sábado, 30 de marzo de 2024

RASTRO DE SANGRE





La gente me pregunta si me da miedo viajar solo, pues las carreteras en las que me muevo están llenas de peligros. Me preguntan si soy consciente de mi buena fortuna, ya que jamás tuve un problema para realizar entregas recorriendo los rincones de todo México. Es cierto, soy afortunado. Muchos dirían que tengo un ángel que me protege, que viaja a mi lado en la cabina del camión.

En una ocasión debí transportar muebles de una mudanza de Veracruz a Michoacán; un viaje de novecientos kilómetros que me tomaría no menos de once horas. Decidí partir antes del amanecer y conducir durante todo el día. Era febrero, y si viajaba sin pausas llegaría a destino antes del ocaso.

Me detuve para llenar el tanque en una gasolinera solitaria al costado de la ruta. Todo estaba negro a mi alrededor; el sol aún se reusaba a hacer su aparición. Fui a abonar la carga de combustible, y cuando estaba por subir al camión oí unos ruidos que provenían de la parte de atrás del remolque. Tomé entonces el bate que guardo bajo el asiento y me acerqué en silencio con la intención de sorprender al ratero. Al llegar vi una joven muy nerviosa intentando abrir la puerta de mi tráiler.

La muchacha llevaba puesta una sudadera negra con una capucha en mal estado, de la que asomaban unos grasientos cabellos castaños. Aun así, se veía muy atractiva.

―Por favor, ayúdeme ―me dijo―, necesito alejarme de aquí lo antes posible.

Yo me negué. No reacciono de buena manera cuando alguien intenta vulnerar la seguridad de mi vehículo.

He llevado a varias personas en mis viajes, es cierto, pero todas ellas me pidieron aventón en forma amable. Además, si bien era evidente que ella estaba en apuros, parecía que la estuvieran persiguiendo por haber cometido un crimen.

Mientras me insistía, la vi darse la vuelta repetidas veces, como si alguien estuviera a punto de atacarla por la espalda. Ni siquiera me preguntó a dónde me dirigía; estaba ansiosa por subir al camión y abandonar ese sitio para siempre.

En un último intento sacó de su bolsillo un manojo de billetes para dármelos a cambio de que la llevara. Los billetes estaban arrugados y algunos de ellos tenían manchas que sin duda eran de sangre. Aun así, tomé el dinero, pues era una buena suma, incluso era más de lo que me pagarían por el transporte de los muebles.

Le conté que me dirigía a Michoacán, y le pregunté si le servía. Ella asintió sin vacilar. Pude haberle dicho que me dirigía al mismísimo infierno y seguro me habría acompañado.

Cuando la invité a subir a la cabina me confesó que prefería viajar en el remolque junto con la carga, pues no quería arriesgarse a ser vista.

Le explique que el viaje sería largo, y yo suelo conducir durante varias horas seguidas sin detenerme, pero ella insistió en que estaba muy cansada, que había tenido una semana terrible y no había podido dormir en días, por lo que no tenía ningún problema con estar encerrada durante todo el recorrido.

Por suerte para la joven, entre los muebles que transportaba había varios colchones y sillones, donde podría acostarse y dormir con comodidad. Yo no habría podido oírla si precisaba algo, así que le prometí que en unas horas me detendría y le abriría la puerta. Al final le entregué una manta y también una cubeta, en caso de que…, bueno, tuviera la necesidad de una.

Enseguida arranqué el camión llevando a mi misteriosa pasajera, y conduje a paso firme durante horas.

El sol comenzó a elevarse detrás de mí, persiguiendo mi gran buque de acero mientras yo recorría la autopista infinita. Podía sentir cómo el astro quemaba la superficie terrestre, haciéndome sentir como una hormiga que huye de una lupa sostenida por un niño que gusta de achicharrar insectos. No vi a nadie en kilómetros, ni casas ni vehículos, solo árboles retorcidos y arbustos agonizantes a la espera de una lluvia salvadora. Deseé haber viajado junto a mi pasajera y así al menos tener una conversación. Podría haberme contado de dónde provenía y a dónde se dirigía, y quizás al conocerme un poco más se habría animado a decirme de qué estaba escapando. Nadie corre riesgos al confiarme sus secretos cuando viaja en mi camión. He llevado todo tipo de pasajeros, y algunos me han narrado vivencias terribles. Deben saber que sus relatos se quedarán allí mismo, en la carretera, y morirán conmigo, pues no soy más que un navegante en estas tierras, una parte del paisaje, al igual que esos arbustos agonizantes al costado de la ruta.

En estas tierras he tenido decenas de amores de una noche con mujeres que han viajado conmigo, y debo admitir que una parte de mí pensó en tener una aventura con la joven que llevé en el remolque. Pero aquel terminó siendo otro viaje en soledad; un día más en que los únicos sonidos que me acompañarían serían los de las ruedas girando sobre la carretera, las explosiones del poderoso motor de mi camión, y los riffs de guitarra del metal mexicano que acostumbro poner a todo volumen.

Llegué a Puebla marcando un muy buen tiempo. Era pleno mediodía y decidí detenerme para almorzar antes de continuar conduciendo. Al bajar abrí la puerta del tráiler imaginando que la joven estaría desesperada por descender, pero la hallé acostada en un colchón apoyado en el suelo, cubierta con la vieja manta que le había prestado.

Me contestó sin siquiera asomar la cabeza; me dijo que estaba bien, pero seguía muy cansada y solo deseaba dormir. Me agradeció por la preocupación, pero prefirió esperar a descender en la siguiente parada.

Almorcé rápidamente en una parrilla al costado de la ruta y enseguida regresé al camión para continuar avanzando. No volví a tener la necesidad de detenerme en las siguientes cuatro horas, y tenía pensado continuar así hasta terminar el viaje. Si seguía con aquel ritmo, llegaría a destino poco antes de se pusiera el sol, pero al cruzar la frontera de Michoacán me detuvieron unos policías.

Habían colocado unas vallas sobre la ruta, y supuse que se trataba de un operativo, como los que acostumbran realizar cuando están en la búsqueda de un criminal que se dio a la fuga.

Saludé al oficial, pero él no contestó. Tampoco me pidió el registro ni los papeles del camión, solo me miró fijo y me ordenó que descendiera del vehículo.

―¿Qué lleva en el camión? ―me preguntó de mala manera.

Era un sujeto delgado, ojeroso y de mirada lasciva. Hizo un gesto con la cabeza y enseguida se acercaron otros dos hombres armados. Uno era alto, con una barba de varios días, y el otro era un chaparro que llevaba puesta una camisa cuyos botones evidenciaban que era demasiado pequeña para ser suya. Aquellos hombres no eran policías, eran piratas del asfalto.

Sentí un malestar en el pecho, como si algo estuviera caminando por mi interior, y una nube sorda me envolvió por un momento.

―No llevo nada de valor ―dije al fin―, solo unos muebles viejos.

―Este es un tráiler muy grande ―dijo el más delgado―, tiene que haber algo interesante aquí dentro.

Caminé hacia la parte de atrás como quien atraviesa el patíbulo. Los tres sujetos me seguían de cerca, y al mirarlos de reojo noté que tenían las manos preparadas para desenfundar sus armas ante mi menor intento de jugar al héroe.

Sentía que ya estaba muerto, y que cada paso que daba era el último, pues al intentar dar el siguiente me desplomaría. Solo era cuestión de segundos para que me disparasen en el cráneo desde atrás, en un impacto tan rápido que no me causaría dolor alguno.

Llegamos al final de mi marcha fúnebre y nos paramos frente a las puertas traseras del remolque.

El viento soplaba seco, arrastrando consigo un leve olor a madera quemada.

―Por favor ―les dije―, soy un hombre de familia.

Lo cierto es que no he visto a mi hija en años, pero hay un acuerdo no escrito de que quienes vivimos solos no tenemos derecho a pedir nada a la sociedad. De todas maneras, aquella mentira no cambió el semblante de los ladrones, que seguían esperando a que abriera el camión mientras mantenían las manos a centímetros de sus armas.

―¡De acuerdo, señores! ―dije alzando la voz dirigiéndome más hacia la puerta del tráiler que hacia los tres sujetos―. Abriré y verán que no llevo nada de valor.

Tenía la esperanza de que la joven, si seguía durmiendo, se despertaría al oírme, dándole tiempo de ocultarse. No quería imaginar lo que esos hombres serían capaces de hacerle si la encontraban acostada.

El sujeto delgado ordenó a los otros dos que subieran para revisar el contenido del tráiler. Se trataba de un remolque de catorce metros, y desde abajo no se podía ver todo lo que llevaba.

Yo solo podía imaginar dos finales para aquella historia. Podían dispararme y llevarse el camión dejándome desangrar a un costado de la ruta, o podían decidir que aquella carga no valía la pena, y dispararme de todas maneras, pero sin llevarse el camión. Ya nada más un milagro podía salvarme. Esos revólveres no eran ornamentales; y todos saben que en aquellas carreteras desérticas las balas no emiten sonido, porque nadie las escucha.

Me quedé con el sujeto delgado, que no me quitaba la mirada de encima. De pronto se oyeron unos ruidos veloces, como si una ráfaga de viento hubiese atravesado el interior dentro del camión.

El sujeto gritó a sus compañeros preguntándoles si habían encontrado algo, pero no le contestaron. Luego me miró y desenfundó su arma:

―¿Hay alguien allí dentro?

Justo cuando me estaba apuntando, algo lo sujetó del rostro y lo introdujo al camión en un instante. Fue una mano, o más bien una garra, que se clavó en sus ojos y lo arrancó del suelo con una fuerza sobrehumana.

Me quedé paralizado mientras oía los gritos de aquel malviviente. No podía ver directamente lo que estaba ocurriendo, pero había un gran espejo atado a un ropero, en el que se veía un cuerpo convulsionando. Pude notar que tenía una criatura encima que le estaba succionando la sangre de una mordedura en su cuello, pero ese ser carecía de reflejo. Segundos después el cadáver salió disparado del camión. Enseguida otro más fue expulsado de la misma manera. Ambos estaban destruidos, con múltiples heridas y fracturas, como si una enorme bestia los hubiera atacado. Luego el tercero y último también cayó al suelo, volando varios metros por encima de mí.

Tras eso oí a la muchacha hablarme desde adentro del remolque, pero su voz sonó un poco más profunda que la primera vez que lo hizo:

―Cierra las puertas ―me dijo―, aún es de día.

Cerré el tráiler sin pérdidas de tiempo y enseguida encendí el camión para continuar conduciendo. Recuerdo que faltaban menos de doscientos kilómetros para llegar a mi destino, pero esas dos horas de viaje se me hicieron eternas. Ni siquiera encendí el estéreo; preferí viajar en silencio y no hacer nada que pudiera alterar el sueño de mi temible pasajera.

Cuando por fin llegamos el sol ya se había ocultado. Me detuve en una gasolinera y la joven descendió del tráiler. Noté que tenía un poco de sangre en la comisura de los labios, y le hice un gesto con el dedo para que se la limpiara. Se pasó la lengua, y pude ver entonces sus colmillos blancos como la luna.

Nos agradecimos mutuamente, y decidí devolverle el dinero que me había entregado. Me habría sentido culpable cobrándole por aquel viaje, yo solo la había llevado; ella, en cambio, me había salvado la vida.

La gente me pregunta si me da miedo viajar solo, pues las carreteras en las que me muevo están llenas de peligros. Podría decirse que soy afortunado, pues siempre logro llegar a destino. Muchos dirían que hay algo que me protege. En ocasiones es un ángel, que viaja a mi lado en la cabina del camión, pero hay veces que me acompaña algo mucho más oscuro.

sábado, 2 de marzo de 2024

UN DISPARO IMPOSIBLE





Mi nombre es Gustavo Golmayo y soy médico forense. Por once años trabajé en la pequeña morgue de El Amparo, el pueblo en que crecí, luego me trasladaron al Hospital Municipal de Santa Fe, donde trabajo en la actualidad.

Ha pasado mucho tiempo, y en todos estos años he realizado cientos sino miles de autopsias. Algunas no requieren de mucho análisis, otras son verdaderos desafíos, pero hay una con la que me sentí como un novato a pesar de que ya tenía varios años ejerciendo mi profesión.

Todo lo que había aprendido en la universidad parecía no servirme de nada ante aquel cadáver. Hoy ya no soy el mismo, y ya aprendí la lección que no me enseñaron mis profesores, y es que hay casos que no se pueden analizar con las herramientas clásicas. Son sucesos que escapan a todo lo que conocemos a través de la razón, eventos que son propios de los asuntos de la fe. Una fe que puede ser en la existencia de un ser supremo, bondadoso, que nos observa y nos protege desde el cielo. O puedo ser más bien una creencia, la creencia de que existe algo oscuro acechando entre las sombras; una fuerza maligna que dibuja figuras que tienen las mismas formas que nuestras pesadillas.

Aquel cuerpo que tenía frente a mí era el de un hombre de cuarenta años llamado Ramón Q., que había fallecido a causa de un disparo. Una bala de un rifle había ingresado por su pómulo izquierdo para luego volarle los sesos destrozándole parte del cráneo.

Las autopsias de balística requieren ilustraciones precisas, en las que se describe el trayecto del proyectil. Dichos estudios ayudan a reconstruir la escena para así poder descifrar si se trató de una cuestión de legítima defensa o si, por el contrario, fue un crimen a sangre fría.

Según el informe, Ramón ingresó al campo de Facundo P. a medianoche, y éste último, despertado por los ladridos de sus perros, salió de su casa y le disparó desde seis metros de distancia.

Facundo había sido detenido, y estaba esperando en su celda por un juicio con mínimas esperanzas de salir airoso. Su víctima, Ramón, estaba frente a mí con todo su cerebro a la vista, o más bien lo que aún quedaba de él tras el disparo.

Tenía varias heridas en el cuerpo, pero ninguna de gravedad. Parecía que había estado en algún enfrentamiento, hasta que tuvo una muerte inmediata al recibir el disparo. Por otro lado, había que analizar a Facundo y ver si él mostraba signos de una pelea, así como si sus análisis de sangre daban positivos en alguna sustancia. Aquellos no eran mis asuntos, yo debía enfocarme en el cadáver de Ramón, pero allí estaba mi problema. Era un asunto que por más que lo pensara una y otra vez, no podía explicar cómo había sucedido.

La bala que acabó con su vida había ingresado con una inclinación por su rostro y salió con una inclinación diferente de su cráneo. Según las muestras, la bala había cambiado unos noventa grados hacia arriba. Dicho de otro modo: la bala dobló dentro de su cara y se dirigió hacia la tapa de sus sesos.

Yo no podía entregar un informe con tal hecho que parecía salido de un cuento de fantasía. Una bala, y menos de ese calibre, no podría ser desviada de ese modo ni siquiera al chocar con un hueso.

Comencé todo el estudio desde un principio y arribé a las mismas conclusiones. Habían pasado varios días y yo seguía sin presentar el informe, hasta que recibí una llamada del comisario para preguntarme por los resultados. Ante su insistencia le hablé de la situación; le dije lo que sucedía y decidimos encontrarnos para tomar un café.

Intenté explicarle de un modo preciso todo el asunto, pero él estaba más apurado por una autopsia sin importar lo que ésta dijera. Lo único que quería era que yo comprobase que el balazo había sido causado por el rifle de Facundo.

La verdad, sentí que el comisario tenía demasiado apuro por incriminar al acusado. Más allá de lo que sucediera en el juicio y qué otras pruebas se presentaran, yo debía realizar bien mi trabajo; debía entregar el informe de una autopsia en la que todo cuadre con lo que aparentemente había sucedido, y que cualquiera que las leyera pudiera comprender la situación.

Fue entonces que pensé que lo mejor sería interiorizarme más en el caso, pensando que tal vez había algo que podría explicar la falla en la autopsia.

El comisario me terminó contando, no con muchas ganas ni detalle, lo que él sabía. Me dijo que Facundo había visto a Ramón intentando ingresar en su casa y le había disparado, no cerca de su casa, lo que habría supuesto una mayor amenaza para él y su familia, sino a diez metros de esta, cerca de su gallinero. Si bien el cuerpo de Ramón tenía heridas que podrían ser símbolo de un enfrentamiento entre los dos hombres, Facundo estaba intacto. Le había disparado al instante en que lo vio, y esas heridas que el difunto presentaba serían anteriores al encuentro entre esos dos sujetos.

Le pregunté al comisario sobre quién había sido Ramón Q., y me dijo que era un pobre hombre. Quienes lo conocían decían que tenía problemas psicológicos, y que llevaba varios meses desaparecido. El comisario tenía la teoría de que estaba extraviado, y buscaba un lugar donde refugiarse cuando Facundo lo mató.

Puesto de ese modo, cualquiera pensaría que actuó de manera precipitada, y era justo que pagase por lo cometido. Pero aún estaba el asunto de la bala.

Regresé a la morgue y volví a analizar los orificios de entrada y salida del proyectil. En realidad, la salida fue devastadora, le había hecho un orificio del tamaño de mi puño, por el que volaron trozos de cerebro y de huesos. Puse aquello en el informe, pero no podía terminarlo. De ninguna manera iba a poner mi firma en algo que no cuadraba, en algo que yo ni siquiera creía posible.

A la semana siguiente el comisario volvió a llamarme por teléfono; su poca paciencia se estaba agotando, y entonces decidí averiguar más sobre esa noche hablando con la única persona que pensé que podría estar con ganas de contármelo todo, el único testigo: Facundo P.

Era algo irregular, por supuesto, mi trabajo no consiste en hablar con los acusados para que me expliquen lo sucedido, al contrario, son mis estudios científicos los que aportan pruebas irrefutables en los juicios. Pero yo tenía en mis manos un cadáver que me llenaba de dudas, y sin importar lo que me pedía el comisario, deseaba hacer un informe completo. Me dirigí a la jefatura de policía y, aunque el comisario no estaba muy a gusto con la idea, tuve un encuentro con el acusado.

Un oficial me dirigió al sótano, donde se encontraban las celdas, y me llevó hasta aquella en la que estaba Facundo.

El hombre estaba deshecho; se notaba que no pertenecía a ese sitio oscuro en el que apenas corría un aire viciado. Sus manos temblaban, y debía secar sus lágrimas ante cada pregunta que le hacía.

Al principio se mostró reacio a contar lo sucedido; algo cínico diría. Me contó que vivía con su mujer y sus dos hijos pequeños, pero ellos se quedaron en la casa cuando él salió para ver por qué ladraban los perros. Salió con su rifle en mano, como era su costumbre, y mientras apuntaba con una linterna preguntó si había alguien allí.

Le pedí más detalles, entonces me dijo, sin siquiera mirarme, que sus perros siguieron ladrando hasta que uno de ellos gimió. Luego gimió otro, y finalmente el tercero huyó, pasando por al lado suyo. Él siguió avanzando hacia el lugar de donde provenían los ruidos y allí vio a Ramón junto al corral de las gallinas. Entonces le apuntó con su arma. Como Ramón continuaba allí, le disparó. Fue un tiro preciso que lo mató al instante.

Le pregunté por sus perros, si habían muerto, y también qué ocurrió con el que había huido. Facundo alzó la mirada, y me di cuenta de que ningún policía o abogado le había preguntado por ellos. Me dijo que los dos primeros habían fallecido, y que su mujer le había contado que el que había huido regresó tras una semana desaparecido.

―Yo no estoy aquí para juzgarte, Facundo ―le dije―. Estoy aquí porque hay algo que no me cierra; podría decirse que vine por motivos puramente científicos.

Él se apoyó en los barrotes de la celda y me miró con una sonrisa amable:

―Esta es una de esas ocasiones que escapan a su ciencia, buen hombre. Lo que sucedió esa noche es uno de esos asuntos de Dios y el Diablo; en este caso, del segundo.

Pedí a un guardia si me permitía ingresar para hablar mejor con Facundo. Era obvio que no era un hombre peligroso, y me dejaron pasar para sentarme allí junto a él.

Le dije de nuevo que necesitaba que me contara todo lo que ocurrió esa noche, que cualquier detalle podría ser importante. Yo le iba a creer, porque el cadáver que tuve enfrente durante dos semanas tenía algo que no lograba explicar; lo único que podría justificar una trayectoria imposible como la que realizó esa bala era un evento igual de imposible.

Entonces Facundo asintió y se secó una vez más las lágrimas, luego se inclinó hacia mí y me clavó la mirada.

Me dijo entonces algo que yo ya estaba comenzando a suponer: Ramón no era un hombre normal. De hecho, no era un hombre cuando él le disparó.

Lo primero que había visto esa noche fue los cadáveres de sus dos perros. Estaban desechos; algo los había cortado por la mitad. Al acercarse más logró ver al causante, un ser que estaba parado en las cuatro extremidades, desnudo y cubierto de pelos. Su cuerpo no era el de un humano, tenía brazos y piernas deformes, orejas puntiagudas y un hocico alargado con enormes colmillos llenos de sangre.

Él le disparó directamente en el rostro, y aquella criatura cayó al suelo. Pero al morir, comenzó a cambiar de forma, hasta convertirse en el ser humano que yo había recibido en la morgue.

Comprendí que, en ese cambio, cuando el cráneo de Ramón tomó la forma de un hombre, los orificios de entrada y de salida de la bala dejaron de tener la misma dirección, dejaron de estar alineados.

Luego de la conversación regresé de inmediato al hospital para terminar la autopsia, pero ya no pude ver al cadáver de Ramón de la misma manera. Frente a mí había un cuerpo de alguien que no tenía la culpa de lo que le había pasado, un hombre que, por algún motivo había huido de su casa, o se había extraviado, y quién sabe cómo fue que aquella noche se convirtió en la bestia que atacó el hogar de Facundo con intención de alimentarse de los animales. Era un ser maldito, y Facundo también debió pagar por aquella maldición, pero pagaría con años en prisión.

Terminé entonces con la autopsia lo antes posible, explicando que la bala se había desviado, aunque sin aclarar cuánto. Me dediqué más a explicar que el cadáver tenía sangre de los dos perros que mató, tanto en las manos como en los dientes. Entregué el informe a la policía y no pude hacer mucho más para ayudar a Facundo. Poco después supe que le redujeron la sentencia porque evidentemente Ramón estaba desquiciado al momento del enfrentamiento.

En el pueblo no tardó en correrse la voz de lo ocurrido, y aunque algunos piensan mal de Facundo, la mayoría lo consideran un héroe por lo que hizo; no solo por haber defendido su campo y a su familia de aquella criatura, sino porque desde que aquello ocurrió, disminuyeron las muertes de gallinas y otros animales de granja en el pueblo de El Amparo.

martes, 27 de febrero de 2024

JUNTOS HASTA LA MUERTE


Escrito con la colaboración de Raquel Pines



Mi nombre es Gustavo Golmayo y soy médico forense. Por once años trabajé en la pequeña morgue de El Amparo, el pueblo en que crecí, luego me trasladaron al Hospital Municipal de Santa Fe, donde trabajo en la actualidad.

Son muchas las leyendas que se cuentan en los pueblos aislados como El Amparo, y gran parte de ellas están relacionadas con las morgues de dichos pueblos. Pero entre tantas leyendas, hay una que ha cautivado los corazones de todos los pueblerinos, una que ocurrió cuando yo recién comenzaba a ejercer, y esa es la historia de Rocío y Joel.

Rocío F. provenía de la familia más adinerada de la zona. Su bisabuelo es considerado uno de los fundadores del lugar, ya que cuando llegó al país, El Amparo apenas tenía unos cientos de habitantes. Al poco tiempo de mudarse donó dinero para la construcción de caminos, una escuela, y hasta abrió su chequera cuantas veces fue necesario para construir la capilla que aún sigue firme, y que yo podía ver desde la ventana de la morgue. El padre de Rocío, el señor Norberto F., duplicó la fortuna que heredó con un negocio propio, comercializando maquinaria agrícola. No hay productor en los alrededores digno de llamarse así que no sea equipado por él. Rocío estaba destinada a estudiar en una gran universidad para continuar con un posgrado en Europa y así hacerse cargo de la empresa familiar, o al menos eso era lo que su padre tenía escrito para ella.

Joel M. estaba en el estrato social diametralmente opuesto. Era hijo de una mujer que había llegado de Camerún en circunstancias poco claras. La mujer llegó siendo apenas mayor de edad, y trabajó para un anciano que vivía solo y que criaba cabras de Angora. Un año después quedó encinta. No se le conoció jamás pareja alguna, y muchos creen que el anciano criador de cabras era el padre biológico de Joel, pero éste jamás le dio su apellido. Poco después el hombre falleció, y Joel y su madre se quedaron a vivir solos en esa vieja casa. El señor F. prometió ser capaz de cualquier cosa antes que ver a su hija de la mano de aquel muchacho; un muchacho pobre, producto de una unión ilegítima, y hasta hijo de una mujer de la que se decía practicaba magia vudú…, pero a decir verdad nada de eso molestaba al padre de Rocío; quienes lo escucharon hablar aseguran que lo que él no soportaba era el color de piel del joven. Es que Joel era idéntico a su madre, y ambos parecían tallados en ébano, con cabellos tan enrulados como el de las cabras que criaban.

El padre de Rocío había hablado muy en serio cuando prometió que haría cualquier cosa por evitar la unión, pero Rocío estaba igual de convencida, y una mañana manifestó que deseaba casarse con su novio contra todo obstáculo, y era inútil tratar de evitarlo. El Señor F. la escuchó con atención, y al día siguiente dio un giro de trescientos sesenta grados e invitó a Joel a cenar. Así es, trescientos sesenta, pues todos creyeron que él había cambiado de parecer, pero jamás lo hizo.

La noche en que la pareja sería declarada formalmente, el Señor F. sacó uno de sus mejores vinos de su bodega privada. El joven no estaba acostumbrado a beber, y en poco tiempo comenzó a perder sus facultades mentales y motrices. El Señor F. lo invitó entonces a fumar un cigarro mientras brindaban con un whisky de etiqueta negra que guardaba en su oficina. Conozco ese lugar, he ido en una oportunidad, y puedo imaginar toda la escena: el escritorio de tres metros de largo que te hace sentir pequeño, los muebles y adornos brillantes que intentaban mostrar lujos que a mi parecer eran de mal gusto, y en medio de la pared, una cabeza de un ciervo rojo de catorce puntas. Estuvieron una hora conversando a solas hasta que de pronto se oyó un disparo. Cuando Rocío y su madre cruzaron la puerta vieron al joven tirado en el suelo con el torso ensangrentado. El Señor F. le había disparado con su pistolón calibre 28.

Joel tenía un fuerte olor a alcohol y un abrecartas en la mano, y el hombre dijo que debió dispararle en defensa propia.

Nadie que no haya cobrado una suma de dinero fingió creer esa historia, mucho menos Rocío, que lloró desconsolada cuando vio cómo transportaban el cuerpo de su amado directamente a mi morgue. Le gritó a su padre que lo odiaba, y esa misma noche escapó de su casa.

A todos nos afectó aquel trágico final. Fue una de esas historias que quedan grabadas en el colectivo de un pueblo, y que se mantienen como frase hecha cuando se está frente a una pareja de enamorados. Sé que lo común en otros lugares es nombrar personajes de Shakespeare como la personificación misma del amor en juventud, ya que aun quienes no han leído la más famosa de sus obras, saben bien de qué se trata. Pero en El Amparo la cosa es diferente. No son Romeo y Julieta, sino Rocío y Joel los que evocamos cuando nace un noviazgo u oímos la noticia de un matrimonio. Es lógico, cuando alguien muere en circunstancias trágicas es idealizado, y sus más pequeñas virtudes son descritas como las del héroe de una epopeya. Pero el final que tuvieron ellos dos lo amerita; yo soy testigo, tuve sus restos frente a mí y les puedo asegurar que aquello fue en verdad memorable.

Los restos de Joel me tomaron muchas horas de trabajo. Tenía el torso destrozado, como si hubiese estado en medio de una explosión. Debí tomar registro de cada perdigón bajo su piel para determinar con precisión la distancia y el ángulo del disparo. Hice un trabajo con sumo detalle que pudiera ayudar lo más posible para que hubiese justicia por aquel joven y también por su madre, que sufrió más que nadie al recibir la noticia. Poco después de lo ocurrido, la pobre mujer vendió la casa y dejó el pueblo para nunca regresar. He oído que viajó a su país, donde tuvo gemelos. Me gustaría creer que aquella historia es cierta.

Luego de detallar la ubicación de las municiones, analicé otros elementos que pudieran determinar la magnitud del supuesto altercado previo al disparo; como si el difunto presentaba otras heridas o si tenía ADN del señor F. bajo las uñas. Tal y como lo esperaba, no hallé señales de que aquello hubiese sido en legítima defensa. En mi opinión, Ernesto F. asesinó al joven a sangre fría, pero el caso ni siquiera fue a juicio, el hombre tenía suficiente dinero para comprar a quien fuese necesario. Lo que él no sabía es que esa impunidad solo sería pasajera; el destino tenía preparado un castigo mayor para el asesino, lamentablemente ese castigo llegó por el lado de su hija.

Tres días después de la muerte de Joel, Rocío fue hallada en un hotel cerca de Santa Fe. Yacía en la bañera con cortes en ambas muñecas.

Cuando me trajeron sus restos quedé tan o más impactado como cuando vi el cadáver de su novio. Estaba blanca como un espectro; toda su sangre se había ido por el drenaje de aquel hotel. La profundidad de los cortes en sus muñecas evidenciaba que el dolor que había sentido por dentro la dejó incapaz de sentir dolor físico.

Aquel final era demasiado trágico, y yo no podía soportar tener a ambos entre esas frías paredes. Sabía que era tarde para intentar reparar lo ocurrido; no tenía modo de darles un mejor final, ni yo ni nadie. Solo se me ocurrió tener un detalle con ellos que, lo admito, no era más que una tontería. Lo que hice fue cambiar de lugar el cuerpo que estaba en el cajón contiguo al de los restos de Joel, para luego poder poner allí el cuerpo de Rocío. Fue lo máximo que pude torcer el triste destino que les tocó: brindarles la compañía uno del otro por unos días, pues pronto los enterrarían en lugares apartados. A ella, en la parcela familiar en la sección más elevada y lujosa del cementerio. A él, en algún lugar del terreno en donde pastaban las cabras.

Me dispuse a preparar el cadáver de Rocío con ese pequeño consuelo en mente; limpié sus heridas junto con los ríos de sangre que tenía dibujados en los brazos. Y hasta lavé la sangre que tenía en la punta de sus cabellos, que jamás se vieron tan rubios como aquella noche.

Una vez que terminé de limpiar el cuerpo, comencé a escribir el informe mientras recordaba aquella vez en que los había visto en vida. Fue una noche que los vi sentados en un banco en el parque. Se veían felices juntos, mirándose a los ojos mientras él sostenía su mano pequeña y blanca, que brillaba a la luz de la luna.

Hoy quizás ya estoy endurecido, pero mientras intentaba escribir el informe no pude evitar que se me llenaran los ojos de lágrimas. En todos los años que llevo en este oficio jamás deseé tanto tener un compañero de trabajo proveniente de otra ciudad, que se hiciera cargo del asunto sin sentirse afectado por el contexto como me pasaba a mí.

Decidí salir un instante a tomar algo de aire; había estado entre esas paredes durante muchas horas seguidas y necesitaba desconectarme por un momento.

Tomé un poco de aire fresco y encendí un cigarrillo. Miré a lo lejos y vi la parroquia que había hecho construir el bisabuelo de Rocío hacía más de un siglo. Si aquel hombre hubiese sabido en qué terminaría la novela de su familia, estoy seguro de que no habría aportado todo ese capital, mucho menos para la construcción de un templo en el que sus descendientes no podrían volver a visitar sin ahogarse en llantos. Si él hubiese sabido lo que pasaría, habría huido de aquel sitio que ningún dios y ningún santo puede salvar.

Regresé cabizbajo para terminar de preparar el cuerpo de Rocío, pero al ingresar no lo vi en su lugar. En medio de la morgue se encontraba la camilla en la que le había estado realizando la autopsia, pero estaba vacía.

Intenté recordar por un momento si ya había puesto el cuerpo de Rocío en el cajón junto al de Joel como había planeado, pero al mirar vi que éste estaba abierto y vacío también.

No podía entender lo que estaba ocurriendo. Claro que ya era de noche y yo estaba cansado, así que no sabía si era el estrés el que me había afectado tanto que ya ni recordaba lo que había hecho.

Miré a mi alrededor desesperado, y de pronto choqué con la bandeja de instrumentos, tirando todo al suelo. Me agaché a recogerlos, y fue entonces cuando vi dos huellas junto a la camilla en donde había estado Rocío. Eran dos pequeñas huellas que apuntaban hacia afuera, como si alguien se hubiese bajado de ella con total naturalidad.

Moví todo lo que había alrededor para que no me hicieran sombra, y mirando a contraluz seguí el rastro de las huellas. Noté entonces que aquel ser que las había dejado había caminado por la morgue.

Seguí el rastro y caí de rodillas al ver que éste se dirigía al cajón en el que estaba el cadáver de Joel.

Me fijé si las huellas se dirigían hacia la puerta, como si Rocío hubiese ido a despedirse de su amado para luego huir de la morgue y del pueblo. Pero no había nada; las huellas terminaban allí mismo. Abrí entonces la puerta y saqué la camilla del cajón. Estaba pesada, y así adiviné lo que estaba a punto de encontrar. Allí estaban los dos cadáveres abrazados, mirándose a los ojos, y aunque sus cuerpos ya estaban rígidos, Joel sostenía la mano pequeña y blanca de Rocío, que brillaba como una luna, bajo los tubos de luz fría de la morgue.

domingo, 18 de febrero de 2024

EL CADÁVER DE LA BRUJA





Mi nombre es Gustavo Golmayo y soy médico forense. Por once años trabajé en la pequeña morgue de El Amparo, el pueblo en que crecí, luego me trasladaron al Hospital Municipal de Santa Fe, donde trabajo en la actualidad.

Llegué a esta ciudad por un mejor sueldo, pero más que nada vine en busca de nuevos desafíos. Siendo sincero esa es solo la versión oficial de los hechos, es lo que dije en la entrevista de trabajo y lo que contesto cuando me preguntan a la ligera. Lo cierto es que dejé El Amparo por la cantidad de experiencias terribles que he tenido allí. He soportado con coraje muchas de ellas, pero una noche ocurrió algo de lo que aún no logro reponerme. Luego de aquel incidente me vi obligado a buscar un nuevo puesto de trabajo, y así alejarme lo más posible del lugar que me vio nacer.

En los once años que trabajé allí hubo épocas en las que trabajé en la morgue solo y otras en los que tuve diversos asistentes. Algunos de ellos han renunciado, otros han sufrido peores destinos. También he despedido a más de uno porque sus modos no eran profesionales; hay gente que solo quiere manipular cadáveres para cumplir deseos perversos que no tienen cabida en mi profesión.

Manuel Q. fue el último asistente que tuve antes de abandonar El Amparo. Se veía muy correcto y educado; un muchacho agradable que hasta llegué a considerarlo como uno de mis mejores amigos.

Manuel había comenzado la carrera de medicina deseando ser cirujano, pero al fallecer su padre debió regresar al pueblo por problemas de dinero y para hacerse cargo de su finca. Era muy atento y siempre se mostraba deseoso de aprender cosas nuevas. Él llevaba ya dos años en el puesto, siendo el asistente que tuve por más tiempo y con quien mejor nos complementábamos en las tareas. A menudo hablábamos de su regreso a la facultad para terminar sus estudios y especializarse, por qué no, en ciencias forenses. Pero todos sus sueños quedaron truncos cuando el cadáver de Glenda R. llegó a la morgue.

Yo la conocía, todos en el pueblo la conocíamos. Era una mujer que había vivido en El Amparo por no menos de medio siglo. La gente mayor siempre fue respetada en ese lugar, pero Glenda, más que respetada, era temida. Su aspecto, su cabaña alejada de piedras y troncos, sus costumbres; todo en ella había hecho que los pueblerinos la acusaran de brujería.

Recuerdo haberla visto en una sola oportunidad hace mucho tiempo; una tarde en que regresaba del colegio y caminaba junto con unos compañeros. Yo tenía unos diez años; ella era una mujer de una edad aproximada a la que tenía mi madre en ese entonces. Estaba parada en una esquina, en la vereda frente a la que íbamos nosotros. Tenía el cabello negro y enmarañado, largo hasta la cintura, y usaba un viejo vestido que le cubría los pies, con el borde inferior lleno de tierra de tanto arrastrarlo al caminar.

Al verla, uno de mis amigos me dijo al oído que me cuidara de ella, que era una hechicera muy poderosa. Yo intenté desviar la mirada, pero no lo pude evitar, y al darme la vuelta vi que ella también me estaba observando, con unos ojos cargados de odio; como si hubiese escuchado lo que me habían dicho en secreto. Cualquier niño que la conociera –y también cualquier adulto– habría sentido escalofríos al conocerla. Yo solo necesité un segundo para entender por qué la gente la había apodado “la bruja de El Amparo”.

Son interminables las leyendas sobre aquella mujer, muchas de dudosa precedencia, pero creo que algunas debieron haber sido ciertas. Una de las más conocidas es la de aquel viajante extraviado que pasó por su cabaña a pedirle algo de beber. Hasta el día de hoy, son muchos los que dicen que a medianoche alguien les ha golpeado la puerta, y cuando se acercan a ver quién es, escuchan una voz débil del otro lado, suplicando por un vaso con agua. Cuando eso ocurre, la mayoría se queda rezando en silencio, pero los pocos que se han atrevido a abrir la puerta de entrada aseguran que no encontraron a nadie del otro lado, o bien que vieron algo alejarse, como un animal pequeño o una sombra. No se trata de un espíritu maligno, es más bien un alma en pena. Según se cree, Glenda no mató a aquel hombre, sino que lo tiene prisionero en un plano espectral superpuesto con el mundo en que vivimos, y es por eso que deambula perdido por toda la eternidad, sin poder llegar a su destino y así descansar en paz.

He escuchado otras historias sobre ella que ya contaré en otra ocasión, pero ninguna supera a aquella de la que yo fui testigo, esa que sucedió mientras a Manuel y a mí nos tocó hacerle la autopsia.

Cuando leía su archivo pronuncié su nombre en voz alta, y Manuel enseguida supo quién era. Debo reconocer que sentí miedo al remover la sábana que la cubría para verla allí acostada.

Con mi compañero nos miramos incrédulos, la edad y el aspecto de la difunta no coincidían en absoluto; Glenda se veía varias décadas más joven de lo que decía su documentación.

―Parece de cincuenta ―dijo Manuel.

Era cierto, de ninguna manera aparentaba su supuesta edad real.

Algo que siempre me llamó la atención de los cuentos de brujas es su aspecto. Casi siempre son ancianas horrendas, de piel arrugada, nariz larga y cabellos como paja. ¿Por qué se ven así? Si yo tuviera los poderes que se supone que ellas tienen, buscaría la manera de verme mejor para que la gente no me desprecie. Tal vez lo hacen a propósito, para así asustar a los niños. O quizás el poder de la magia oscura viene de la mano de una fealdad extrema, que refleja que han dejado de ser humanos tras la venta de sus almas.

Guiado por el arquetipo de la bruja diría que ella no lo era, al menos en su aspecto, o lo era y tenía algún secreto para verse así. La mujer que teníamos enfrente se veía igual que como era cuando la vi junto con mis compañeros, parecía que el tiempo no transcurría para ella del mismo modo que ocurre con las criaturas de Dios.

El informe decía que falleció de causas naturales hacía dos días. No parecía que tomaría mucho tiempo, pero debimos ponerla a un lado porque ese día estábamos ocupados con las autopsias de un accidente vehicular que debíamos resolver de inmediato. La ruta en dirección a San José presenta una curva muy peligrosa. No está iluminada y carece de banquina, y son muchos los conductores a quienes toma desprevenidos.

A la noche siguiente ya habíamos terminado con los tres cadáveres que debíamos estudiar de urgencia, y decidimos comenzar a analizar los restos de Glenda.

Para nuestra sorpresa ese día se veía diferente. Sí, era Glenda; su cabello negro y enmarañado, su rostro con forma de triángulo invertido y sus facciones angulosas. Sin duda era la misma, pero estaba aún más joven que cuando llegó a la morgue.

―¿Qué edad dijiste que tenía? ―preguntó Manuel.

En su documento decía que tenía ochenta y seis, y cuando la vimos por primera vez nos pareció una mujer de cincuenta, pero en ese segundo vistazo parecía aún menor.

Glenda se veía como una mujer de no más de treinta; quizás hasta más joven que mi compañero de trabajo. Su cuerpo era escultural, de curvas voluptuosas, y estaba más firme que el día anterior. Su rostro era hermoso, y contrastaba con su cabello enmarañado. Parecía una actriz que llevaba puesta una peluca para su papel en una película de terror, y mantenía los ojos cerrados a la espera de que le pusieran el maquillaje.

―La muerte le sienta bien ―dijo Manuel.

En ese momento hubo un corte de luz. Ya era de noche y la oscuridad dentro de la morgue era absoluta a excepción de la luz roja de emergencias. Al salir para revisar el asunto noté que estaba lloviendo; no lo sabíamos, dentro de esas gruesas paredes uno no se entera de nada de lo que ocurre en el mundo exterior; afuera podría haber un mundo de cadáveres esperando por su autopsia, y nosotros los haríamos pasar uno por uno sin darnos cuenta de que la fila llega hasta el horizonte.

Había saltado la térmica, y enseguida levanté la perilla para regresar a la sala de operaciones, entonces vi una de las imágenes más terribles que presencié en toda mi carrera. Allí estaba Manuel, desnudo, de pie frente a la camilla de Glenda, y ella estaba con las piernas abiertas.

No podía creer a mis ojos. Jamás tuve un asistente del que haya esperado algo como eso; en las entrevistas de trabajo se pide aptitud psicológica y se rechaza toda señal de perversión. Es cierto que he conocido algunos personajes que a veces hacían algún gesto irrespetuoso, pero Manuel no era de esos; era un profesional digno, y para mí fue un honor trabajar a su lado.

Todo lo que pensaba sobre él, todas sus virtudes desaparecieron en un instante cuando lo vi haciendo aquello que apenas puedo pronunciar.

Me acerqué para sacarlo de allí. Las palabras no me salían, solo pude levantar uno de mis brazos para intentar quitarlo de encima de ella, pero cuando apoyé la mano en su hombro sentí que no tocaba a un ser humano vivo.

El cuerpo de Manuel estaba frío, rígido, y enseguida lo solté. Me causó una horrible sensación que me recorrió por la espalda, y me quedé inmóvil sin poder evitar lo que estaba ocurriendo.

Ese que tenía enfrente ya no era Manuel, era solo una cáscara a punto de caer a pedazos. Un instante después se desplomó sobre el cuerpo de Glenda, y vi como los huesos de su espalda se mostraban cada vez más visibles mientras su carne de desintegraba y su piel se ennegrecía. En cuestión de segundos su cuerpo se convirtió en un cadáver que parecía haber estado descomponiéndose durante semanas.

Aunque no lo crean, aquella no fue la mayor sorpresa que me llevé esa noche. Luego de aquel horrendo espectáculo, vi una mano emerger para apoyarse sobre el tórax putrefacto de Manuel. Era Glenda, que lo empujó a un costado para poder levantarse.

Los restos de mi compañero cayeron al suelo y sus miembros se desprendieron; su descomposición se desarrollaba a una velocidad meteórica.

Por otro lado, en Glenda ocurría lo inverso. Se sentó sobre la camilla y ya no se veía como la mujer que llegó a la morgue. Era una joven de no más de veinte años de edad.

La vi estirar los brazos e inspirar con fuerza, para así llenar sus pulmones de vida tras dos días sin una gota de oxígeno. Luego se puso de pie y caminó hacia la puerta. Aún puedo sentir su respiración de cuando me habló al oído:

―Tu compañero del colegio tenía razón. Debes cuidarte de mí.

Luego de esas palabras salió por la puerta desnuda, cubierta solo por su cabello largo y enmarañado, y yo me quedé observando cómo se perdía en esa oscura noche de lluvia.

Al día siguiente no pude explicar lo ocurrido con precisión. Finalmente, se le echó la culpa a un posible hongo o enfermedad que pudo haber contraído Manuel mientras trabajaba a solas. Respecto a Glenda, decidí prender fuego su expediente y hacer de cuenta que nunca tuve su cadáver en mis manos. Días después me tomé unas vacaciones por tiempo indefinido mientras buscaba un nuevo sitio donde trabajar.

Jamás sabré en qué momento Manuel dejó de ser quien era para ser controlado por aquella mujer; prefiero no hacerme preguntas al respecto. La gente del pueblo tampoco hizo muchas preguntas sobre lo ocurrido, y nadie sospechó de mí. Y aunque suelo decir que dejé aquel trabajo en busca de nuevos desafíos, esa es solo la versión oficial de los hechos. Todos en el pueblo saben que, en realidad, deseaba alejarme lo más posible de la temible bruja de El Amparo.

jueves, 1 de febrero de 2024

EL BURRO





Mi nombre es Gustavo Golmayo y soy médico forense. Por once años trabajé en la pequeña morgue de El Amparo, el pueblo en que crecí, luego me trasladaron al Hospital Municipal de Santa Fe, donde trabajo en la actualidad.

En mi nuevo puesto debo realizar autopsias sin descanso, pues no solo se trata de un hospital muy grande en el centro de la ciudad, sino que además es el único que cuenta con una morgue en kilómetros. Por otro lado, dispongo de mucha ayuda; tengo un compañero a quien ya conocía de la facultad de medicina con quien nos llevamos muy bien, y hay gente que se encarga de la limpieza y de asistirnos en lo que necesitamos.

En mi viejo pueblo la cosa era muy diferente. Yo era el único en mi profesión, y por lo general trabajaba solo porque no me era fácil conseguir un asistente. Los empleados duraban pocos meses en el puesto, o bien por lo bajo de la paga, o por diversos sucesos que hacían que no quisieran regresar. Es que en aquella pequeña morgue han pasado cosas muy extrañas, de las que hasta el día de hoy no encuentro explicación.

Yo estaba acostumbrado a trabajar en tales circunstancias, pero no todos tienen la templanza necesaria para estudiar cadáveres de noche en una pequeña y fría habitación, mucho menos para ser testigos de tantos hechos que la ciencia no puede justificar.

Entre tantos asistentes que tuve siempre recordaré a uno de nombre Elías G.

Elías era diez años mayor que yo, y había nacido y vivido en el pueblo toda su vida. Era delgado y bastante inquieto; pestañaba con fuerza cuando algo lo alteraba, y se pasaba la lengua por los labios cuando estaba ansioso. Aquello llamaba mucho la atención, sobre todo porque tenía ojos grandes y acuosos, de un color verde claro, y sus labios prominentes destacaban sobre su fino mentón.

Elías seguía mis instrucciones, pues a diferencia de mí, no tuvo formación académica. Solo había terminado el colegio primario y dejó inconclusos sus estudios secundarios, pero obtuvo el empleo porque nadie más se había postulado en mucho tiempo. Estuvo casi un año en el puesto llegando a ser muy bueno en sus tareas, y hasta le fui tomando algo de aprecio; aunque debo decir que distó mucho de estar entre mis compañeros de trabajo preferidos.

Una noche trajeron un cadáver de un hombre robusto de mediana edad que había fallecido tras caer en un coma alcohólico. Era calvo, y tenía una barba oscura y tupida. Al ver su rostro recordé haberlo cruzado en algún bar, y una vez lo vi buscando pleito. Leí el informe en voz alta mientras Elías iba en busca de los instrumentos para la autopsia, pero apenas pronuncié el nombre del difunto dejó caer la bandeja que traía en las manos y se acercó corriendo.

―¡A este lo conozco! ―dijo―. Fuimos compañeros de curso.

Era lógico que en un pueblo en el que todos nos conocemos y que pocos abandonan, viéramos a veces personas cercanas a nosotros. A mí me ha ocurrido de tener que realizar autopsias a varios vecinos y hasta a algunos parientes, pero jamás lo he exclamado a los gritos como lo hizo él; mucho menos, con una sonrisa.

Elías me dijo que ese sujeto lo había molestado durante toda la escuela secundaria, y se reía de él, entre otras cosas, por lo malo que era para los deportes. Luego se acercó al cadáver y gritó en su cara:

―¡Creo que ya no soy el más muerto para el fútbol!

Continuó riendo a carcajadas mientras yo lo miraba sorprendido. Supongo que todos tenemos nuestros rivales, y yo desconocía la historia completa, por lo que debo suponer que su actitud, aunque no sea noble, era entendible. Luego me ayudó a realizar la autopsia con total tranquilidad, por lo que asumí que se había quitado la revancha de su sistema y ya había dado vuelta la hoja. Pero poco después ocurrió un hecho similar.

Una mañana arribó a la morgue una señora que había sido atropellada en la curva de la ruta que va hacia San José. La mujer era de contextura pequeña, era rubia y de cabello largo. Al limpiar la sangre de su rostro pude notar que había sido agraciada. En ese momento llegó Elías, y al verla comenzó a reír.

―¡No lo puedo creer! ―dijo― ¡Es Rita!

En efecto, así se llamaba la difunta. Mi ayudante me contó que más de una vez la había invitado a salir y ella siempre se negó; la última vez que habían hablado lo terminó insultando, y hasta le dijo que era el último hombre en el planeta con quien se acostaría.

Luego de terminar la autopsia de Rita, guardé sus restos en uno de los cajones y de nuevo vi a Elías sonriendo, y hasta le regaló un saludo burlón con la mano mientras yo cerraba la puerta del cajón.

Le dije que esa actitud era inaceptable, que no iba a seguir tolerando su falta de respeto a los difuntos, y que si no tomaba el trabajo en serio me vería obligado a escribir un informe para pedir su despido. Enseguida se mostró arrepentido, y me prometió que no volvería a comportarse de aquel modo.

El tiempo transcurrió y no volvimos a cruzar a ninguno de los tantos enemigos que Elías parecía tener. O tal vez sí lo hicimos, pero no les guardaba tanto rencor como para que le hicieran perder la compostura. En definitiva, todo marchó mejor desde nuestra conversación, incluso me disculpé por el modo en que le había hablado. Era evidente que su vida no fue fácil, y todo el asunto quedó enterrado; al menos por un tiempo.

Semanas más tarde trajeron a la morgue el cadáver de una señora mayor. La mujer había sido profesora de educación primaria. Tenía el cabello blanco y hace poco se había jubilado luego de treinta y cinco años de trayectoria docente. Yo la conocía, pero no había sido su alumno, aunque sí lo fue mi hermano, y también, como lo imaginarán, lo fue Elías.

Su rostro se iluminó al verla. Abría y cerraba sus enormes ojos mientras se lamía los labios de manera compulsiva.

―No me digas nada ―le dije―. Fue tu maestra y, a ver si adivino…, no la querías.

Elías asintió con la cabeza. Luego me la describió en una frase usando un insulto irreproducible. Poco después nos preparábamos para realizarle la autopsia y pude notar que estaba conteniendo la risa. Le pedí entonces que saliera al patio a tomar aire fresco, que yo me encargaría de ella. A decir verdad, no necesitaba mucha ayuda; la mujer había fallecido en medio de una cirugía en el hospital, y su reporte estaba prácticamente terminado.

Al finalizar mi turno di algunas indicaciones a mi asistente y me retiré. Fue al día siguiente cuando él volvió a romper los códigos de trabajo.

Ese día le tocaba a él ir más temprano, y cuando llegué me dijo que ya había terminado el informe de la profesora.

El cuerpo de la mujer estaba listo para ser ingresado al cajón, pero cuando le quité lo manta que la cubría vi que tenía puesto un bonete hecho de cartón con dos largas orejas de burro.

―¿Qué se supone que es esto? ―pregunté furioso.

Elías propuso que le dejáramos el bonete puesto como venganza por las cosas que le había hecho cuando era su maestra. Me contó que, cuando estaba en tercer grado, ella le había puesto unas orejas de burro como esas por copiarse durante un examen de matemática, y lo hizo sentarse durante el resto de la clase en una esquina del salón. Todos los demás niños lo apuntaron con sus índices y rieron, siendo esa una de las primeras y peores humillaciones que recibió. Incluso me dijo que quizás su vida habría sido mejor de no ser por aquella experiencia.

Yo seguía enfadado, y a esa altura no había nada que él pudiera decirme para que yo le diera la razón. Le pedí que se retirara; que estaba despedido. Mientras salía por la puerta incluso le grité que aquel no era un trabajo para alguien como él, y que se hiciera ver por un psicólogo pues no parecía estar bien de la cabeza.

Esa noche fui a un bar con unos amigos. Necesitaba hablar con el alguien del asunto. Les conté acerca de Elías y el placer que él sentía cuando fallecía alguien que le había ocasionado algún daño en su infancia. Uno de mis amigos lo conocía, habían sido vecinos, y me dijo que no le extrañaba que se comportase de ese modo. Me contó que desde chico Elías había tenido muchos problemas, en especial en la escuela. Al parecer nunca tuvo amigos, y la gente lo maltrató y se rio de él durante toda su vida.

Era cierto que tenía sus motivos para guardarle rencor a esas personas que le habían hecho daño, pero yo no podía tener un compañero así; en mi trabajo debemos respetar a los difuntos sin importar lo que hicieron en sus vidas; es parte del abecé de las ciencias forenses.

Al día siguiente comencé la búsqueda de un nuevo asistente, aunque como dije antes, sabía que no sería una tarea fácil. Puse carteles en varios lugares, como farmacias, almacenes y kioscos; aun así, transcurrió un mes sin que apareciera un solo interesado.

El día menos pensado alguien golpeó la puerta. Era Elías, y estaba sosteniendo uno de los carteles que yo había puesto. Pidió perdón por su comportamiento, y sus enormes ojos verdes se llenaron de lágrimas.

Dijo que disfrutaba mucho de trabajar a mi lado, y que cada día aprendía algo nuevo. También me contó que su madre estaba enferma y que él la estaba cuidando, por lo que necesitaba con urgencia del dinero para salir adelante. Llegó incluso a confesarme que aquel trabajo era lo único bueno que había tenido en mucho tiempo.

Hoy sé que no debí aceptar sus disculpas, pero en ese momento sentí lástima por él, además necesitaba un asistente con urgencia, al menos para que me ayudase con la limpieza, pues en esos días había estado con bastante trabajo y el lugar estaba comenzando a apestar.

Yo iba a darle la mano como señal de paz, pero él me tomó por sorpresa y me abrazó con fuerza, luego dijo que me quedara tranquilo, que él dejaría el lugar impecable. Incluso me sugirió que me tomara un descanso por el resto de la tarde mientras se encargaba de todo.

Cuando regresé al día siguiente vi que había hecho un excelente trabajo; debo admitir que jamás había visto la morgue tan limpia. Pero aquello no fue lo que más llamó mi atención. Lo extraño era que todos los cajones de la morgue estaban abiertos. Al principio creí que alguien había retirado los cuerpos, pero al acercarme noté que aún estaban allí.

Fui revisando uno por uno los cajones ocupados y verifiqué que cada difunto estuviese en su sitio. Fui avanzando en la tarea mientras esperaba que Elías llegara en cualquier momento, pero él no aparecía.

Cuando estaba revisando los cajones de la hilera inferior vi que uno de ellos estaba cerrado. Terminé de confirmar que todo coincidía con lo que indicaban los registros y en ese momento se me ocurrió revisar aquel cajón. No se suponía que hubiese más cuerpos, todo estaba en orden, pero tuve un presentimiento de que allí había algo oculto.

Abrí la puerta y saqué la camilla. Estaba pesada, algo o alguien la estaba ocupando. Aquella persona estaba cubierta por una sábana, y al quitarla encontré un cadáver más, uno que no estaba en la lista. Era el cadáver de Elías.

Mi asistente estaba rígido, congelado como si hubiese estado allí toda la noche. Más tarde confirmé que había fallecido de un infarto. Aquello era evidente, tenía un gesto de espanto como el que jamás había visto. Sus ojos se veían más grandes que nunca, y su boca estaba abierta al punto de dislocarse la mandíbula. En medio de aquel silencio, casi podía escuchar sus gritos de horror.

Jamás sabré qué fue lo que vio antes de morir o quién lo guardó en aquel cajón. Elías estaba desnudo, sin ningún tipo de marcas más que un bonete de cartón en la cabeza, con dos largas orejas de burro.

martes, 30 de enero de 2024

EL CADÁVER NÚMERO 13





Mi nombre es Gustavo Golmayo y soy médico forense. Por once años trabajé en la pequeña morgue de El Amparo, el pueblo en que crecí, luego me trasladaron al Hospital Municipal de Santa Fe, donde trabajo en la actualidad.

Mi nuevo lugar de trabajo me sorprendió. Es amplio, luminoso, la temperatura se mantiene estable a dos grados centígrados, y tiene todo lo necesario para realizar autopsias con comodidad. Yo estaba acostumbrado a un trabajo tranquilo, donde recibíamos unos pocos difuntos al mes, pero en una ciudad como esta los cadáveres se acumulan y el tiempo escasea.

Tras una semana en Santa Fe mi compañero pidió licencia por enfermedad. El primer día en que quedé a cargo había exactamente trece cuerpos en espera. Recuerdo ese número, y no voy a olvidar esa cantidad mientras viva.

Poco después de llegar fui al baño, y al regresar vi que una de las camillas estaba vacía. La sábana que la cubría estaba en el suelo y no había ninguna señal de lo que pudo haber pasado con el individuo faltante.

Había dos hileras de cadáveres, una de siete y otra de seis, y todas las camillas, con excepción de esa, estaban cubiertas con sábanas iguales. Era imposible no notar aquella ausencia; destacaba mostrando de manera incuestionable que alguien se había llevado un difunto.

Me tomé un momento para contar los cuerpos; eran doce, sí, faltaba uno. Me asomé al pasillo, pero no vi a nadie. Caminé para buscar al asistente que me había entregado los informes y me confirmó que habían quedado trece difuntos del día anterior. Le pregunté si estaba seguro y me lo confirmó sin vacilar.

Regresé a la morgue y conté una y otra vez, de atrás hacia adelante, de adelante hacia atrás. Luego revisé los cajones creyendo que quizás había puesto allí uno de los cadáveres; a veces uno trabaja de manera automática, olvidando incluso que trata con personas que alguna vez estuvieron dotadas de vida. Fue inútil, había un cuerpo faltante.

Tomé la planilla del día y tomé lista. Uno por uno fui verificando los presentes hasta que, efectivamente, vi un nombre en la lista cuyos restos no estaban; se trataba de una mujer joven llamada Emma S.

Revisé todo de nuevo desde el principio, pues los nervios podían estar jugándome una mala pasada. Miré los rostros de los cadáveres confirmando que eran los mismos que los de la documentación que tenía y me aseguré de que era Emma quien faltaba. Las horas volaron mientras yo no hacía otra cosa que ratificar la ausencia una y otra vez.

A pesar del frío del lugar yo estaba sudando. A esa altura ya me había quitado el barbijo y mi respiración afanosa creaba vapores en el aire. Ya los imaginaba a todos hablando mal de mí: «Al pueblerino le quedó grande el puesto», «Aquí se viene a trabajar en serio, no como en su trabajo anterior donde no hacía más que rascarse y tomar mate».

Se pueden perder muchas cosas en un empleo, pero nunca un cadáver, de eso se trata mi tarea: de estudiarlos y conservarlos. Ellos están quietos, no es que se pueden ir caminando sin más. Pero eso era lo que parecía, que Emma se había puesto de pie y se fue a seguir con su vida como si nada le hubiera sucedido; como si nadie le hubiera avisado que estaba muerta.

Mi turno había terminado hacía una hora y yo seguía allí como quien busca un fantasma. Decidí irme, pues quedarme tanto tiempo fuera de mi horario levantaría más sospechas.

Me llevé el reporte de Emma S. a mi casa para leerlo y pasé casi toda la noche sin dormir repasando el asunto. No sé qué esperaba encontrar, tal vez solo quería conocer sobre su vida y así mostrarme más empático cuando le pidiera disculpas a su familia por el descuido.

Pasé la velada leyendo y bebiendo. Mala combinación. Mientras corría las hojas mi mente iba ilustrando imágenes con cada frase que leía.

Emma tenía treinta y dos años, y había sido bailarina. Comencé a imaginar sus piernas bien torneadas frente a mí. Eran largas y suaves, pero de pronto se ponían de un color grisáceo, y ya no podían moverse con la gracia que lo habían hecho en vida. Su abdomen, que alguna vez fue firme, ahora estaba hinchado y abierto de par en par, con todos los órganos inertes a la vista. Leí sobre su familia; tenía padres, dos hermanos, y un novio con quien planeaban casarse, pero sus dedos sin pulso jamás portarían el anillo. Me acosté llevando el archivo a la cama y su fotografía cayó al suelo.

Desperté en medio de la noche y recogí las hojas del archivo que estaban desparramadas por la habitación. Fui a la cocina a prender la hornalla. Pensé en quemar el expediente completo y así liberarme de su recuerdo; haciendo de cuenta que nunca la llevaron, negando cualquier cuestionamiento mientras la duda deambularía por los pasillos del hospital. Sería mi palabra contra la del asistente, pues yo diría que no revisé los cuerpos apenas llegué, pero que unos minutos después vi que faltaba uno y creí que él sabía dónde se encontraba. Quizás lo despedirían a él, quizás a ambos. Aunque también era probable que no sucediera nada, y que los días transcurrieran sin preguntas y yo me estaba preocupando en vano. Alejé entonces las hojas que apenas habían comenzado a ennegrecerse por el fuego y decidí seguir por otro camino.

Si alguien encontraba el cadáver y yo no tenía el expediente podría generar un problema grave, por lo que se me ocurrió un plan B, en caso de que la familia reclamase su cuerpo. Iría a buscar los restos de una mujer parecida a Emma; algún cadáver sin identificar, de los que hay muchos en una morgue tan grande como la del Hospital de Santa Fe. Pero sería una tarea muy difícil evitar que alguien se diera cuenta. No; aquel plan tampoco funcionaría.

¡Vaya historia que el destino había escrito para la joven! La pobre falleció a los treinta y dos años de una muerte terrible y ni siquiera podía descansar en paz. Sí, toda muerte es terrible, pero en su caso más aún, si me lo permiten. Emma había sido asesinada; su cuerpo presentaba múltiples heridas de puñaladas. La habían asaltado en un callejón mientras regresaba de la academia de baile en la que daba clases a niñas pequeñas. Tal vez se resistió a un asalto, o a un abuso; no había motivos aparentes ni sospechosos. Un rato después la habían encontrado inconsciente. Cuando la llevaron al hospital ya era demasiado tarde. Había perdido demasiada sangre en el tiempo que estuvo en ese callejón y poco después fue enviada a la morgue. Mi compañero había hecho la autopsia el día anterior y solo debía esperar los resultados de unos análisis potencialmente útiles para descubrir al culpable.

Me senté en la sala a contemplar un punto en el vacío. Me sentía mal por mis pensamientos, por mi responsabilidad en la desaparición, y entonces continué bebiendo. Pensé entonces en confesar mi descuido, al menos hacerlo por ella. Si pedía sinceras disculpas a todos, en unos años tal vez la gente del hospital lo olvidaría, pero yo no lo olvidaría; mi error haría imposible que el asesino fuese identificado.

¿Quién habría sido el criminal? ¿Acaso era alguien del hospital?, ¿algún compañero de trabajo que se encargó de hacer desaparecer a Emma para así borrar sus huellas? Era muy difícil que un desconocido pudiera ingresar a la morgue sin ser detectado; debía ser alguien que yo conocía.

Los rostros de los doctores y enfermeros desfilaban frente a mí, con miradas siniestras, riendo mientras yo era acusado de negligencia.

Me di una ducha y preparé una jarra de café. El día sería largo, no sabía si al llegar al trabajo ya estarían todos enterados de la desaparición de la bailarina y yo tendría que llamar a un abogado laboral. Me dirigí al hospital mucho antes de mi horario de entrada, esperaba encontrar alguien escondido como un bufón entre los cadáveres, o alguna pista que me dijera quién fue el saqueador. Pero cuando llegué a la morgue todo pareció haber sido una pesadilla. Los trece cuerpos estaban en la sala. Los conté, varias veces. Eran trece, no doce como el día anterior, eran exactamente trece. Los revisé uno por uno, tomando lista otra vez, y encontré el de ella. Emma S. también estaba presente, como si nunca se hubiera ido. Era una más de su hilera, no tenía nada que la diferenciase del resto.

Aquello no podía tratarse de un error, no pudo haber sido una simple distracción. Yo vi todo, vi su camilla metálica vacía brillando en su ausencia, y vi la sábana en el suelo, vacía también. Había estado toda mi jornada buscando aquel cuerpo, no había forma en que lo hubiese pasado por alto.

Revisé de nuevo el cuerpo de Emma, no parecía haber sido manipulada por nadie más que mi compañero durante la autopsia.

Miré a mi alrededor, volví a contar los cadáveres pensando que otro podría desaparecer en cualquier momento, repasando en mi cabeza la ubicación de cada uno, hasta que supe que no podía trabajar en esas condiciones. El alcohol, el café, los nervios…; aquella mezcla me había convertido en una marioneta de alambre llena de miedos. Abandoné mi puesto, cerré la puerta de ingreso con llaves y me acerqué a un guardia para decirle que me contase si veía alguna persona merodeando los pasillos. Le dije que yo regresaría pronto, y mientras me alejaba le grité que no dejara que nadie se acercarse al lugar. Tal vez no debí hacer eso, pero el cuerpo de la joven estaba allí, no hay problemas en despertar sospechas mientras no haya ningún crimen.

Crucé la calle y fui a la cafetería que se encuentra frente al hospital. Necesitaba algo refrescante, como la tarta de manzanas casera que allí preparan, y una bebida diferente al de mi vieja máquina que solo produce una horrible infusión que quema los granos. Me senté a tomar aquel desayuno junto a la ventana y vi la gente pasar mientras me relajaba poco a poco.

Frente a mí estaba el televisor. Cualquier cosa me habría distraído, cualquier primicia me habría hecho olvidar por un instante todo lo que había vivido en esas veinticuatro horas, pero vi algo que me hizo saltar de mi asiento para pedirle a la cajera que subiera el volumen.

Estaban mostrando una noticia de último momento, y mientras contaban lo ocurrido se veían trece fotografías de mujeres jóvenes entre las que se encontraba la imagen de Emma. Su crimen y el de las demás había sido por fin resuelto.

Esa noche, mientras su cuerpo estaba desaparecido y yo sufría pensando en las consecuencias, se oyó un disparo proveniente de un departamento. La policía ingresó y hallaron el cuerpo de un hombre que había recibido un balazo en la cabeza. La puerta y las ventanas no presentaban señales de haber sido forzadas, y todo indicaba que había sido él mismo quien se quitó la vida. En el hogar del difunto hallaron pertenencias de las mujeres cuyas muertes no habían sido justiciadas. El hombre guardaba recuerdos de cada una de sus víctimas, y aquella fue la única manera en que se logró saber que él era el culpable de aquellos crímenes.

Quedé sin habla, mirando por la ventana hacia el hospital mientras el barullo a mi alrededor me ensordecía. Enseguida olvidé los rostros socarrones de mis compañeros, de quienes sospeché injustamente, y olvidé las horribles descripciones del informe de mi compañero sobre la autopsia. Ya no recordaría a aquella mujer como un cadáver en una camilla, de piel gris y fría, de órganos y miembros inertes. La recordaría a ella, a Emma, la bailarina, la instructora de la academia, que había conseguido la tranquilidad que le quitaron en vida.

Volví a diferenciar los sonidos a mi alrededor y me senté a beber el té que había ordenado. De pronto vi una niña caminando junto a sus padres por la vereda, que me miró a través de la ventana. Me saludó con una sonrisa, y luego giró en el lugar, en un perfecto paso de baile.