéstate conmigo o nos mataré a todos!»

Natalie fue martirizada numerosas veces debido a su aspecto pero, lo intentara o no, siempre fue muy atractiva.


IV


Ayer fui al hospital a ver a mi madre en pleno horario de clases; sí, soy de faltar seguido. Falto porque da lo mismo si uno asiste o no al colegio, de todas maneras el Edicto 8 indica que no debe haber calificaciones y que todos deben aprobar.

Natalie me dijo que me acompañaría al hospital, pero ayer cambió de opinión y fui solo. No es la primera vez que cancela una cita conmigo a último momento; algo le sucede.

No quiero ni considerar la posibilidad de perderla, aquello me destruiría. No dejo de pensar en ella, ninguna otra mujer me gustó tanto; claro que son pocas las que se ven así de lindas.

En la clase de historia aprendí que hace muchos años el nuevo líder dictaminó el Edicto 5 sobre la prohibición de verse atractivo, pero pronto lo removió por ser demasiado difícil de juzgar; además, algunos se ofendían si no se les llamaba la atención por no cumplir con este mandato. Mientras estuvo en vigencia, los desfiles de diseñadores, la producción de accesorios y en general todo lo que tenía que ver con la moda desapareció; luego de la remoción de este edicto, la falta de interés en el aspecto físico se mantuvo por costumbre.

En medio de una de mis tantas reflexiones llegué al hospital. Mi madre estaba bien, se trataba tan sólo de una operación de vesícula; nada por lo qué temer. La gente me preguntaba preocupada por su salud, no por ella en sí, sino por la posibilidad de que pudiera sentir que todo estaba perdido y apretara su botón.


Desde que se dictaminó el Edicto 13, nada causa más miedo que una persona que no tiene ganas de vivir. De todos modos no había riesgos de que mi madre hiciera estallar el mundo, sin importar que tan enferma estuviera ella jamás haría algo así. Pero la Señora Z, ubicada en la cama adjunta, atravesaba una situación completamente diferente y, a decir verdad, su afligido gesto era inquietante:

―Aquí están sus pastillas, Señora Z ―dijo la enfermera―. Y por favor cuente hasta diez, siempre cuente hasta diez antes de tomar cualquier decisión.

La Señora Z tenía apoyado el pulgar en su control remoto. ¿Por qué? Porque nadie jamás la había querido ir a visitar al hospital ¿Por qué? Porque nadie jamás la había querido.

Su pellejo gris pesaba demasiado como para fingir una sonrisa. De repente, sus labios secos y cuarteados dejaron salir un hálito de ultratumba:

―Uno, dos, tres,…


V


Natalie secaba sus lágrimas con un pañuelo mientras los rostros silenciosos del autobús la apuntaban. Parecía cuestión de tiempo para que ella metiera la mano en su cartera en busca de aquello en lo que todos estaban pensando.

El tiempo se detuvo cuando abrió el cierre, introdujo la mano y comenzó a revolver entre sus cosas.

«¡No lo hagas!, ¡por favor!» pensó más de uno, pero el Edicto 21 prohíbe entrometerse en los asuntos de los demás en lo que respecta al uso de los controles remotos.

Finalmente Natalie encontró lo que estaba buscando: un nuevo paquete de pañuelos descartables con el cual seguir secando sus lágrimas.

El autobús entero respiró.


VI


Odio estas charlas motivacionales de fin de curso, ¿qué sentido tienen? Intentan aconsejarnos sobre la elección de nuestras carreras pero todos los que trabajan tienen el mismo salario, y los que no trabajan… también. No hay razones para sobresalir del resto, de hecho eso es lo que todos quieren, que seamos iguales, de ese modo nadie siente envidia y nadie se siente disconforme con lo que la vida le dio.

No sé qué pensarán mis compañeros, pero a mí no me sirven en absoluto estos debates que impuso el nuevo líder.

Pronto terminaré mis estudios y no tengo ni la menor idea de lo que haré; es más, ni siquiera sé que haré en mi cumpleaños y es dentro de una semana. Sólo sé que el 2 de diciembre seré mayor de edad, justo ahora cuando no estoy de humor para festejos. Mi mente está demasiado ocupada en Natalie. Desde que me abandonó, no puedo dejar de pensar en ella… ni en el control remoto.



FIN