domingo, 23 de julio de 2023

EL MONOLITO

 



Escrito por Federico Rivolta. Ilustrado por Zequi Girdor.



Fue impactante ver a un hombre caer junto a la puerta de un hospital; verlo caer desde varios metros para estrellarse la cabeza contra el pavimento. Cuando saltó no pensó en la imagen que dejaría. Precisamente era eso lo que él deseaba: dejar de pensar, dejar de sentir. Una escena atroz, dirían algunos, pero no se debe juzgar a alguien sin conocer al demonio que enfrenta.

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Fernando manejaba en silencio; un silencio incómodo en el que no estaba permitido decir nada que no sea de máxima importancia. Karen tampoco había hablado en media hora, solo miraba el paisaje a través de sus lentes de sol mientras su novio intentaba descifrar si ella estaba contenta por el viaje o si aquello sería el principio del fin.

El silencio ya era una presencia en el auto. Era una entidad a la espera de que alguno emitiese una palabra para reírse en su cara.

Fernando encendió el estéreo.

―No pongas heavy metal, por favor ―dijo Karen.

―Lo pongo bajito. Necesito algo de música para no quedarme dormido.

Había estado conduciendo durante dos horas desde la última vez que vieron a otro ser humano.

Ella se quitó el calzado y apoyó sus pies descalzos sobre el tablero del auto. El viejo short de jean hacía que sus piernas midieran varios metros de largo. Unas piernas blancas con una incipiente celulitis en los muslos que nunca mostraba. Hacía mucho que él no la veía vestida así, tan fresca y desvergonzada, y le dieron deseos de agarrar esos muslos carnosos. Él tenía manos grandes y morenas, que podían envolver las piernas de Karen a la perfección. Hubo un tiempo en que la tocaba con total impunidad, pero ya había olvidado cómo hacerlo.

La carretera se volvió de tierra de un momento al otro, y todo alrededor fue naturaleza. Los árboles formaban un espeso túnel que solo dejaba pasar unos finos rayos de luz amarillos y verdes. Las mariposas comenzaron a sobrevolar el auto, y Karen abrió la ventanilla para recibir el aire puro en el rostro.

Aquel viaje tenía como objetivo romper con la monotonía de su aburrida relación. No lo dijeron con esas palabras, pero se sentían en un callejón sin salida, aún había amor entre ellos, pero tras cinco años de convivencia parecían ser solo amigos.

«Deben ir a un lugar los dos solos y conectar con la naturaleza».

«Es estrés, solo eso».

Fueron muchas las palabras que escucharon de sus amistades de confianza, hasta que un día decidieron seguir el consejo del viaje.

De pronto el camino de tierra se terminó; habían llegado a un punto en el que no quedaron huellas de la última persona que visitó aquel sitio. Karen intentó ver el mapa en su celular, pero a esa altura ya no tenía señal.

―El río debe estar por aquí ―dijo ella, y señaló hacia el frente.


Se estaba refiriendo al río Pombo, unas aguas que bordean las sierras Azules. En aquella reserva natural estaban prohibidas la caza y la pesca, pero era ideal para acampar lejos de todo rastro urbano. Avanzaron unos minutos más hasta que llegaron a un claro desde el que se veían las sierras. No eran de color azul, por supuesto, tenían diferentes tonalidades producto de su formación geológica. Los minerales sedimentados formaban un arco iris que iba del rosado al pardo terroso.

Acamparon cerca del río y descansaron un rato. Al caer el sol descendió la temperatura, y la bruma comenzó a cubrir las sierras. Entonces sí se pusieron azules; un azul fantasmagórico.

Fernando deseó encender una fogata, pero no encontró los fósforos.

―¿No viste los fósforos?

―Dijiste que te encargarías de eso. ¿Olvidaste traerlos?

Estar en medio del bosque sin fósforos era lo mismo que estar sin agua o sin aire. Buscó desesperado entre los bolsos y el auto, pero no tuvo éxito. Era tarde para regresar a la última gasolinera que vieron en el camino, pero de no poder encontrarlos estaría obligado a hacerlo al día siguiente.

Durmieron en la penumbra. A su alrededor solo se escuchaban sapos y grillos. Y ellos se sintieron como las últimas dos personas sobre la faz de la Tierra.

A media noche los despertó un aullido lejano. El aullido se repitió varias veces. No podían determinar bien a qué distancia se encontraba o si se trataba siempre del mismo lobo el que lo emitía. Encendieron las linternas solo para poder ver un rostro conocido en medio de esa densa oscuridad que ocupaba toda la carpa.

―No pasa nada ―dijo Fernando―. Aquí dentro estamos a salvo.

Dijo eso, pero en su interior también estaba aterrado. De algún modo no se habría sentido tan desnudo de haber tenido una fogata. Sacó su cuchillo de caza de la mochila y lo puso junto a su bolsa de dormir. Los aullidos duraron unos minutos más, y luego de una hora el cansancio los venció. Tras dormirse Karen, Fernando no tardó mucho en conciliar el sueño junto a ella.

Cuando despertaron a la mañana siguiente la tienda estaba abierta. Afuera todo a su alrededor estaba desordenado. Vieron los bolsos revueltos y la ropa tirada en el suelo, y hasta habían vaciado algunos recipientes con comida.

―Debieron ser algunos animales ―dijo Fernando―. Tal vez unos mapaches; hay muchos en esta zona.

―Me quiero ir ―dijo Karen―, esto es horrible.

Fernando sentía que un fracaso en ese viaje era equivalente a fracasar con su pareja. Como si el viaje y la relación fueran uno. Comenzaron a acomodar las cosas y de pronto Karen encontró la caja de fósforos. Fue una alegría inmensa. Todo había mejorado en un instante.

Fernando se apresuró en prender una fogata:

―Vamos a calentar agua para tomarnos un café ―dijo él, y ella lo miró con una sonrisa que iluminó la reserva entera.

Ese día pudieron recorrer el lugar. Caminaron junto al río, y lograron cruzar al otro lado a través de un puente natural hecho de piedras. Hicieron un picnic a la falda de un cerro, luego comenzaron a subirlo pero, sin un sendero a seguir, se rindieron antes de llegar a la cima y ver al otro lado.

Por la noche prendieron una gran fogata, una que daba poder al pequeño campamento. Calentaron un guiso en una pequeña olla y lo comieron sentados en una manta frente al fuego. Al crepitar de las llamas se unieron pronto los cantares de los sapos y los grillos, y hasta oyeron un búho incorporar tonos a la orquesta.

Fue una noche agradable de luna llena, pero cuando estaban dormidos regresaron los aullidos lejanos. Karen despertó a Fernando:

―¡Otra vez ese lobo!

Él intentó calmarla, pero el aullido se oyó más cerca esa vez. De repente vieron sombras que se proyectaban en la carpa, que comenzaron a verse en todas sus caras; una ronda de criaturas que bien podían ser personas o animales.

El fuego se apagó. Ya no había sombras ni aullidos. Solo el silencio de una noche en medio de lo salvaje. Y el silencio los invadió. Solo lograban oír pisabas sobre hojas secas. Oyeron algo más, unas risas tal vez, pero entonces alguien comenzó a dar golpes en la carpa. Decenas de manos o garras sacudieron la lona. Karen gritaba mientras Fernando intentaba contenerla. También sentía miedo, pero quería mantenerse fuerte frente a ella. Entonces buscó otra vez el cuchillo de caza que había llevado y lo sacó de la vaina. No sabía usarlo ni para cortar una cuerda, pero en ese momento, con la adrenalina fluyéndole por todo el cuerpo, estaba dispuesto a encestarle una puñalada a un oso si fuese necesario.

Los golpes se detuvieron, todo volvió a la normalidad. Y de pronto volvieron a ver el reflejo del fuego en la pared de la carpa; la fogata se había vuelto a encender por sí sola.

―Debió ser el viento ―dijo él.

―¡El viento no hace eso! El viento no aúlla, no golpea la carpa de ese modo, no enciende el fuego… Me quiero ir.

Esperaron con ojos bien abiertos y nada más sucedió. Pronto él volvió a acostarse. Karen permaneció sentada inmóvil. Pasó media hora así, y poco a poco sus nervios se fueron calmando.

Pensó en seguir durmiendo, el terror ya había pasado; al día siguiente sería libre de irse si así lo desease. En ese momento él la tomó de la mano. Ella pudo sentir su presencia, su calor. Y se volvió hacia él para apoyarse sobre su pecho; ya no recordaba la última vez que se abrazaron de esa manera.

Comenzaron a besarse. Afuera el fuego seguía encendido y ardía con mayor intensidad. Él respiraba con vehemencia; un respiro masculino. Karen abrió su bolsa de dormir y notó que la de él ya estaba abierta. Se le sentó encima; el fuego no era lo único encendido aquella noche. Él la sujetó de sus muslos carnosos, esa vez supo bien cómo hacerlo, y contempló sus senos que subían y bajaban con cada sentón.

Karen tuvo su primer orgasmo en meses, y él aún seguía firme. Al final se puso sobre ella y la penetró duro y profundo, hasta hacerla acabar por segunda vez.

Fue como lo hacían al principio, cuando la relación era simple. No eran vírgenes al conocerse, pero todavía conservaban rasgos silvestres. Años después el ritmo citadino terminó por aburguesarlos, y reemplazaron el sexo desenfrenado por pláticas de trabajo y series televisivas.

Esa noche Karen se quedó tuvo sueños vívidos que rememoraron la velada. Volvió a estar sentada sobre él, pero esa vez vio la escena desde arriba. Vio la carpa moverse, y vio el fuego que ardía y se elevaba hasta que las chispas se perdían en el firmamento oscuro. Alrededor de la fogata danzaban trece demonios en ronda, tomados de las manos; eran niños demoníacos. A lo lejos se veían criaturas atravesando la bruma que era púrpura a esas horas. Las sierras se veían lejanas, más fantasmagóricas que antes. Detrás de ellas pudo ver la silueta de un ser enorme, grotesco, que respiraba agitado y con lascivia. Intentó ver su rostro, pero entonces despertó.

Apenas abrió los ojos notó que la tienda estaba abierta otra vez, y todo en el interior estaba desordenado.

Tuvo miedo de asomarse y llamó a Fernando que roncaba a su lado:

―¡Otra vez nos desordenaron todo mientras dormíamos! ―dijo ella.

Fernando comenzó a reincorporarse como si la noche anterior lo hubieran sedado.

Corrieron la lona de la carpa y al asomarse vieron un majestuoso monolito.

―¿Qué es eso? ―gritó Karen.

Imposible no haberlo visto antes; se trataba de una roca ígnea de color blanco de cuatro metros de altura, ubicado a pasos de la carpa. Estaba tallada con figuras gastadas por el tiempo. Figuras que pudieron tratarse de personas o de animales, o de otro tipo de criatura.

Salieron de la carpa y todo alrededor había cambiado, no reconocieron los árboles y las plantas que había cuando llegaron. Tampoco había restos de la fogata. Las sierras estaban más alejadas que antes y no alcanzaban a ver el río Pombo.

Tras la carpa hallaron un rastro de tierra similar al que deja un arado. Habían sido arrastrados hasta ese sitio para quedar frente al terrible monolito.

No hubo más palabras en ese momento, los dos se vistieron tan rápido como pudieron y corrieron por el sendero de tierra hasta llegar al sitio en el que habían acampado en un principio. Debieron recorrer cientos de metros para llegar hasta donde estaba el automóvil.

Allí estaban sus cosas, otra vez desordenadas. Juntaron solo lo más importante y se alejaron de ese bosque para siempre.

Durante el viaje de regreso hablaron menos que en el de ida. Fernando ni siquiera se atrevió a escuchar música. No se iba a dormir de ninguna manera, solo deseaba alejarse de allí y celebrar en su interior cada kilómetro recorrido. Seis horas más tarde estaban de regreso en su casa.


Durmieron un rato y despertaron por la noche. Cocinaron una pizza que tenían congelada y comieron mientras Karen buscaba blogs de senderismo y notas sobre el río Pombo; había demasiados textos acerca de la reserva, pero ninguno decía nada sobre lo que les había ocurrido. De pronto encontró un artículo sobre el monolito. Se trataba de una piedra que había estado allí desde la era precolombina, que en la antigüedad fue adorada y esculpida por los indígenas que habitaban la zona. Con el arribo de los europeos, partes de dicha piedra fue vuelta a labrar, por desgracia quienes lo hicieron eran adoradores de Astaroth, un execrable demonio padre de todos los vicios terrenales. Tallaron runas de cada pecado capital que este mítico ser ofrece saciar a sus seguidores, en especial la lujuria, su debilidad favorita. Todo ello no era más que mitos a ojos de Karen y Fernando, pero al final del artículo hubo algo que llamó mucho su atención:

«El monolito fue destruido en el año 1890, cuando un grupo de trece adoradores de Astaroth fue atrapado realizando un sacrificio de una mujer virgen. Los cultistas fueron enjuiciados y la roca dinamitada. Hoy solo quedan trozos de ella».

―Nosotros lo vimos entero ―dijo Fernando―. A menos que hayamos visto otro monolito.

―Tal vez se levantó solo; hubo varias cosas que se levantaron solas esa noche ―dijo Karen mientras buscaba con su mano entre las piernas de Fernando.

El sonrió, pero enseguida se puso serio.

―¿Por qué lo dices?

―Por lo que hicimos esa última noche. Fue mágico. ¿Quién habría dicho que era lo que necesitábamos para salvar nuestra relación? Algo tan simple. Si fueron los indios que vivían allí, pues bien por ellos, si fueron los adoradores del demonio ese, me alegro también. Quien sea que haya sido le estoy muy agradecida. Tal vez debamos volver cada año a dormir al lado de esa piedra.

Fernando no cambió su semblante, continuaba desconcertado incluso con la mano de su novia tocando su miembro flácido.

―No volvería a ese lugar jamás.

―¡Estoy bromeando! Tampoco volvería, pero la última noche fue estupenda. Aunque la verdad no recuerdo con detalle lo que sucedió, porque luego tuve un sueño en el que también cogíamos y lo confundo un poco.

―Karen…, no tuvimos sexo en el bosque. Hace meses que no cogemos.

―¡Claro que sí! ―dijo ella. Fue increíble; fue como al principio.

No. No habían intimado. Pero ella lo sintió así; demasiado real para haberse tratado de un sueño, demasiado de ensueño para haber sido real. Esa noche tampoco lo hicieron, ni durmieron más que unas pocas horas. Ambos se quedaron pensando hasta tarde, mirando al techo, caso sin cruzar palabras.

A la mañana temprano Karen despertó descompuesta. Le dolía el vientre y se sentía hinchada. Se levantó y se encerró en el baño. Fernando golpeó la puerta, pero ella prefirió estar sola:

―¿Te llevo al hospital?― pregunto él desde el otro lado.

De pronto ella salió:

―Debe ser algo que comí; necesito descansar.

―Estaba pensando en ir a la oficina, para aprovechar que volvimos antes, pero me quedaré contigo.

―No, no. Ve tranquilo. Te llamaré si pasa algo.

―Llámame cualquier cosa y vendré enseguida.


Esa tarde él no pudo pensar en otra cosa. En la oficina volvió a leer las páginas acerca de los adoradores de Astaroth, y más que nada releyó lo que habían encontrado acerca del monolito. Encontró una foto en blanco y negro en la que se veía el monolito destruido, pero luego encontró otra en la que se lo volvía a ver entero, los datos no cuadraban, aunque no había mucha información al respecto.

Karen durmió durante horas, pero de nuevo tuvo sueños lúcidos. Soñó con una carretera de asfalto que se volvía de tierra, para desaparecer en medio de un bosque. Allí, rodeada de árboles, se vio descalza, y hasta pudo sentir la hierba entre sus dedos. El viento refrescaba su rostro echando su cabello hacia atrás, un cabello que se había vuelto más largo de repente. Se acercó al arroyo; las sierras eran majestuosas e inalcanzables. Miró hacia abajo, buscando su reflejo en el agua, pero entonces ésta tomó un color cobrizo, y al asomarse en el río no se vio, vio un rostro demoníaco que la despertó al instante.

Fernando había llegado, e ingresó corriendo mientras oía los gritos de su novia. Esa vez no hubo excusas, no hubo dudas. La llevó de inmediato al hospital. El vientre de Karen estaba inmenso, y había roto fuente en medio de la cama. No fue una ruptura normal, las sábanas estaban llenas de un líquido negro, una ponzoña aceitosa que emanaba un olor repugnante. Ella no lo notó, estaba demasiado dolorida y asustada, y él prefirió no decir nada al respecto. Él siempre fue de los que decía que una pareja debe basarse en la confianza, pero aquella vez sintió que ocultar la verdad era lo más acertado.

Al llegar al hospital la ingresaron de urgencia a una sala de parto.

―¿Para cuándo tiene fecha? ―preguntó la enfermera.

―No… ―dijo Fernando―. No sé.

Estaba aturdido, y aguardó sin saber qué pensar en la sala de espera mientras oía los gritos lejanos de Karen.

El parto duró horas, y Fernando se acercaba de vez en cuando para preguntar cómo estaba su pareja, pero las enfermeras le insistían en que siguiera esperando.

Fue a medianoche cuando un médico se acercó para darle las noticias. Karen había fallecido.

El médico apoyó una mano temblorosa sobre el hombro de Fernando, y luego le dijo que a su hijo le estaban haciendo unos estudios, que aún no podía verlo. Pero Fernando ya no escuchaba, ya no sentía. Caminó entonces hacia la sala de donde había venido el médico.

―Espere ―dijo el doctor sin aliento―, no puede pasar.

Intentó contenerlo, pero no tenía fuerzas; él también estaba sorprendido por la situación.

Fernando atravesó varias puertas, guiado por un llanto infantil. Finalmente llegó hasta una ventana en medio de un pasillo y vio al bebé a través del vidrio. No era humano ni animal, era otro tipo de criatura. Tenía una piel amoratada, y no tenía la obesidad propia de un recién nacido; aquel niño era delgado, de miembros largos, y al ver su rostro notó que no estaba llorando, sino gritando, un grito lleno de odio que ensordecía a Fernando.

Se alejó caminando hacia atrás sin dejar de ver a la criatura, hasta que chocó con un ventanal que daba a la calle. Sin dudarlo saltó atravesando los vidrios para caer justo al lado de la puerta de ingreso al hospital. Fue impactante verlo estrellarse la cabeza contra el pavimento. Una escena atroz, dirían algunos, pero no se debe juzgar a alguien sin conocer al demonio que enfrenta.




FIN