sábado, 26 de diciembre de 2015

EL TEMPLO DE KRONOMORTH





I


Una noche en el bar de siempre, perdido entre nubes de humo y alcohol, me despertaron tocándome el hombro. Levanté mi cara de un pequeño charco de vómito que había sobre la mesa y alguien me lanzó un vaso de agua.

―¿Qué demonios hace? ―grité.

―No te quejes, muchacho ―dijo un hombre con voz profunda y rasposa―; me he mojado más que tú con la lluvia y no me ves sollozando por ello.

La tormenta del otro lado de la ventana parecía indicar el fin de la vida sobre la tierra. Las gotas de lluvia chocaban contra el vidrio haciendo eco en el interior de mi cráneo. La cabeza me estallaba. Abrí mis ojos poco a poco y entonces vi al sujeto que me había despertado: un gigantesco anciano cubierto con una túnica.

El hombre apoyó una gran jaula sobre la mesa, tenía forma cilíndrica con la parte de arriba redondeada, y adentro llevaba no menos de una docena de pájaros.

―¿Y usted quién es? ―le pregunté.

―Tengo muchos nombres; tú sabes bien quién soy.

El anciano era descomunal, tanto que al sentarse en el sillón frente al mío ocupó por sí solo el espacio para dos personas. Su túnica de lana estaba llena de agujeros de polillas, y usaba una larga barba corroída por la mugre del tiempo. El sujeto apoyó los codos sobre la mesa y pude ver sus enormes manos llenas de heridas infectas.

―Mire, si es una especie de monje preferiría que se retirase. Ningún hombre puede ayudarme con prédicas.

―Esa es la actitud que te trajo hasta aquí, muchacho; siempre hablando de la ayuda que necesitas como si el mundo te debiera algo.

El extraño se sacó la capucha, su lúgubre aspecto era el de alguien que bien podría tener mil años. Tenía los ojos blancos, pero tuve la sensación de que me estaba viendo con total claridad.

―Veo que usted no es más que otro de mis demonios ―le dije―; lo mataré con alcohol.

―¡No me subestimes, muchacho! ―dijo a la vez que se ponía de pie.

En ese momento un trueno resonó en todo el bar, y el anciano pareció más grande que antes.

Los pájaros de la jaula se alborotaron, chocándose contra las paredes de alambre y largando plumas hacia fuera. El anciano volvió a sentarse y les silbó, entonces las aves se calmaron de inmediato como si hubiesen sido presas de un encantamiento. Yo también quedé mudo, y él continuó hablando:

―No puedo ayudarte en este sitio; nadie puede. La solución a tus problemas te espera en el templo de Kronomorth.

―¿Y eso qué es?

―Es un templo dedicado a todos los dioses ―dijo el anciano―; buenos y malos, reales e inventados, dioses vivos y dioses muertos. Al menos eso es lo que creen algunos. Otros dicen que el lugar no está dedicado a nadie, o mejor dicho, que ha sido erigido para festejar la ausencia absoluta de deidades.

―¿Y por qué eso sería motivo de festejo?

―Porque entonces los humanos ocuparían el lugar de los dioses.

Hice una pausa para intentar digerir sus palabras. Miré a mí alrededor pero solo logré ver rostros borrosos en las demás personas. Las paredes y las mesas del bar se alejaron, perdiéndose en un vacío espaciotemporal. Me atacó de nuevo un profundo dolor de cabeza, y en el interior de mi mente escuché una y otra vez la misma frase: «La solución a tus problemas te espera en el templo de Kronomorth…, en el templo de Kronomorth…, en el templo de Kronomorth…». En ese momento el anciano se adelantó a mis preguntas y comenzó a hablar de aquel sitio:

―Fue construido hace mucho tiempo, cuando el mundo era joven y yo ya era viejo. Con el pasar de los eones los hombres lo han olvidado, y ya no existen mapas que señalen su ubicación, pero de vez en cuando alguien logra hallarlo. Algunos lo encuentran en un sueño, o se chocan con él de manera inevitable; para otros ese sitio puede llegar a estar tan lejos como el lado opuesto del mundo. En tu caso, para encontrarlo deberás hacer lo siguiente: mañana, cuando salgas de esa pocilga a la que llamas hogar, no tomes el camino empedrado de la izquierda para venir hacia aquí como lo haces siempre, ven por el de la derecha.

Hice caso omiso al hecho de que el sujeto supiera por dónde llego al bar y seguí la conversación:

―Siempre tomo el camino empedrado pues el otro es de tierra y se llena de barro en días lluviosos ―dije.

―Pues alguna vez deberías tomar el camino más difícil, ¿no lo crees, muchacho?

―Mi vida ya ha sido demasiado difícil como para complicarla más aún.

―¿Y quién dijo que la vida debe ser fácil? ―preguntó el anciano―. Además no me agrada que hables de tu vida como si fuese tan difícil y la de los demás fuese sencilla. Mejor deja de decir estupideces y presta atención: una vez que llegues a la esquina del bar no dobles hacia aquí, sigue derecho por la calle de tierra.

―Pero estará embarrada por la lluvia de esta noche ―dije.

―¡Lo harás aunque esté embarrada! ―dijo mientras otro trueno retumbaba en el bar―. Continuarás tomando la senda más difícil cada vez que tengas dos opciones, de ese modo llegarás al templo de Kronomorth.

―¿Y cómo sabré que se trata del templo correcto?

El enorme sujeto se inclinó sobre la mesa y me respondió con una amarillenta sonrisa de dientes largos:

―Cuando lo encuentres, lo sabrás.




II


Esa mañana desperte decidido a encontrar el templo de Kronomorth. Fui por el camino de tierra ensuciándome los pies hasta los tobillos. Continué eligiendo la opción más difícil cada vez que la calle se bifurcaba. Agua sobre barro, barro sobre tierra, tierra sobre piedras; siempre seguí el consejo del Encantador de pájaros.

Me fui alejando del pueblo hasta que ya no hubo edificaciones en kilómetros. En un momento llegué a una bifurcación en donde los dos caminos parecieron ser iguales, pero en uno de ellos había una serpiente de cascabel ubicada justo en medio de la calle; supe que debía tomar ese camino. Tomé una piedra para lanzársela a la víbora, pero ella pudo notar mis intenciones:

―¿Qué harás con esa piedra? ―me preguntó.

―No pretendía hacerte daño, solo quería ahuyentarte para poder pasar.

―¿Y por qué me atacas? Yo no te hecho nada. Puedes pasar si quieres, no te detendré.

Su lengua viperina entraba y salía de su boca con rapidez.

―No puedo confiar en ti ―le dije―; no te conozco.

―¿Y cuánto tiempo necesitas conocer a alguien para tenerle confianza?

No supe qué decir.

Nos quedamos ambos en silencio mirándonos. El sol se reflejaba en el vidrio de sus ojos, y del suelo se elevaba una cortina de calor que cubría todo su cuerpo. Minutos después decidió retirarse y pude continuar mi travesía; a veces la solución está en tener solo un poco de paciencia.

Mi peregrinación tomó más tiempo del que esperaba, y mi marcha comenzó a hacerse cada vez más lenta. Mis piernas se volvieron pesadas, como si no fuese yo quien se movía sino que estaba haciendo girar al planeta con mis pasos. En un momento me detuve casi por completo, y unas cucarachas aprovecharon mi falta de movimiento para trepar por mis piernas.

Las alimañas me atormentaron durante varios kilómetros, caminaban encima de mí y se turnaban para susurrarme ideas de suicidio al oído. No me decían que acabe con mi vida en forma definitiva, sino que cometa pequeños actos de muerte: «Recuéstate y descansa hasta que todo se resuelva», «Solo te esperan desgracias en el futuro», «Nadie notará la diferencia si no haces tus tareas», «Nadie notará la diferencia si te mueres».

Comencé a perder mis fuerzas y llegué a creer que jamás llegaría al templo de Kronomorth, incluso se me ocurrió que el anciano me había enviado a una búsqueda de algo que jamás existió, para que muriera en medio de la nada y así la humanidad se desharía de mí.

Las cucarachas llegaron a cubrir todo mi cuerpo, incluso el rostro, y no me permitían ver con claridad cuando caminaban sobre mis ojos. Por culpa de ellas choqué con algo, y al estirar las manos noté que se trataba de un muro de piedra. Parecía ser el fin de mí búsqueda, pues no tenía fuerzas para treparlo. Comencé a sacudirme para deshacerme de los insectos y logré ver entonces que la pared terminaba a tan solo unos pocos metros de donde yo estaba. Me deshice del enjambre que me rodeaba y caminé hasta el fin del muro con facilidad.

Horas más tarde observé que el cielo comenzaba a ponerse de color lila, y vi que en la cima de una colina había una construcción única e imponente, y supe que se trataba del templo de Kronomorth. Tenía forma cilíndrica, y estaba rodeado por columnas, y encima del edificio descansaba una enorme cúpula hemisférica. En ese momento recordé la inmensa jaula de pájaros que llevaba el sabio del bar y me di cuenta de que tenían la misma forma.

Avancé unos pocos kilómetros más mientras el sol se escondía tras la colina, y llegué entonces a otra bifurcación que resultó ser la última.

A la izquierda había un camino de pequeñas rocas de colores brillantes con una hilera de margaritas a cada lado. Parecía ser cuestión de unos pocos minutos llegar al lugar de mi salvación si seguía ese sendero. La ruta de la derecha, en cambio, solo parecía traer consigo promesas de dolor. Ríos de lava la cruzaban, y un bosque de árboles negros no me permitía ver si el trayecto era recto o sinuoso. Por supuesto seguí el camino de la derecha.

―¿A dónde te diriges, adefesio? ―dijo alguien a mis espaldas.

Al darme la vuelta vi que se trataba de un hombre delgado con el rostro cubierto por una grotesca máscara roja.

―Estoy yendo al templo de Kronomorth ―le dije.

―Por eso lo pregunto, adefesio, ¿acaso no ves que el otro camino es más corto?

―El Encantador de pájaros me dijo que siempre elija el camino difícil.

El sujeto de la máscara tomó un poco de la tierra negra del camino de la derecha y dibujó sobre su máscara una enorme sonrisa.

―¿“El Encantador de pájaros”? ―dijo― ¿Por qué lo llamas así? Sabes bien que ese no es su nombre.

―Me gusta llamarlo así ―le dije, y seguí mi camino mientras el sujeto de la máscara continuaba riéndose sujetándose del abdomen para exagerar el gesto.




III


El último escenario se veía terrible, pero el simple hecho de saber que mi meta estaba cerca hizo que no me pareciera tan difícil. A pesar de la negrura de los árboles, la luz solar se reflejaba entre las hojas, permitiéndome ver lo suficiente como para saltar con poco esfuerzo los ríos de lava.

Llegué al templo de Kronomorth justo cuando estaba anocheciendo. Subí por unas escaleras y noté que el camino que yo había tomado era el único con acceso a ellas. Me asomé al borde para mirar el camino de piedras coloridas bordeado por margaritas que me recomendó el sujeto de la máscara. Vi que ese camino no llegaba hasta las escaleras del templo, pues se replegaba sobre sí formando una cinta de Möbius sobre la que caminaban miles de personas suplicantes, semejando un boceto de Escher terminado por Durero.

Ingresé por la ciclópea entrada del edificio intentando no hacer ningún ruido, pues el silencio allí dentro era absoluto. Grandes cerámicas de granito con arabescos cubrían el suelo, y en las paredes había símbolos arcanos incomprensibles para mí.

Caminé por su interior hasta que me crucé con un monje con el rostro deforme. Su nariz parecía haberse derretido y estirado hacia un lado. Sus parpados estaban pegados casi por completo, y no usaba ropa a excepción de un pequeño taparrabos; tal vez para dejar a la vista su torso lleno de cicatrices.

―Disculpe, vengo de muy lejos, estoy buscando… ―dije hasta que el monje me interrumpió llevándose el dedo índice a los labios en un gesto de silencio.

El sujeto elevó el rostro para poder verme mejor. Me observó durante unos segundos como si estuviera leyéndome el alma, y me indicó el camino hacia unas escaleras descendentes. Intenté agradecerle, pero otra vez se llevó el índice a los labios para indicarme que no hablara.

Bajé por las escaleras y allí encontré un segundo monje igual al primero; juraría que se trataba de gemelos.

―Disculpe, he perdido el rumbo, quisiera saber… ―tampoco pude terminar mi pregunta pues él también me interrumpió señalando hacia una entrada.

Llegué entonces a un arco tallado en madera y hueso, sobre el que colgaba una pesada cortina de terciopelo color vino. Corrí la tela, pero allí tampoco estaba mi solución; a unos pocos metros había otro arco igual al primero.

Mi mente comenzó a hacerse todo tipo de preguntas: «¿Encontraré aquí a mi creador? Si es así, le exigiré explicaciones». Pero al abrir la segunda cortina solo encontré un tercer marco igual a los dos primeros.

«Tal vez aquí esté el culpable de mis fracasos. Cuando esté frente a él le diré que se disculpe». Crucé al otro lado, mas solo encontré un nuevo marco de madera y hueso.

«Puede que del otro lado haya un ángel protector, le demandaré que me acompañe por el resto de mis días». Nada aún, solo un quinto marco igual a los demás.

«Quizás no sea una deidad, sino un hombre sabio. Le demandaré ayuda y consejos para poner mi vida en orden». Sin novedades; tan solo un nuevo marco me esperaba a pocos metros.

Perdí la cuenta de la cantidad de cortinas que atravesé y de la cantidad de reclamos que tenía para quien me esperase del otro lado. Pensé que tal vez fuesen infinitas, y que seguiría atravesándolas hasta que al final moriría bajo el peso de ese templo.

Llegué a un nuevo arco idéntico a los otros pero por alguna razón tuve la sensación de que de que se trataba del último; no podría explicar por qué lo supe, pero así fue. Abrí entonces de un tirón la última cortina de terciopelo y del otro lado encontré la causa y la solución a todos mis problemas. La respuesta estaba allí, sobre la inexorable superficie de un espejo.



sábado, 5 de diciembre de 2015

CRÍMENES EN BLANCO Y NEGRO





Pronto dejarás de temer a los payasos.


I


«Por favor, envíame un audio ¿Sí?», escribió Karina.

Se habían conocido hacía dos semanas, chateaban durante horas y ella quería conocerlo mejor. Un audio habría sido lindo, ella conocería su voz, además habría sido una prueba de que él no estaba conversando mientras su esposa dormía a su lado. Transcurrieron unos segundos y él seguía en sin responder.

«¿Y una foto?», escribió ella, «Quiero saber cómo eres».

La joven dejó de respirar mientras fijaba la vista inmóvil en la pantalla. Los puntos suspensivos le indicaban que el nuevo amor de su vida estaba respondiendo a su pedido:

«En lugar de enviarte un audio o una foto, te propongo lo siguiente: encontrémonos esta noche».

Aquella invitación fue el mejor mensaje que pudo recibir, fue una verdadera prueba de interés; o al menos eso fue lo que Karina creyó en ese momento. La joven asistió esa noche al lugar y hora acordados sin dudarlo, y su cadáver amaneció en un callejón.

La policía analizó en forma minuciosa la habitación de la muchacha asesinada. El detective Francisco Romero fue asignado para hacerse cargo de la investigación. Habló unas palabras con los padres de la joven y luego ingresó a la alcoba a dar indicaciones a sus hombres; no quería perder detalle.

Todos los muebles y adornos de Karina eran en colores negro y rosado, era un ataque directo a las retinas de Romero. Miró los posters uno por uno; intentó leer el nombre que aparecía en uno en el que aparecía una banda musical noruega. Movió los labios pero no logró pronunciar nada que se asemejara al modo en que lo diría Karina. Vio otra lámina, una de una banda musical japonesa, y esa vez ni siquiera intentó pronunciar el nombre.

El detective estaba abrumado por los fuertes tonos de la habitación y, para enfocarse en el caso, hizo una pausa en la que encendió un cigarrillo y miró por la ventana. Al recordar el motivo de la visita se hundió en la depresión que le causaban los crímenes como aquel. Apoyó su mano con fuerza en su rostro y la subió por su frente, estirando su arrugado ceño hacia arriba, llegando así hasta sus canos cabellos.

De pronto Romero abandonó la alcoba de Karina. Se dirigió al pasillo, fue casi corriendo mientras apoyaba sus manos en las paredes y alfombraba el suelo de portarretratos de Karina y su familia. Al llegar al baño se encerró de un portazo y enseguida vomitó en el lavamanos. Tal vez su malestar fue a causa del asesinato. Tal vez fue a causa de los fuertes tonos de la habitación de la joven. Tal vez fueron los años de adicción al alcohol, al tabaco y a las pastillas que compraba sin receta médica. O tal vez fue porque el mundo ya no es lugar para un hombre bueno.

El detective salió del baño con el rostro y el cabello empapados en agua y sudor. Zurita, un joven oficial que lo había seguido, se mostró preocupado:

―¿Se encuentra usted bien?

―Mejor que nunca ―dijo Romero― ¿Alguna pista?

El joven Zurita negó con la cabeza mientras apretaba los labios.

La pesquisa siguió por horas pero no se obtuvieron pruebas. La policía tampoco obtuvo información útil de los familiares y amigos de la víctima. Lo único que habían logrado hasta ese momento era una nueva fotografía para agregar al expediente de crímenes sin resolver de un supuesto mismo asesino. Así, la fotografía de Karina se unió a la de las otras cinco muchachas que también habían sido encontradas asfixiadas en un callejón, sosteniendo una rosa teñida de negro.


II


Desde que Judith tuvo uso de razón, su padre se comunicó con ella de dos maneras: con gestos y con gritos. Sucede que el hombre era mimo, pero también era un ebrio golpeador. Brindaba espectáculos de mímica en plazas y en pequeños bares para luego gastar en bebida los míseros billetes que ganaba. Al regresar a su casa no hacía otra cosa que sentarse en su sillón a ver televisión hasta que se quedaba dormido. La cantidad de minutos que le tomaba ponerse a roncar dependía de cuánto alcohol había ingerido aquella noche.

«¡Deja de quejarte, niña!, ¡así nunca serás una buena mimo!»

La pequeña Judith lo oyó gritar esa frase una y otra vez mientras la obligaba a practicar los rutinarios movimientos. La mímica no era lo suyo, pero él se negaba a aceptarlo.

Un día el hombre cerró las puertas de su hogar sin dejar salir a su hija, ni siquiera para que fuese a la escuela; estaba decidido a convertirla en una gran artista de la mímica. La hizo practicar las rutinas una y otra vez durante semanas, indicándole con un bastón la posición correcta de la cabeza, los brazos y las piernas. Al principio le marcaba la posición con el bastón, pero pronto comenzó a golpearla con él para que ella corrigiera su postura. Un día la niña comenzó a hacerle caso sin siquiera quejarse, había encontrado al fin el modo de quebrar la voluntad de la pequeña.


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Aquella noche el mimo salió al escenario a intentar entretener a los pocos clientes que bebían en ese infecto tugurio. Luego de la rutina hizo ademanes para que Judith lo acompañara. Todos los ojos se enfocaron en la niña desde el instante en el que se dio a conocer en el escenario.

El hombre estaba orgulloso, su hija se había convertido en una gran artista; a todos les resultó imposible quitar la vista de la pequeña mimo de labios cocidos.


III


Romero llevó a su casa la resma de hojas impresas con las conversaciones de Karina y sus amigos; eran la última esperanza de encontrar algún dato que lo guiase al Asesino de la rosa negra. Se sentó a leer en su antiguo escritorio de madera junto a su lámpara oxidada, una de esas que ya no se fabrican y que dan la sensación de que seguirán funcionando por siempre.

Se sirvió un vaso de coñac e inició la lectura. Se sintió perdido entre tantos emoticones y palabras abreviadas. No le parecía estar leyendo conversaciones, sino jeroglíficos modernos sin sentido, pero se necesitaba más que eso para detenerlo. De pronto leyó que Karina hablaba de haber conocido a alguien interesante en el sitio amigochat.com. La joven mencionó a un muchacho romántico, inteligente y con sus mismos gustos. El detective se sirvió un segundo vaso de coñac mientras reflexionaba y recordaba la habitación negra y rosa de la joven. Bebió medio vaso de un sorbo, y encendió su viejo ordenador decidido a ingresar a amigochat.com.

Había decenas de salas para elegir, pero primero debía crear un perfil adecuado. Marcar el casillero de género femenino, subir una foto bajada de internet y poner un nombre que incluya alguna parte del cuerpo serían cuestiones suficientes para atraer la atención de cientos de hombres en minutos. Todo aquello lo hizo pensar en la cantidad de veces que un hombre mayor y alcohólico ingresaría al día con un perfil falso para hablar con jovencitas ilusas.

Haciendo memoria de las víctimas se dio cuenta de que todas tenían ciertas características en común. No eran chicas populares y llenas de amigos; se trataba de muchachas más bien introvertidas. Consideró que un perfil atractivo desde lo físico no despertaría el interés de un asesino como aquel. Entonces lo decidió. No puso foto ni indicó su género. Para finalizar se llamó a sí mismo Niñapoetisa, y así comenzó a recorrer las salas de chats.

Entre los usuarios en línea encontró a muchos personajes con nombres extraños e incluso irreproducibles, pero hubo uno que llamó su atención: Mimo666.

Niñapoetisa no le habló, por supuesto, prefirió esperar a que Mimo666 diera el saludo inicial. Luego de media hora, dos vasos de goñac, y muchos saludos de otros potenciales degenerados, Mimo666 se presentó.

A Romero le temblaban las manos, tenía un sospechoso del otro lado de la pantalla; tan lejos y a la vez tan cerca.

Tuvieron una conversación de varias horas, tiempo en el que el detective abría una ventana tras otra con poemas y frases que le ayudaran a hacer ver a su personaje como una apasionada pero elegante muchacha deseosa de un cortejo.

«¿Quién es tu escritor preferido» preguntó en un momento Mimo666.

«Edgar Allan Poe» dijo Niñapoetisa, «me gusta la poesía oscura».

Mimo666 le pasó un poema que él mismo había escrito, un poema que revolvió las entrañas putrefactas de Romero:

«Te arrancaré la lengua, te cortaré los dedos,
y no podrás entonces dialogar de nuevo.

Echaré plomo derretido en tus oídos,
y no volverás jamás a discutir conmigo.

Serás como un mimo, que habla sin palabras,
que en sus actos deja las cosas claras.

Y cumplirás tus promesas, día tras día,
pues no podrás vender tus frases vacías».

―Te encontré, maldito ―pensó Romero en voz alta―; este poema solo pudo haber sido escrito por un loco.

Luego de que el ritual de letras se prolongara por uno minutos más, Mimo666 invitó a Niñapoetisa a una cita para la noche siguiente. Del otro lado de la conversación Romero escribió «Me encantaría :)», y envió el mensaje con un clic y una sonrisa triunfantes.


IV


―¿Algún rasgo particular sobre los ladrones? ―preguntó el oficial Zurita mientras tomaba nota.

El denunciante dudó por unos segundos y luego respondió casi pidiendo permiso:

―Sí…, los cuatro estaban vestidos de payasos.

―¿Payasos?

―Sí, payasos. Tenían ropa a rayas blancas y negras, sus rostros estaban maquillados y durante el asalto no dijeron ni una palabra. Ni siquiera puedo asegurar si eran hombres o mujeres.

El detective Romero estaba parado a unos metros tomando un café con licor. Al escuchar eso se acercó e intervino en la conversación:

―Esos no eran payasos; eran mimos.

El detective terminó su trago en un instante y se dirigió al oficial:

―Quiero que me acompañes a interrogar otra vez a la niña de los labios cocidos.

―Sobre eso le quería hablar, jefe ―dijo Zurita.

Ambos se fueron a un rincón y el oficial le contó lo que había sucedido con Judith.

―¿Cómo que se escapó? ―preguntó el detective.

―La dejé sola un momento y luego no pude encontrarla.

―¡Pero es una niña! ―dijo Romero―. Su padre está detenido, no podemos permitir que ande sola, sobre todo luego de lo que le pasó.

Un oficial se acercó para decirle a Romero que el comisario deseaba hablar con él en su despacho; otra vez estaba en discrepancia con sus métodos. No era el mejor momento para hablar con el detective, no estaba de humor, aunque a decir verdad Romero nunca estaba de buen humor.


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―¿Sabes cuántos casos has resuelto de los últimos veinte que se te asignaron? ―preguntó el comisario.

―No tengo idea ―dijo Romero― ¿Usted dónde lleva la cuenta?, ¿en su diario íntimo?

―Tres, Romero. Solo tres.

―¿De verdad? Esas son fantásticas noticias. Creí que me iba a decir que no resolví ninguno. Uno solo habría sido suficiente para que todo mi trabajo cobrara sentido. Me ha alegrado el día, jefe.

Los ojos del comisario se abrieron como si estuviesen a punto de incinerar al irreverente detective. Apoyó sus palmas en el escritorio, llenó de aire y sus pulmones y estaba punto de gritar cuando alguien golpeó la puerta del despacho; era el joven Zurita:

―Disculpen la interrupción ―dijo el oficial―, pero parece que El asesino de la rosa negra ha cobrado una nueva víctima.


V


Romero estaba dispuesto a asistir a la cita de Mimo666 y Niñapoetisa esa noche; el asesino había matado a siete muchachas en tres meses, y alguien debía poner fin al asunto, aunque fuese por un medio no ortodoxo.

Parado en un oscuro callejón encontró un joven obeso, vestido con ropa en blanco y negro.

―¡Arriba las manos! ―gritó Romero―. Soy oficial de la policía. Estás detenido por el asesinato de siete mujeres.

Mimo666 levantó sus manos a la vez que expresaba una inquietante sonrisa.

El detective esposó y revisó al sospechoso. No encontró armas, ni siquiera un puñal, pero de uno de sus bolsillos sacó una rosa negra. Llevó al sujeto a su automóvil y lo empujó al fondo del asiento de atrás.

A las pocas cuadras se inició la conversación; ambos tenían mucho que decirse:

―¿Niñapoetisa? ―preguntó el sospechoso― ¿Usted es Niñapoetisa? La esperaba mucho más atractiva, oficial.

El joven comenzó a reír mientras el enojo del detective se reflejaba en el espejo retrovisor.

―Ríete mientras puedas, mimo; estas serán tus últimas risas. A decir verdad, creí que el asesino de la rosa negra sería más inteligente.

―¿Así me llaman? Yo no seré inteligente, pero ustedes no son nada originales. De todas maneras no me interesa su opinión; el ascenso de los mimos ya ha comenzado. Boris Zhanitsyn estaría orgulloso de mi trabajo.

―¿Boris quién?

―Boris Zhanitsyn ―dijo el sospechoso―, el mejor mimo de todos los tiempos.

A Romero le resultó conocido ese nombre. Comenzó a rebuscar en su memoria hasta que lo recordó.

―¿Acaso estás hablando del cuento? Has derrapado, muchacho; Boris es un personaje inventado, no es real.

―Usted puede creer que Boris es ficticio; usted puede creer que logrará culparme por esas víctimas; usted puede creer lo que quiera, oficial; pero dígame una cosa… ¿qué escribirá en el informe?, ¿acaso pondrá que me atrapó Niñapoetisa?

El joven comenzó a reír otra vez ante el mutismo del detective.

―No tiene nada en mi contra, viejo; me liberarán por la mañana y a usted lo dejarán fuera del caso.

Romero detuvo el automóvil y obligó a bajar al joven:

―Camina ―dijo.

Ambos avanzaron hacia un callejón aún más oscuro que aquel en el que se habían visto por primera vez. El detective iba unos pasos atrás del sospechoso.

―Oiga…, espere…, ¿qué hacemos en este lugar? ―preguntó el muchacho.

Al darse la vuelta vio que el policía lo estaba apuntando justo al medio del rostro.

―¡Silencio! ―dijo Romero―; los mimos no hablan.

El rostro del joven se puso tan pálido que pareció que estaba usando maquillaje. Apenas tuvo tiempo de poner un gesto de horror justo antes de que el detective apretara el gatillo.


VI


Seis años transcurrieron desde que el padre de Judith fue detenido. Seis años transcurrieron desde que ella se fue a vivir con un viejo tío materno que viajaba mucho y casi no estaba en la casa. Seis años transcurrieron desde que se descosió los labios, pero las cicatrices aún estaban allí.

Por la mañana Judith se enteró de que a su padre lo habían asesinado en la cárcel; los mimos maltratadores de menores no son populares de ningún lado de las rejas.

La adolescente se encerró en su habitación, donde podía verse que no era una amante del orden. Tenía ropa sucia tirada en el suelo, su cama era un colchón afectado por la humedad, y había cajas sin desembalar en cada rincón. Judith deseaba un cambio en su vida, pero aquel cambio no estaría relacionado con el orden de su recamara.

Esa tarde solo tenía una idea en mente: tomarse fotografías. Sacó varias de sus ojos, eran verdes y de pestañas largas. Muchos dirían que tenía un exceso de rímel, pero a ella le gustaban de ese modo. Tomó varias fotos de su cabello, bien oscuro; al principio bien peinado y luego otras desarreglado. Se colocó unas medias a rayas blancas y negras, unas que la cubrían justo hasta sus rodillas inquietas. Se acostó en la cama bocarriba y se fotografió las piernas mientras las levantaba en diferentes poses provocativas. Luego se aproximó a un espejo de cuerpo completo y acomodó su escote. Levantó sus enormes senos para que se vieran más firmes y redondos, y se tomó una última fotografía. Tenía planeado publicarlas en internet, a todas con excepción de aquellas en las que se le notaban las cicatrices en los labios.

Judith se sentó en su escritorio y encendió su notebook. Junto a ella había una perfecta rosa roja ahogándose en tintura negra. Cliqueó en su ordenaron e ingreso a amigochat.com; esa noche se crearía una cuenta, esa noche conocería a su primera víctima.



FIN



Si te gustó esta historia, puedes acompañar a Romero y a Zurita en otro misterioso caso.

Teaser de UNA MUERTE PARA SABRINA, hecho por Alejandro Silver:






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