jueves, 29 de diciembre de 2016

EL HOMBRE DEL TIEMPO - Capítulo 2





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CAPÍTULO 2



Oscar se quedó contemplando la puerta durante unos segundos. Era maciza, sin grabados, y parecía ser de una antigüedad insondable. No tenía perilla, y debió sacar la de la puerta del dormitorio para poder abrirla. Forzó un poco la oxidada cerradura hasta que por fin logró entrar.

Del otro lado de la puerta había una pequeña habitación a oscuras. Ingresó despacio, y de pronto cuatro velas se encendieron solas, una en cada esquina. Oscar pudo ver entonces que, en el medio de la habitación, había un pedestal, y sobre él, había un libro.

Miró hacia todos lados, incrédulo de lo que estaba sucediendo. Luego se acercó con pasos lentos, mientras las sombras provocadas por el fuego de las velas dibujaban grotescas figuras en las paredes. Se acercó al texto, y sopló con fuerza para eliminar el polvo que había sobre la tapa. Imaginó que leería algún nombre, pero la tapa era de cuero liso. Lo abrió, y un fuerte hedor se desprendió de sus hojas amarillas.

El tomo estaba escrito con pluma, y lo adornaban enigmáticas imágenes pintadas a mano. Oscar volvió a la primera página y leyó la siguiente frase:

«El pasado nos acompaña a todos lados. No necesitamos pensar en él ni guardar recuerdos materiales. Siempre formará parte de nosotros, incluso cuando ya lo hayamos olvidado».

Siguió abriendo páginas al azar y vio que el tomo hablaba sobre el tiempo y los recuerdos, hasta que de pronto halló un bestiario de criaturas mitológicas, con dibujos demoníacos que parecían ser del medioevo.

Casi sobre el final del libro encontró un capítulo llamado “Días del pasado”. Hablaba también del tiempo y de los recuerdos, pero nombraba un encantamiento para poder viajar y revivir ciertos momentos:

«En un lugar cerrado, oculto y solitario, sujetando este libro puedes viajar en el tiempo. Podrás revivir cualquier día del pasado, mas días del futuro irás perdiendo».

Un escalofrío recorrió todo su cuerpo mientras avanzaba en la lectura:

«Cuando revivas el día no podrás cambiar lo sucedido, volverás a tu vida tal y como era, pues el pasado ya está escrito».

Aquella frase no le gustó en absoluto, puesto que le habría querido cambiar algunas cosas que evitaran que su vida fuese la que era, pero la idea de revivir ciertas experiencias lo seguía entusiasmando:

«La cantidad de días perdidos aumenta en forma exponencial. Así, para el primer viaje, perderás solo uno. Para el segundo, un par, y cuatro para el tercero. Para un cuarto y para un quinto, ocho y luego dieciséis, y así hasta que te quedes sin más días que perder».

Oscar, que habría dado cualquier cosa por revivir algunos momentos de su juventud, consideró que perder un día de su presente era un costo demasiado bajo. De hecho, había días en los que habría preferido no vivir y con gusto habría dejado que siguieran de largo.

Era domingo, llegando a la medianoche, y los lunes de oficina parametrizando divergencias le resultaban insoportables. Se imaginaba allí, metido en un pequeño cubículo durante ocho horas, mirando el reloj no menos de doscientas veces. Pensó entonces que perder un día como aquel a cambio de revivir algún momento de gloria era una situación de doble ganancia. El libro ya lo había conquistado:

«El tiempo es un continuo sin fin ni comienzo, el hombre pone fechas intentando contenerlo. Piensa un día y di lo que sientas, el libro te llevará a ese preciso momento».

Y así fue. Oscar apoyó las manos en el antiguo tomo y, con un poco de escepticismo, nombró aquel día soleado, treinta y cinco años atrás, cuando se jugaba la final de fútbol.

Pronto las amarillentas hojas del libro comenzaron a moverse a toda velocidad, hacia adelante y hacia atrás. Un instante después Oscar había desaparecido de la habitación.




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martes, 27 de diciembre de 2016

EL HOMBRE DEL TIEMPO - Capítulo 1





CAPÍTULO 1



«¡Gracias por haber nacido, pibe!»

No a cualquiera le dicen algo así, pero lo que había logrado el pequeño Oscar en aquel partido era digno de elogio.
Treinta y cinco años más tarde solo le quedaba una vieja fotografía. La imagen ya había perdido todo el color; como el fútbol, que para Oscar había perdido toda su gracia.

No fueron los años los que poco a poco lo aburrieron del deporte. Tampoco fue el hecho de que los jugadores cobrasen sueldos de ocho cifras anuales, mientras millones de personas mueren de hambre. No, no era nada de eso. Lo de Oscar era algo personal, el fútbol le recordaba a aquel día en que su amigo Diego fue asesinado frente a él.

Continuó mirando la fotografía de aquella época en la que el deporte representaba algo divertido, aquella época en que la vida misma era divertida.

Al menos allí, en ese cuadro y en sus recuerdos, Oscar volvía a ser un joven que enfrentaba a la adversidad y daba vuelta un resultado de uno a cero con dos goles increíbles, un niño de diez años al que su entrenador alzaba para decirle:

«¡Gracias por haber nacido, pibe!»

Había jugado un partido memorable. Su equipo perdía uno a cero y, faltando cinco minutos, el capitán de los adversarios casi convertía el segundo gol. La pelota se estrelló en uno de los palos y Oscar la recuperó, luego corrió hacia el arco contrario para marcar el tanto del empate. Sobre la hora, robó otra pelota y convirtió un gol de mitad de cancha que le dio la victoria a su equipo. Todos lo alabaron, y la sonrisa de ganador no se le borró en semanas.

Treinta y cinco años después no quedaban rastros de aquella sonrisa. El rostro de Oscar mostraba una apatía y una tristeza que solo lograba distraer por esporádicos instantes.

Su departamento lo describía a la perfección. Era un lugar incómodo, pues había sido construido a partir de una casa grande a la que dividieron en seis pequeñas viviendas a lo largo de un pasillo, y la suya era la del fondo. Tenía un dormitorio y una cocina comedor con una mesa en la que apenas cabían dos sillas; siempre que no se necesitara abrir la heladera, pues de ser así había que poner una de las sillas bajo la mesa hasta el momento de cerrar la puerta.

Oscar tampoco hacía mucho para que su hogar fuera más acogedor. El piso estaba sucio, como si no se hubiese barrido en meses, y el baño tenía una humedad negra en cada esquina que crecía semana a semana como una entidad maligna.

Esa noche los recuerdos parecieron atacarlo más que de costumbre. Pensó en aquella final, en el asesinato de su amigo y en Clara; siempre pensaba en Clara.

Cenó solo, como siempre, y en un momento en el que estaba raspando la olla de fideos con un tenedor, escuchó que alguien también estaba raspando algo; fue como si estuviese dando respuesta a sus lamentos.

El sonido provenía de la pared del fondo: un muro de pintura descascarada lleno de humedad. Oscar se quedó unos segundos en silencio, intentando escuchar algo, pero nada sucedió. Volvió entonces a su cacerola de fideos pegados para seguir comiendo en la soledad de su hogar triste hogar.

La olla estaba ya casi vacía, y raspó el fondo del recipiente con el tenedor ocasionando un molesto chirrido. Un instante después escuchó un ruido muy similar al que él había hecho.

Miró hacia abajo y allí había un ratón chillando junto a su silla. El ratón lo observaba con sus ojos saltones, moviendo los bigotes de un lado al otro. Oscar se apresuró en tomar una escoba con intenciones de matar al animal, pero antes de que pudiera levantarse, éste ya había huido hacia el fondo del departamento. En segundos se había metido por un pequeño orificio ubicado en la base del muro de la pintura descascarada.

―Así que fuiste vos el de los ruidos… ―dijo Oscar.

Tomó la escoba y esperó junto al muro a que volviera a salir el ratón, pero éste no tenía la menor intención de hacerlo, así que comenzó a golpear la pared con el mango de madera.

El ruido fue hueco, como si la pared, en lugar de estar hecha de ladrillos, fuese una fachada de cemento cubriendo algo detrás.

Golpeó con mayor intensidad y un trozo de cemento cayó al suelo. Todo el cemento se rajó, y sacó algunos trozos sueltos con los dedos. Pronto se topó con algo hecho de madera sólida, y fue en busca de un martillo para continuar despedazando el muro; lo hizo sin detenerse, como si del otro lado hubiese un secreto que pudiera cambiar su vida; y lo había.

En pocos minutos había llenado el suelo de escombros. Al terminar de romper la pared, tuvo ante él una puerta de madera antigua, una puerta secreta en el fondo de su departamento.




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