martes, 14 de marzo de 2017

HUMANOID







No importa la edad, sino la experiencia.
No somos presencia, somos energía.
No buscamos hechos carnales, sino intelectuales.
No somos personas, somos usuarios, no somos nadie.


EPISODIO I
ÚLTIMAS PALABRAS


Escribiré mis últimas palabras antes de perder las pocas facultades mentales que me quedan. No sé para qué lo hago; fueron tantas las cosas que quise en mi vida y que no obtuve, que ahora ya no sé ni lo que quiero.

Podrá parecer que escribí esto de corrido, pero al hacerlo sufriré de múltiples lagunas en las que no recordaré lo que estaba diciendo. Cuando eso me sucede debo leer desde un principio para retomar la idea, y la labor me cuesta diez veces lo que a una persona sana.

Mi nombre es Leonard. He olvidado mi apellido, a mi familia y a mis amigos. En mi mente, o disco rígido (como diría el malvado Dr. Juntz), solo tengo guardadas imágenes con rostros borrosos, sin rasgos de ningún tipo, y veo a los videos pixelados y sin sonido.

Muchos agradecieron a este maldito invento, pero yo fui de los que siempre sospecharon que este dispositivo terminaría llevando a la destrucción de la raza humana como la conocemos. Hablé con otros que pensaban lo mismo y comenzamos a organizarnos. Sabíamos que se trataba de una guerra que no podíamos ganar, pero el hecho de poder pelear por algo significa de algún modo que no todo está perdido.

Ya no recuerdo en dónde nos reuníamos ni con qué frecuencia; es más, ni siquiera recuerdo cuántos miembros llegamos a ser, pero sé que logramos descubrir varias señales de conspiración; señales que también he olvidado.

Hubo una época en la que pensamos en extraernos el dispositivo. Lo intentamos con uno de nuestros compañeros, pero luego de la cirugía quedó cuadripléjico y falleció pocos días después.

Una vez fuimos a buscar al Dr Juntz; creo que nuestra intención era secuestrarlo. Sin embargo, cuando lo vimos salir de su edificio, no lo reconocimos; en un instante nos habíamos olvidado de su apariencia. Nos miramos sin saber qué hacer mientras él subía a su automóvil sonriendo. No sé cómo sucedió, pero mis compañeros y yo nos vimos afectados a la vez por la misma laguna mental.

De pocas cosas estoy seguro, y esta es una de ellas: sé que él nos descubrió, y sé que fue él quien nos instaló este virus progresivo que destruye nuestros pensamientos.


EPISODIO II
EL AMADO DOCTOR JUNTZ


―Cuando era niño le pregunté a mi madre qué era el amor ―dijo el Dr. Juntz.

El famoso Dr. Julius Von Juntz estaba sentado en un sillón redondo ubicado en medio del plató. Hablaba en forma relajada, contrastando con la imagen frívola que todos tenían de él. El periodista a su derecha estaba anonadado, y miró al público en un intento por entender la situación. El científico se tomó unos segundos para limpiar sus lentes antes de continuar con el discurso:

–Ella me dio un beso en la mejilla y dijo: «El amor es un sentimiento muy profundo, Julius; es querer que el otro esté bien y nos hace capaces de cualquier cosa. Es un poco egoísta; es abrazar con fuerza a una persona con miedo a dejarla ir. Amor es lo que yo siento por ti».

Todos en el canal quedaron en silencio; todos, incluso quienes lo miraban desde sus casas, sintieron una repentina empatía por el erudito. De pronto su rostro esbozó una nostálgica sonrisa que puso una lágrima en los ojos de más de una madre emocionada.

―Discúlpeme, Dr Juntz ―dijo el periodista―; es muy tierna la historia que nos acaba de contar, pero no logro entender a qué apunta. Le pregunté acerca de la invención del dispositivo CID.

El científico se acomodó en el sillón poniendo una pierna sobre la otra; satisfecho con el modo en que se iba desarrollando la entrevista.

―Lo que mi madre hizo no fue otra cosa que codificar la concepción que tenemos del amor. Fue una definición imprecisa, y hasta cometió el error de definirla utilizando la palabra querer, que es casi un sinónimo; pero el punto es que el concepto es definible y respondió a mi pregunta.

La historia de la madre del Dr. Juntz era tan falsa como la manzana que golpeó a Isaac Newton en la cabeza, pero a veces las anécdotas simplifican la explicación de un descubrimiento científico, haciéndolo más fácil de entender para el común de la gente. Aquel hombre delgado, de traje impecable y cabellos aplastados contra la cabeza, debió inventarla para poder hablar de su dispositivo y hacerlo ver un poco más “humano”.

―El cerebro es como un disco rígido ―continuó el Dr. Juntz―, pero está codificado en un modo diferente al de los ordenadores. El hombre es complejo, pero no es infinito. La superficie de nuestros cerebros es finita y, por lo tanto, todo lo que pensamos puede ser expresado con proposiciones de un número n de palabras. Eso es lo que hice; durante siete años codifiqué todos los sentimientos y pensamientos humanos de modo que una computadora los pueda entender. Luego diseñé la red sensorial interna que expresa a los impulsos neuronales en código binario y los envía al dispositivo CID ubicado en la apófisis mastoides.

En la audiencia, al igual que en las calles, una de cada diez personas ya tenía instalado el dispositivo CID. Se trataba de un pequeño aparato que se instalaba en el hueso temporal, detrás de la oreja. Tenía conexión satelital a internet, un puerto USB y una luz azul que titilaba cuando se estaba utilizando. Al principio, las personas que lo tenían se lo cubrían con el cabello, pero cuando su uso se hizo masivo comenzaron a mostrarlo con orgullo. En pocos años, la humanidad no habría podido imaginar la vida sin aquel dispositivo.


EPISODIO III
NO ES EXTRAÑO


―David Rogers, pasa al frente ―dijo la profesora.

El muchacho se levantó con toda la parsimonia del mundo. Miró hacia atrás y les sonrió a sus compañeros como quien está a punto de obtener un diez sin esfuerzo.

―A ver, David…, ¿has leído El extraño?

David Rogers cerró los ojos un instante y la luz azul junto a su oreja comenzó a titilar:

―Es un relato de Howard Phillips Lovecraft, ¿verdad?

―Así es ―dijo la profesora―. Les pedí que lo leyeran la semana pasada.

David Rogers volvió a cerrar los ojos y la luz de su dispositivo titiló de nuevo.

―Listo. Ya lo leí.

Sus compañeros rieron ante su soberbia sonrisa.

―¿Qué opinas del cuento?

―Fue escrito en 1921 y publicado en abril de 1926 en la revista Weird Tales.

―Te pedí tu opinión, David.

―Me gusta mucho la parte: «No puedo siquiera decir a qué se parecía, pues era un compuesto de todo lo que es impuro, indeseado, anormal y detestable. Era una fantasmagórica sombra de podredumbre, decrepitud y desolación; la viscosa imagen de lo dañino; la atroz desnudez de algo que la tierra misericordiosa debería ocultar por siempre jamás».

―¿Y por qué te gusta ese párrafo?

―Porque tiene muchos… muchas descripciones.

―¿Cómo se les dice a esas palabras?

David Rogers volvió a cerrar los ojos y la luz de su dispositivo titiló de nuevo, pero la profesora lo interrumpió.

―Se llaman “adjetivos”, David. Además, dijiste esa frase de memoria. No…, en realidad ni siquiera la aprendiste de memoria; la dijiste gracias al dispositivo CID.

―Se equivoca, profesora; la dije gracias a mi sistema operativo Humanoid 9 que tiene instalado mi dispositivo CID; el último que salió a la venta. Los anteriores no permiten hacer eso con tanta velocidad. ¿Usted cuál tiene?

Sus compañeros volvieron a reír ante su soberbia sonrisa.

―Tengo el Humanoid 5. Estoy bien con este, no necesito otro por el momento. Estoy segura de que ni siquiera sabes utilizar todas las aplicaciones que tienes. Lee ahora la biografía de Lovecraft y lee de nuevo el cuento; presta atención al final esta vez.

David Rogers volvió a cerrar los ojos y la luz de su dispositivo titiló de nuevo.

―El párrafo dice: «Pues aunque el olvido me ha dado la calma, no por eso ignoro que soy un extranjero; un extraño a este siglo y a todos los que aún son hombres. Esto es lo que supe desde que extendí mis dedos hacia esa cosa abominable surgida en aquel gran marco dorado; desde que extendí mis dedos y toqué la fría e inexorable superficie del pulido espejo». Respecto a Lovecraft, nació en los Estados Unidos, en Providence, el 20 de agosto de 1890, y falleció el 15 de marzo de 1937. Estudió en…

―No es lo que pregunté, Rogers. Quería saber tu opinión respecto a ese cuento. Podrías haber hablado de que no forma parte de la mitología que Lovecraft inventó, y que se trata de una obra de la que muchos opinan es autobiográfica. Podrías haber dicho que se asemeja a las obras de Edgar Allan Poe, otro autor que hemos estudiado este año; pudiste haber hecho cualquier apreciación personal, pero no hiciste nada de eso.

Rogers reprobó la lección, pero no se preocupó. Volvió a su asiento a mirar videos en el interior de su mente, sonriendo como quien acaba de obtener un diez sin esfuerzo.

Meses después, terminó el ciclo lectivo y David Rogers egresó. Los demás docentes no eran tan exigentes como la profesora de literatura, e incluso ella no tenía mucho que objetarle a quien tenía instalados los programas más avanzados.


EPISODIO IV
EN MODO AVIÓN


―Deberías probarlo ―dijo Erika―. Puedes ver todo lo que el otro ve, y oír todo lo que el otro oye.

Leonard no podía instalar el nuevo programa. Su sistema operativo era Humanoid 8, y el software requería del Humanoid 10 o superior.

―No tienes idea de lo que te pierdes ―continuó Erika―. Ayer lo probamos con David; es impresionante.

“Otra vez lo está nombrando a ese imbécil”, pensó Leonard mientras su expresión evidenciaba sus celos.

―No le doy tanta importancia al dispositivo como tú y David ―dijo Leonard―; solo lo uso cuando es necesario.

Leonard siempre ponía alguna excusa; decía que no tenía tiempo o que no estaba tan interesado en los nuevos programas, pero la verdad era que él no provenía de una familia adinerada como la de Erika y la de David Rogers, y su sueldo apenas le alcanzaba para pagar sus necesidades básicas.

Al igual que Leonard, mucha gente sufría las consecuencias de no actualizar su sistema operativo. Una versión más avanzada representaba montones de aplicaciones nuevas, un aumento en la velocidad de descarga y hasta la posibilidad de utilizar un mayor número de programas a la vez. Así, los que no podían adquirir la última versión del Humanoid quedaban expulsados del mundo moderno, como un robot obsoleto que se oxida en un callejón.

La diferencia generacional de su sistema operativo respecto al de Erika afectaba mucho en la relación. Su novia lo trataba como a un analfabeto, y poco a poco comenzó a alejarse de él. Llegó un punto en el que Leonard comenzó incluso a sospechar que ella lo estaba engañando.

Esa noche Erika iría a dormir a la casa de Leonard a tener un encuentro especial, o al menos así lo creía él. Leonard miró decenas de videos para aprender a preparar una deliciosa cena. Los veía de a tres al mismo tiempo; un sistema operativo superior le habría permitido ver un mayor número en forma simultánea, pero debió conformarse con lo que su Humanoid 8 le permitía hacer. Para acompañar el plato compró un buen vino tinto sin alcohol; la venta de bebidas alcohólicas estaba prohibida desde hacía décadas.

La mesa estaba puesta como la de un restaurant de lujo, pero Erika ni siquiera se percató de las velas y el mantel.

―Te ves muy linda ―dijo Leonard en medio de la cena.

―Gracias. Ayer me aumenté el tamaño de busto.

―Sí, se nota.

Siguieron cenando en silencio durante unos minutos.

―Volviste a ser rubia.

―¡Sí! Fue gracioso. La última vez que me viste lo tenía de color rosa, ¿verdad? Bueno, esta mañana me lo teñí de rubio, pero no me gustó, entonces me lo teñí de colorado, pero fue peor. Un rato después me lo volví a teñir de rubio, pero más claro, y esa vez sí me gustó.

Solo Leonard podía estar al tanto del color de cabello de Erika; ella era como la mayoría de las jóvenes, y se cambiaba el color y el peinado no menos de tres veces por semana.

Luego de cenar, él se acercó para besarla, pero Erika no pareció entusiasmarse ante su tacto. El joven no perdió las esperanzas e insistió como insiste la gente enamorada, y minutos más tarde fueron a la cama.

Ella se acostó boca arriba, esperando que todo terminase lo antes posible. Se quedó callada e inmóvil, como en modo avión. Leonard comenzaba a sentirse como un necrófilo cuando de repente ella lo sujetó de los hombros y se puso encima de él.

El muchacho no podía creer lo que estaba sucediendo, su novia tenía tanta pasión como las primeras veces que estuvieron juntos. Ella lo besaba, lo mordía, y se movía encima de él jadeando; era más de lo que él habría esperado.

El muchacho estaba hipnotizado por los nuevos senos de su amada y por el modo en que sus rizos dorados rebotaban sobre ellos. De pronto alzó la vista, y vio que los ojos de Erika estaban en blanco y que la luz azul de su dispositivo CID estaba titilando.

―¿Qué estás haciendo? ―preguntó Leonard― ¿Acaso estás hablando con alguien más?

Los ojos de Erika volvieron a mirarlo y su gesto lo dijo todo.


EPISODIO V
TODO ES CODIFICABLE


Al igual que Heráclito, Khayyam y Nietzsche, al igual que el ajedrez tiene al caballo, todo sistema tiene a alguien que no se resigna a aceptarlo. Unos años después de que el Dr. Julius Von Juntz inventó el dispositivo, surgió un artista cuyas esculturas no podían codificarse, obras que no estaban al alcance de las máquinas y que solo un humano podría entender. Ese artista era Kravchenko.

Las obras del gran Kravchenko deleitaban a sus seguidores y desarbolaban las mentes simples de sus detractores. Era arte en estado puro. Conceptualismo-romántico lo llamaban los primeros, y arte-basura los segundos. Sea como fuere, Kravchenko no dejaba indiferente a nadie; era un oasis de esperanza en un mundo gobernado por la regular obediencia.

El escultor de vanguardia dijo un día: «No todo es codificable, Dr. Juntz». Luego habló de evocaciones de un aroma, de besos de reconciliación y de bromas entres amigos, y cuando anunció su siguiente exposición, desafió al científico a que pusiera sus nuevas obras en código binario.

Más de la mitad de la población mundial ya tenía instalado el dispositivo CID en la base del cráneo, pero Kravchenko se reusaba a instalárselo y decía que aquellos que lo tenían eran unos “patéticos transeúntes infrahumanos que vendieron su alma”. A pesar de su opinión, todos deseaban ver su trabajo.

La noche de la exposición en la Galería Nacional de Arte, el lugar se llenó de gente. Los visitantes contemplaron las obras del artista mientras intentaban explicar lo que sentían, pero no lograban expresarlo con palabras. Llamó la atención Héroes y marionetas, una escultura de un títere que escapa de unos hilos que lo sujetan para aferrarse a otros de una mano del mismo titiritero. Otra muy concurrida fue una enorme obra de una persona en una balsa de hueso, que navegaba por las venas de su amante en busca de su corazón.

–Nadie podría codificar mis obras –dijo Kravchenko en una conferencia–, son demasiado surrealistas, demasiado abstractas. Su lógica supera a aquella de los ordenadores, pues es la lógica de los sueños.

Kravchenko tenía razón, ni siquiera el Dr. Julius Von Juntz logró codificarlas. La gente comenzó a preguntarse entonces qué otras cosas no podían codificarse además de las obras de aquel artista. Pensaron que tal vez algunos sentimientos e ideas pudieron haber quedado fuera de sus mentes cuando éstas fueron codificadas por la red sensorial interna. La pregunta no duró mucho tiempo, pues el Dr. Juntz hizo que se prohibieran las exposiciones de Kravchenko culpándolo de corromper a la juventud. La justicia lo condenó entonces a pasar cinco años en prisión. Una vez detenido, el artista fue obligado a instalarse el dispositivo CID en su apófisis mastoides.

Así fue como todo, incluso el arte, volvió a ser codificable.


EPISODIO VI
TREINTA KILOGRAMOS


David Rogers estaba sentado en su sillón, tenía los ojos cerrados y su hogar estaba en absoluto silencio. No se había movido en más de veinticuatro horas; no necesitaba hacerlo, todos sus electrodomésticos eran comandados en forma inalámbrica.

En cuestión de segundos acomodaba la temperatura, la música y la luz ambiental. Incluso se alimentaba dando las órdenes desde el interior de su cerebro; ni siquiera necesitaba hablar.

Aquella noche estaba mirando diez programas a la vez, todo gracias a que tenía instalado el sistema operativo más moderno de su época: el Humanoid 16. Era un mundo de comodidad, un mundo al que muchos se habían acostumbrado; sobre todo David Rogers, quien a la temprana edad de treinta años padecía de una obesidad mórbida que no le permitía realizar ninguna tarea sin ayuda.

Alguien en su condición debía hacerse controlar con regularidad, y el médico le había dado la orden de colocarse un reloj monitor que midiera sus signos vitales de manera continua. Mientras el aparato atado a su abultado brazo derecho recolectaba los datos, le iba enviando correos electrónicos indicándole si su salud estaba mejorando o empeorando. Las notificaciones lo despertaban a veces, ya que se quedaba dormido con frecuencia; aunque David había alcanzado un estado en el que no había mucha diferencia entre el sueño y la vigilia.

«Su nivel de colesterol sigue siendo demasiado alto, señor Rogers»

David abrió los ojos. No le hizo caso a la información recibida y, con un pensamiento, dio la orden de inyectarse medio kilogramo de carne licuada directamente al estómago. Todo su cuerpo tembló cuando ingresó el alimento, y su grasa abdominal continuó vibrando durante varios segundos.

«Sus riñones continúan deteriorándose, señor Rogers»

David volvió a abrir los ojos. No le hizo caso a la nueva información y, con un nuevo pensamiento, dio la orden de inyectarse una crema batida de chocolate. La bebida enseguida pasó a formar parte de su torrente sanguíneo, y un chorro de saliva cayó de su labio mientras sus ojos se ponían en blanco a modo orgásmico.

«Esta semana ha bajado treinta kilogramos, señor Rogers. ¡Felicitaciones!»

Su rostro se transformó con aquella noticia, y una lágrima recorrió su inflada mejilla.

―“Bajado” ―dijo con un suspiro―. No es la palabra adecuada.

Ya no pudo volver a dormir, y continuó cambiado de canal en cada uno de los múltiples programas que miraba a la vez en el interior de su cerebro.

De pronto recibió un nuevo correo con los resultados de sus signos vitales actualizados. Eran todas malas noticias a excepción de una. Al final del informe se leía otra vez la felicitación:

«La mayoría de los análisis han dado resultados negativos, pero el mayor cambio de esta semana ha sido el que haya perdido esos treinta kilogramos. Siga así y pronto alcanzará un peso saludable»

Otra lágrima recorrió su inflada mejilla.

―“Perdido” ―dijo con un suspiro―. Esa es la palabra adecuada.

David se miró en el espejo que tenía enfrente, y su saturado corazón comenzó a latir con fuerza mientras respiraba con dificultad. De pronto recibió una nueva notificación:

«Su ritmo cardíaco está aumentando, señor Rogers. Si lo desea, un médico puede ir a su hogar en un tiempo estimado de tres minutos».

Los cambios en los signos vitales de Rogers se debieron a que había levantado el brazo izquierdo en un esfuerzo descomunal para sacarse el reloj monitor. Miró el artefacto y lo lanzó al suelo. Pronto recibió otro mensaje:

«Su ritmo cardíaco ha bajado a cero, señor Rogers. En cinco segundos un médico será enviado a su hogar. Si esto es un error, envíe un comunicado».

Apareció entonces un numero grande en el interior de su cerebro que tapó a los diez programas que estaba mirando a la vez:

«5»

«4»

«3»

«2»

Rogers avisó desde el interior de su mente que se trataba de un error, que aún estaba vivo. Dijo que debió sacarse el pulsómetro un momento, pero que se sentía bien.

«Una alegría que se encuentre bien, señor Rogers. Aprovecho este comunicado para felicitarlo de nuevo por haber bajado treinta kilogramos esta semana».

―“Bajado” ―dijo con un suspiro―. Odio esa maldita palabra; esa no es la palabra correcta.

Rogers miró de nuevo su reflejo en el espejo que tenía enfrente. No habría podido siquiera decir a qué se parecía, pero se sintió como un compuesto de todo lo que es impuro, indeseado, anormal y detestable. Se vio a sí mismo como una fantasmagórica sombra de podredumbre, decrepitud y desolación; la viscosa imagen de lo dañino; la atroz desnudez de algo que la tierra misericordiosa debió haber ocultado por siempre jamás. Frente a sus ojos llenos de lágrimas estaba cicatrizando el muñón que le había quedado tras la amputación de su pierna izquierda; los médicos no habían podido salvarla, no después de tantos años de inactividad. Luego se miró la pierna derecha; estaba morada y llena de laceraciones, y pensó que no le faltaba mucho para perder otros treinta kilogramos.