jueves, 1 de febrero de 2024

EL BURRO





Mi nombre es Gustavo Golmayo y soy médico forense. Por once años trabajé en la pequeña morgue de El Amparo, el pueblo en que crecí, luego me trasladaron al Hospital Municipal de Santa Fe, donde trabajo en la actualidad.

En mi nuevo puesto debo realizar autopsias sin descanso, pues no solo se trata de un hospital muy grande en el centro de la ciudad, sino que además es el único que cuenta con una morgue en kilómetros. Por otro lado, dispongo de mucha ayuda; tengo un compañero a quien ya conocía de la facultad de medicina con quien nos llevamos muy bien, y hay gente que se encarga de la limpieza y de asistirnos en lo que necesitamos.

En mi viejo pueblo la cosa era muy diferente. Yo era el único en mi profesión, y por lo general trabajaba solo porque no me era fácil conseguir un asistente. Los empleados duraban pocos meses en el puesto, o bien por lo bajo de la paga, o por diversos sucesos que hacían que no quisieran regresar. Es que en aquella pequeña morgue han pasado cosas muy extrañas, de las que hasta el día de hoy no encuentro explicación.

Yo estaba acostumbrado a trabajar en tales circunstancias, pero no todos tienen la templanza necesaria para estudiar cadáveres de noche en una pequeña y fría habitación, mucho menos para ser testigos de tantos hechos que la ciencia no puede justificar.

Entre tantos asistentes que tuve siempre recordaré a uno de nombre Elías G.

Elías era diez años mayor que yo, y había nacido y vivido en el pueblo toda su vida. Era delgado y bastante inquieto; pestañaba con fuerza cuando algo lo alteraba, y se pasaba la lengua por los labios cuando estaba ansioso. Aquello llamaba mucho la atención, sobre todo porque tenía ojos grandes y acuosos, de un color verde claro, y sus labios prominentes destacaban sobre su fino mentón.

Elías seguía mis instrucciones, pues a diferencia de mí, no tuvo formación académica. Solo había terminado el colegio primario y dejó inconclusos sus estudios secundarios, pero obtuvo el empleo porque nadie más se había postulado en mucho tiempo. Estuvo casi un año en el puesto llegando a ser muy bueno en sus tareas, y hasta le fui tomando algo de aprecio; aunque debo decir que distó mucho de estar entre mis compañeros de trabajo preferidos.

Una noche trajeron un cadáver de un hombre robusto de mediana edad que había fallecido tras caer en un coma alcohólico. Era calvo, y tenía una barba oscura y tupida. Al ver su rostro recordé haberlo cruzado en algún bar, y una vez lo vi buscando pleito. Leí el informe en voz alta mientras Elías iba en busca de los instrumentos para la autopsia, pero apenas pronuncié el nombre del difunto dejó caer la bandeja que traía en las manos y se acercó corriendo.

―¡A este lo conozco! ―dijo―. Fuimos compañeros de curso.

Era lógico que en un pueblo en el que todos nos conocemos y que pocos abandonan, viéramos a veces personas cercanas a nosotros. A mí me ha ocurrido de tener que realizar autopsias a varios vecinos y hasta a algunos parientes, pero jamás lo he exclamado a los gritos como lo hizo él; mucho menos, con una sonrisa.

Elías me dijo que ese sujeto lo había molestado durante toda la escuela secundaria, y se reía de él, entre otras cosas, por lo malo que era para los deportes. Luego se acercó al cadáver y gritó en su cara:

―¡Creo que ya no soy el más muerto para el fútbol!

Continuó riendo a carcajadas mientras yo lo miraba sorprendido. Supongo que todos tenemos nuestros rivales, y yo desconocía la historia completa, por lo que debo suponer que su actitud, aunque no sea noble, era entendible. Luego me ayudó a realizar la autopsia con total tranquilidad, por lo que asumí que se había quitado la revancha de su sistema y ya había dado vuelta la hoja. Pero poco después ocurrió un hecho similar.

Una mañana arribó a la morgue una señora que había sido atropellada en la curva de la ruta que va hacia San José. La mujer era de contextura pequeña, era rubia y de cabello largo. Al limpiar la sangre de su rostro pude notar que había sido agraciada. En ese momento llegó Elías, y al verla comenzó a reír.

―¡No lo puedo creer! ―dijo― ¡Es Rita!

En efecto, así se llamaba la difunta. Mi ayudante me contó que más de una vez la había invitado a salir y ella siempre se negó; la última vez que habían hablado lo terminó insultando, y hasta le dijo que era el último hombre en el planeta con quien se acostaría.

Luego de terminar la autopsia de Rita, guardé sus restos en uno de los cajones y de nuevo vi a Elías sonriendo, y hasta le regaló un saludo burlón con la mano mientras yo cerraba la puerta del cajón.

Le dije que esa actitud era inaceptable, que no iba a seguir tolerando su falta de respeto a los difuntos, y que si no tomaba el trabajo en serio me vería obligado a escribir un informe para pedir su despido. Enseguida se mostró arrepentido, y me prometió que no volvería a comportarse de aquel modo.

El tiempo transcurrió y no volvimos a cruzar a ninguno de los tantos enemigos que Elías parecía tener. O tal vez sí lo hicimos, pero no les guardaba tanto rencor como para que le hicieran perder la compostura. En definitiva, todo marchó mejor desde nuestra conversación, incluso me disculpé por el modo en que le había hablado. Era evidente que su vida no fue fácil, y todo el asunto quedó enterrado; al menos por un tiempo.

Semanas más tarde trajeron a la morgue el cadáver de una señora mayor. La mujer había sido profesora de educación primaria. Tenía el cabello blanco y hace poco se había jubilado luego de treinta y cinco años de trayectoria docente. Yo la conocía, pero no había sido su alumno, aunque sí lo fue mi hermano, y también, como lo imaginarán, lo fue Elías.

Su rostro se iluminó al verla. Abría y cerraba sus enormes ojos mientras se lamía los labios de manera compulsiva.

―No me digas nada ―le dije―. Fue tu maestra y, a ver si adivino…, no la querías.

Elías asintió con la cabeza. Luego me la describió en una frase usando un insulto irreproducible. Poco después nos preparábamos para realizarle la autopsia y pude notar que estaba conteniendo la risa. Le pedí entonces que saliera al patio a tomar aire fresco, que yo me encargaría de ella. A decir verdad, no necesitaba mucha ayuda; la mujer había fallecido en medio de una cirugía en el hospital, y su reporte estaba prácticamente terminado.

Al finalizar mi turno di algunas indicaciones a mi asistente y me retiré. Fue al día siguiente cuando él volvió a romper los códigos de trabajo.

Ese día le tocaba a él ir más temprano, y cuando llegué me dijo que ya había terminado el informe de la profesora.

El cuerpo de la mujer estaba listo para ser ingresado al cajón, pero cuando le quité lo manta que la cubría vi que tenía puesto un bonete hecho de cartón con dos largas orejas de burro.

―¿Qué se supone que es esto? ―pregunté furioso.

Elías propuso que le dejáramos el bonete puesto como venganza por las cosas que le había hecho cuando era su maestra. Me contó que, cuando estaba en tercer grado, ella le había puesto unas orejas de burro como esas por copiarse durante un examen de matemática, y lo hizo sentarse durante el resto de la clase en una esquina del salón. Todos los demás niños lo apuntaron con sus índices y rieron, siendo esa una de las primeras y peores humillaciones que recibió. Incluso me dijo que quizás su vida habría sido mejor de no ser por aquella experiencia.

Yo seguía enfadado, y a esa altura no había nada que él pudiera decirme para que yo le diera la razón. Le pedí que se retirara; que estaba despedido. Mientras salía por la puerta incluso le grité que aquel no era un trabajo para alguien como él, y que se hiciera ver por un psicólogo pues no parecía estar bien de la cabeza.

Esa noche fui a un bar con unos amigos. Necesitaba hablar con el alguien del asunto. Les conté acerca de Elías y el placer que él sentía cuando fallecía alguien que le había ocasionado algún daño en su infancia. Uno de mis amigos lo conocía, habían sido vecinos, y me dijo que no le extrañaba que se comportase de ese modo. Me contó que desde chico Elías había tenido muchos problemas, en especial en la escuela. Al parecer nunca tuvo amigos, y la gente lo maltrató y se rio de él durante toda su vida.

Era cierto que tenía sus motivos para guardarle rencor a esas personas que le habían hecho daño, pero yo no podía tener un compañero así; en mi trabajo debemos respetar a los difuntos sin importar lo que hicieron en sus vidas; es parte del abecé de las ciencias forenses.

Al día siguiente comencé la búsqueda de un nuevo asistente, aunque como dije antes, sabía que no sería una tarea fácil. Puse carteles en varios lugares, como farmacias, almacenes y kioscos; aun así, transcurrió un mes sin que apareciera un solo interesado.

El día menos pensado alguien golpeó la puerta. Era Elías, y estaba sosteniendo uno de los carteles que yo había puesto. Pidió perdón por su comportamiento, y sus enormes ojos verdes se llenaron de lágrimas.

Dijo que disfrutaba mucho de trabajar a mi lado, y que cada día aprendía algo nuevo. También me contó que su madre estaba enferma y que él la estaba cuidando, por lo que necesitaba con urgencia del dinero para salir adelante. Llegó incluso a confesarme que aquel trabajo era lo único bueno que había tenido en mucho tiempo.

Hoy sé que no debí aceptar sus disculpas, pero en ese momento sentí lástima por él, además necesitaba un asistente con urgencia, al menos para que me ayudase con la limpieza, pues en esos días había estado con bastante trabajo y el lugar estaba comenzando a apestar.

Yo iba a darle la mano como señal de paz, pero él me tomó por sorpresa y me abrazó con fuerza, luego dijo que me quedara tranquilo, que él dejaría el lugar impecable. Incluso me sugirió que me tomara un descanso por el resto de la tarde mientras se encargaba de todo.

Cuando regresé al día siguiente vi que había hecho un excelente trabajo; debo admitir que jamás había visto la morgue tan limpia. Pero aquello no fue lo que más llamó mi atención. Lo extraño era que todos los cajones de la morgue estaban abiertos. Al principio creí que alguien había retirado los cuerpos, pero al acercarme noté que aún estaban allí.

Fui revisando uno por uno los cajones ocupados y verifiqué que cada difunto estuviese en su sitio. Fui avanzando en la tarea mientras esperaba que Elías llegara en cualquier momento, pero él no aparecía.

Cuando estaba revisando los cajones de la hilera inferior vi que uno de ellos estaba cerrado. Terminé de confirmar que todo coincidía con lo que indicaban los registros y en ese momento se me ocurrió revisar aquel cajón. No se suponía que hubiese más cuerpos, todo estaba en orden, pero tuve un presentimiento de que allí había algo oculto.

Abrí la puerta y saqué la camilla. Estaba pesada, algo o alguien la estaba ocupando. Aquella persona estaba cubierta por una sábana, y al quitarla encontré un cadáver más, uno que no estaba en la lista. Era el cadáver de Elías.

Mi asistente estaba rígido, congelado como si hubiese estado allí toda la noche. Más tarde confirmé que había fallecido de un infarto. Aquello era evidente, tenía un gesto de espanto como el que jamás había visto. Sus ojos se veían más grandes que nunca, y su boca estaba abierta al punto de dislocarse la mandíbula. En medio de aquel silencio, casi podía escuchar sus gritos de horror.

Jamás sabré qué fue lo que vio antes de morir o quién lo guardó en aquel cajón. Elías estaba desnudo, sin ningún tipo de marcas más que un bonete de cartón en la cabeza, con dos largas orejas de burro.

2 comentarios:

  1. Federico, en este relato pones un poco de humor al asunto de las morgues, que al parecer guardan secretos inconfesables por lo increíbles y siniestros que son. Pero es de esperar, aunque el cuerpo muere el alma no, y tampoco el espíritu que la habita, así que si los vivos son vengativos, creo que los muertos también lo pueden ser, pero en este caso más que vengativos, diría susceptibles a la falta de respeto hacia su cadáver.
    Aquí nos haces reflexionar que la muerte juega un papel importante en la vida y viceversa.
    Se dice que "Con los muertos no se juega", y tampoco se debe jugar con los vivos, pero al parecer estos últimos son más tolerantes que los muertos.
    Pobre Elías, murió burlado, tal cual vivió..., ya me empezaba a caer bien, ja, ja.
    Grata semana

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    1. Harolina, a Gustavo también le estaba cayendo bien Elías, y a mí también un poquito. Pero al final debió pagar por sus actos de la peor manera.
      Gustavo debió buscar otro ayudante luego, espero que nos cuente la historia pronto, y que haya tenido un mejor final.
      Gracias por la visita y el comentario, amiga!

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