domingo, 4 de noviembre de 2018

EL JEFE





Veinte años sin un ascenso. Veinte años con un sueldo miserable. Natalie miraba las frías paredes de su cubículo y se sentía ahogada, como si cada temporada el cubículo se hiciera más y más pequeño. Apenas podía recordar a aquella joven que ingresó a la empresa alegre y llena de sueños. Tras veinte años se había convertido en una efigie para ser maltratada, para ser humillada.

Pronto pondría fin a ese sufrimiento. Había conseguido empleo en otra empresa. Un puesto similar en una empresa similar, era cierto, pero al menos ello le permitiría decir que estaba iniciando un nuevo capítulo en su vida.

El jefe la llamó por el altoparlante; el anciano aún no sabía que la semana siguiente Natalie ya no estaría allí; nadie en la oficina lo sabía.

―¿Por qué tardaste tanto? ―dijo el anciano cuando Natalie ingresó en su oficina.

No había pasado ni un minuto desde que él la llamó por el altoparlante. De hecho, ella se apuró también porque se aproximaba su horario de salida, y no llegaría a tomar el tren. Natalie intentó decir algo, pero él estiró el brazo callándola, y luego señaló la silla que tenía enfrente:

―Siéntate.

Natalie se sentó frente al enorme escritorio. Juntó las piernas y apoyó su cartera sobre ellas. El anciano no dijo nada, solo se sirvió un vaso de whisky F&7 de etiqueta negra.

La mano del viejo temblaba, y su calva brillaba empapada en sudor. Intentó acomodarse la corbata para respirar mejor, pero enseguida comenzó a toser. Ella lo observaba con un gesto de aversión. El hombre parecía que iba a morir con cada tosido, y al hacerlo mostraba unos escasos dientes; infectos, como si las mentiras que dijo a lo largo de su vida los hubieran corrompido.

Sus problemas de salud lo obligaron a ir hasta el baño sin siquiera excusarse. Una vez allí, las finas paredes no hacían mucho por evitar que ella oyera como él tosía y largaba lo que parecían ser trozos de pulmón.

Natalie sabía que eso ocurriría, siempre pasaba lo mismo: el jefe la llamaba y la hacía esperar sentada mientras bebía whisky, fumaba un habano, tosía o hablaba por teléfono. Así, ella se convertía en parte del mobiliario, no más importante que una fotocopiadora, una silla o un cesto de basura. Luego de esa espera que le consumiría parte de su vida, él volvería a dirigirle la palabra solo para darle una serie de órdenes y críticas sin sentido, con el tono soberbio que lo había llevado tan lejos. Pero esa vez la espera sería diferente. Natalie abrió su cartera y, antes de que su jefe regresara del baño, vació una minúscula botella de veneno en el vaso de whisky. Quería irse de aquella empresa, pero no iba a permitir que el viejo saliera impune por esos veinte años destruyendo su autoestima. Podría haber dejado que la naturaleza hiciera el trabajo sucio, pero el anciano parecía tener comprada a la mismísima muerte.

El hombre regresó y se sentó haciendo un gesto de dolor:

―Natalie ―dijo él―, contigo quería hablar. Sabes que siempre te he tenido mucha estima. Es más, creo que eres una de las mejores empleadas que he tenido.

Luego de toser un poco más, continuó:

―Ha llegado la hora de jubilarme y pensé en nombrarte mi sucesora, ¿qué opinas?

Natalie enmudeció por unos segundos; tiempo suficiente para que el anciano vaciara su vaso de whisky de un solo trago.



FIN



viernes, 17 de agosto de 2018

UNO DE TERROR





―Uno de terror, uno de terror ―dije imitando a César.

Él siempre me pedía lo mismo. Cada vez que me conseguía un pequeño trabajo en una revista o en un periódico local, repetía la consigna: un cuento de terror.

Por supuesto que le estaba agradecido, además siempre me gustó el género, pero jamás me resultó fácil escribir esos relatos.

Muchos escritores logran convertir cualquier experiencia en una trama apasionante, otros tienen una musa que los inspira, y hay quienes suelen encontrar historias en el fondo de una botella. Nada de eso funciona para mí; escribir esos relatos no es cuestión de echar a volar mi imaginación, sino de sumergirla en las aguas más oscuras de mi alma. Debo adentrarme; recorrer mi pútrido interior para encontrar allí el núcleo de un relato que podrá o no dar miedo a los demás, pero siempre seré yo el más aterrado.

Pasé días frente a mi máquina sin que se me ocurriera una palabra.

―Uno de terror, uno de terror…

Nada. Mi mente estaba envuelta en tinieblas.

―Tal vez uno sobre un asesino –me dije–; un asesino que mate sin sentido; un psicópata de lógica tan incomprensible que cometa actos insoportables a la vista, como si sus crímenes fuesen un montaje de las imágenes surrealistas que dibuja su cerebro.

Continué el viaje hacia mis entrañas, donde desgarré mis intestinos con las uñas buscando algo que, aunque me atormentara por siempre, me ayudase a escribir un nuevo cuento.

Y así fue; la historia fluyó de mis dedos. Fue como si un cántico de horror y muerte me dictara las palabras. El cuento tenía todos los detalles que las mentes más morbosas esperan leer: puñaladas, torturas e incluso desmembramientos; el asesino de mi relato estaba dotado de una mente siniestra y tenía la habilidad con el cuchillo que solo se ve en las carnicerías. Poco después llegó el momento de poner mi nombre al pie de página.

Quedé agotado, y dormí sobre el escritorio como preso de un embrujo.

Apenas desperté sonreí debido al éxito de la noche anterior; había logrado terminar a tiempo el trabajo para enviarlo por correo y así fuera publicado la semana siguiente. Pero al abrir los ojos no encontré la obra que tanto esfuerzo me había costado; sobre mi vieja máquina de escribir solo había una hoja en blanco que me miraba sonriente.

Comencé a revolver los papeles del escritorio:

―¿En dónde está el maldito relato? ―dije mientras buscaba con desesperación.

Pronto me di cuenta de que jamás lo encontraría; lo único que había en esas hojas eran mis huellas dactilares, pintadas con la sangre de alguien más.



jueves, 28 de junio de 2018

EL HOMBRE SIN DISFRAZ






Era noche de brujas y el rock industrial sonaba a todo volumen. El salón estaba decorado con globos negros y plateados, y las paredes estaban repletas de calabazas de papel con sonrisas despiadadas. Todos bailaban, todos se perdían en la música, todos se dejaban llevar por el disfraz de su monstruo preferido.

En la fiesta había personas disfrazadas de fantasmas, de demonios y de hechiceros. Un invitado fue vestido como el Wingakaw; su traje imitaba un cúmulo de partes de diferentes animales, y hasta podía sentirse el olor a bosque. Cthulhu también estaba presente; de su máscara salían largos tentáculos que llegaban hasta el suelo, y el aceite de pescado había logrado el brillo perfecto en su piel de goma. En la invitación se informaba que el mejor disfrazado obtendría un premio, y nadie escatimó al momento de confeccionar sus prendas.

El alcohol recorría la muchedumbre, y pronto los invitó a todos a unirse en un círculo perfecto en medio del salón.

Alguien se acercó a la pista cubriéndose el rostro con una capa, era nada menos que el Conde Drácula. No era el verdadero, por supuesto, pero su traje era digno de una película de Bela Lugosi. A su disfraz no le faltaba un detalle, lo tenía todo: un atuendo negro y púrpura, el cabello hacia atrás, los colmillos, y hasta un poco de sangre maquillada cayendo de la comisura de sus labios. El único defecto era que en el bajo vientre la camisa estaba demasiado ajustada.

El hombre lobo estaba allí bailando, con un traje cubierto en pelos de los pies a la cabeza, y al ver a llegar a su amigo lo saludó con un abrazo y muchos gritos, por lo que Drácula supo enseguida de quien se trataba.

Al contemplarse los disfraces el hombre lobo no tardó en notar que los botones del Conde estaban a punto de salir disparados:

―Me parece que este Conde Drácula tiene que empezar a consumir sangre baja en calorías. Tal vez deberías intentar matando deportistas.

―Pues yo no sé si tú eres el hombre lobo o un perro callejero y desnutrido.

Los dos amigos comenzaron a reír.

De pronto sonó “Came back haunted”, una canción que a ambos les gustaba.

―¡Escucha, escucha! ―dijo el hombre lobo mientras apuntaba al techo con su garra.

Nine Inch Nails era su banda favorita, y empezó a bailar sacudiendo la cabeza, haciendo que su hocico relleno de goma espuma se moviera de arriba hacia abajo.

Drácula también acompañó el ritmo moviendo las caderas, haciendo buen uso de sus kilos de más, mientras se cubría y descubría con su larga capa.

Luego de unos minutos los dos amigos fueron a sentarse, exhaustos de tanto baile, y el invitado disfrazado de Drácula posó la mirada en un hombre que estaba sentado en soledad; un hombre con el rostro descubierto, un hombre sin disfraz. El sujeto estaba bebiendo de un pequeño vaso de plástico, mientras movía la cabeza al ritmo del rock industrial.

―Oiga ―dijo Drácula― ¿Por qué usted no está disfrazado?

―¿Cómo que no lo estoy? Tengo un excelente disfraz.

El individuo llevaba puesto un traje negro, camisa blanca y una corbata con vivos plateados. Sus zapatos eran de la mejor calidad, y estaban lustrados de modo impecable. Llevaba el cabello bien peinado, estaba afeitado al ras, y no poseía señas particulares que pudieran ser de ayuda para distinguirlo en el tren durante la hora pico, en la fila del banco o sentado en una oficina.

Drácula buscó a su amigo para hacerlo cómplice del descubrimiento:

―O yo estoy demasiado borracho o este sujeto no está disfrazado.

―Es cierto ―dijo el hombre lobo― ¿Acaso no sabe que estamos celebrando noche de brujas?

―Por supuesto que lo sé ―dijo el hombre del traje negro―, y le repito lo que acabo de decirle a su amigo: estoy disfrazado.

―¡Miren todos! ―aulló el hombre lobo― ¡Este tipo no vino disfrazado!

Los demás invitados comenzaron a acercarse al fenómeno de la fiesta para observarlo.

Todos los fantasmas, demonios y hechiceros se acercaron. Se acercó el Wingakaw, con su disfraz imitando partes de animales, y hasta llevó consigo el olor a bosque. Cthulhu también se hizo presente, arrastrando los tentáculos que salían de su rostro de goma cubierto con aceite de pescado. Todos los disfrazados rodearon al hombre de traje y corbata en un círculo perfecto.

―¡Está arruinando la fiesta! ―dijo uno de los monstruos―. Estamos aquí para divertirnos y los disfraces nos ayudan a meternos en los personajes. Usted no hace más que incomodarnos.

―¡Esta fiesta no es para humanos! ―dijo otro monstruo a la vez que empujaba al hombre sin disfraz.

El sujeto se acomodó la corbata mientras miraba con sarcasmo a quien lo había agredido. En ese momento se acercó nada menos que La máscara de la muerte roja. Se quitó la máscara carnavalesca y bajo ella se vio el rostro de una mujer, era la anfitriona:

―Discúlpeme ―dijo―; soy la dueña de esta casa y me acaban de decir que un invitado vino sin disfraz. No puedo creer lo que estoy viendo. ¿Acaso usted no se enteró de que había que venir disfrazado?

―Nadie me cree, pero llevo puesto un disfraz.

―Conozco a la mayoría de los aquí presentes y no sé quién es usted. ¿Quién lo invitó a esta fiesta? ―luego alzó la voz para dirigirse a todos los invitados― ¿Alguien conoce a este señor?

Todos negaron con la cabeza mirándose unos a los otros. Nadie parecía reconocer a aquel individuo.

―Todos saben quién soy, pero no me reconocen precisamente porque vine disfrazado ―insistió el sujeto.

―Dígame su nombre.

―¿Mi nombre? Tengo muchos nombres. Créame, no a todos les agradaría oírlos en voz alta.

―Me estoy cansando de todo esto, esto es una fiesta y usted está incomodando a mis invitados. Voy a pedirle que se retire. Además, ni siquiera se tomó el trabajo de venir disfrazado a una fiesta de noche de brujas.

El hombre cambió el semblante y una sombra cubrió su mirada:

―Yo soy quien se está cansando. Sobre todo, porque mi disfraz es uno de los mejores de la fiesta. Todos ustedes se disfrazaron de personajes extraídos de obras de terror y yo me disfracé del ser más temible de todos. ¿Acaso no saben que el hombre inventó la literatura de terror creando monstruos a su imagen y semejanza?

―Ya ha colmado mi paciencia ―dijo la anfitriona―. Retírese.

La mujer lo sujetó del brazo para indicarle la salida, pero el hombre sin disfraz se soltó.

―¡Esto es inaudito! ―dijo―; quieren echarme de una fiesta en la que muchos invitados están disfrazados de mí. Yo solo vine a pasar un buen momento, a disfrutar de esta fecha que suelo celebrar en soledad. Si me dejan quedarme prometo no molestarlos. Pero si insisten en que me vaya, entonces me veré obligado a poner fin a esta celebración, y arrancaré sus almas en un tormento superior a aquel de la carne y de los huesos. Pero claro, la decisión es de ustedes.

Todos hicieron silencio. Los enmascarados se miraron unos a los otros, y luego se alejaron con pasos lentos, dejando solos al hombre del traje negro y a la anfitriona.

―Esta bien… ―dijo la dueña de casa―; puede quedarse.

La fiesta continuó y el alcohol ayudó enseguida a que se recuperara la alegría del principio. Poco a poco las miradas se fueron posando cada vez menos en el hombre sin disfraz, quien volvió a sentarse para pasar el resto de la fiesta bebiendo de un pequeño vaso de plástico y moviendo la cabeza al ritmo del rock industrial.




II


Horas más tarde la anfitriona decidió que era el momento adecuado para premiar al invitado con el mejor disfraz de la fiesta. El elegido fue un joven que se había disfrazado de Lucifer, de Satanás, de Mefistófeles, de nada menos que el Príncipe de las Tinieblas. Su traje consistía en una enorme cabeza de color rojo vivo, con ojos que brillaban y una boca que se abría y se cerraba mostrando largos colmillos. Quien estaba dentro miraba a través del pecho del disfraz, de ese modo el atuendo medía un total de tres metros de altura.

El Conde Drácula y el hombre lobo no estaban de acuerdo con el nombramiento, ellos habrían querido que ganase una muchacha que también se había vestido de diablo, pero más que por las prendas que llevaba, llamaba la atención por las que no llevaba. La joven regaló un movimiento sensual y un beso a los dos amigos quienes la seguían felicitando. La muchacha mantuvo su sonrisa, aunque en el fondo tuvo ganas de reclamar el premio porque había elegido sus prendas con mucho esmero, y además consideraba que lo proporcionado por horas en el gimnasio y alguna que otra cirugía, también formaban parte del producto final.

La dueña de casa no se preocupó por las opiniones de unos pocos y felicitó al ganador. Solo recordó a una persona en ese momento, alguien que, por alguna razón, consideró un juez digno de la ceremonia. En ese momento miró al hombre sin disfraz, que seguía sentado, bebiendo de un pequeño vaso. El sujeto observó el traje del ganador frunciendo el ceño y finalmente hizo un gesto de aprobación.

La anfitriona mandó a que enviaran el premio que consistía en una botella de whisky F&7 etiqueta negra. Se trataba de una edición especial de cinco litros, y los demás aplaudieron esperando que el ganador abriera la botella para compartirla en la fiesta.

El dueño pensó que sería un desperdicio compartir aquella bebida en un grupo social que a esa altura no podría distinguirla de un whisky barato mezclado con aguarrás y pimienta, y le pidió a la anfitriona que se la guardara hasta que él se retirase.

Al amanecer, los invitados fueron quedándose dormidos por toda la casa. El lugar parecía un cementerio de monstruos. Había gente en el suelo y hasta arriba de las mesas.

El primero en despertar fue Drácula, quien fue al lavabo a quitarse el maquillaje. Al regresar del baño, el hombre lobo se le acercó:

―¿Me ayudas a buscar mi garra izquierda? No puedo encontrarla.

Buscaron en el salón, en la cocina y en los baños. Buscaron incluso bajo los tentáculos de Cthulhu, que por algún motivo se había quedado dormido en la bañera. Luego de varios minutos, Drácula la encontró en uno de los sillones.

―¡Aquí está! ―dijo.

El hombre lobo no contestó. Estaba de pie a pocos metros, había quedado absorto ante un objeto que alguien había dejado:

―Mira ―dijo casi sin aliento.

En el suelo había unos zapatos de la mejor calidad, lustrados de modo impecable.

Se acercaron y, junto a ellos, vieron el traje completo. Allí estaban los pantalones, la camisa, y hasta la corbata con vivos plateados. El hombre lobo removió las prendas y encontró aquello que deseaba y a la vez le aterraba encontrar: una máscara con la piel más realista que jamás había visto; una máscara con el cabello bien peinado, afeitada al ras, sin señas particulares que pudieran ser de ayuda para distinguirlo en el tren durante la hora pico, en la fila del banco o sentado en una oficina.

Los demás, que también buscaban las partes de sus disfraces, fueron acercándose para ver aquella máscara.

La miraron en silencio mientras el hombre lobo la sostenía en sus manos. No se necesitaron palabras; las miradas lo decían todo: aquella noche de brujas, el Diablo se disfrazó de humano.




FIN




jueves, 4 de enero de 2018

ROMPECORAZONES S.A.






Jamás habría imaginado que aquel sería mi último día en la empresa. Rompecorazones S.A. era el sitio ideal para una chica como yo. Horarios flexibles, discreción absoluta y un salario que superaba el de la mayoría de los profesionales; además, mi puesto consistía más que nada en ir del gimnasio a la peluquería, para luego salir de paseo y ser colmada de regalos. Era cuestión de ganar dinero por divertirme, y mientras más me divertía, más dinero ganaba.

Aquella mañana llegué al edificio donde todos mis compañeros me saludaron con devoción; algunos incluso me hicieron en broma una pequeña reverencia. Sucede que yo acababa de liquidar a otro objetivo de manera categórica, alcanzando así el segundo puesto en el ranking de ejecutores. Pasé junto al muro de empleados del mes y vi la interminable hilera de fotografías de Augusto do Santos, líder del ranking desde hacía dos años, todas con su misma sonrisa soberbia.

Ingresé a la oficina de mi jefa y ésta me entregó una carpeta con los datos de mi nueva clienta:

―Toma. Eres perfecta para acabar con su ex novio.

Mi jefa era una señora glamorosa que se dirigía a nosotros sin siquiera mirarnos a los ojos. Había entrado a la empresa cuando recién abría, y se había convertido en una especie de leyenda entre los demás ejecutores.

Cuando estaba por salir de su oficina me llamó:

―Una cosa más ―dijo―: felicitaciones por haber alcanzado el segundo puesto. Ojalá alcances a Augusto; jamás me agradó ese muchacho.

Me dirigí a la casa de la clienta y allí fui atendida por una mujer que bien podría haber tenido cien años. Su cabello despeinado y canoso dejaba entrever un rostro arrugado, y su mano apenas lograba sostener un cigarrillo que ya era pura ceniza.

Ingresé y me guio a unos sillones en medio del caos. Al sentarme frente a ella pude notar que no era mayor que yo. Luego, viendo las fotografías a mi alrededor, observé que había tenido unos preciosos rizos dorados; de hecho, su cabello se había parecido mucho al mío.

―Perdón por el desorden ―dijo―. Cuando David me dejó se llevó hasta mis ganas de vivir. Una amiga me recomendó Rompecorazones S.A. No averigüe mucho sobre el servicio que proporcionan, solo sé que lastiman a quienes se lo merecen. Quisiera que David atravesara lo mismo que yo estoy viviendo.

―Todo tiene su precio ―le dije―; si pagas por el paquete completo, puedo hacer que en pocos meses se encuentre en una situación deplorable.

―Eso quiero ―dijo ella―; el paquete completo.

―Muy bien; paso a explicarte entonces. Primero estudiaré sus gustos y le haré creer que soy su alma gemela. Tendremos unas semanas de idilio hasta que un día, cuando menos lo espere, comenzarán los problemas. Provocaré discusiones enfrente de sus familiares y amigos hasta convertirme en la única persona en su vida. Haré que se ponga nervioso en los momentos más importantes: exámenes, entrevistas…, así, llegará el día en que quedará desempleado y en la ruina. Créeme que seré lo peor que le ha ocurrido. Soy muy buena en lo que hago; tengo un éxito de más del noventa por ciento y llevo logrados cinco suicidios.

Mi clienta se quedó en silencio durante un momento, luego la vida regresó a su rostro:

―Perfecto ―dijo―, eso quiero; que lo pulverices.

―Así será; cuando termine con él, pesará lo que una sombra en una esquina. Dime, ¿completaste el formulario que te enviamos?

―Sí ―dijo entregándome un sobre―. Aquí está todo lo que sé acerca de David.

Observé que el formulario estaba completo; con esos datos yo debía idear un plan para cruzarme con el sujeto e iniciar con él una relación amorosa. Junto a las hojas encontré su fotografía, y fue entonces cuando supe que aquel sería mi último día trabajando para Rompecorazones S.A.

Me había dado cuenta de que yo no era tan exitosa como creía hasta entonces. Apenas vi la fotografía me sentí pulverizada, pesé lo que una sombra en una esquina; aquella imagen había acabado conmigo de manera categórica.

―No puedo hacer el trabajo ―dije―. Lo siento.

Ante su mirada atónita me puse de pie y me fui, dejando la fotografía de David sobre la mesa junto a la puerta.

Sucede que aquel hombre no se llamaba David; se trataba en realidad de Augusto do Santos, líder del ranking de ejecutores, fotografiado una vez más con su inconfundible sonrisa soberbia.