martes, 8 de agosto de 2017

LA NIÑA QUE NO FUE





―Lamento informarles que aquello que temíamos es cierto ―dijo el Dr. Reus―. Todos los estudios indican lo mismo.

Sofía esperaba sentada en el pasillo. Las enfermeras que pasaban la miraban con ojos fríos. Ella no quería estar allí. Quería regresar a su casa, jugar con sus amigos, volver a su vida de siempre.

―Tiene diez años, ¿verdad? ―dijo el Dr. Reus―. Asumo que aún es niña.

Del otro lado de la puerta, la pequeña Sofía no podía escuchar la conversación que tenían sus padres con el intimidante doctor, y la espera la ponía cada vez más nerviosa. Sus pies inquietos aún no llegaban al suelo, y los movía hacia atrás y hacia adelante.

―He estado esperando una paciente como ella para poner en práctica el nuevo tratamiento en el que estuve trabajando. Los comprimidos que le daré han hecho que mi anterior paciente dejara de ovular; pero claro, eso no será un problema para Sofía debido a su edad.

Ese mismo día la niña comenzó el tratamiento. Dos comprimidos diarios durante una semana, dos comprimidos que la prepararían para un procedimiento que tenía más posibilidades de matarla que de lograr un efecto similar al deseado.

Durante aquella semana a Sofía todo le daba náuseas, y por supuesto, todas sus fantasías se vieron apagadas junto con su producción de hormonas. Sin embargo, los rumores ya habían llegado a su colegio, y una compañera de curso la acusó de mirarla con demasiada atención en el baño luego de la clase de educación física.

En la siguiente visita al hospital, la niña estaba aún más aterrada:

―Me han dicho que sigues teniendo los mismos deseos impuros ―dijo el Dr. Reus―. Eres una paciente difícil. No hay problema; yo me especializo en los casos difíciles.

Una enorme enfermera de ojos fríos la llevó hasta una silla metálica y la inmovilizó con correas de cuero. Al final, le puso un casco unido a una palanca mediante un sistema de cableado.

El doctor acomodó sus lentes y una sonrisa mostró unos dientes amarillos mientras acomodaba el proyector frente a la paciente.

―Te mostraré imágenes perversas y haré que las odies tanto como las odia cualquier persona sana. Tú no tienes la culpa, Sofía; es eso que tienes en tu interior lo que te hace desear lo indeseable. No es un demonio, como creen algunos. “Él” está alojado en tu sistema nervioso, y voy a eliminarlo.

El proyector se encendió y el Dr. Reus apagó las luces. Mujeres besándose, tocándose, mujeres vestidas como hombres y hasta algunas con vello facial; una tras otra, las imágenes en blanco y negro se reflejaban en las pupilas de Sofía.

Las manos de la niña se retorcían ante el dolor que le causaban los impulsos eléctricos sobre su cabeza y sobre su columna vertebral.

―No te preocupes ―dijo el Dr. Reus―, no quiero matarte; solo quiero matar esa parte de ti que te hace daño.

El tiempo pasó y Sofía cambió, pero no fue el cambio que esperaban sus padres. Había dejado de jugar con muñecas, había dejado de peinarse y de mirarse al espejo, incluso su voz sonaba diferente.

En medio del desayuno su hermano mayor intentó disimular la risa, pero la manera en que la niña sostenía la cuchara parecía ser la de uno de esos cuestionados antepasados del hombre de los que se estaba comenzando a hablar.

―¿De qué te ríes, imbécil? ―dijo la niña mientras sujetaba del cuello a su hermano con una sola mano.

Los padres tuvieron que volver a llevarla a ver al Dr. Reus, él parecía ser el único que podría hacer algo al respecto:

―Lamento informarles que los comprimidos no están dando resultado ―dijo el Dr. Reus.

Sofía esperaba sentada en el pasillo del hospital. Las enfermeras pasaban cerca de ella pero le esquivaban la mirada.

―Está actuando más como un niño que como una niña, ¿verdad? ―dijo el Dr. Reus.

Del otro lado de la puerta, Sofía no podía escuchar la conversación que tenían sus padres con el doctor, pero ya no le importaba; ella ya no estaba nerviosa. Sus pies no se movían, y en aquellas semanas había crecido tanto que llegaban con firmeza al suelo.

―Voy a someterla a un tratamiento un poco más extremo que el anterior. Les prometo que no me daré por vencido con el problema de su hija. Les aseguro que esta vez me encargaré de “Él”.

Pronto Sofía volvió a estar atada con cinturones de cuero, pero esa vez fue sobre una camilla.

La enorme enfermera le colocó el suero y las venas del brazo de la niña se hincharon fuera de lo común.

Sofía comenzó a respirar con fuerza, y los músculos de sus brazos se pusieron tensos; no eran brazos de niña, no eran músculos humanos.

La enfermera se alejó de la paciente, pero no tuvo oportunidad cuando ésta se liberó sin esfuerzo de los cinturones que la sujetaban. Aquella que alguna vez había sido una dulce niña dejó inconsciente de un golpe a la enfermera.

Sofía se acercó al Dr. Reus, y éste no la reconoció. La había convertido en algo diferente. Su piel había perdido el tono sano y rosáceo, para volverse de un gris opaco. Tenía el cabello grasoso, escaso, y sus brazos y piernas mostraban la fuerza sobrehumana con la que lo enfrentaría.

No era la primera vez que las prácticas experimentales del Dr. Reus terminaban en fracaso, y Sofía se sumó a la larga lista de pacientes fallecidos. La niña había muerto, mientras que “Él” continuaba vivo.