martes, 27 de febrero de 2024

JUNTOS HASTA LA MUERTE


Escrito con la colaboración de Raquel Pines



Mi nombre es Gustavo Golmayo y soy médico forense. Por once años trabajé en la pequeña morgue de El Amparo, el pueblo en que crecí, luego me trasladaron al Hospital Municipal de Santa Fe, donde trabajo en la actualidad.

Son muchas las leyendas que se cuentan en los pueblos aislados como El Amparo, y gran parte de ellas están relacionadas con las morgues de dichos pueblos. Pero entre tantas leyendas, hay una que ha cautivado los corazones de todos los pueblerinos, una que ocurrió cuando yo recién comenzaba a ejercer, y esa es la historia de Rocío y Joel.

Rocío F. provenía de la familia más adinerada de la zona. Su bisabuelo es considerado uno de los fundadores del lugar, ya que cuando llegó al país, El Amparo apenas tenía unos cientos de habitantes. Al poco tiempo de mudarse donó dinero para la construcción de caminos, una escuela, y hasta abrió su chequera cuantas veces fue necesario para construir la capilla que aún sigue firme, y que yo podía ver desde la ventana de la morgue. El padre de Rocío, el señor Norberto F., duplicó la fortuna que heredó con un negocio propio, comercializando maquinaria agrícola. No hay productor en los alrededores digno de llamarse así que no sea equipado por él. Rocío estaba destinada a estudiar en una gran universidad para continuar con un posgrado en Europa y así hacerse cargo de la empresa familiar, o al menos eso era lo que su padre tenía escrito para ella.

Joel M. estaba en el estrato social diametralmente opuesto. Era hijo de una mujer que había llegado de Camerún en circunstancias poco claras. La mujer llegó siendo apenas mayor de edad, y trabajó para un anciano que vivía solo y que criaba cabras de Angora. Un año después quedó encinta. No se le conoció jamás pareja alguna, y muchos creen que el anciano criador de cabras era el padre biológico de Joel, pero éste jamás le dio su apellido. Poco después el hombre falleció, y Joel y su madre se quedaron a vivir solos en esa vieja casa. El señor F. prometió ser capaz de cualquier cosa antes que ver a su hija de la mano de aquel muchacho; un muchacho pobre, producto de una unión ilegítima, y hasta hijo de una mujer de la que se decía practicaba magia vudú…, pero a decir verdad nada de eso molestaba al padre de Rocío; quienes lo escucharon hablar aseguran que lo que él no soportaba era el color de piel del joven. Es que Joel era idéntico a su madre, y ambos parecían tallados en ébano, con cabellos tan enrulados como el de las cabras que criaban.

El padre de Rocío había hablado muy en serio cuando prometió que haría cualquier cosa por evitar la unión, pero Rocío estaba igual de convencida, y una mañana manifestó que deseaba casarse con su novio contra todo obstáculo, y era inútil tratar de evitarlo. El Señor F. la escuchó con atención, y al día siguiente dio un giro de trescientos sesenta grados e invitó a Joel a cenar. Así es, trescientos sesenta, pues todos creyeron que él había cambiado de parecer, pero jamás lo hizo.

La noche en que la pareja sería declarada formalmente, el Señor F. sacó uno de sus mejores vinos de su bodega privada. El joven no estaba acostumbrado a beber, y en poco tiempo comenzó a perder sus facultades mentales y motrices. El Señor F. lo invitó entonces a fumar un cigarro mientras brindaban con un whisky de etiqueta negra que guardaba en su oficina. Conozco ese lugar, he ido en una oportunidad, y puedo imaginar toda la escena: el escritorio de tres metros de largo que te hace sentir pequeño, los muebles y adornos brillantes que intentaban mostrar lujos que a mi parecer eran de mal gusto, y en medio de la pared, una cabeza de un ciervo rojo de catorce puntas. Estuvieron una hora conversando a solas hasta que de pronto se oyó un disparo. Cuando Rocío y su madre cruzaron la puerta vieron al joven tirado en el suelo con el torso ensangrentado. El Señor F. le había disparado con su pistolón calibre 28.

Joel tenía un fuerte olor a alcohol y un abrecartas en la mano, y el hombre dijo que debió dispararle en defensa propia.

Nadie que no haya cobrado una suma de dinero fingió creer esa historia, mucho menos Rocío, que lloró desconsolada cuando vio cómo transportaban el cuerpo de su amado directamente a mi morgue. Le gritó a su padre que lo odiaba, y esa misma noche escapó de su casa.

A todos nos afectó aquel trágico final. Fue una de esas historias que quedan grabadas en el colectivo de un pueblo, y que se mantienen como frase hecha cuando se está frente a una pareja de enamorados. Sé que lo común en otros lugares es nombrar personajes de Shakespeare como la personificación misma del amor en juventud, ya que aun quienes no han leído la más famosa de sus obras, saben bien de qué se trata. Pero en El Amparo la cosa es diferente. No son Romeo y Julieta, sino Rocío y Joel los que evocamos cuando nace un noviazgo u oímos la noticia de un matrimonio. Es lógico, cuando alguien muere en circunstancias trágicas es idealizado, y sus más pequeñas virtudes son descritas como las del héroe de una epopeya. Pero el final que tuvieron ellos dos lo amerita; yo soy testigo, tuve sus restos frente a mí y les puedo asegurar que aquello fue en verdad memorable.

Los restos de Joel me tomaron muchas horas de trabajo. Tenía el torso destrozado, como si hubiese estado en medio de una explosión. Debí tomar registro de cada perdigón bajo su piel para determinar con precisión la distancia y el ángulo del disparo. Hice un trabajo con sumo detalle que pudiera ayudar lo más posible para que hubiese justicia por aquel joven y también por su madre, que sufrió más que nadie al recibir la noticia. Poco después de lo ocurrido, la pobre mujer vendió la casa y dejó el pueblo para nunca regresar. He oído que viajó a su país, donde tuvo gemelos. Me gustaría creer que aquella historia es cierta.

Luego de detallar la ubicación de las municiones, analicé otros elementos que pudieran determinar la magnitud del supuesto altercado previo al disparo; como si el difunto presentaba otras heridas o si tenía ADN del señor F. bajo las uñas. Tal y como lo esperaba, no hallé señales de que aquello hubiese sido en legítima defensa. En mi opinión, Ernesto F. asesinó al joven a sangre fría, pero el caso ni siquiera fue a juicio, el hombre tenía suficiente dinero para comprar a quien fuese necesario. Lo que él no sabía es que esa impunidad solo sería pasajera; el destino tenía preparado un castigo mayor para el asesino, lamentablemente ese castigo llegó por el lado de su hija.

Tres días después de la muerte de Joel, Rocío fue hallada en un hotel cerca de Santa Fe. Yacía en la bañera con cortes en ambas muñecas.

Cuando me trajeron sus restos quedé tan o más impactado como cuando vi el cadáver de su novio. Estaba blanca como un espectro; toda su sangre se había ido por el drenaje de aquel hotel. La profundidad de los cortes en sus muñecas evidenciaba que el dolor que había sentido por dentro la dejó incapaz de sentir dolor físico.

Aquel final era demasiado trágico, y yo no podía soportar tener a ambos entre esas frías paredes. Sabía que era tarde para intentar reparar lo ocurrido; no tenía modo de darles un mejor final, ni yo ni nadie. Solo se me ocurrió tener un detalle con ellos que, lo admito, no era más que una tontería. Lo que hice fue cambiar de lugar el cuerpo que estaba en el cajón contiguo al de los restos de Joel, para luego poder poner allí el cuerpo de Rocío. Fue lo máximo que pude torcer el triste destino que les tocó: brindarles la compañía uno del otro por unos días, pues pronto los enterrarían en lugares apartados. A ella, en la parcela familiar en la sección más elevada y lujosa del cementerio. A él, en algún lugar del terreno en donde pastaban las cabras.

Me dispuse a preparar el cadáver de Rocío con ese pequeño consuelo en mente; limpié sus heridas junto con los ríos de sangre que tenía dibujados en los brazos. Y hasta lavé la sangre que tenía en la punta de sus cabellos, que jamás se vieron tan rubios como aquella noche.

Una vez que terminé de limpiar el cuerpo, comencé a escribir el informe mientras recordaba aquella vez en que los había visto en vida. Fue una noche que los vi sentados en un banco en el parque. Se veían felices juntos, mirándose a los ojos mientras él sostenía su mano pequeña y blanca, que brillaba a la luz de la luna.

Hoy quizás ya estoy endurecido, pero mientras intentaba escribir el informe no pude evitar que se me llenaran los ojos de lágrimas. En todos los años que llevo en este oficio jamás deseé tanto tener un compañero de trabajo proveniente de otra ciudad, que se hiciera cargo del asunto sin sentirse afectado por el contexto como me pasaba a mí.

Decidí salir un instante a tomar algo de aire; había estado entre esas paredes durante muchas horas seguidas y necesitaba desconectarme por un momento.

Tomé un poco de aire fresco y encendí un cigarrillo. Miré a lo lejos y vi la parroquia que había hecho construir el bisabuelo de Rocío hacía más de un siglo. Si aquel hombre hubiese sabido en qué terminaría la novela de su familia, estoy seguro de que no habría aportado todo ese capital, mucho menos para la construcción de un templo en el que sus descendientes no podrían volver a visitar sin ahogarse en llantos. Si él hubiese sabido lo que pasaría, habría huido de aquel sitio que ningún dios y ningún santo puede salvar.

Regresé cabizbajo para terminar de preparar el cuerpo de Rocío, pero al ingresar no lo vi en su lugar. En medio de la morgue se encontraba la camilla en la que le había estado realizando la autopsia, pero estaba vacía.

Intenté recordar por un momento si ya había puesto el cuerpo de Rocío en el cajón junto al de Joel como había planeado, pero al mirar vi que éste estaba abierto y vacío también.

No podía entender lo que estaba ocurriendo. Claro que ya era de noche y yo estaba cansado, así que no sabía si era el estrés el que me había afectado tanto que ya ni recordaba lo que había hecho.

Miré a mi alrededor desesperado, y de pronto choqué con la bandeja de instrumentos, tirando todo al suelo. Me agaché a recogerlos, y fue entonces cuando vi dos huellas junto a la camilla en donde había estado Rocío. Eran dos pequeñas huellas que apuntaban hacia afuera, como si alguien se hubiese bajado de ella con total naturalidad.

Moví todo lo que había alrededor para que no me hicieran sombra, y mirando a contraluz seguí el rastro de las huellas. Noté entonces que aquel ser que las había dejado había caminado por la morgue.

Seguí el rastro y caí de rodillas al ver que éste se dirigía al cajón en el que estaba el cadáver de Joel.

Me fijé si las huellas se dirigían hacia la puerta, como si Rocío hubiese ido a despedirse de su amado para luego huir de la morgue y del pueblo. Pero no había nada; las huellas terminaban allí mismo. Abrí entonces la puerta y saqué la camilla del cajón. Estaba pesada, y así adiviné lo que estaba a punto de encontrar. Allí estaban los dos cadáveres abrazados, mirándose a los ojos, y aunque sus cuerpos ya estaban rígidos, Joel sostenía la mano pequeña y blanca de Rocío, que brillaba como una luna, bajo los tubos de luz fría de la morgue.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

GRACIAS POR COMENTAR Y POR COMPARTIR.