jueves, 30 de octubre de 2014

ARACNOFOBIA





Si subiera por tus dedos, pronto me descubrirías; sería imposible no causarte un cosquilleo. Te desharías de mí con un golpe certero: un instintivo puntapié al viento. Preferiría, tal vez, subir por tu talón; trepando tu tobillo en un descuido. Ascenderé con cuidado, acariciándote despacio; como si siempre hubiese sido parte de tu cuerpo. Pero doblar en tu rodilla me sería muy complejo, pues tu muslo temblaría sin remedio. Mejor te busco de noche y subo hasta tu oído, para quedarme a vivir en tu cerebro.



miércoles, 29 de octubre de 2014

EL CASTIGO





Me clavaste tu mirada; rebelde, de niña mala.

Suavemente sujeté tus rizos y los hice a un lado, como un caballero, y al rozar tu piel compartimos nuestros miedos.

Creíste que estaría tranquilo, debido a mi experiencia, pero mi corazón también latía con fuerza. Deseaba desempeñar la labor perfectamente, para ti y para los cientos de morbosos que observaban impacientes.

Entonces, sin perder de vista la desnudez de tu cuello, levanté mi enorme hacha y te corté la cabeza. ¡En el nombre del Rey!



lunes, 27 de octubre de 2014

EN EL CUERPO DE JULIETA






―Falta poco para el verano, no puedo verme así ―pensó Julieta mientras contemplaba su hermoso cuerpo frente al espejo.

Ella no soportaba tener ni un kilogramo de más. ¿De más respecto a qué? Respecto al margen imaginario que ella misma se impuso, un margen muy estrecho que la separaba de aquellos patéticos transeúntes infrahumanos que la miraban con lujuria, de esos gordos repugnantes que no son más que el resultado de su propia pereza. 

Un pequeño local cuyo rótulo estaba descolorido por el tiempo, la recibió con una entrada clara y luminosa. No había mucho allí, solo unas góndolas casi vacías y un empleado con un delantal cubierto de manchas oscuras. Julieta se acercó al mostrador y el empleado se dio la vuelta, su rostro estaba cubierto por una máscara roja con una gran sonrisa pintada.

―Llevaré uno de esos frascos.

―¿Deseas deshidratarte? ―preguntó el empleado. 

―¡Dios mío, no! Eso arruinaría mi piel… mejor deme una de esas cajas.

―¿Deseas tener un infarto?

―¡No, tampoco!, eso es casi tan malo como lo anterior.

El enmascarado empleado le entregó a Julieta una enorme cápsula negra:

―Toma, prueba esto.

―Gracias, ¿cuánto le debo?

―Guarda tus monedas. Vuelve dentro de una semana.

La máscara del empleado permaneció invariante, por supuesto, pero Julieta tuvo la sensación de que su sonrisa estaba aún más grande.

Al llegar a su casa se sentó y contempló a la enorme cápsula. No tenía el prospecto y no sabía que contraindicaciones ni que efectos adversos podría tener; pero seamos sinceros, de haberlo tenido tampoco lo habría leído.

La popularidad de la que gozaba Julieta no le era fácil de mantener, y hay ciertos puntos débiles a los que ni las más duras horas en el gimnasio logran llegar; pero esos patéticos transeúntes infrahumanos que la miraban con lujuria no tenían noción de sus sacrificios.

A la medianoche el silencio fue absoluto, fuera y dentro del cuerpo e Julieta, y luego de observar la cápsula durante unos segundos, la ingirió gustosa- Era tan grande que le lastimó la faringe, y tuvo la sensación de que se le había quedado atorada. Luego de varios minutos el dolor aún permanecía allí y tuvo que beber vaso tras vaso de agua para aliviarse.

Horas después sintió que su estómago estaba a punto de estallar, como si fuese atacado por unos pequeños seres que la golpeaban desde su interior. La aflicción la obligó a recostarse en el suelo hasta quedarse dormida.

Por la mañana no recordaba mucho de lo ocurrido, pero seamos sinceros, nada duraba mucho tiempo en los pensamientos de Julieta. Fue a su habitación a mirarse al espejo y éste reflejó a la mujer más bella que jamás había visto. Nunca su cabello brilló tanto ni sus rizos se apoyaron tan deliciosamente sobre sus hombros; sus ojos parecían llevar un mágico rímel, y su cuerpo… su cuerpo estaba más delgado y tonificado que nunca. Como por arte de magia negra, todos esos defectos imperceptibles que solo ella encontraba en su físico habían desaparecido.

Al salir de su casa acaparó las miradas, pero seamos sinceros, Julieta nunca pasó desapercibida. Claro que aquella vez fue diferente, ella misma se sentía avasallante y caminaba bien erguida, sin todas las inseguridades infundadas que la acosaban constantemente. Todos sus no tan amigos que la vieron ese día le dijeron que se veía espléndida. Siempre se lo decían, en parte porque era la palabra de moda y en parte porque eran unos falsos que solo se lo decían para quedar bien; pero más allá de todo, esa vez Julieta percibió la honestidad en sus sobresaltos.

Otro día pasó y su cuerpo se había convertido en la envidia de todas. Mirando y comparándose con las famosas modelos recordó el viejo dicho: «La televisión engorda». ¿Qué sentido tenía compararse con una imagen corrompida? Fue entonces cuando decidió ajustar su televisor para que adelgazara la imagen y contrarrestara cualquier deterioro que la cámara pudiera ocasionar.

Al día siguiente adelgazó más aún, y pudo finalmente verse tan o más delgada que las estilizadas figuras de su pantalla tramposamente configurada.

Pero la gloria que viene fácil nunca dura mucho tiempo. Julieta comenzó a sentir cambios en su interior y los dolores de estómago regresaron, pero su maravilloso aspecto se mantuvo y eso era lo importante.

Había transcurrido una semana desde que tomó el comprimido y llegó el momento de regresar a la tienda, ese refugio contra monstruos deformados que tanto la deseaban al verla pasar. Allí la esperaba el empleado del delantal cubierto de manchas oscuras y con su máscara roja con la sonrisa pintada.

Julieta le quiso explicar lo que le sucedía pero enseguida él la interrumpió:

―No es nada, Julieta. Tu cuerpo se está adaptando. Lleva estas nuevas píldoras, pronto te sentirás mejor. Regresa en una semana.

Las cápsulas no fueron gratuitas aquella vez, y la tarjeta de crédito de la joven ardió en llamas tras la compra.

Los comprimidos no duraron mucho en la palma de la mano de Julieta y a la mañana siguiente el dolor de estómago se había esparcido a todos sus órganos. A pesar de su belleza, su gesto y su postura ya no eran los de una persona saludable.

―¿Te ocurre algo? ―preguntó el más falso de sus no tan amigos.

Pero Julieta no pudo contestar porque si lo hacía habría estallado en llanto.

«¿Qué me está pasando?» Pensó mientras se miraba al espejo.

Fue a ver de nuevo al hombre de la máscara roja pero, como no era el día indicado, la tienda estaba cerrada.

«No es nada, tu cuerpo se está adaptando», recordó esa frase, frase que no resultó ser cierta.

Sus asuntos no podían hacerse esperar. Esa noche tenía una importante fiesta; importante para ella, que debía asistir si no quería arriesgarse a quedarse afuera de su selecto grupo de no tan amigos, si no quería arriesgarse a formar parte de aquellos despreciados insectos de los que nadie digno de respeto se molesta en recordar.

Un grupo de marionetas sin rostro comenzó a bailar al compás de un ruido muy parecido a la música. Las epilépticas luces encendían y apagaban un escenario que variaba constantemente, y en cada imagen las marionetas aparecían en un lugar diferente. Los dolores regresaron justo en medio de ese funesto espectáculo que la rodeaba y Julieta supo entonces que algo andaba mal con su cuerpo; y supo entonces que algo andaba por su cuerpo.

Una criatura escapó de su estómago y comenzó a trepar por su esófago. La joven comenzó a darse golpes en el pecho para intentar matar al ser que la asfixiaba. Todos sus no tan amigos la miraban pero ella no podía distinguirlos de las marionetas sin rostro que seguían bailando al compás de un ruido muy parecido a la risa. Fue entonces cuando vomitó un líquido oscuro, casi negro, justo en medio del salón. En tan solo un instante la popularidad de Julieta había descendido a un nivel crítico.

La joven se fue corriendo a su casa y se miró al espejo del baño. Las venas de su rostro estaban bien delineadas sobre su grisácea piel, sus labios estaban pálidos y sus rizos ya no se apoyaban tan deliciosamente sobre sus hombros.

De pronto sintió nuevamente que algo se arrastraba; esa vez, subiendo por su faringe. Hizo arcadas y de su boca salió un gusano de casi diez centímetros de largo que cayó directo al lavabo. Tomó un cepillo y lo golpeó hasta destruirlo, salpicando un fluido de color negro muy profundo por todo el baño.

Julieta lloró durante toda la noche.

Al otro día fue a consultar a un especialista, pero no había nadie quien pudiera ayudarla porque aquello que ingirió Julieta no era un medicamento inofensivo; porque aquello que ingirió Julieta no era un medicamento.

El día que le tocó ir a por más cápsulas, Julieta llegó reptando al negocio de su perdicón. Allí volvió a ver al empleado de la máscara roja y volvió a tener la sensación de que su sonrisa estaba más grande.

―¿Qué es lo que me dio? ―gritó Julieta― ¡Me está matando!

―Lo que tú querías para no terminar como esos patéticos transeúntes infrahumanos que te miran con lujuria ―contestó él―. El problema es que no a todos les funciona. Verás, los gusanos se alimentan de tu grasa y de todo lo que hayas comido en exceso; luego, cuando obtienes el balance perfecto, mueren. Pero claro, eso no siempre sucede, a veces se adaptan a su huésped y lo terminan consumiendo.

Julieta lloró a gritos y luego saltó por encima del mostrador para atacar al empleado. Le arrancó la máscara, pero debajo solo encontró otra máscara exactamente igual a la primera, con la misma sonrisa pintada.

Caminó de regreso a su departamento sintiendo que su cuerpo ya no le pertenecía; mientras los patéticos transeúntes infrahumanos que la miraban con lujuria la miraban sin lujuria. Una vez que llegó liberó toda su ira y tristeza rompiendo sus pertenencias. Pasó su brazo por la biblioteca tirando todos los adornos que allí tenía, solo había adornos en ella, se trataba de una biblioteca sin libros. Luego tiró el florero sin flores que tenía de centro de mesa y lanzó contra la pared una pequeña caja de madera que tenía en una minúscula mesa, de esas mesas que solo sirven para poner pequeñas cajas de madera. La caja se partió contra la pared pero nada salió de ella porque estaba vacía, porque su única función era ornamental.

Intentó llevarse las manos a la cara para llorar sobre ellas, pero su brazo izquierdo no le respondió. Lo miró, trató de moverlo, pero solo colgaba produciendo unos pobres espasmos. Lo tocó con su mano derecha y tuvo la sensación más extraña de su vida; no había perdido la sensibilidad, solo que era diferente. Sujetó su brazo y lo levantó, y entonces su miembro se enrolló como un despojo. Su brazo había perdido su firmeza, había perdido sus huesos.

Fue hasta la habitación a buscar el teléfono, pero seamos sinceros, Julieta no tenía a nadie a quién llamar. De todas maneras, cuando intentó tomarlo, su mano derecha había sufrido el mismo destino que la otra: se había transformado en una masa de carne flácida incapaz de moverse.

Se lanzó a la cama a llorar desconsoladamente hasta que algo comenzó a ahogarla, levantó la cara de la almohada y vio que ésta tenía una enorme mancha negra. Rodó para poder levantarse y se miró en el espejo, y entonces notó que aquello negro que vio no era otra cosa que sus lágrimas. Comenzó a sentir movimientos en sus entrañas y, tras un fuerte dolor de cabeza, comenzaron a salir gusanos de su boca, de su nariz, de sus oídos, y hasta de sus ojos. Eran como el primero que expulsó, pero mucho más largos; algunos medían casi medio metro.

Su ojo derecho de pronto fue absorbido dejando un agujero, la estructura de su mandíbula se disolvió hasta que la parte inferior de su rostro quedó colgando, todo su cuerpo comenzó a desarmarse a medida que sus huesos iban perdiendo su consistencia.

Su cuerpo vacío cayó al suelo como una inerte cáscara y de él se arrastraron los cientos de enormes gusanos que la habían devoraron por dentro.

Julieta había logrado su objetivo: adelgazó todos los kilos que se propuso e incluso algunos más; ya no había riesgo de que se convirtiera en uno de esos patéticos transeúntes infrahumanos que la miraban con lujuria.



jueves, 9 de octubre de 2014

¿CUÁL ES TU NÚMERO MÁGICO?





―TRES ―dijo Natalie―, tres veces me enamoré y las tres veces terminé lastimada. De joven jamás lo habría imaginado, yo creía que mi número mágico era UNO, al igual que lo creen todas las mujeres a esa edad. Cuando sufrí mi primera desilusión, por alguna razón presentí que mi número era DOS; seguía esperanzada de que había alguien allí afuera esperándome.

Arthur la escuchaba atentamente.

―Y entonces me volví a enamorar, tanto o más que la primera vez. La segunda fue un amor más serio, más realista; pero él pronto se encargó de arrancar mi corazón entablillado. Creí que no volvería a sentir algo así, pero el tiempo puede más que nuestra espera. Me enamoré por tercera y última vez. Luego de un romance de ensueño, él terminó de destruir mi alma del mismo modo en que alguien pisa vidrios rotos esparcidos por el suelo.

Arthur seguía contemplándola en silencio.

―¿Y tú, Arthur?, ¿cuál es tu número mágico?

―No sabría decirte ―contestó él.

―Di un número de una cifra, cualquier número. Juguemos.

―¿OCHO?

―¡Arthur!, ¡en serio! Nadie se enamora tantas veces. Como mucho… cinco veces, y ya sería bastante exagerado.

―De acuerdo, diré al azar un número del UNO al CINCO.

Poco después, Arthur contestó:

―DOS.

―Eso está muy bien ―dijo Natalie―. Significa que, si te rompo el corazón, te enamorarías una vez más. O bien, que ya te lo han roto y yo soy tu último amor.

―Yo no funciono así ―dijo Arthur.

―Lo sé, pero juguemos; intenta ser más romántico, por favor.

―Sí, perdón. Mi número mágico es UNO. Me enamoré de ti y no podría soportar perderte. Si me dejaras, me quedaría solo para siempre y jamás te olvidaría.

―Eso está mucho mejor, Arthur. Ahora dime, ¿qué es lo que tanto amas de mí?

―Tu cabello, tus ojos, tus labios, t…

―¿Mi qué, Arthur?

Su amante había quedado estático. Natalie fue entonces en busca de su cartera, y la revolvió apresurada hasta que encontró su sobrecargada tarjeta de crédito. Rápidamente le desabrochó a Arthur la camisa y pasó la tarjeta por la lectora ubicada en donde debería haber estado su ausente corazón.

Natalie lo abrazó, besó y acarició hasta que la piel sintética que cubría el inexorable esqueleto metálico volvió a simular la respiración humana. Otros sesenta minutos de servicio se habían acreditado, y Arthur #D8504 prosiguió endulzándola:

―Tu risa, tu voz, tus párpados…