martes, 27 de febrero de 2024

JUNTOS HASTA LA MUERTE


Escrito con la colaboración de Raquel Pines



Mi nombre es Gustavo Golmayo y soy médico forense. Por once años trabajé en la pequeña morgue de El Amparo, el pueblo en que crecí, luego me trasladaron al Hospital Municipal de Santa Fe, donde trabajo en la actualidad.

Son muchas las leyendas que se cuentan en los pueblos aislados como El Amparo, y gran parte de ellas están relacionadas con las morgues de dichos pueblos. Pero entre tantas leyendas, hay una que ha cautivado los corazones de todos los pueblerinos, una que ocurrió cuando yo recién comenzaba a ejercer, y esa es la historia de Rocío y Joel.

Rocío F. provenía de la familia más adinerada de la zona. Su bisabuelo es considerado uno de los fundadores del lugar, ya que cuando llegó al país, El Amparo apenas tenía unos cientos de habitantes. Al poco tiempo de mudarse donó dinero para la construcción de caminos, una escuela, y hasta abrió su chequera cuantas veces fue necesario para construir la capilla que aún sigue firme, y que yo podía ver desde la ventana de la morgue. El padre de Rocío, el señor Norberto F., duplicó la fortuna que heredó con un negocio propio, comercializando maquinaria agrícola. No hay productor en los alrededores digno de llamarse así que no sea equipado por él. Rocío estaba destinada a estudiar en una gran universidad para continuar con un posgrado en Europa y así hacerse cargo de la empresa familiar, o al menos eso era lo que su padre tenía escrito para ella.

Joel M. estaba en el estrato social diametralmente opuesto. Era hijo de una mujer que había llegado de Camerún en circunstancias poco claras. La mujer llegó siendo apenas mayor de edad, y trabajó para un anciano que vivía solo y que criaba cabras de Angora. Un año después quedó encinta. No se le conoció jamás pareja alguna, y muchos creen que el anciano criador de cabras era el padre biológico de Joel, pero éste jamás le dio su apellido. Poco después el hombre falleció, y Joel y su madre se quedaron a vivir solos en esa vieja casa. El señor F. prometió ser capaz de cualquier cosa antes que ver a su hija de la mano de aquel muchacho; un muchacho pobre, producto de una unión ilegítima, y hasta hijo de una mujer de la que se decía practicaba magia vudú…, pero a decir verdad nada de eso molestaba al padre de Rocío; quienes lo escucharon hablar aseguran que lo que él no soportaba era el color de piel del joven. Es que Joel era idéntico a su madre, y ambos parecían tallados en ébano, con cabellos tan enrulados como el de las cabras que criaban.

El padre de Rocío había hablado muy en serio cuando prometió que haría cualquier cosa por evitar la unión, pero Rocío estaba igual de convencida, y una mañana manifestó que deseaba casarse con su novio contra todo obstáculo, y era inútil tratar de evitarlo. El Señor F. la escuchó con atención, y al día siguiente dio un giro de trescientos sesenta grados e invitó a Joel a cenar. Así es, trescientos sesenta, pues todos creyeron que él había cambiado de parecer, pero jamás lo hizo.

La noche en que la pareja sería declarada formalmente, el Señor F. sacó uno de sus mejores vinos de su bodega privada. El joven no estaba acostumbrado a beber, y en poco tiempo comenzó a perder sus facultades mentales y motrices. El Señor F. lo invitó entonces a fumar un cigarro mientras brindaban con un whisky de etiqueta negra que guardaba en su oficina. Conozco ese lugar, he ido en una oportunidad, y puedo imaginar toda la escena: el escritorio de tres metros de largo que te hace sentir pequeño, los muebles y adornos brillantes que intentaban mostrar lujos que a mi parecer eran de mal gusto, y en medio de la pared, una cabeza de un ciervo rojo de catorce puntas. Estuvieron una hora conversando a solas hasta que de pronto se oyó un disparo. Cuando Rocío y su madre cruzaron la puerta vieron al joven tirado en el suelo con el torso ensangrentado. El Señor F. le había disparado con su pistolón calibre 28.

Joel tenía un fuerte olor a alcohol y un abrecartas en la mano, y el hombre dijo que debió dispararle en defensa propia.

Nadie que no haya cobrado una suma de dinero fingió creer esa historia, mucho menos Rocío, que lloró desconsolada cuando vio cómo transportaban el cuerpo de su amado directamente a mi morgue. Le gritó a su padre que lo odiaba, y esa misma noche escapó de su casa.

A todos nos afectó aquel trágico final. Fue una de esas historias que quedan grabadas en el colectivo de un pueblo, y que se mantienen como frase hecha cuando se está frente a una pareja de enamorados. Sé que lo común en otros lugares es nombrar personajes de Shakespeare como la personificación misma del amor en juventud, ya que aun quienes no han leído la más famosa de sus obras, saben bien de qué se trata. Pero en El Amparo la cosa es diferente. No son Romeo y Julieta, sino Rocío y Joel los que evocamos cuando nace un noviazgo u oímos la noticia de un matrimonio. Es lógico, cuando alguien muere en circunstancias trágicas es idealizado, y sus más pequeñas virtudes son descritas como las del héroe de una epopeya. Pero el final que tuvieron ellos dos lo amerita; yo soy testigo, tuve sus restos frente a mí y les puedo asegurar que aquello fue en verdad memorable.

Los restos de Joel me tomaron muchas horas de trabajo. Tenía el torso destrozado, como si hubiese estado en medio de una explosión. Debí tomar registro de cada perdigón bajo su piel para determinar con precisión la distancia y el ángulo del disparo. Hice un trabajo con sumo detalle que pudiera ayudar lo más posible para que hubiese justicia por aquel joven y también por su madre, que sufrió más que nadie al recibir la noticia. Poco después de lo ocurrido, la pobre mujer vendió la casa y dejó el pueblo para nunca regresar. He oído que viajó a su país, donde tuvo gemelos. Me gustaría creer que aquella historia es cierta.

Luego de detallar la ubicación de las municiones, analicé otros elementos que pudieran determinar la magnitud del supuesto altercado previo al disparo; como si el difunto presentaba otras heridas o si tenía ADN del señor F. bajo las uñas. Tal y como lo esperaba, no hallé señales de que aquello hubiese sido en legítima defensa. En mi opinión, Ernesto F. asesinó al joven a sangre fría, pero el caso ni siquiera fue a juicio, el hombre tenía suficiente dinero para comprar a quien fuese necesario. Lo que él no sabía es que esa impunidad solo sería pasajera; el destino tenía preparado un castigo mayor para el asesino, lamentablemente ese castigo llegó por el lado de su hija.

Tres días después de la muerte de Joel, Rocío fue hallada en un hotel cerca de Santa Fe. Yacía en la bañera con cortes en ambas muñecas.

Cuando me trajeron sus restos quedé tan o más impactado como cuando vi el cadáver de su novio. Estaba blanca como un espectro; toda su sangre se había ido por el drenaje de aquel hotel. La profundidad de los cortes en sus muñecas evidenciaba que el dolor que había sentido por dentro la dejó incapaz de sentir dolor físico.

Aquel final era demasiado trágico, y yo no podía soportar tener a ambos entre esas frías paredes. Sabía que era tarde para intentar reparar lo ocurrido; no tenía modo de darles un mejor final, ni yo ni nadie. Solo se me ocurrió tener un detalle con ellos que, lo admito, no era más que una tontería. Lo que hice fue cambiar de lugar el cuerpo que estaba en el cajón contiguo al de los restos de Joel, para luego poder poner allí el cuerpo de Rocío. Fue lo máximo que pude torcer el triste destino que les tocó: brindarles la compañía uno del otro por unos días, pues pronto los enterrarían en lugares apartados. A ella, en la parcela familiar en la sección más elevada y lujosa del cementerio. A él, en algún lugar del terreno en donde pastaban las cabras.

Me dispuse a preparar el cadáver de Rocío con ese pequeño consuelo en mente; limpié sus heridas junto con los ríos de sangre que tenía dibujados en los brazos. Y hasta lavé la sangre que tenía en la punta de sus cabellos, que jamás se vieron tan rubios como aquella noche.

Una vez que terminé de limpiar el cuerpo, comencé a escribir el informe mientras recordaba aquella vez en que los había visto en vida. Fue una noche que los vi sentados en un banco en el parque. Se veían felices juntos, mirándose a los ojos mientras él sostenía su mano pequeña y blanca, que brillaba a la luz de la luna.

Hoy quizás ya estoy endurecido, pero mientras intentaba escribir el informe no pude evitar que se me llenaran los ojos de lágrimas. En todos los años que llevo en este oficio jamás deseé tanto tener un compañero de trabajo proveniente de otra ciudad, que se hiciera cargo del asunto sin sentirse afectado por el contexto como me pasaba a mí.

Decidí salir un instante a tomar algo de aire; había estado entre esas paredes durante muchas horas seguidas y necesitaba desconectarme por un momento.

Tomé un poco de aire fresco y encendí un cigarrillo. Miré a lo lejos y vi la parroquia que había hecho construir el bisabuelo de Rocío hacía más de un siglo. Si aquel hombre hubiese sabido en qué terminaría la novela de su familia, estoy seguro de que no habría aportado todo ese capital, mucho menos para la construcción de un templo en el que sus descendientes no podrían volver a visitar sin ahogarse en llantos. Si él hubiese sabido lo que pasaría, habría huido de aquel sitio que ningún dios y ningún santo puede salvar.

Regresé cabizbajo para terminar de preparar el cuerpo de Rocío, pero al ingresar no lo vi en su lugar. En medio de la morgue se encontraba la camilla en la que le había estado realizando la autopsia, pero estaba vacía.

Intenté recordar por un momento si ya había puesto el cuerpo de Rocío en el cajón junto al de Joel como había planeado, pero al mirar vi que éste estaba abierto y vacío también.

No podía entender lo que estaba ocurriendo. Claro que ya era de noche y yo estaba cansado, así que no sabía si era el estrés el que me había afectado tanto que ya ni recordaba lo que había hecho.

Miré a mi alrededor desesperado, y de pronto choqué con la bandeja de instrumentos, tirando todo al suelo. Me agaché a recogerlos, y fue entonces cuando vi dos huellas junto a la camilla en donde había estado Rocío. Eran dos pequeñas huellas que apuntaban hacia afuera, como si alguien se hubiese bajado de ella con total naturalidad.

Moví todo lo que había alrededor para que no me hicieran sombra, y mirando a contraluz seguí el rastro de las huellas. Noté entonces que aquel ser que las había dejado había caminado por la morgue.

Seguí el rastro y caí de rodillas al ver que éste se dirigía al cajón en el que estaba el cadáver de Joel.

Me fijé si las huellas se dirigían hacia la puerta, como si Rocío hubiese ido a despedirse de su amado para luego huir de la morgue y del pueblo. Pero no había nada; las huellas terminaban allí mismo. Abrí entonces la puerta y saqué la camilla del cajón. Estaba pesada, y así adiviné lo que estaba a punto de encontrar. Allí estaban los dos cadáveres abrazados, mirándose a los ojos, y aunque sus cuerpos ya estaban rígidos, Joel sostenía la mano pequeña y blanca de Rocío, que brillaba como una luna, bajo los tubos de luz fría de la morgue.

domingo, 18 de febrero de 2024

EL CADÁVER DE LA BRUJA





Mi nombre es Gustavo Golmayo y soy médico forense. Por once años trabajé en la pequeña morgue de El Amparo, el pueblo en que crecí, luego me trasladaron al Hospital Municipal de Santa Fe, donde trabajo en la actualidad.

Llegué a esta ciudad por un mejor sueldo, pero más que nada vine en busca de nuevos desafíos. Siendo sincero esa es solo la versión oficial de los hechos, es lo que dije en la entrevista de trabajo y lo que contesto cuando me preguntan a la ligera. Lo cierto es que dejé El Amparo por la cantidad de experiencias terribles que he tenido allí. He soportado con coraje muchas de ellas, pero una noche ocurrió algo de lo que aún no logro reponerme. Luego de aquel incidente me vi obligado a buscar un nuevo puesto de trabajo, y así alejarme lo más posible del lugar que me vio nacer.

En los once años que trabajé allí hubo épocas en las que trabajé en la morgue solo y otras en los que tuve diversos asistentes. Algunos de ellos han renunciado, otros han sufrido peores destinos. También he despedido a más de uno porque sus modos no eran profesionales; hay gente que solo quiere manipular cadáveres para cumplir deseos perversos que no tienen cabida en mi profesión.

Manuel Q. fue el último asistente que tuve antes de abandonar El Amparo. Se veía muy correcto y educado; un muchacho agradable que hasta llegué a considerarlo como uno de mis mejores amigos.

Manuel había comenzado la carrera de medicina deseando ser cirujano, pero al fallecer su padre debió regresar al pueblo por problemas de dinero y para hacerse cargo de su finca. Era muy atento y siempre se mostraba deseoso de aprender cosas nuevas. Él llevaba ya dos años en el puesto, siendo el asistente que tuve por más tiempo y con quien mejor nos complementábamos en las tareas. A menudo hablábamos de su regreso a la facultad para terminar sus estudios y especializarse, por qué no, en ciencias forenses. Pero todos sus sueños quedaron truncos cuando el cadáver de Glenda R. llegó a la morgue.

Yo la conocía, todos en el pueblo la conocíamos. Era una mujer que había vivido en El Amparo por no menos de medio siglo. La gente mayor siempre fue respetada en ese lugar, pero Glenda, más que respetada, era temida. Su aspecto, su cabaña alejada de piedras y troncos, sus costumbres; todo en ella había hecho que los pueblerinos la acusaran de brujería.

Recuerdo haberla visto en una sola oportunidad hace mucho tiempo; una tarde en que regresaba del colegio y caminaba junto con unos compañeros. Yo tenía unos diez años; ella era una mujer de una edad aproximada a la que tenía mi madre en ese entonces. Estaba parada en una esquina, en la vereda frente a la que íbamos nosotros. Tenía el cabello negro y enmarañado, largo hasta la cintura, y usaba un viejo vestido que le cubría los pies, con el borde inferior lleno de tierra de tanto arrastrarlo al caminar.

Al verla, uno de mis amigos me dijo al oído que me cuidara de ella, que era una hechicera muy poderosa. Yo intenté desviar la mirada, pero no lo pude evitar, y al darme la vuelta vi que ella también me estaba observando, con unos ojos cargados de odio; como si hubiese escuchado lo que me habían dicho en secreto. Cualquier niño que la conociera –y también cualquier adulto– habría sentido escalofríos al conocerla. Yo solo necesité un segundo para entender por qué la gente la había apodado “la bruja de El Amparo”.

Son interminables las leyendas sobre aquella mujer, muchas de dudosa precedencia, pero creo que algunas debieron haber sido ciertas. Una de las más conocidas es la de aquel viajante extraviado que pasó por su cabaña a pedirle algo de beber. Hasta el día de hoy, son muchos los que dicen que a medianoche alguien les ha golpeado la puerta, y cuando se acercan a ver quién es, escuchan una voz débil del otro lado, suplicando por un vaso con agua. Cuando eso ocurre, la mayoría se queda rezando en silencio, pero los pocos que se han atrevido a abrir la puerta de entrada aseguran que no encontraron a nadie del otro lado, o bien que vieron algo alejarse, como un animal pequeño o una sombra. No se trata de un espíritu maligno, es más bien un alma en pena. Según se cree, Glenda no mató a aquel hombre, sino que lo tiene prisionero en un plano espectral superpuesto con el mundo en que vivimos, y es por eso que deambula perdido por toda la eternidad, sin poder llegar a su destino y así descansar en paz.

He escuchado otras historias sobre ella que ya contaré en otra ocasión, pero ninguna supera a aquella de la que yo fui testigo, esa que sucedió mientras a Manuel y a mí nos tocó hacerle la autopsia.

Cuando leía su archivo pronuncié su nombre en voz alta, y Manuel enseguida supo quién era. Debo reconocer que sentí miedo al remover la sábana que la cubría para verla allí acostada.

Con mi compañero nos miramos incrédulos, la edad y el aspecto de la difunta no coincidían en absoluto; Glenda se veía varias décadas más joven de lo que decía su documentación.

―Parece de cincuenta ―dijo Manuel.

Era cierto, de ninguna manera aparentaba su supuesta edad real.

Algo que siempre me llamó la atención de los cuentos de brujas es su aspecto. Casi siempre son ancianas horrendas, de piel arrugada, nariz larga y cabellos como paja. ¿Por qué se ven así? Si yo tuviera los poderes que se supone que ellas tienen, buscaría la manera de verme mejor para que la gente no me desprecie. Tal vez lo hacen a propósito, para así asustar a los niños. O quizás el poder de la magia oscura viene de la mano de una fealdad extrema, que refleja que han dejado de ser humanos tras la venta de sus almas.

Guiado por el arquetipo de la bruja diría que ella no lo era, al menos en su aspecto, o lo era y tenía algún secreto para verse así. La mujer que teníamos enfrente se veía igual que como era cuando la vi junto con mis compañeros, parecía que el tiempo no transcurría para ella del mismo modo que ocurre con las criaturas de Dios.

El informe decía que falleció de causas naturales hacía dos días. No parecía que tomaría mucho tiempo, pero debimos ponerla a un lado porque ese día estábamos ocupados con las autopsias de un accidente vehicular que debíamos resolver de inmediato. La ruta en dirección a San José presenta una curva muy peligrosa. No está iluminada y carece de banquina, y son muchos los conductores a quienes toma desprevenidos.

A la noche siguiente ya habíamos terminado con los tres cadáveres que debíamos estudiar de urgencia, y decidimos comenzar a analizar los restos de Glenda.

Para nuestra sorpresa ese día se veía diferente. Sí, era Glenda; su cabello negro y enmarañado, su rostro con forma de triángulo invertido y sus facciones angulosas. Sin duda era la misma, pero estaba aún más joven que cuando llegó a la morgue.

―¿Qué edad dijiste que tenía? ―preguntó Manuel.

En su documento decía que tenía ochenta y seis, y cuando la vimos por primera vez nos pareció una mujer de cincuenta, pero en ese segundo vistazo parecía aún menor.

Glenda se veía como una mujer de no más de treinta; quizás hasta más joven que mi compañero de trabajo. Su cuerpo era escultural, de curvas voluptuosas, y estaba más firme que el día anterior. Su rostro era hermoso, y contrastaba con su cabello enmarañado. Parecía una actriz que llevaba puesta una peluca para su papel en una película de terror, y mantenía los ojos cerrados a la espera de que le pusieran el maquillaje.

―La muerte le sienta bien ―dijo Manuel.

En ese momento hubo un corte de luz. Ya era de noche y la oscuridad dentro de la morgue era absoluta a excepción de la luz roja de emergencias. Al salir para revisar el asunto noté que estaba lloviendo; no lo sabíamos, dentro de esas gruesas paredes uno no se entera de nada de lo que ocurre en el mundo exterior; afuera podría haber un mundo de cadáveres esperando por su autopsia, y nosotros los haríamos pasar uno por uno sin darnos cuenta de que la fila llega hasta el horizonte.

Había saltado la térmica, y enseguida levanté la perilla para regresar a la sala de operaciones, entonces vi una de las imágenes más terribles que presencié en toda mi carrera. Allí estaba Manuel, desnudo, de pie frente a la camilla de Glenda, y ella estaba con las piernas abiertas.

No podía creer a mis ojos. Jamás tuve un asistente del que haya esperado algo como eso; en las entrevistas de trabajo se pide aptitud psicológica y se rechaza toda señal de perversión. Es cierto que he conocido algunos personajes que a veces hacían algún gesto irrespetuoso, pero Manuel no era de esos; era un profesional digno, y para mí fue un honor trabajar a su lado.

Todo lo que pensaba sobre él, todas sus virtudes desaparecieron en un instante cuando lo vi haciendo aquello que apenas puedo pronunciar.

Me acerqué para sacarlo de allí. Las palabras no me salían, solo pude levantar uno de mis brazos para intentar quitarlo de encima de ella, pero cuando apoyé la mano en su hombro sentí que no tocaba a un ser humano vivo.

El cuerpo de Manuel estaba frío, rígido, y enseguida lo solté. Me causó una horrible sensación que me recorrió por la espalda, y me quedé inmóvil sin poder evitar lo que estaba ocurriendo.

Ese que tenía enfrente ya no era Manuel, era solo una cáscara a punto de caer a pedazos. Un instante después se desplomó sobre el cuerpo de Glenda, y vi como los huesos de su espalda se mostraban cada vez más visibles mientras su carne de desintegraba y su piel se ennegrecía. En cuestión de segundos su cuerpo se convirtió en un cadáver que parecía haber estado descomponiéndose durante semanas.

Aunque no lo crean, aquella no fue la mayor sorpresa que me llevé esa noche. Luego de aquel horrendo espectáculo, vi una mano emerger para apoyarse sobre el tórax putrefacto de Manuel. Era Glenda, que lo empujó a un costado para poder levantarse.

Los restos de mi compañero cayeron al suelo y sus miembros se desprendieron; su descomposición se desarrollaba a una velocidad meteórica.

Por otro lado, en Glenda ocurría lo inverso. Se sentó sobre la camilla y ya no se veía como la mujer que llegó a la morgue. Era una joven de no más de veinte años de edad.

La vi estirar los brazos e inspirar con fuerza, para así llenar sus pulmones de vida tras dos días sin una gota de oxígeno. Luego se puso de pie y caminó hacia la puerta. Aún puedo sentir su respiración de cuando me habló al oído:

―Tu compañero del colegio tenía razón. Debes cuidarte de mí.

Luego de esas palabras salió por la puerta desnuda, cubierta solo por su cabello largo y enmarañado, y yo me quedé observando cómo se perdía en esa oscura noche de lluvia.

Al día siguiente no pude explicar lo ocurrido con precisión. Finalmente, se le echó la culpa a un posible hongo o enfermedad que pudo haber contraído Manuel mientras trabajaba a solas. Respecto a Glenda, decidí prender fuego su expediente y hacer de cuenta que nunca tuve su cadáver en mis manos. Días después me tomé unas vacaciones por tiempo indefinido mientras buscaba un nuevo sitio donde trabajar.

Jamás sabré en qué momento Manuel dejó de ser quien era para ser controlado por aquella mujer; prefiero no hacerme preguntas al respecto. La gente del pueblo tampoco hizo muchas preguntas sobre lo ocurrido, y nadie sospechó de mí. Y aunque suelo decir que dejé aquel trabajo en busca de nuevos desafíos, esa es solo la versión oficial de los hechos. Todos en el pueblo saben que, en realidad, deseaba alejarme lo más posible de la temible bruja de El Amparo.

jueves, 1 de febrero de 2024

EL BURRO





Mi nombre es Gustavo Golmayo y soy médico forense. Por once años trabajé en la pequeña morgue de El Amparo, el pueblo en que crecí, luego me trasladaron al Hospital Municipal de Santa Fe, donde trabajo en la actualidad.

En mi nuevo puesto debo realizar autopsias sin descanso, pues no solo se trata de un hospital muy grande en el centro de la ciudad, sino que además es el único que cuenta con una morgue en kilómetros. Por otro lado, dispongo de mucha ayuda; tengo un compañero a quien ya conocía de la facultad de medicina con quien nos llevamos muy bien, y hay gente que se encarga de la limpieza y de asistirnos en lo que necesitamos.

En mi viejo pueblo la cosa era muy diferente. Yo era el único en mi profesión, y por lo general trabajaba solo porque no me era fácil conseguir un asistente. Los empleados duraban pocos meses en el puesto, o bien por lo bajo de la paga, o por diversos sucesos que hacían que no quisieran regresar. Es que en aquella pequeña morgue han pasado cosas muy extrañas, de las que hasta el día de hoy no encuentro explicación.

Yo estaba acostumbrado a trabajar en tales circunstancias, pero no todos tienen la templanza necesaria para estudiar cadáveres de noche en una pequeña y fría habitación, mucho menos para ser testigos de tantos hechos que la ciencia no puede justificar.

Entre tantos asistentes que tuve siempre recordaré a uno de nombre Elías G.

Elías era diez años mayor que yo, y había nacido y vivido en el pueblo toda su vida. Era delgado y bastante inquieto; pestañaba con fuerza cuando algo lo alteraba, y se pasaba la lengua por los labios cuando estaba ansioso. Aquello llamaba mucho la atención, sobre todo porque tenía ojos grandes y acuosos, de un color verde claro, y sus labios prominentes destacaban sobre su fino mentón.

Elías seguía mis instrucciones, pues a diferencia de mí, no tuvo formación académica. Solo había terminado el colegio primario y dejó inconclusos sus estudios secundarios, pero obtuvo el empleo porque nadie más se había postulado en mucho tiempo. Estuvo casi un año en el puesto llegando a ser muy bueno en sus tareas, y hasta le fui tomando algo de aprecio; aunque debo decir que distó mucho de estar entre mis compañeros de trabajo preferidos.

Una noche trajeron un cadáver de un hombre robusto de mediana edad que había fallecido tras caer en un coma alcohólico. Era calvo, y tenía una barba oscura y tupida. Al ver su rostro recordé haberlo cruzado en algún bar, y una vez lo vi buscando pleito. Leí el informe en voz alta mientras Elías iba en busca de los instrumentos para la autopsia, pero apenas pronuncié el nombre del difunto dejó caer la bandeja que traía en las manos y se acercó corriendo.

―¡A este lo conozco! ―dijo―. Fuimos compañeros de curso.

Era lógico que en un pueblo en el que todos nos conocemos y que pocos abandonan, viéramos a veces personas cercanas a nosotros. A mí me ha ocurrido de tener que realizar autopsias a varios vecinos y hasta a algunos parientes, pero jamás lo he exclamado a los gritos como lo hizo él; mucho menos, con una sonrisa.

Elías me dijo que ese sujeto lo había molestado durante toda la escuela secundaria, y se reía de él, entre otras cosas, por lo malo que era para los deportes. Luego se acercó al cadáver y gritó en su cara:

―¡Creo que ya no soy el más muerto para el fútbol!

Continuó riendo a carcajadas mientras yo lo miraba sorprendido. Supongo que todos tenemos nuestros rivales, y yo desconocía la historia completa, por lo que debo suponer que su actitud, aunque no sea noble, era entendible. Luego me ayudó a realizar la autopsia con total tranquilidad, por lo que asumí que se había quitado la revancha de su sistema y ya había dado vuelta la hoja. Pero poco después ocurrió un hecho similar.

Una mañana arribó a la morgue una señora que había sido atropellada en la curva de la ruta que va hacia San José. La mujer era de contextura pequeña, era rubia y de cabello largo. Al limpiar la sangre de su rostro pude notar que había sido agraciada. En ese momento llegó Elías, y al verla comenzó a reír.

―¡No lo puedo creer! ―dijo― ¡Es Rita!

En efecto, así se llamaba la difunta. Mi ayudante me contó que más de una vez la había invitado a salir y ella siempre se negó; la última vez que habían hablado lo terminó insultando, y hasta le dijo que era el último hombre en el planeta con quien se acostaría.

Luego de terminar la autopsia de Rita, guardé sus restos en uno de los cajones y de nuevo vi a Elías sonriendo, y hasta le regaló un saludo burlón con la mano mientras yo cerraba la puerta del cajón.

Le dije que esa actitud era inaceptable, que no iba a seguir tolerando su falta de respeto a los difuntos, y que si no tomaba el trabajo en serio me vería obligado a escribir un informe para pedir su despido. Enseguida se mostró arrepentido, y me prometió que no volvería a comportarse de aquel modo.

El tiempo transcurrió y no volvimos a cruzar a ninguno de los tantos enemigos que Elías parecía tener. O tal vez sí lo hicimos, pero no les guardaba tanto rencor como para que le hicieran perder la compostura. En definitiva, todo marchó mejor desde nuestra conversación, incluso me disculpé por el modo en que le había hablado. Era evidente que su vida no fue fácil, y todo el asunto quedó enterrado; al menos por un tiempo.

Semanas más tarde trajeron a la morgue el cadáver de una señora mayor. La mujer había sido profesora de educación primaria. Tenía el cabello blanco y hace poco se había jubilado luego de treinta y cinco años de trayectoria docente. Yo la conocía, pero no había sido su alumno, aunque sí lo fue mi hermano, y también, como lo imaginarán, lo fue Elías.

Su rostro se iluminó al verla. Abría y cerraba sus enormes ojos mientras se lamía los labios de manera compulsiva.

―No me digas nada ―le dije―. Fue tu maestra y, a ver si adivino…, no la querías.

Elías asintió con la cabeza. Luego me la describió en una frase usando un insulto irreproducible. Poco después nos preparábamos para realizarle la autopsia y pude notar que estaba conteniendo la risa. Le pedí entonces que saliera al patio a tomar aire fresco, que yo me encargaría de ella. A decir verdad, no necesitaba mucha ayuda; la mujer había fallecido en medio de una cirugía en el hospital, y su reporte estaba prácticamente terminado.

Al finalizar mi turno di algunas indicaciones a mi asistente y me retiré. Fue al día siguiente cuando él volvió a romper los códigos de trabajo.

Ese día le tocaba a él ir más temprano, y cuando llegué me dijo que ya había terminado el informe de la profesora.

El cuerpo de la mujer estaba listo para ser ingresado al cajón, pero cuando le quité lo manta que la cubría vi que tenía puesto un bonete hecho de cartón con dos largas orejas de burro.

―¿Qué se supone que es esto? ―pregunté furioso.

Elías propuso que le dejáramos el bonete puesto como venganza por las cosas que le había hecho cuando era su maestra. Me contó que, cuando estaba en tercer grado, ella le había puesto unas orejas de burro como esas por copiarse durante un examen de matemática, y lo hizo sentarse durante el resto de la clase en una esquina del salón. Todos los demás niños lo apuntaron con sus índices y rieron, siendo esa una de las primeras y peores humillaciones que recibió. Incluso me dijo que quizás su vida habría sido mejor de no ser por aquella experiencia.

Yo seguía enfadado, y a esa altura no había nada que él pudiera decirme para que yo le diera la razón. Le pedí que se retirara; que estaba despedido. Mientras salía por la puerta incluso le grité que aquel no era un trabajo para alguien como él, y que se hiciera ver por un psicólogo pues no parecía estar bien de la cabeza.

Esa noche fui a un bar con unos amigos. Necesitaba hablar con el alguien del asunto. Les conté acerca de Elías y el placer que él sentía cuando fallecía alguien que le había ocasionado algún daño en su infancia. Uno de mis amigos lo conocía, habían sido vecinos, y me dijo que no le extrañaba que se comportase de ese modo. Me contó que desde chico Elías había tenido muchos problemas, en especial en la escuela. Al parecer nunca tuvo amigos, y la gente lo maltrató y se rio de él durante toda su vida.

Era cierto que tenía sus motivos para guardarle rencor a esas personas que le habían hecho daño, pero yo no podía tener un compañero así; en mi trabajo debemos respetar a los difuntos sin importar lo que hicieron en sus vidas; es parte del abecé de las ciencias forenses.

Al día siguiente comencé la búsqueda de un nuevo asistente, aunque como dije antes, sabía que no sería una tarea fácil. Puse carteles en varios lugares, como farmacias, almacenes y kioscos; aun así, transcurrió un mes sin que apareciera un solo interesado.

El día menos pensado alguien golpeó la puerta. Era Elías, y estaba sosteniendo uno de los carteles que yo había puesto. Pidió perdón por su comportamiento, y sus enormes ojos verdes se llenaron de lágrimas.

Dijo que disfrutaba mucho de trabajar a mi lado, y que cada día aprendía algo nuevo. También me contó que su madre estaba enferma y que él la estaba cuidando, por lo que necesitaba con urgencia del dinero para salir adelante. Llegó incluso a confesarme que aquel trabajo era lo único bueno que había tenido en mucho tiempo.

Hoy sé que no debí aceptar sus disculpas, pero en ese momento sentí lástima por él, además necesitaba un asistente con urgencia, al menos para que me ayudase con la limpieza, pues en esos días había estado con bastante trabajo y el lugar estaba comenzando a apestar.

Yo iba a darle la mano como señal de paz, pero él me tomó por sorpresa y me abrazó con fuerza, luego dijo que me quedara tranquilo, que él dejaría el lugar impecable. Incluso me sugirió que me tomara un descanso por el resto de la tarde mientras se encargaba de todo.

Cuando regresé al día siguiente vi que había hecho un excelente trabajo; debo admitir que jamás había visto la morgue tan limpia. Pero aquello no fue lo que más llamó mi atención. Lo extraño era que todos los cajones de la morgue estaban abiertos. Al principio creí que alguien había retirado los cuerpos, pero al acercarme noté que aún estaban allí.

Fui revisando uno por uno los cajones ocupados y verifiqué que cada difunto estuviese en su sitio. Fui avanzando en la tarea mientras esperaba que Elías llegara en cualquier momento, pero él no aparecía.

Cuando estaba revisando los cajones de la hilera inferior vi que uno de ellos estaba cerrado. Terminé de confirmar que todo coincidía con lo que indicaban los registros y en ese momento se me ocurrió revisar aquel cajón. No se suponía que hubiese más cuerpos, todo estaba en orden, pero tuve un presentimiento de que allí había algo oculto.

Abrí la puerta y saqué la camilla. Estaba pesada, algo o alguien la estaba ocupando. Aquella persona estaba cubierta por una sábana, y al quitarla encontré un cadáver más, uno que no estaba en la lista. Era el cadáver de Elías.

Mi asistente estaba rígido, congelado como si hubiese estado allí toda la noche. Más tarde confirmé que había fallecido de un infarto. Aquello era evidente, tenía un gesto de espanto como el que jamás había visto. Sus ojos se veían más grandes que nunca, y su boca estaba abierta al punto de dislocarse la mandíbula. En medio de aquel silencio, casi podía escuchar sus gritos de horror.

Jamás sabré qué fue lo que vio antes de morir o quién lo guardó en aquel cajón. Elías estaba desnudo, sin ningún tipo de marcas más que un bonete de cartón en la cabeza, con dos largas orejas de burro.