sábado, 11 de noviembre de 2023

EL SER QUE ME PROTEGE





A veces imagino que soy el último hombre sobre la tierra, el único superviviente de una guerra entre gigantes. Nada puede detener mi entrega por estas autopistas infinitas, que por las noches dan la sensación de que no volverán a recibir la luz del sol, ya que éste se ha apagado. Las alimañas nocturnas se alejan temerosas de las ruedas de mi tráiler, pues ellas saben que soy el navegante, un poco ángel, un poco demonio, y me desplazo dividiendo la oscuridad en dos en mi gran buque de acero.

A veces siento que el sol está quemando toda la superficie terrestre, y mi camión repele los rayos ultravioletas evitando que me conviertan en polvo, y al llegar a mi destino no habrá nada allí, ni ciudades, ni habitantes, solo un mundo desértico, como el que yo recorro.

He acumulado incontables historias durante mis viajes; algunas son difíciles de creer y hasta difíciles de explicar. De todas maneras, no me gusta contar lo que veo, no por miedo a las críticas, sino porque esas historias son parte de mí, tiñen mi existencia, son demasiado íntimas para compartir con cualquiera.

He intercambiado relatos con otros compañeros camioneros, que también han vivido sucesos extraños; y conversamos entre cigarrillos y café en una suerte de competencia por ver quién vivió la experiencia más espeluznante.

Un fantasma en la carretera suele ser factor común. A todos nos ha distraído un suceso repentino: una luz extraña en el espejo retrovisor, o la sensación de haber pisado un pozo que pasamos por alto. Luego, al volver a mirar al frente, encontramos un ser estático al que atropellamos sin remedio. Tras eso no vemos nada; no hay cuerpos en el asfalto ni marcas en la parrilla del camión, como si hubiésemos atravesado aquel ser incorpóreo, que se movía a través dimensiones espaciales distintas de las nuestras.

Muchos, también, hemos escuchado ruidos lejanos en noches de luna llena, ruidos que procedían de criaturas que no logramos identificar. Aullidos de bestias cuyas gargantas están diseñadas para helar la sangre cada vez que emiten sonido.

Incluso hay traileros que juran haber tenido encuentros cercanos con dichos engendros. Se trataba de nahuales, quizás, o algún otro ser mitológico que la ciencia aún no ha estudiado. Es que nosotros somos los pioneros, los que abrimos caminos en busca de esos mitos modernos, y son nuestras vivencias las que van formando un bestiario verbal, que llenamos con locaciones y fechas inexactas, al igual que ocurría con las leyendas antiguas, de eras previas a la invención de la escritura, que fueron relatadas por los primeros humanos.

Lo cierto es que todas ellas son historias que terminan como empezaron, cuya veracidad fue engullida por el alma de la carretera, sin dejar evidencia alguna.

Algunos sostienen que todo es producto de nuestra imaginación, provocado por el consumo de alguna sustancia o por el simple hecho de manejar durante horas sin dormir. Yo he estado allí, y admito que la falta de sueño por el apuro de cumplir con los plazos establecidos hace que los párpados pesen, y más de una vez he confundido la realidad con el mundo onírico. Es que la autopista monótona adormece los sentidos, y la mente nos juega bromas en sus intentos por permanecer despierta.

Es en esos caminos oscuros, que no presentan más que unas señales esporádicas, donde las historias sin explicación suceden a menudo, recordándonos, en la angustiante soledad, que aún estamos vivos. Pero por sobre todas mis vivencias, hay una que es la más intrigante que he tenido, y cuya certeza es irrefutable. Es una historia que ha dejado huellas, probando su existencia. Ya no tengo esas pruebas, pero las he visto, y aunque hayan desaparecido, sé que las tuve enfrente, pues estaban allí cuando la adrenalina liberada por el suceso ya se había disipado, y ya me encontraba con todas mis facultades intactas para analizarlas.

No puedo decir con exactitud cuándo ocurrió, me es difícil recordar fechas. Para mí, todos los días son iguales; todas las horas son lo mismo. Tampoco me interesa buscar entre mis recibos de entregas, pues de todas maneras recuerdo esa noche como si hubiera sucedido ayer. Sin importar cuánto tiempo transcurra, la historia irá siempre conmigo en la cabina de mi camión.

Ocurrió mientras viajaba por la carretera de Hermosillo a Santa Ana, a la altura de El Peñasco. Era una tarde de agosto, en la que una lluvia opresiva y calurosa ahogaba los pulmones.

No había nadie, nadie en absoluto. Solo una vegetación agonizante y un sol apenas visible tras las nubes, que ya comenzaba a esconderse.

A un costado del camino vi a un hombrecito haciendo dedo, cubriéndose de la lluvia con un impermeable y un sombrero de ala ancha, de cuero negro.

Muchos traileros temen llevar desconocidos, pues hay muchos peligros en hacerlo. La soledad, por otro lado, nos tienta a escuchar una voz humana que nos brinde compañía; una amistad breve, de unas horas nada más. Así es todo en mi vida: amores efímeros en ciudades perdidas, amores de una noche. En mis costumbres errantes solo he echado unas pocas raíces que hoy se han convertido en fotografías en mi parasol; en ellas aparezco junto a una hermosa niña que hoy ya debe ser adulta.

Me detuve junto al hombre y abrí la puerta para decirle que me dirigía rumbo a Nogales, entonces me hizo una seña con el pulgar y comenzó a subir. La cabina fue muy alta para él, pues era de baja estatura y edad avanzada, y debió calcular cada paso antes de efectuarlo.

Le ofrecí mi mano, pero la rechazó. Finalmente subió y me saludó cordialmente haciendo un gesto con su sombrero.

No dijo nada al sentarse, pero yo estaba contento de haber encontrado alguien con la última luz de esa tarde; antes de que el vacío nocturno comenzase a digerirme y deshumanizarme con cada kilómetro recorrido.

Miré a lo lejos mientras reiniciaba mi marcha, pero no pude divisar casa alguna de la que aquel hombrecito pudo haber salido. Imaginé que viviría a lo lejos, donde la vista se vuelve borrosa a causa del calor sofocante que evapora las gotas de lluvia, y que su vivienda estaría al otro lado del horizonte.

Le hablé sobre mí, mientras dosificaba preguntas hacia él, pero la verborragia no era lo suyo. Le mostré con orgullo las fotografías de mi niña, deseando fingir por unas horas que estaba junto a un amigo, aunque nuestros caminos no volviesen a cruzarse jamás. Las miró, y apenas sonrió para pronto perder su mirada en el paisaje.

No intercambiamos muchas palabras, y poco a poco la oscuridad nos envolvió hasta que encendí las luces altas de mi camión para poder atravesarla, abriendo así un agujero negro por el cual desplazarnos.

Más tarde la temperatura descendió, y le ofrecí café caliente de mi viejo termo. Él se sirvió una taza, pero solo probó un sorbo. «Tiene azúcar», dijo con un gesto de repugnancia, «Yo lo tomo amargo».

Mi acompañante continuó mirando por la ventanilla, y no logré arrancarle más que monosílabos. Encendí entonces el equipo de sonido para escuchar algo de metal mexicano que me ayudase a mantenerme despierto. Hice lo que suelo hacer cuando escucho música frente a otras personas que tal vez no disfruten del mismo estilo: comienzo con bandas algo amistosas, como Ágora y Luzbel, y de a poco voy descendiendo en luminosidad hasta alcanzar artistas tan infernalmente folclóricos como Coatl y Cemican.

La noche transcurrió sin eventualidades, y aunque las estadísticas dirían que eso no es posible, no crucé un solo vehículo en toda la noche. A pesar de la calma, mi acompañante se mantuvo despierto, puesto que las veces que volteé a mirarlo jamás lo vi con los ojos cerrados.

La música, junto con la luz roja del tablero, me mantuvieron en un estado alerta, enérgico, y el zumbido de las ruedas girando sobre la carretera acompañaba el compás de los poderosos riffs de guitarra.

El cielo estaba cubierto por una densa lana gris, y se asemejaba a una cueva subterránea, pero a medida que nos acercábamos a la medianoche, la luna fue descubriéndose de su velo.

Siempre he preferido los cielos despejados, de astros nítidos; pues me hacen sentir acompañado. Pero viajar con alguien junto a mí es mejor aún; me hace parte de una sociedad que aún no me ha olvidado. He llevado a todo tipo de personas, hombres de diferentes procedencias, y también mujeres, de las cuales más de una se convirtió, como he dicho antes, en un amor efímero.

A mitad de la noche vimos una luz a lo lejos; la primera en kilómetros. La oscuridad era absoluta fuera de los faros de mi camión y de lo que parecía ser una fogata.

De pronto mi compañero rompió su silencio y me pidió que lo dejara en ese sitio, que era allí a donde se dirigía.

Al llegar pude ver de qué se trataba aquel evento. Allí había un templo de madera, construido a partir de un granero. Junto a él, una enorme fogata encendía una cruz invertida de varios metros de altura. Las chispas se elevaban hacia un cielo limpio, y la luna brillaba llena y satisfecha. Al ver a mi acompañante noté como el fuego se reflejaba con vida en su mirada, mientras una sonrisa macabra se dibujaba acentuando las arrugas de su rostro.

Hombres y mujeres danzaban desnudos alrededor de la hoguera, otros llevaban túnicas rojas y velas, y a un costado, sobre una tarima, había un individuo que tenía el rostro cubierto por un cráneo con cuernos. Cuando mi pasajero abrió la puerta, el sujeto de la tarima elevó un báculo en el aire, apuntando hacia el firmamento.

El hombrecito se mostró agradecido y estrechó mi mano con fuerza. Luego dijo una frase que se grabó en mi memoria para siempre: «Gracias por el viaje, mi amigo; le debo un favor. Algún día, cuando usted me necesite, sentirá mi presencia y ayuda».

Se bajó del camión y lo vi acercarse lentamente a la ceremonia, calculando cada paso antes de efectuarlo. Miré a lo lejos mientras reiniciaba mi marcha, y vi cómo todos los cultistas se acercaban a recibirlo con sorpresa y entusiasmo.

Continué el recorrido sin ver edificio o vehículo alguno, hasta que horas más tarde llegué a mi destino. Luego de descargar la mercancía me dirigí a un lugar económico en el que podría darme una ducha caliente y así relajar los músculos de mi cuello y espalda. Sentí de pronto un cansancio como si acabase de terminar un viaje de semanas sin dormir, como si en algún punto de la autopista hubiese descendido por un túnel profundo, y el recorrido se hubiese extendido a través del inframundo.

Al día siguiente, cuando me dispuse a lavar el camión, encontré las pruebas de lo que había sucedido. En la cabina estaba la evidencia de que todo lo que había vivido aquella noche no había sido producto de mi imaginación. Supe que no me cuestionaría más tarde si aquello habría sido un sueño. Tampoco pensaré jamás que el relato pudo haberse deformando con el paso de los años, alcanzando dimensiones imposibles.

Algunos, cuando les narro la historia, dicen que mi acompañante tal vez no haya sido tan misterioso como lo describo, o que la fogata no era tan grande como la recuerdo. Otros sugieren que las personas quizás no estaban realmente bailando desnudas, sino con prendas ligeras, y que lo que parecían ser túnicas no eran otra cosa que chamarras modernas. Hay quienes me preguntan incrédulos si he vuelto a pasar por aquel sitio, y aunque lo he hecho cientos de veces, jamás volví a ver aquel granero.

Muchos podrán dudar de lo sucedido, pero yo sé que todo fue cierto, sé que presencié aquella ceremonia pagana, y que llevé al invitado principal; un invitado que era mucho más que un simple miembro de una secta. Nada puede detener mi entrega por estas autopistas infinitas, pues él me acompaña en mis viajes, agradecido por el favor, haciéndome sentir extrañamente protegido por su presencia.

Es por él que las alimañas nocturnas hoy se alejan temerosas de las ruedas de mi tráiler, pues ellas saben que soy el navegante, un poco ángel, un poco demonio, y me desplazo dividiendo la oscuridad en dos en mi gran buque de acero.

Él dejó su marca en mi vehículo, librándome de toda duda. En la alfombra de la cabina de mi tráiler dejó dos huellas de barro que no podrían haber sido dibujadas por un par de pies humanos. Eran huellas pequeñas, que me hicieron comprender la naturaleza de aquel ser, pues en ellas se notaban, a la perfección, las pezuñas de una cabra.


4 comentarios:

  1. Hola, Federico, por fin he leído este relato y me ha parecido muy gráfico y también muy real todo lo que describes acerca de los camioneros y su largo andar entre luces y sombras.
    Y me has sorprendido, pues esperaba algo más terrorífico al final, después de todo ese preámbulo. Menos mal que algunos seres de la oscuridad son agradecidos, ese favor le sirvió como protección de por vida. Esperemos que esa señal en su camión no atraiga a ningún demonio enemigo del hombrecito, digo de la cabra.
    Federico, creo que este relato puede dar para otra entrega más espeluznante. Bueno no es que esta no lo sea, es solo que no te atreviste a contar esas historias y se agradece para poder dormir bien.

    Te dejo un abrazo cariñoso y me cuido de esas pezuñas de cabra por si acaso.

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    1. Hola, Harolina!

      Me alegra que te haya gustado. Hacia unos meses que no publicaba, pero tengo bastante material nuevo así que estaré actualizando el blog más seguido.

      Este cuento es más bien de misterio. Tal vez escriba otro de traileros más tipo thriller, y podría utilizar al mismo protagonista ya que está bien protegido.

      Una alegría tenerte de visita en mi oscuro tráiler de relatos. Te espero cuando gustes con un termo de café. Sin azúcar para mí.

      Abrazo grande!

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  2. Gracias por hacer que la información sea emocionante y accesible a la vez.

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    1. Gracias a ti por dejar tu comentario. Me alegra que te haya resultado emocionante el relato.

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