lunes, 20 de noviembre de 2023

CAZADOR DE BRUJAS





Abel recorría sus tierras decepcionado. Había cultivado una hectárea entera para solo cosechar una cesta de nabos; aquel sería un invierno más duro que el anterior.

Con las gallinas no tendría mejor suerte. Cada día las veía más delgadas, y no era extraño encontrar los restos de una que había sido devorada por un zorro la noche anterior.

El pueblo estaba maldito, él lo sabía, todos lo sabían. Algunos simulaban que no era así, y decían que solo era cuestión de mantenerse firmes. María Inés, su esposa, se mostraba convencida de que aquello no era más que una mala temporada, y que pronto llegaría a su fin.

«Este pueblo está condenado», dijo Abel mientras dejaba caer la canasta de nabos sobre la mesa. Las hortalizas rodaron hasta que algunas cayeron al suelo, y su mujer las recogió en un intento de alentar a su marido. Esa tarde Abel convocó a todos en asamblea para buscar una solución.

En el pueblo lo respetaban mucho; era un hombre habilidoso de veinticuatro años, que ya había superado la mitad de la esperanza de vida de aquellos tiempos. Las treinta familias que conformaban el poblado se reunieron, y él fue el primero en tomar la palabra:

―He vivido en este lugar toda mi vida y jamás imaginé que se convertiría en lo que es hoy. Las plantaciones se pudren, los animales adelgazan y la gente enferma de pestes. La maldición está creciendo. Cada año está más nublado; no he visto el sol en semanas. El suelo está negro, como el de un pantano. Con mi mujer hemos intentado tener familia, pero no lo hemos conseguido. ¿Cuándo fue la última vez que una mujer quedó encinta en este pueblo? Es hora de enfrentar aquello que nos está sumiendo en la oscuridad.

Los pueblerinos sabían a qué se refería Abel; estaba hablando de la bruja.

Cuando propuso ir a matar a la malvada hechicera recibió mucho apoyo, pero algunas mujeres dijeron que aquello era demasiado peligroso. Comenzaron a debatir hasta que se escuchó la tos convulsa de un niño mal alimentado, lo que enardeció aún más a los que estaban decididos a correr el riesgo. De pronto tomó la palabra el viejo herrero:

―¡Debemos hacer algo con urgencia! ―dijo―, he enterrado a dos de mis hijos este año y no seguiré de brazos cruzados.

Abel buscó voluntarios que lo acompañasen, pero muchos estaban débiles a causa de diferentes enfermedades. Finalmente fueron cinco los que se le unieron para la travesía: su hermano menor Pedro, el herrero junto con su hijo Tino, y los gemelos Bordón, que no eran muy listos, pero eran muy entusiastas al momento de participar de una aventura.

Al día siguiente se equiparon con escopetas, machetes y rastrillos. Al despedirse, el sacerdote oró por ellos y les entregó crucifijos y botellas de agua bendita.

Eran la última esperanza de aquel pueblo famélico y, entre las lágrimas de todos, fue el pequeño Tino quien prometió sonriente que regresaría con la cabeza de la bruja en un costal.

Partieron al ponerse el sol. Deseaban cruzar el bosque durante la noche y llegar al amanecer; horario en que mengua el poder de la magia oscura. Debían moverse a prisa; el bosque norte era un sitio terrible y nadie se atrevía a acampar allí. Su madera no era utilizable; los árboles crecían torcidos y no alcanzaban más que unos pocos metros antes de secarse. Los pies se hundían en el suelo inerte, y cada paso era como caminar cien metros.

Cuando estaban a mitad de camino aparecieron tres lobos. No eran lobos comunes; se notaba en su mirada que fueron enviados por la hechicera. Sus ojos eran rojos, brillantes como brasas del infierno, y su gruñir mostraba una maldad jamás vista en el reino animal.

Los hombres dispararon con sus escopetas, pero los lobos fueron más rápidos. Solo Pedro logró acertar a uno de ellos, que cayó muerto al instante. Las otras dos fieras saltaron sobre uno de los gemelos Bordón, y los demás cazadores las atacaron con sus rastrillos y machetes, pero una de ellas logró morder al hombre en el cuello, y éste falleció ahogado en su propia sangre.

Los cinco hombres restantes hicieron unos minutos de silencio y lo enterraron allí mismo. Luego continuaron con la misión movidos por el amor a sus familias, sabiendo que aquello era un viaje de ida al fin del mundo.

La luna no volvió a salir por el resto de la noche, y una lluvia ácida cayó sobre los héroes que se cubrieron con sus gorros y chaquetas, avanzando al unísono en aquella marcha fúnebre.

Llegaron al arroyo que desembocaba en el río Pombo; unas aguas que en los últimos años se habían contaminado. No había puentes, y debieron hundirse hasta la cintura para cruzarlo. Algunos se quitaron las botas, otros prefirieron conservarlas por miedo a las rocas filosas y a las picaduras de insectos acuáticos. Pedro fue el último en cruzar, y al ver que los demás cruzaron sin problema, decidió quitarse las botas de cuero para no mojarlas.

En el medio del arroyó sintió un fuerte dolor en el tobillo, y vio entonces alejarse a una anguila de color verdoso. Pedro echó un grito al cielo. Continuó como pudo hasta llegar al otro lado, enceguecido de dolor, y los demás debieron ayudarlo a subir a la orilla. Allí se recostó; la pierna se le había puesto azul al instante y no paraba de sangrar; la anguila le había arrancado un trozo de carne. El herrero le hizo un torniquete debajo de la rodilla para frenar la hemorragia, y debieron improvisarle unas muletas para que pudiera llegar a destino. Pedro continuó avanzando, pero los demás sentían que habían perdido al segundo miembro del grupo.

Llegaron a una pequeña colina, y al ascender vieron al otro lado un cúmulo de árboles de gran tamaño bajo el que se encontraba la cabaña de la bruja.

Estaba amaneciendo, y descansaron unos minutos recostados en la colina a esperar a que el sol terminara de elevarse sobre el horizonte. En ese momento divisaron un cuervo que comenzó a sobrevolar el puesto. No era un ave cualquiera, era la bruja quien lo manipulaba utilizándolo como vigilante.

Con el correr de los minutos se sumaron nuevos cuervos, hasta que fueron más de veinte. Volaron en círculo encima de los hombres hasta que, todos a la vez, atacaron al más grande de los cinco cazadores: el viejo herrero.

Los demás sujetos intentaron repeler a las aves con sus machetes mientras éstas picoteaban los enormes brazos del forjador. A pesar de sus canos cabellos, mantenía su fuerza intacta, y mató a varios de ellos a puñetazo limpio; pero los picos córvidos eran demasiados, y el herrero cayó al suelo donde ya no pudo defenderse. Las aves parecían endemoniadas, y dos de ellas atacaron su rostro y le arrancaron los ojos a la vez.

El lugar quedó lleno de sangre y plumas negras. Ni un cuervo sobrevivió al combate, pero tampoco sobrevivió el herrero. Su hijo Tino lloró la muerte mientras Abel le apoyaba la mano en el hombro. A esa altura no quedaban dudas; estaban más convencidos que nunca de que no regresarían a su pueblo sin luchar hasta el final.

De pronto el gemelo Bordón que aún vivía decidió huir. Los demás le gritaron que no lo hiciera, que lo necesitaban, pero él no les hizo caso. Bajó por la colina y se metió de nuevo entre los árboles torcidos del bosque. Allí su pie atravesó un hilo imposible de ver, ubicado a centímetros del suelo, y una trampa de madera salió de abajo de la tierra para apresarlo.

La trampa se elevó en forma vertical y le clavó media docena de estacas en su pierna derecha. Los demás corrieron a socorrerlo, pero una de las estacas había atravesado su arteria femoral, y en cuestión de segundos falleció desangrado.

Abel sintió que él era la única esperanza de matar a aquella acólita del Diablo. Solo lo acompañaban su hermano Pedro, que con cada paso que daba más se infectaba la mordedura de la anguila, y el joven Tino, ya huérfano, que aún conservaba la voz de un niño.

Al volver a subir a la colina vieron que la casa ya era iluminada por la luz solar, y fueron sin pérdida de tiempo en busca de la bruja.

El lugar parecía en ruinas, estaba cubierto por enredaderas y apenas se veían las ventanas. El techo era de paja, y por partes se había caído dejando enormes huecos. Alrededor, las raíces de los árboles emergían de la tierra y latían como venas, inyectando la tierra de veneno a la vez que se alimentaban de la miseria de los habitantes del pueblo.

Los hombres se acercaron y fue Abel quien forzó la puerta. La traba cedió enseguida; la humedad y lo que parecieron años en desuso la habían pulverizado.

Por dentro, el peso específico del aire aumentaba considerablemente. Los pocos haces de luz solar que ingresaban mostraban millones de partículas flotando; llenas de ácaros deseosos de alimentarse de los restos de piel muerta que se acumulaba en el suelo y el mobiliario.

El hedor a azufre les provocó picor en la nariz y hasta llegó a sus gargantas. Al adentrarse más, los hombres sintieron cómo la densidad del aire seguía en aumento. Caminaron los tres juntos, mirando hacia los costados intentando cubrir todas las direcciones.

La casa daba la sensación de estar abandonada desde hacía un siglo. El suelo estaba cubierto de basura en descomposición, que había generado un ecosistema de hongos y bacterias que se desarrollaba con total esplendor en aquel ambiente desprovisto de luz. Las telas de araña formaban cortinas que atravesaban la sala, y en las paredes vieron huesos de animales, muñecos hechos de ramas, y hasta hallaron colgada la piel que había mudado una serpiente.

De pronto escucharon unos pasos rápidos y pequeños, como los de un roedor, y las sombras dibujaron figuras diferentes a los objetos que las proyectaban.

Continuaron avanzando hasta llegar a una escalera. Abel hizo la seña de que él sería el primero en subir, y Pedro lo siguió unos escalones detrás, con ayuda del muchacho.

Una risa aguda se escuchó de repente, y la escalera se derrumbó a los pies de Pedro. El hijo del herrero miró hacia abajo y enseguida se puso frente al hueco para impedir que Abel viera lo que le había sucedido a su hermano.

Pedro había caído a un sótano repleto de lanzas antiguas, ubicadas de manera vertical formando una cuadrícula. Eran decenas de puntas oxidadas de épocas remotas, y aquel que había mantenido su gallardía aún tras la mordedura de la anguila, falleció en segundos, enterrándose en las armas junto a valientes anteriores de los que solo quedaban huesos polvorientos.

Abel respiró profundo, lamentando la muerte de su hermano, luego besó su crucifijo y subió los últimos escalones mientras abría con cuidado la botella de agua bendita.

Frente a él apareció la bruja. Un enorme sombrero y unos cabellos crespos cubrían su rostro, y solo se asomaba su larga nariz puntiaguda. Los ojos se le pusieron rojos, brillantes como brasas del infierno. Abel sacudió la botella lanzando un chorro de agua bendita sobre la hechicera, que se cubrió con sus harapos. La anciana gritó mostrando sus pútridos dientes, y el olor a azufre llegó hasta los pulmones de los cazadores. En el rostro arrugado de la hechicera pudieron verse quemaduras de las gotas de agua que le salpicaron, y entonces Tino le lanzó una botella entera, que estalló en medio de su frente.

La bruja corrió hacia un rincón oscuro para reagruparse y los hombres avanzaron valerosos a pesar del miedo que tenían; estaban dispuestos a morir en aquel enfrentamiento de ser necesario.

Abel hizo señas al muchacho para que se acercara por la derecha, para atacarla juntos a la cuenta de tres, pero antes de terminar de contar corrió hacia la bruja para dejar al joven atrás y asumir todo el riesgo.

La anciana fue veloz, y lanzó un hechizo al grito de «¡Mengi nixtul!», que provocó una explosión sorda haciendo tropezar a Abel.

En los segundos que le tomó ponerse de pie, Tino corrió hacia la bruja con el rastrillo a dos manos, y entonces Abel vio como ella lo esquivó y le clavó un cuchillo en medio del abdomen al muchacho.

Abel gritó y dio un salto para caer sobre la hechicera y ensartarle su rastrillo directamente en el cuello.

Enseguida se acercó al joven Tino, que lloraba de dolor y sonreía a la vez. Estaba feliz de que la muerte de su padre y las de los otros héroes no habían sido en vano, ya que habían puesto fin a la maldición que había afectado al pueblo desde antes de que él naciera.

Abel examinó el corte del muchacho, que no había sido profundo ni había afectado órganos vitales, pero el cuchillo estaba dotado de fuerzas oscuras, pues había sido forjado por seres malignos. Intentó cubrir la herida, pero la carne a su alrededor se derretía mientras lava ardiente brotaba de sus intestinos.

Los ojos de Tino se apagaron mientras Abel lo sostenía en sus brazos y le prometía que en el cielo lo aguardaba un sitio especial, donde gozaría de aquello que no alcanzó a conocer en su corta vida; como su primer trago de cerveza y el beso de una mujer hermosa.

A su lado, la malvada hechicera también había muerto, pero para deshacerse de ella para siempre debía cortarle la cabeza y transportarla a cientos de metros, de ese modo su perversa alma jamás podría encontrar los restos.

Su regreso fue celebrado, y la cabeza de la bruja fue echada a la hoguera. Algunas mujeres se descompusieron de impresión mientras la piel de la anciana se quemaba dejando todo el cráneo a la vista.

El héroe relató la travesía y habló de cuán valientes habían sido los otros cinco hombres; incluso alabó al Bordón que intentó huir cuando estaban en la colina frente a la casa, mintiendo que el hecho ocurrió mientras iban de subida. Pero más que nada habló de Tino, el hijo del herrero, diciendo que fue él quien mató a la bruja para fallecer poco después a causa de las heridas. La celebración duró varias horas y todos brindaron repetidas veces imaginando la llegada de una era dorada para el pueblo.

Al terminar la celebración, Abel y María Inés fueron a su casa. Él estaba exhausto y solo deseaba pasar la noche junto a ella. Pero mientras se quitaba las botas, María Inés se había escondido en un rincón oscuro, y se acercó a él para clavarle un cuchillo en el abdomen:

―Te imploré que no fueras ―dijo ella―. Te dije que aquella era una misión suicida. Has matado a una de nosotras, pero somos muchas las hechiceras en este pueblo. Aquella era mi hermana, y ahora yo seré la bruja suprema.

Abel intentó cubrir la herida, pero la carne a su alrededor se derretía mientras lava ardiente brotaba de sus intestinos. Enseguida cayó al suelo, y lo último que alcanzó a ver fueron unos ojos rojos, brillantes como brasas del infierno.


sábado, 11 de noviembre de 2023

EL SER QUE ME PROTEGE





A veces imagino que soy el último hombre sobre la tierra, el único superviviente de una guerra entre gigantes. Nada puede detener mi entrega por estas autopistas infinitas, que por las noches dan la sensación de que no volverán a recibir la luz del sol, ya que éste se ha apagado. Las alimañas nocturnas se alejan temerosas de las ruedas de mi tráiler, pues ellas saben que soy el navegante, un poco ángel, un poco demonio, y me desplazo dividiendo la oscuridad en dos en mi gran buque de acero.

A veces siento que el sol está quemando toda la superficie terrestre, y mi camión repele los rayos ultravioletas evitando que me conviertan en polvo, y al llegar a mi destino no habrá nada allí, ni ciudades, ni habitantes, solo un mundo desértico, como el que yo recorro.

He acumulado incontables historias durante mis viajes; algunas son difíciles de creer y hasta difíciles de explicar. De todas maneras, no me gusta contar lo que veo, no por miedo a las críticas, sino porque esas historias son parte de mí, tiñen mi existencia, son demasiado íntimas para compartir con cualquiera.

He intercambiado relatos con otros compañeros camioneros, que también han vivido sucesos extraños; y conversamos entre cigarrillos y café en una suerte de competencia por ver quién vivió la experiencia más espeluznante.

Un fantasma en la carretera suele ser factor común. A todos nos ha distraído un suceso repentino: una luz extraña en el espejo retrovisor, o la sensación de haber pisado un pozo que pasamos por alto. Luego, al volver a mirar al frente, encontramos un ser estático al que atropellamos sin remedio. Tras eso no vemos nada; no hay cuerpos en el asfalto ni marcas en la parrilla del camión, como si hubiésemos atravesado aquel ser incorpóreo, que se movía a través dimensiones espaciales distintas de las nuestras.

Muchos, también, hemos escuchado ruidos lejanos en noches de luna llena, ruidos que procedían de criaturas que no logramos identificar. Aullidos de bestias cuyas gargantas están diseñadas para helar la sangre cada vez que emiten sonido.

Incluso hay traileros que juran haber tenido encuentros cercanos con dichos engendros. Se trataba de nahuales, quizás, o algún otro ser mitológico que la ciencia aún no ha estudiado. Es que nosotros somos los pioneros, los que abrimos caminos en busca de esos mitos modernos, y son nuestras vivencias las que van formando un bestiario verbal, que llenamos con locaciones y fechas inexactas, al igual que ocurría con las leyendas antiguas, de eras previas a la invención de la escritura, que fueron relatadas por los primeros humanos.

Lo cierto es que todas ellas son historias que terminan como empezaron, cuya veracidad fue engullida por el alma de la carretera, sin dejar evidencia alguna.

Algunos sostienen que todo es producto de nuestra imaginación, provocado por el consumo de alguna sustancia o por el simple hecho de manejar durante horas sin dormir. Yo he estado allí, y admito que la falta de sueño por el apuro de cumplir con los plazos establecidos hace que los párpados pesen, y más de una vez he confundido la realidad con el mundo onírico. Es que la autopista monótona adormece los sentidos, y la mente nos juega bromas en sus intentos por permanecer despierta.

Es en esos caminos oscuros, que no presentan más que unas señales esporádicas, donde las historias sin explicación suceden a menudo, recordándonos, en la angustiante soledad, que aún estamos vivos. Pero por sobre todas mis vivencias, hay una que es la más intrigante que he tenido, y cuya certeza es irrefutable. Es una historia que ha dejado huellas, probando su existencia. Ya no tengo esas pruebas, pero las he visto, y aunque hayan desaparecido, sé que las tuve enfrente, pues estaban allí cuando la adrenalina liberada por el suceso ya se había disipado, y ya me encontraba con todas mis facultades intactas para analizarlas.

No puedo decir con exactitud cuándo ocurrió, me es difícil recordar fechas. Para mí, todos los días son iguales; todas las horas son lo mismo. Tampoco me interesa buscar entre mis recibos de entregas, pues de todas maneras recuerdo esa noche como si hubiera sucedido ayer. Sin importar cuánto tiempo transcurra, la historia irá siempre conmigo en la cabina de mi camión.

Ocurrió mientras viajaba por la carretera de Hermosillo a Santa Ana, a la altura de El Peñasco. Era una tarde de agosto, en la que una lluvia opresiva y calurosa ahogaba los pulmones.

No había nadie, nadie en absoluto. Solo una vegetación agonizante y un sol apenas visible tras las nubes, que ya comenzaba a esconderse.

A un costado del camino vi a un hombrecito haciendo dedo, cubriéndose de la lluvia con un impermeable y un sombrero de ala ancha, de cuero negro.

Muchos traileros temen llevar desconocidos, pues hay muchos peligros en hacerlo. La soledad, por otro lado, nos tienta a escuchar una voz humana que nos brinde compañía; una amistad breve, de unas horas nada más. Así es todo en mi vida: amores efímeros en ciudades perdidas, amores de una noche. En mis costumbres errantes solo he echado unas pocas raíces que hoy se han convertido en fotografías en mi parasol; en ellas aparezco junto a una hermosa niña que hoy ya debe ser adulta.

Me detuve junto al hombre y abrí la puerta para decirle que me dirigía rumbo a Nogales, entonces me hizo una seña con el pulgar y comenzó a subir. La cabina fue muy alta para él, pues era de baja estatura y edad avanzada, y debió calcular cada paso antes de efectuarlo.

Le ofrecí mi mano, pero la rechazó. Finalmente subió y me saludó cordialmente haciendo un gesto con su sombrero.

No dijo nada al sentarse, pero yo estaba contento de haber encontrado alguien con la última luz de esa tarde; antes de que el vacío nocturno comenzase a digerirme y deshumanizarme con cada kilómetro recorrido.

Miré a lo lejos mientras reiniciaba mi marcha, pero no pude divisar casa alguna de la que aquel hombrecito pudo haber salido. Imaginé que viviría a lo lejos, donde la vista se vuelve borrosa a causa del calor sofocante que evapora las gotas de lluvia, y que su vivienda estaría al otro lado del horizonte.

Le hablé sobre mí, mientras dosificaba preguntas hacia él, pero la verborragia no era lo suyo. Le mostré con orgullo las fotografías de mi niña, deseando fingir por unas horas que estaba junto a un amigo, aunque nuestros caminos no volviesen a cruzarse jamás. Las miró, y apenas sonrió para pronto perder su mirada en el paisaje.

No intercambiamos muchas palabras, y poco a poco la oscuridad nos envolvió hasta que encendí las luces altas de mi camión para poder atravesarla, abriendo así un agujero negro por el cual desplazarnos.

Más tarde la temperatura descendió, y le ofrecí café caliente de mi viejo termo. Él se sirvió una taza, pero solo probó un sorbo. «Tiene azúcar», dijo con un gesto de repugnancia, «Yo lo tomo amargo».

Mi acompañante continuó mirando por la ventanilla, y no logré arrancarle más que monosílabos. Encendí entonces el equipo de sonido para escuchar algo de metal mexicano que me ayudase a mantenerme despierto. Hice lo que suelo hacer cuando escucho música frente a otras personas que tal vez no disfruten del mismo estilo: comienzo con bandas algo amistosas, como Ágora y Luzbel, y de a poco voy descendiendo en luminosidad hasta alcanzar artistas tan infernalmente folclóricos como Coatl y Cemican.

La noche transcurrió sin eventualidades, y aunque las estadísticas dirían que eso no es posible, no crucé un solo vehículo en toda la noche. A pesar de la calma, mi acompañante se mantuvo despierto, puesto que las veces que volteé a mirarlo jamás lo vi con los ojos cerrados.

La música, junto con la luz roja del tablero, me mantuvieron en un estado alerta, enérgico, y el zumbido de las ruedas girando sobre la carretera acompañaba el compás de los poderosos riffs de guitarra.

El cielo estaba cubierto por una densa lana gris, y se asemejaba a una cueva subterránea, pero a medida que nos acercábamos a la medianoche, la luna fue descubriéndose de su velo.

Siempre he preferido los cielos despejados, de astros nítidos; pues me hacen sentir acompañado. Pero viajar con alguien junto a mí es mejor aún; me hace parte de una sociedad que aún no me ha olvidado. He llevado a todo tipo de personas, hombres de diferentes procedencias, y también mujeres, de las cuales más de una se convirtió, como he dicho antes, en un amor efímero.

A mitad de la noche vimos una luz a lo lejos; la primera en kilómetros. La oscuridad era absoluta fuera de los faros de mi camión y de lo que parecía ser una fogata.

De pronto mi compañero rompió su silencio y me pidió que lo dejara en ese sitio, que era allí a donde se dirigía.

Al llegar pude ver de qué se trataba aquel evento. Allí había un templo de madera, construido a partir de un granero. Junto a él, una enorme fogata encendía una cruz invertida de varios metros de altura. Las chispas se elevaban hacia un cielo limpio, y la luna brillaba llena y satisfecha. Al ver a mi acompañante noté como el fuego se reflejaba con vida en su mirada, mientras una sonrisa macabra se dibujaba acentuando las arrugas de su rostro.

Hombres y mujeres danzaban desnudos alrededor de la hoguera, otros llevaban túnicas rojas y velas, y a un costado, sobre una tarima, había un individuo que tenía el rostro cubierto por un cráneo con cuernos. Cuando mi pasajero abrió la puerta, el sujeto de la tarima elevó un báculo en el aire, apuntando hacia el firmamento.

El hombrecito se mostró agradecido y estrechó mi mano con fuerza. Luego dijo una frase que se grabó en mi memoria para siempre: «Gracias por el viaje, mi amigo; le debo un favor. Algún día, cuando usted me necesite, sentirá mi presencia y ayuda».

Se bajó del camión y lo vi acercarse lentamente a la ceremonia, calculando cada paso antes de efectuarlo. Miré a lo lejos mientras reiniciaba mi marcha, y vi cómo todos los cultistas se acercaban a recibirlo con sorpresa y entusiasmo.

Continué el recorrido sin ver edificio o vehículo alguno, hasta que horas más tarde llegué a mi destino. Luego de descargar la mercancía me dirigí a un lugar económico en el que podría darme una ducha caliente y así relajar los músculos de mi cuello y espalda. Sentí de pronto un cansancio como si acabase de terminar un viaje de semanas sin dormir, como si en algún punto de la autopista hubiese descendido por un túnel profundo, y el recorrido se hubiese extendido a través del inframundo.

Al día siguiente, cuando me dispuse a lavar el camión, encontré las pruebas de lo que había sucedido. En la cabina estaba la evidencia de que todo lo que había vivido aquella noche no había sido producto de mi imaginación. Supe que no me cuestionaría más tarde si aquello habría sido un sueño. Tampoco pensaré jamás que el relato pudo haberse deformando con el paso de los años, alcanzando dimensiones imposibles.

Algunos, cuando les narro la historia, dicen que mi acompañante tal vez no haya sido tan misterioso como lo describo, o que la fogata no era tan grande como la recuerdo. Otros sugieren que las personas quizás no estaban realmente bailando desnudas, sino con prendas ligeras, y que lo que parecían ser túnicas no eran otra cosa que chamarras modernas. Hay quienes me preguntan incrédulos si he vuelto a pasar por aquel sitio, y aunque lo he hecho cientos de veces, jamás volví a ver aquel granero.

Muchos podrán dudar de lo sucedido, pero yo sé que todo fue cierto, sé que presencié aquella ceremonia pagana, y que llevé al invitado principal; un invitado que era mucho más que un simple miembro de una secta. Nada puede detener mi entrega por estas autopistas infinitas, pues él me acompaña en mis viajes, agradecido por el favor, haciéndome sentir extrañamente protegido por su presencia.

Es por él que las alimañas nocturnas hoy se alejan temerosas de las ruedas de mi tráiler, pues ellas saben que soy el navegante, un poco ángel, un poco demonio, y me desplazo dividiendo la oscuridad en dos en mi gran buque de acero.

Él dejó su marca en mi vehículo, librándome de toda duda. En la alfombra de la cabina de mi tráiler dejó dos huellas de barro que no podrían haber sido dibujadas por un par de pies humanos. Eran huellas pequeñas, que me hicieron comprender la naturaleza de aquel ser, pues en ellas se notaban, a la perfección, las pezuñas de una cabra.