jueves, 29 de diciembre de 2016

EL HOMBRE DEL TIEMPO - Capítulo 2





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CAPÍTULO 2



Oscar se quedó contemplando la puerta durante unos segundos. Era maciza, sin grabados, y parecía ser de una antigüedad insondable. No tenía perilla, y debió sacar la de la puerta del dormitorio para poder abrirla. Forzó un poco la oxidada cerradura hasta que por fin logró entrar.

Del otro lado de la puerta había una pequeña habitación a oscuras. Ingresó despacio, y de pronto cuatro velas se encendieron solas, una en cada esquina. Oscar pudo ver entonces que, en el medio de la habitación, había un pedestal, y sobre él, había un libro.

Miró hacia todos lados, incrédulo de lo que estaba sucediendo. Luego se acercó con pasos lentos, mientras las sombras provocadas por el fuego de las velas dibujaban grotescas figuras en las paredes. Se acercó al texto, y sopló con fuerza para eliminar el polvo que había sobre la tapa. Imaginó que leería algún nombre, pero la tapa era de cuero liso. Lo abrió, y un fuerte hedor se desprendió de sus hojas amarillas.

El tomo estaba escrito con pluma, y lo adornaban enigmáticas imágenes pintadas a mano. Oscar volvió a la primera página y leyó la siguiente frase:

«El pasado nos acompaña a todos lados. No necesitamos pensar en él ni guardar recuerdos materiales. Siempre formará parte de nosotros, incluso cuando ya lo hayamos olvidado».

Siguió abriendo páginas al azar y vio que el tomo hablaba sobre el tiempo y los recuerdos, hasta que de pronto halló un bestiario de criaturas mitológicas, con dibujos demoníacos que parecían ser del medioevo.

Casi sobre el final del libro encontró un capítulo llamado “Días del pasado”. Hablaba también del tiempo y de los recuerdos, pero nombraba un encantamiento para poder viajar y revivir ciertos momentos:

«En un lugar cerrado, oculto y solitario, sujetando este libro puedes viajar en el tiempo. Podrás revivir cualquier día del pasado, mas días del futuro irás perdiendo».

Un escalofrío recorrió todo su cuerpo mientras avanzaba en la lectura:

«Cuando revivas el día no podrás cambiar lo sucedido, volverás a tu vida tal y como era, pues el pasado ya está escrito».

Aquella frase no le gustó en absoluto, puesto que le habría querido cambiar algunas cosas que evitaran que su vida fuese la que era, pero la idea de revivir ciertas experiencias lo seguía entusiasmando:

«La cantidad de días perdidos aumenta en forma exponencial. Así, para el primer viaje, perderás solo uno. Para el segundo, un par, y cuatro para el tercero. Para un cuarto y para un quinto, ocho y luego dieciséis, y así hasta que te quedes sin más días que perder».

Oscar, que habría dado cualquier cosa por revivir algunos momentos de su juventud, consideró que perder un día de su presente era un costo demasiado bajo. De hecho, había días en los que habría preferido no vivir y con gusto habría dejado que siguieran de largo.

Era domingo, llegando a la medianoche, y los lunes de oficina parametrizando divergencias le resultaban insoportables. Se imaginaba allí, metido en un pequeño cubículo durante ocho horas, mirando el reloj no menos de doscientas veces. Pensó entonces que perder un día como aquel a cambio de revivir algún momento de gloria era una situación de doble ganancia. El libro ya lo había conquistado:

«El tiempo es un continuo sin fin ni comienzo, el hombre pone fechas intentando contenerlo. Piensa un día y di lo que sientas, el libro te llevará a ese preciso momento».

Y así fue. Oscar apoyó las manos en el antiguo tomo y, con un poco de escepticismo, nombró aquel día soleado, treinta y cinco años atrás, cuando se jugaba la final de fútbol.

Pronto las amarillentas hojas del libro comenzaron a moverse a toda velocidad, hacia adelante y hacia atrás. Un instante después Oscar había desaparecido de la habitación.




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martes, 27 de diciembre de 2016

EL HOMBRE DEL TIEMPO - Capítulo 1





CAPÍTULO 1



«¡Gracias por haber nacido, pibe!»

No a cualquiera le dicen algo así, pero lo que había logrado el pequeño Oscar en aquel partido era digno de elogio.
Treinta y cinco años más tarde solo le quedaba una vieja fotografía. La imagen ya había perdido todo el color; como el fútbol, que para Oscar había perdido toda su gracia.

No fueron los años los que poco a poco lo aburrieron del deporte. Tampoco fue el hecho de que los jugadores cobrasen sueldos de ocho cifras anuales, mientras millones de personas mueren de hambre. No, no era nada de eso. Lo de Oscar era algo personal, el fútbol le recordaba a aquel día en que su amigo Diego fue asesinado frente a él.

Continuó mirando la fotografía de aquella época en la que el deporte representaba algo divertido, aquella época en que la vida misma era divertida.

Al menos allí, en ese cuadro y en sus recuerdos, Oscar volvía a ser un joven que enfrentaba a la adversidad y daba vuelta un resultado de uno a cero con dos goles increíbles, un niño de diez años al que su entrenador alzaba para decirle:

«¡Gracias por haber nacido, pibe!»

Había jugado un partido memorable. Su equipo perdía uno a cero y, faltando cinco minutos, el capitán de los adversarios casi convertía el segundo gol. La pelota se estrelló en uno de los palos y Oscar la recuperó, luego corrió hacia el arco contrario para marcar el tanto del empate. Sobre la hora, robó otra pelota y convirtió un gol de mitad de cancha que le dio la victoria a su equipo. Todos lo alabaron, y la sonrisa de ganador no se le borró en semanas.

Treinta y cinco años después no quedaban rastros de aquella sonrisa. El rostro de Oscar mostraba una apatía y una tristeza que solo lograba distraer por esporádicos instantes.

Su departamento lo describía a la perfección. Era un lugar incómodo, pues había sido construido a partir de una casa grande a la que dividieron en seis pequeñas viviendas a lo largo de un pasillo, y la suya era la del fondo. Tenía un dormitorio y una cocina comedor con una mesa en la que apenas cabían dos sillas; siempre que no se necesitara abrir la heladera, pues de ser así había que poner una de las sillas bajo la mesa hasta el momento de cerrar la puerta.

Oscar tampoco hacía mucho para que su hogar fuera más acogedor. El piso estaba sucio, como si no se hubiese barrido en meses, y el baño tenía una humedad negra en cada esquina que crecía semana a semana como una entidad maligna.

Esa noche los recuerdos parecieron atacarlo más que de costumbre. Pensó en aquella final, en el asesinato de su amigo y en Clara; siempre pensaba en Clara.

Cenó solo, como siempre, y en un momento en el que estaba raspando la olla de fideos con un tenedor, escuchó que alguien también estaba raspando algo; fue como si estuviese dando respuesta a sus lamentos.

El sonido provenía de la pared del fondo: un muro de pintura descascarada lleno de humedad. Oscar se quedó unos segundos en silencio, intentando escuchar algo, pero nada sucedió. Volvió entonces a su cacerola de fideos pegados para seguir comiendo en la soledad de su hogar triste hogar.

La olla estaba ya casi vacía, y raspó el fondo del recipiente con el tenedor ocasionando un molesto chirrido. Un instante después escuchó un ruido muy similar al que él había hecho.

Miró hacia abajo y allí había un ratón chillando junto a su silla. El ratón lo observaba con sus ojos saltones, moviendo los bigotes de un lado al otro. Oscar se apresuró en tomar una escoba con intenciones de matar al animal, pero antes de que pudiera levantarse, éste ya había huido hacia el fondo del departamento. En segundos se había metido por un pequeño orificio ubicado en la base del muro de la pintura descascarada.

―Así que fuiste vos el de los ruidos… ―dijo Oscar.

Tomó la escoba y esperó junto al muro a que volviera a salir el ratón, pero éste no tenía la menor intención de hacerlo, así que comenzó a golpear la pared con el mango de madera.

El ruido fue hueco, como si la pared, en lugar de estar hecha de ladrillos, fuese una fachada de cemento cubriendo algo detrás.

Golpeó con mayor intensidad y un trozo de cemento cayó al suelo. Todo el cemento se rajó, y sacó algunos trozos sueltos con los dedos. Pronto se topó con algo hecho de madera sólida, y fue en busca de un martillo para continuar despedazando el muro; lo hizo sin detenerse, como si del otro lado hubiese un secreto que pudiera cambiar su vida; y lo había.

En pocos minutos había llenado el suelo de escombros. Al terminar de romper la pared, tuvo ante él una puerta de madera antigua, una puerta secreta en el fondo de su departamento.




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jueves, 13 de octubre de 2016

UN DÍA SIN FLORES





Ella se cansó de preguntarse
“¿Me quiere o no me quiere?”,
y entonces se preguntó:
“¿Me quiero o no me quiero?”



lunes, 3 de octubre de 2016

EL COLECCIONISTA





Eran las diez menos veinte y el viejo reloj retumbaba en el silencio. Balder estaba sentado en su sillón, mucho más impaciente que de costumbre. Apretó el puño con fuerza acumulando allí toda su ira, luego abrió la mano y la miró; tenía dedos grandes y un poco deformes.

Las cicatrices al dorso de su mano parecían narrar la historia de una vida de dolor, y sus uñas carcomidas estaban negras a causa de la mugre del tiempo.

Faltaban quince minutos para las diez, y los insoportables segundos avanzaban mientras él seguía mirando las agujas.

Estaba sudado. Por la ventana solo ingresaba aire caliente; el aire sofocante de una noche marcada de pecado.

Instantes después lo atacó aquel deseo recurrente de abrirse el pecho y abandonar su cuerpo.

Se paró de un salto y fue al dormitorio. Solo una cosa lograba acallar sus demonios en esas ocasiones: contemplar su colección de muñecas de trapo.

Inhaló y exhaló para calmarse mientras observaba a las decenas de muñecas que tenía en la pared. Se acercó a la repisa y tomó una de ellas, luego abrió el cajón de la mesa de luz y sacó de allí un pequeño cepillo. El cabello de la muñeca era negro y lacio, y requería de un cuidado especial.

Acomodó el vestido rosado cubierto de moños que tenía la muñeca y la regresó a su lugar.

―Perfecto ―dijo Balder.

Los ojos verdes de la muñeca le devolvieron una mirada muerta.

Faltaban nueve minutos para las diez y el enorme sujeto continuaba mirando en detalle su preciada colección. De pronto observó que, en el estante superior, una de las muñecas tenía una telaraña en su vestido negro. Balder apretó el puño con fuerza, acumulando allí toda su ira.

Volvió a guardar el cepillo en el cajón y sacó de allí un pañuelo. Se envolvió el dedo con él y le pasó la lengua mojándolo con saliva, para luego frotarlo contra el vestido.

―Perfecto ―dijo Balder.

Contempló durante un instante a la muñeca; contempló sus rulos castaños y sus ojos maquillados. Sobre el rostro de tela tenía pintados unos labios carnosos que no estaban bien centrados, y en el hombro derecho se veían dibujadas unas espinas a modo de tatuaje.

El hombre miró el reloj en la mesa de luz; faltaban menos de cinco minutos para las diez de la noche. Se acercó entonces a la punta de la repisa, donde había una muñeca de lo más singular.

La última muñeca de la hilera no era como las demás; no tenía ropa, cabello ni ningún tipo de seña particular. Su rostro era liso; sin ojos, nariz ni boca.

Balder la tomó y comenzó a examinarla con sus grotescas manos. Le movió los brazos y luego se detuvo como esperando una respuesta, pero ella permaneció inerte.

En ese momento sonó el timbre. El sujeto lanzó a la cama al miembro más inexpresivo de la colección y fue a abrir la puerta del departamento. Una mujer muy atractiva estaba parada en el pasillo.

―Hola ―dijo él.

El hombre intentó acomodar sus grasosos cabellos, pero no logró una gran mejoría.

―Hola hola ―dijo ella.

La mujer pasó junto a Balder, y él la observó con atención.

Usaba jeans con tacos altos, tenía una campera de cuero blanca, y llevaba el cabello suelto de forma que se notaba que le había tomado mucho tiempo el verse casual.

―Perfecto ―dijo Balder. Luego cerró la puerta y apretó el puño con fuerza, acumulando allí toda su ira.



sábado, 10 de septiembre de 2016

EL DEMONIO EN EL LIENZO






Muchos artistas aman tanto lo que hacen que olvidan sus quehaceres. Luego, cuando despiertan de sus sueños en vigilia, deben realizar montones de tareas apurados, abstraídos, pensando en el momento en el que podrán regresar al lápiz y al papel, al cincel y a la escultura, o a su querido instrumento musical.

A algunos, sus amigos y familiares los llaman “excéntricos”, a otros los llaman “bohemios”, y hay algunos personajes a los que el simple “loco” los describe a la perfección. Pero existen ciertos artistas, pocos entre millones, cuyas vidas sociales han sido absorbidas por completo, y cuyas alienadas personalidades van más allá de los apodos y las cuestiones anecdóticas. Son aquellos que, mientras sus mundos se derrumban, miran a los demás con ojos extraviados, con ojos que parecen vacíos por no reflejar la profundidad que esconden en el interior. Nikolai Kolmogorov era esa clase de artista.


* ASTAROTH *


Ivana había terminado de cenar desde hacía varios minutos cuando su marido por fin bajó al comedor. El plato estaba frío, pero Nikolai no pronunció palabra al respecto. Comenzó a devorar sin siquiera tomarse un momento para saborear la comida, sin siquiera saber qué era lo que estaba comiendo.

―¿Cuándo arreglaremos el techo? ―preguntó Ivana.

Su esposo no contestó. Quería terminar el plato para regresar al altillo a seguir pintando. De hecho, mientras masticaba, seguía realizando trazos en el aire con el tenedor.

Afuera diluviaba, y las viejas tejas negras filtraban el agua que pudría la madera. Ivana debía poner ollas en el suelo por toda la casa para combatir a las goteras, pero éstas pronto se llenaban y comenzaban a salpicar el suelo y las paredes.

Nikolai terminó de cenar y entonces, mientras se limpiaba con la servilleta, contestó a la pregunta que le había hecho su mujer varios minutos atrás:

―No tengo tiempo ni dinero para arreglar el techo ahora ―dijo―. Debo terminar una pintura para la exposición. He estado trabajando en una nueva técnica. Tendré mucho éxito; pronto solucionaremos el problema de las goteras.

Ivana sonrió, confiaba en su marido; necesitaba hacerlo. Ella aún veía en él al joven talentoso del que se había enamorado, aunque Nikolai distaba mucho de verse como aquel muchacho encantador.

El artista se había convertido en un hombre desgarbado y el cabello se le había llenado de canas, andaba siempre con la mirada perdida y las manos le temblaban a causa de sus nervios e insomnio. Pero a pesar de todo, aquellas manos envejecidas seguían pintando los preciosos paisajes que tanto respeto le otorgaron en la comunidad artística.

Nikolai había logrado vivir de sus pinturas, pero él quería más. Deseaba alcanzar la fama mundial, deseaba surgir de lo que él consideraba mediocridad, y un día decidió tomar un camino diferente. Abandonó su zona de confort y comenzó a pintar lo que lo apasionaba de verdad en lugar de hacer lo que a la gente le gustaba. Así fue como se alejó de los paisajes impresionistas de cielos despejados para sumirse en escenarios mucho más oscuros. Sus obras se volvieron agresivas y hasta demoníacas, pero tenían mucho más de él que las anteriores.

Al principio, él y su mujer conversaban mucho sobre arte, pues de jóvenes habían sido compañeros en la academia, pero cuando él decidió cambiar de estilo, dejó de mostrarle su trabajo y pedirle su opinión. Al final casi no tenían contacto; él se pasaba la noche en el altillo pintando y se acostaba luego de que ella se levantara.

En las comidas siempre sucedía lo mismo: Nikolai parecía un fantasma sumergido en plataformas de pensamientos vacíos, y no había comentario que Ivana pudiera hacer para despertarlo de su trance:

―Preparé un pastel de chocolate ―dijo ella―, ¿quieres una porción?

―Sí ―dijo él sin mirarla.

Luego se paró y le dio una árida indicación:

―Sube y déjalo junto a la puerta. Voy a seguir trabajando.

El artista volvió a recluirse en el altillo. Minutos más tarde su esposa subió las escaleras con una porción de pastel cortada de manera impecable. La mujer entró con rostro alegre, pero su gestó se transformó apenas abrió la puerta.

―¡Te pedí que dejaras el plato junto a la puerta! ―dijo él― Sabes bien que no me gusta que vean mis obras antes de que estén terminadas.

Ivana apartó la mirada, pero ese instante en que miró la pintura fue suficiente para que se le grabara en la retina.

Se trataba del retrato de un demonio de alas corroídas, sonrisa socarrona y mirada lasciva, rodeado por bestias a las que acariciaba con sus garras desproporcionadas. Aquella pérfida deidad era nada menos que Astaroth, “el gran duque del infierno”.

―Perdón ―dijo ella―. De todos modos no vi nada. Aquí tienes el pastel.

La mujer se estaba por ir cuando se frenó para decirle una última frase con intenciones de arreglar la situación:

―Ya no volveré a molestarlo, señor gruñón.

Ivana se quedó en la puerta esperando una disculpa por parte de su esposo; esperó algo, una sonrisa, un guiño, un gesto cualquiera que le indicase que todo estaba bien, pero él siguió pintando sin respiro.

Dos semanas después el artífice había terminado su preciado Astaroth, y lo envió junto con otras nueve obras para la exhibición. Las demás telas eran de paisajes aterradores coronados por cielos nublados. Estaban muy bien pintadas, pero ninguna era comparable a la del demonio.

El día llegó y el pintor se dirigió a la exposición acompañado por su esposa. A pesar de tener la misma edad, Ivana parecía diez años menor que él. El esfuerzo por terminar la pintura a tiempo había hecho estragos en el aspecto de Nikolai, pero él sentía que todo había valido la pena. La obra hacía ver a las otras que presentó en aquella oportunidad como unos tristes intentos fallidos.

La exposición se realizó en la Galería Nacional de Arte, y el lugar fue preparado como nunca para la velada. Las columnas jónicas de mármol estaban adornadas con luces doradas y plateadas. Diversos banderines colgaban con los nombres de los artistas y de las creaciones más famosas que se verían allí. Gente de toda clase asistió, tanto expertos críticos de arte como inconformistas que deseaban ver una exposición de vanguardia que los distrajera de la monotonía.

Las alfombras negras fueron lavadas para la ocasión, quedando como nuevas, contrastando más aún con las paredes color marfil. Había pedestales en cada esquina, arreglados con rosas blancas, y no había una lámpara faltante en las arañas de cristal que colgaban de los techos hemisféricos.

Montones de pintores y escultores formaron parte del evento. Era la oportunidad de ver cientos de obras de primer nivel, todo en un día.

Nikolai no era de los más conocidos de la larga lista de artistas presentes, pero sentía que iba a salir del anonimato de la garra de Astaroth, su demonio de batalla. Y así fue; rodeado de paisajes impresionistas, “el gran duque del infierno” brilló en el centro de la pared. Estaba pintado con colores vivos, pero aun así tenía algo que lo hacía ver como si fuese de una antigüedad insondable. Las luces se reflejaban en la tela de manera caprichosa, como si ciertas sombras del dibujo no pudiesen ser iluminadas.

―Es obsceno pero encantador ―dijo una señora obesa de tapado blanco.

―Jamás vi nada igual ―dijo un anciano de galera―, es como si me mirara al centro del alma y me quemara desde adentro.

La grotesca entidad los invitaba a sucumbir ante la lujuria y la pereza; una oferta para ilusos que pretenden obtenerlo todo sin esfuerzo alguno, una oferta para condenarlos a un destino catastrófico que estará firmado en sangre desde el principio.

A nadie le fue indiferente la obra de Nikolai Kolmogorov, mucho menos a los críticos. Al día siguiente, todas las notas de diario y televisión que hablaron de la exposición, mencionaron al artista y a su demoníaca pintura.

Luego de la exhibición, Nikolai comenzó a recibir numerosas ofertas de trabajo. Su teléfono, que parecía haber estado desconectado durante meses, había vuelto a cortar el silencio que tanto incomodaba a Ivana. Varias personas llamaron interesadas en comprar su famoso Astaroth, hasta que le vendió la pintura a un músico llamado Roger Blatt, baterista de una banda de blues.

Días más tarde, Roger Blatt salió en las noticias cuando fue encontrado muerto en su hogar. Nadie mencionó al cuadro que había comprado, pero en una fotografía publicada en un periódico se lo podía ver hecho añicos. Los forenses encontraron grandes cantidades de droga y alcohol en la sangre del baterista, y todo a su alrededor parecía indicar que allí se había llevado a cabo un ritual y una orgía, pero no lograron determinar la causa de su muerte.


** EL WINGAKAW **


Faltaban dos meses para la exposición en el Museo del Parc du Prince, y Nikolai recibió una invitación especial. Fue nada menos que el director del lugar quien lo llamó para convocarlo. El hombre aprovechó la ocasión para felicitarlo por las telas que publicó en la Galería Nacional de Arte, y hasta le confesó que, desde que vio el retrato del demonio, volvió a verlo varias veces en sus sueños. Le dijo que le otorgaría un salón entero del museo para que expusiera sus lienzos, y antes de despedirse le pidió que llevara, si era posible, alguna obra del mismo estilo que la de Astaroth.

―Estoy pintado un cuadro sobre un demonio del bosque ―dijo Nikolai―. Es mejor que todos mis cuadros anteriores. Se llama “El Wingakaw”.

El director quiso seguir con la conversación, pero el pintor ya había colgado el teléfono para regresar al altillo.

El nuevo cuadro era sobre un monstruo al que le salían numerosos tentáculos de la espalda. Tenía varias hileras de colmillos filosos como espadas, y una lengua bífida que daba la sensación de que se estaba sacudiendo. Junto a la entidad había unos nativos rezándole, pero él no parecía oír sus plegarias, pues los asesinaba mientras hacía arder su aldea en llamas.

Nikolai terminó el retrato del segundo demonio y la contempló con una sonrisa que, si no fuera porque la suya tenía solo una hilera de dientes, habría sido igual a la del Wingakaw.

La noche de la exhibición llegó y miles de personas se congregaron en Parc du Prince esperando la apertura del museo. Entre la muchedumbre estaba Nikolai, deseoso de sorprender a todos con su nuevo cuadro. Ivana estaba junto a él, orgullosa de su esposo, pero el pintor había envejecido tanto que todo aquel que los veía juntos asumía que se trataba de su hija.

Las luces del parque se encendieron poco a poco. Rayos de caminos concéntricos bordeados por faros de hierro iluminaron el lugar con sus esferas de vidrio. Parecía que se trataba de un día soleado.

Las señoras comenzaron a impacientarse; algunas debido a las creaciones que verían en la exposición, otras porque estaban ansiosas por mostrar sus vestidos ajustados y peinados de peluquería. Los hombres también se pusieron nerviosos; algunos debido a que se encontrarían con impresionantes creaciones jamás vistas, otros porque sabían que pronto llegaría el momento de impresionar con sus supuestos conocimientos de arte a las señoras de vestidos ajustados y peinados de peluquería.

El museo, que solía estar descuidado durante la semana, cobró vida para aquella ocasión especial. En la entrada colocaron una alfombra roja que ascendía por las escaleras de mármol. Los pisos de granito estaban relucientes, y las molduras de las paredes habían sido limpiadas a mano sin olvidar detalle.

El público quedó fascinado por las obras allí exhibidas. Una pintura que llamó mucho la atención fue la de un pintor que se había suicidado luego de terminarla, o mejor dicho, la pintura en sí era una mancha de sangre que había dejado tras darse un disparo en la cabeza. Dentro de las esculturas, la más visitada fue “Diario de un mimo”, una obra de un hombre que se corta su propia lengua, convirtiéndose así en el mimo perfecto. Fueron muchas las creaciones de vanguardia que sorprendieron en aquella velada, pero ninguna fue comparable al retrato del demonio del bosque: “El Wingakaw”.

Las llamas en el lienzo se reflejaban en las pupilas de quienes las contemplaban, los llantos de los nativos kiokees eran desgarradores, y el demonio en el centro no hacía otra cosa que mofarse de la fe y las religiones.

Durante la exposición, algunos artistas fueron subiendo a un estrado para hablar sobre sus obras, y el más aclamado fue Nikolai Kolmogorov.

Todos querían saber el significado de su cuadro, aunque en el fondo de sus seres ya tenían la respuesta. Cuando llegó su turno de hablar frente al público, fue ovacionado.

El canoso autor tomó el micrófono. Casi no se lo veía desde atrás del estrado debido a que estaba encorvado y ni siquiera alzó la vista para mirar a la audiencia, solo se limitó a decir su discurso de mala manera:

―Los nativos kiokees de América del norte creen en un dios llamado “El Wingakaw”. Él es un ser superior a los hombres y por lo tanto no podemos comprender su manera de actuar. En la pintura hice a los kiokees rezándole mientras él los devora. Muchos no entienden por qué le rezan a un dios que luego los mata. Sucede que los dioses no están para cuidarnos, los dioses no se interesan por nosotros. Ellos nos matan y nos dejan vivir del mismo modo en que nosotros matamos o dejamos vivir a una hormiga. Esto no los convierte en malos. Aquellos que creen en un dios justo y generoso no se dan cuenta de que dejarnos solos es mejor que protegernos, pues somos entonces nosotros mismos los dueños de nuestras acciones y de nuestros destinos. Es por eso que, al igual que los kiokees, yo creo en el Wingakaw.

Nikolai dejó el micrófono y se retiró sin despedirse ante el silencio de todos los presentes.

Pocos días después, en una subasta, la obra fue comprada por un excéntrico magnate. Dos semanas más tarde, aquel millonario viajó a América del norte sin explicar el motivo, y nadie volvió a saber de él.


*** AZAZEL ***


La fama de Nikolai había crecido, pero él sentía que aquello era solo el principio. Luego de la venta de “El Wingakaw”, comenzó un nuevo cuadro:

―Esta será mi obra maestra, Ivana ―le dijo una mañana a su mujer.

Ella apenas pudo reconocer a su marido tras esos ojos penetrantes, rojizos, llenos de una ambición insana.

―¿Mejor que El Winkaman? ―preguntó ella.

―Se llama “El Wingakaw”; y sí, será mucho mejor. Cuando lo exponga seré famoso; seré el artista del óleo más famoso de estos tiempos.

Ivana pensó durante unos segundos y luego se animó a decir algo que deseaba expresar desde la exhibición.

―Algo que no entendí sobre esa pintura es si los nativos que lo adoran saben que no son correspondidos por él.

Nikolai no respondió. Al menos no lo hizo con palabras. Solo la miró a los ojos, y aquella fue la conversación más sincera que tuvieron en largo tiempo. Fue un momento en el que ambos se conectaron, no desde el amor, sino desde la sinceridad. Una mirada en la que no había nada que decir respecto al cariño de ella y la indiferencia de él, una mirada con la que cada uno admitió el lugar que le tocó vivir en aquella relación de a dos, mal llamada “pareja”.

Luego del desayuno Nikolai salió a comprar pinturas y pinceles, dejando a su mujer sola en la casa. Mientras él estaba afuera, ella comenzó a escuchar unos ruidos provenientes de arriba. Subió las escaleras y supo que algo estaba sucediendo en el altillo. A su esposo no le gustaba que ella subiera, pues la costumbre de no mostrar una obra hasta que no esté terminada permanecía firme en él, pero los ruidos no cesaron y la curiosidad de la mujer superó el miedo a las represalias.

Al abrir la puerta el estado del lugar la sorprendió. No parecía ser solo una cuestión física, era como si un alma siniestra estuviera posesionándose del altillo. La humedad impregnada en las paredes parecía dibujar hórridas figuras que gritaban de dolor, y unas sombras que se retorcían en el suelo comenzaron a acercarse a las piernas de Ivana. Ella dio unos pasos hacia atrás asustada, haciendo rechinar las viejas maderas.

De pronto escuchó un ruido como los que la habían hecho subir; era la ventana que golpeaba a causa del viento. La cerró, y al mirar de nuevo el suelo y las paredes, las sombras no le parecieron tan malignas.

Estaba a punto de salir de allí cuando se dio la vuelta. El enorme cuadro cubierto por una tela negra parecía respirar debajo. Era como si la estuviese llamando, susurrándole que una mirada rápida no le haría daño a nadie. Ivana se acercó y removió la tela para ver la última creación de su marido; aquella creación que lo convertiría en el artista del óleo más famoso de sus tiempos.

Al ver la tela supo que las promesas de Nikolai eran ciertas. La obra era superior a las demás; estaba lograda en un modo que ella jamás había visto.

Se trataba de un demonio de piel blanca, cabello negro y lacio, y unas enormes alas retráctiles. Lo que más la impresionó fue su rostro. Tenía una sonrisa leve, nariz aguileña y unos ojos amarillos que parecían leerle el alma como un libro abierto. Fue tan fuerte la sensación que le causó, que la mujer tuvo que apartar la vista.

Pronto Ivana se volvió a sentir obligada a mirar la pintura, y se enfocó en los cuernos de la deidad. Eran espiralados, color hueso; un ornamento que, aunque de un modo vil, se veían muy sofisticados. La mujer luego miró el fondo de la obra, que no era menos terrible que el demonio. Se trataba de un infierno rojizo de suelo resquebrajado, con lava que brotaba a la superficie. Era un escenario desolador, lleno de almas arrastrándose suplicantes, prisioneras de sus deseos y obsesiones.

El cielo violáceo pintado en el lienzo parecía de otro mundo, y luego de mirar la obra por un tiempo comenzó a sentir que los colores cambiaban con el ritmo del viento.

En ese momento escuchó el ruido de la puerta; su marido había vuelto. Salió entonces del trance en el que la había apresado la pintura y volvió a taparla con la tela negra. La mujer bajó del altillo procurando no hacer ruido en las escaleras para que Nikolai no supiera de su intromisión.

El matrimonio se cruzó en la cocina, y él le lanzó una mirada amenazadora. Ivana tragó saliva creyendo que tendría que dar explicaciones por haberse entrometido en sus asuntos, pero Nikolai enseguida subió en silencio con las pinturas y pinceles que había ido a comprar.

Al día siguiente Ivana estaba más tranquila, y se atrevió a contarle a su esposo lo ocurrido.

―Mi amor ―dijo ella―, sé que no te gusta que suba al altillo a ver tu trabajo antes de que esté terminado, pero ayer subí y vi tu último cuadro.

El hombre abrió los ojos, y sus manos comenzaron a temblar más que de costumbre. Parecía estar a punto de gritarle por lo que había hecho, pero de algún modo logró controlar su cólera:

―Está bien ―dijo―. Ya pasó. Dime al menos qué te pareció la pintura.

―Es… diferente. Es en verdad diferente a todo lo que he visto. Ese demonio que has pintado esta vez parece estar a punto de despegarse del óleo. Estás logrando algo que nadie podría realizar. ¿Cómo se llama el cuadro?

Nikolai sonrió en modo mefistofélico; orgulloso de su última obra.

―Se llama Azazel, “el devorador de almas”. Su poder es el de cambiar de forma a gusto y ocupar el lugar de los humanos. El de la pintura es su aspecto original, es así como se ve cuando se encuentra en el inframundo, pero cuando viene a la tierra es imposible de reconocer. Azazel podría estar enfrente de ti y no lo notarías.

Ivana deseó no haber preguntado nada. Siguió comiendo, pero no pudo terminar siquiera la mitad del plato.

Esa noche fue a acostarse sola, al igual que lo había hecho todas las noches durante los últimos meses. Se quedó despierta hasta tarde mirando el techo de la habitación, escuchando los ruidos de la tormenta y pensando en la horrorosa obra que estaba terminando de pintar su marido. Pensaba también en cómo las paredes y el suelo se seguían descomponiendo, ya fuese por la humedad o por el insidioso espíritu que habitaba el altillo.

En un momento logró quedarse dormida, pero a los pocos minutos un ruido la despertó. Fue como una explosión que hizo temblar la casa hasta los cimientos. La mujer se levantó de la cama y subió las escaleras corriendo:

―¡Nikolai! ¿Qué pasó? ¿Estás bien? ¡Nikolai!

No hubo respuesta de su esposo.

Al abrir la puerta no lo encontró, y vio que en el lugar en donde antes estaba la ventana había un agujero. No solo faltaba la ventana; ni siquiera estaba el marco. Solo quedaba un gran hueco por el que parecía haber atravesado una enorme criatura.

La mujer se asomó para mirar hacia afuera, pero en la oscuridad de la noche no pudo ver más que la lluvia en un fondo negro.

Miró entonces hacia atrás, y allí estaba el cuadro que tanto la había asustado el día anterior. La obra de Azazel estaba terminada y era en verdad superior a todas las que había hecho su esposo. Solo le faltaba una cosa: El demonio. En aquel escenario desolador, lleno de almas arrastrándose suplicantes, no era Azazel quien estaba retratado, sino su propio creador: Nikolai.



domingo, 4 de septiembre de 2016

SIEMPRE TENDREMOS A EDGAR






No fue mi culpa; éramos muy jóvenes, y mis padres hicieron todo lo posible por separarnos.

«Es la hija de la criada, ¡por Dios santo!»

«Te enviaré a la escuela militar; ellos te van a enderezar»

No entendían que lo nuestro era especial.

Ella me mostró lugares que yo jamás había visto. En realidad sí los había visto, pero no de esa forma, no a través de sus grandes ojos color miel. Ríos, bosques, casas abandonadas…, todo, incluido el basural, estaba dotado de una belleza a la que yo estaba ciego antes de conocerla.

Cada vez que teníamos oportunidad nos escapábamos para pasar las horas en los rincones más solitarios del pueblo.

Yo iba con mis libros. En aquella época había descubierto a Edgar Allan Poe, y leía sus cuentos uno tras otro, una y otra vez.

En una ocasión, mientras ella miraba la laguna, yo saqué un libro de mi bolso. Me miró y me acarició el cabello:

―Me encantan tus rulos ―dijo.

Luego se quedó en silencio, sonriendo, cerrando sus hermosos ojos color miel. Minutos más tarde miró por encima de mi hombro:

―¿Qué estás leyendo?

―Un cuento de Edgar Allan Poe. ¿Lo conoces?

―No. No lo conozco. Léelo en voz alta, por favor.

Leí La caída de la casa Usher para ella. Me escuchó en silencio, y apenas terminó la historia hizo un comentario:

―Entonces eran como un alma que habita dos cuerpos ―dijo.

Me di cuenta de que yo no había entendido del todo el cuento hasta ese momento. Lo había leído varias veces, pero no del modo en que ella lo comprendió a la primera lectura. Así me pasó con muchos cuentos de Edgar; cuentos de los que sabía incluso algunos fragmentos de memoria, pero sus interpretaciones me dejaban fascinado.

Los años pasaron y yo seguí recordando momentos como ese a pesar de que no volví a saber de ella.

Cuando me recibí, mis padres ya se habían mudado y yo ingresé a la facultad. Decidí ir a mi viejo pueblo a buscarla, pero ya no vivía allí. Lo recorrí todo en su búsqueda, pero, no conociendo más que a su madre, no supe cómo ubicarla.

Tiempo después me casé. Me había vuelto a enamorar, aunque de un modo… diferente.

Un día, viajando por trabajo, debía pasar muy cerca de mi viejo pueblo. Pensé en recorrerlo para visitar al menos uno de esos bellos lugares que, a pesar de haberlos visto muchas veces, no los vi en verdad hasta que ella me los presentó.

Pasé por un almacén y pedí una bebida fría.

―¿Eres tú?

Me di la vuelta y unos grandes ojos color miel me estaban observando.

Me acerqué a ella y la abracé. Habían transcurrido más de diez años, pero fueron tantas las veces que pensé en ella que fue como si hubiésemos pasado toda nuestra juventud juntos.

―¿Qué haces aquí? -le pregunté- He venido al pueblo varias veces y lo recorrí intentando encontrarte pero nunca te vi.

―Me mudé lejos de aquí con mi madre al poco tiempo que tú te fuiste. Hace unos meses ella falleció y decidí regresar.

Me quedé con ella en el almacén hasta que terminó su horario. Le conté sobre la escuela militar y sobre mis estudios. Hablamos de muchas cosas y hablamos de Edgar, sobre todo de Edgar. A las seis de la tarde cerró el negocio y me invitó a su casa.

Mientras caminábamos continuamos con la conversación:

―Cada vez que veo una imagen o leo algo sobre Edgar, pienso en ti ―le dije.

Ella sonrió y luego me acarició el cabello:

―Me encantan tus rulos ―dijo.

Morí de ganas de caminar con ella de la mano.

―Tengo un gato al que casi le puse el nombre Edgar –dije–, pero me habría recordado más a ti que al escritor, y he intentado olvidarte durante estos años.

Se produjo un silencio incómodo.

―Perdón ―dije―, no debí decir eso. Comienzo a sonar como un adolescente que sufre por amor.

Ella se rio:

―Igual que Edgar.

Llegamos a su casa. Tenía dos pisos pero era muy pequeña. Me abrió la puerta y quedé sorprendido; en su biblioteca estaban mis viejos libros de Edgar Allan Poe.

―Los robé de tu habitación cuando te enviaron a la escuela militar ―dijo―. No te molesta, ¿verdad?

―En absoluto ―dije―. Me alegra que tú los tengas.

―Edgar fue lo único que me dejaste ―dijo ella―. Y fue mucho, en serio. Aunque te hemos necesitado.

Estuve a punto de decirle que me habría gustado estar de nuevo con ella si no fuese porque me acababa de casar, pero no me atreví.

―Edgar fue mi única alegría desde que te fuiste. Aunque por él no pude terminar mis estudios.

Fruncí el ceño; no le encontré sentido a su último comentario. Entonces ella se acercó a la escalera y miró hacia arriba:

―¡Edgar!

Un muchacho de diez años bajó. Tenía ojos color miel, y la cabeza llena de rulos.