martes, 19 de diciembre de 2023

LA NIÑA QUE ALIMENTÓ AL DIABLO





En el extremo sur de San José, al otro lado del río, hay una casa que ha desatado la imaginación de todo un pueblo. Se trata de una edificación vieja, con problemas de humedad desde la época en que la zona se inundaba. Tiene frente de madera, techo a cuatro aguas, no es grande ni pequeña. Una casa común, dirían quiénes no conocen su historia. El lugar estuvo abandonado por décadas, desde que yo era pequeño, pues allí vivió un hombre que supuestamente vendió su alma al Diablo.

Yo apenas tengo esbozos de recuerdos de lo que se vivió en esos tiempos, recuerdos que se tergiversan con las diferentes versiones de los hechos que circulan. Se dice que, cuando aquello ocurrió, el sujeto tenía más de cuarenta años y vivía con sus padres. Ellos estaban jubilados y no salían mucho, por lo que la gente tardó en darse cuenta de su ausencia. Cuando el pueblo se enteró, habían pasado varios días y era demasiado tarde para salvarlos. El hombre los había atado para devorarlos en vida trozo a trozo. A juzgar por las velas y otras pruebas de los rituales que allí se habían ejecutado, él había entregado su alma, pero no obtuvo lo que esperaba; el hombre había sido convertido en una bestia, en un monstruo sin conciencia; un esclavo que vivía para satisfacer los morbosos caprichos del Príncipe de las tinieblas.

No sé qué ocurrió con aquel sujeto. Algunos dicen que la policía lo mató cuando intentó escapar, o quizás se entregó, y un oficial enloquecido por la escena le disparó sin pensar. Es que ese escenario de pesadilla debió ser demasiado para la vista. Dos cuerpos desnudos atados en sillas, uno junto al otro, con jirones faltantes por todo el cuerpo, devorados hasta el punto en que quedaron huesos expuestos. La pareja falleció de camino al hospital a causa de las torturas y múltiples infecciones. A veces me pregunto en qué momento se habrán rendido y habrán comenzado a implorar la muerte.

Existe la versión de que el hombre fue enviado a prisión perpetua, o a un hospital psiquiátrico donde podría seguir vivo; hoy tendría unos setenta u ochenta años, y es probable que los tratamientos y medicinas terminaran de borrar de su mente las atrocidades cometidas. Las versiones de lo que ocurrió con él se multiplican a medida que pasa el tiempo, y hasta he escuchado el relato de que desapareció en su celda en una bola de fuego, de la que solo quedó un pentagrama de cenizas trazado en el suelo.

La historia se convirtió en leyenda, y los jóvenes comenzaron a ir por las noches al lugar abandonado para vandalizarlo, hasta que los vecinos se encargaron de poner una cerca. Nadie volvió a ocupar esa casa hasta el día en que una viuda y su hija llegaron al pueblo; sus nombres: Lucía y Jazmín.

Jazmín era una chica inteligente y entusiasta, que enseguida se hizo amiga de todos sus compañeros de curso. Como profesor no está bien que lo diga, pero si alguna vez tuve una estudiante preferida, esa fue Jazmín.

Soy profesor de ciencias naturales en la escuela primaria. Soy, por tanto, un creyente de que todo tiene una razón de ser, absolutamente todo tiene una explicación racional. Eso es lo que profeso, eso es lo que enseño a mis alumnos. Pero cuando de esa casa se trata, aquello que mis referentes sostienen tiembla, y termino pronunciando palabras que jamás creí saldrían de mis labios, como que hay cosas que no se rigen por las leyes físicas, y que el universo no es del todo cognoscible para el ser humano.

El primer día que Jazmín asistió al colegio se destacó. Cuando se presentó frente a la clase recibió burlas de algunas compañeras, pues era poco desarrollada para su edad. Yo las callé y ella pronto comenzó a perder la timidez y a mostrar su elocuencia.

Esa misma clase llamó la atención de todos por sus saberes. Yo miraba alrededor a ver si alguno de mis antiguos alumnos contestaba a mis preguntas sobre temas de los que habíamos hablado decenas de veces, pero era ella quien contestaba primero.

Tuve la oportunidad de conocer a Lucía, su madre. Llegó con el cabello suelto, labios en rojo y un vestido floreado ajustado en la cintura; mucho más corto de lo que lo suelen usar las otras madres de los estudiantes. Entró al aula para la reunión de padres que hacemos luego de las primeras dos semanas de clases, y yo la llené de elogios por el modo en que había educado a su hija. También la habría elogiado por cómo le quedaba el vestido, pero como profesor no está bien que lo diga.

Jazmín se adaptó sin problemas a la escuela, sin duda era la más inteligente del curso y, sobre todo, le encantaba aprender en las clases de ciencias. Es por esos motivos que enseguida noté que algo le estaba sucediendo. Comencé a verla distraída, alienada, y a las pocas semanas dejó de jugar en los recreos con los otros chicos y a esconderse en sí misma. Había días en que se veía muy cansada, como si no hubiese dormido en toda la noche, y hasta me dijeron que en una oportunidad se quedó dormida en la clase de matemática.

El día del examen llegó y ella ni siquiera tomó su lápiz. Todos los demás entregaron sus hojas y ella seguía con la suya en blanco. Cuando me dio su examen la llamé y le pregunté qué le pasaba, ya que no esperaba menos que un diez en su evaluación. Jazmín se encogió de hombros, mostrando que le daba lo mismo la calificación. Le dije que si algo le estaba ocurriendo podría hablar conmigo o con algún otro profesor, y que le daría otra oportunidad para rendir, pero ella volvió a encogerse de hombros. Al final hizo un gesto de agradecimiento y se retiró. A partir de entonces la vi como en caída libre.

Durante el almuerzo se sentaba sola, y comía tres y hasta cuatro platos. Iba al colegio con la ropa sin planchar, y solía jugar juegos extraños en soledad. En una ocasión la vi metiendo lombrices en un frasco. «Es para mi jilguero», dijo cuando la descubrí. Su curiosidad no había menguado, aunque no tanto por las clases en sí. Solo alzaba la mano para hacer preguntas que poco tenían que ver con el contenido que estábamos estudiando. Me preguntó, por ejemplo, qué ocurre si uno persona deja de ver la luz del sol por muchos días, y en otra oportunidad deseó saber si los animales sienten dolor del mismo modo en que lo sentimos las personas. Luego de eso no dudé que fue ella la culpable de la desaparición Boris: un cobayo negro que vivía en la pecera del aula y era la mascota del curso. Ese mismo día hablé con la asistente social de la escuela.

Al día siguiente la asistente social se dirigió a la casa de Lucía y Jazmín, la vieja casa que alguna vez fue escenario de los más terrible que ocurrió en la historia de San José. Me contó que golpeó la puerta repetidas veces hasta que Jazmín se asomó a la ventana y dijo que estaba sola, que su madre había salido, y a pesar de la insistencia no le permitió ingresar.

Decidí averiguar más sobre el modo de actuar de la joven y pregunté a la bibliotecaria qué libros había estado pidiendo prestados. Me dijo que pidió varios libros de terror y misterio; no de relatos fantásticos, precisamente, sino más bien sobre mitología y narraciones de hechos sin explicación. También pidió tomos religiosos, pero por no tener un motivo escolar para llevarlos, no se los otorgaron.

Esa semana Jazmín apareció con un moretón en el ojo y entonces la asistente social decidió dirigirse a su hogar con la policía, con la intención a ingresar a la fuerza si fuese necesario, y yo me ofrecí a acompañarlos. Ocurrió lo mismo que la vez que fue la asistente sola: llamamos a la puerta y nadie atendió, hasta que Jazmín se asomó a la ventana y nos pidió que por favor nos retirásemos. La niña dijo que su madre estaba enferma y estaba durmiendo. Los oficiales tenían la orden de ingresar al domicilio, yo estaba de acuerdo, era evidente que había algo que estaba escondiendo, algo que debíamos detener de inmediato.

Jazmín gritó pidiendo que nos fuéramos, pero los policías rompieron la cerradura. La asistente social pidió hablar con la madre de Jazmín, pero ella insistió en que seguía dormida. Finalmente, la niña se quebró:

―¡No se la lleven, por favor! Yo la estoy cuidando, pronto volverá a estar como antes.

A medida que nos acercamos al dormitorio, comenzamos a sentir un hedor espantoso; extraño para el resto de la casa, que se veía bastante limpia y ordenada. Frente a la puerta de la habitación el olor se volvió insoportable. La asistente social me miró:

―¿Es carne podrida?

―Azufre ―dije sin dudar.

Jazmín se acercó a mí y me abrazó mientras uno de los oficiales abría la puerta.

Lo que vi en ese momento hizo que todo lo que mis referentes sostenían temblara; todos mis valores, todas mis creencias, se derrumbaron cuando los oficiales abrieron la puerta de la habitación.

En el dormitorio había una mujer encadenada del tobillo a la estufa, tenía sangre y vómito en su rostro y en sus manos, no tenía labios, y sus dientes estaban a la vista, amarillentos, con saliva burbujeante cayendo a cada lado. Tenía el cuerpo magro con todos los músculos estaban contraídos, y sus dedos se retorcían mientras intentaba liberarse de la cadena. El suelo estaba cubierto de inmundicia, pero aún se veía un enorme pentagrama trazado en cenizas. Aquella criatura habría sido irreconocible si no fuese por su vestido floreado, que alguna vez le quedó ajustado en la cintura.

Lucía, o lo que quedaba de ella, no hablaba, solo gritaba frases incomprensibles mientras los oficiales la apuntaban y Jazmín lloraba con el rostro hundido en mi pecho. Fue en ese momento en que sucedió algo cuya realidad se va tergiversando, y las versiones se van multiplicando a medida que transcurre el tiempo. Las cenizas del pentagrama comenzaron a incendiarse mientras Lucía se movía como un animal rabioso. Su voz se oyó grave y profunda, y sus ojos brillaban mientras la carne de su tobillo comenzaba a desprenderse. En ese momento me alejé por el pasillo, y abracé con fuerza a Jazmín para protegerla. De pronto oímos un disparo.

Esa noche debí testificar por lo ocurrido, y pronuncié palabras que jamás creí saldrían de mis labios, como que hay cosas que no se rigen por las leyes físicas, y que el universo no es del todo cognoscible para el ser humano. Lo cierto es que la situación me dejó perplejo, y apenas tuve la reacción de alejarme para cuidar de Jazmín. Al final no pude decir si el disparo fue o no en legítima defensa, y si la mujer logró soltarse antes de que la mataran. Solo sé que ella ya no volvería a ser la de antes; hacía mucho tiempo que había dejado de serlo. Cuando comenzó a adorar al Diablo, torturó a Jazmín hasta que ésta, en una oportunidad la encadenó y alimentó a esperas de una mejora. Pero eso nunca ocurrió, la mujer había sido convertida en una bestia, un monstruo sin conciencia, una esclava que vivía para satisfacer los morbosos caprichos del Príncipe de las tinieblas.


lunes, 20 de noviembre de 2023

CAZADOR DE BRUJAS





Abel recorría sus tierras decepcionado. Había cultivado una hectárea entera para solo cosechar una cesta de nabos; aquel sería un invierno más duro que el anterior.

Con las gallinas no tendría mejor suerte. Cada día las veía más delgadas, y no era extraño encontrar los restos de una que había sido devorada por un zorro la noche anterior.

El pueblo estaba maldito, él lo sabía, todos lo sabían. Algunos simulaban que no era así, y decían que solo era cuestión de mantenerse firmes. María Inés, su esposa, se mostraba convencida de que aquello no era más que una mala temporada, y que pronto llegaría a su fin.

«Este pueblo está condenado», dijo Abel mientras dejaba caer la canasta de nabos sobre la mesa. Las hortalizas rodaron hasta que algunas cayeron al suelo, y su mujer las recogió en un intento de alentar a su marido. Esa tarde Abel convocó a todos en asamblea para buscar una solución.

En el pueblo lo respetaban mucho; era un hombre habilidoso de veinticuatro años, que ya había superado la mitad de la esperanza de vida de aquellos tiempos. Las treinta familias que conformaban el poblado se reunieron, y él fue el primero en tomar la palabra:

―He vivido en este lugar toda mi vida y jamás imaginé que se convertiría en lo que es hoy. Las plantaciones se pudren, los animales adelgazan y la gente enferma de pestes. La maldición está creciendo. Cada año está más nublado; no he visto el sol en semanas. El suelo está negro, como el de un pantano. Con mi mujer hemos intentado tener familia, pero no lo hemos conseguido. ¿Cuándo fue la última vez que una mujer quedó encinta en este pueblo? Es hora de enfrentar aquello que nos está sumiendo en la oscuridad.

Los pueblerinos sabían a qué se refería Abel; estaba hablando de la bruja.

Cuando propuso ir a matar a la malvada hechicera recibió mucho apoyo, pero algunas mujeres dijeron que aquello era demasiado peligroso. Comenzaron a debatir hasta que se escuchó la tos convulsa de un niño mal alimentado, lo que enardeció aún más a los que estaban decididos a correr el riesgo. De pronto tomó la palabra el viejo herrero:

―¡Debemos hacer algo con urgencia! ―dijo―, he enterrado a dos de mis hijos este año y no seguiré de brazos cruzados.

Abel buscó voluntarios que lo acompañasen, pero muchos estaban débiles a causa de diferentes enfermedades. Finalmente fueron cinco los que se le unieron para la travesía: su hermano menor Pedro, el herrero junto con su hijo Tino, y los gemelos Bordón, que no eran muy listos, pero eran muy entusiastas al momento de participar de una aventura.

Al día siguiente se equiparon con escopetas, machetes y rastrillos. Al despedirse, el sacerdote oró por ellos y les entregó crucifijos y botellas de agua bendita.

Eran la última esperanza de aquel pueblo famélico y, entre las lágrimas de todos, fue el pequeño Tino quien prometió sonriente que regresaría con la cabeza de la bruja en un costal.

Partieron al ponerse el sol. Deseaban cruzar el bosque durante la noche y llegar al amanecer; horario en que mengua el poder de la magia oscura. Debían moverse a prisa; el bosque norte era un sitio terrible y nadie se atrevía a acampar allí. Su madera no era utilizable; los árboles crecían torcidos y no alcanzaban más que unos pocos metros antes de secarse. Los pies se hundían en el suelo inerte, y cada paso era como caminar cien metros.

Cuando estaban a mitad de camino aparecieron tres lobos. No eran lobos comunes; se notaba en su mirada que fueron enviados por la hechicera. Sus ojos eran rojos, brillantes como brasas del infierno, y su gruñir mostraba una maldad jamás vista en el reino animal.

Los hombres dispararon con sus escopetas, pero los lobos fueron más rápidos. Solo Pedro logró acertar a uno de ellos, que cayó muerto al instante. Las otras dos fieras saltaron sobre uno de los gemelos Bordón, y los demás cazadores las atacaron con sus rastrillos y machetes, pero una de ellas logró morder al hombre en el cuello, y éste falleció ahogado en su propia sangre.

Los cinco hombres restantes hicieron unos minutos de silencio y lo enterraron allí mismo. Luego continuaron con la misión movidos por el amor a sus familias, sabiendo que aquello era un viaje de ida al fin del mundo.

La luna no volvió a salir por el resto de la noche, y una lluvia ácida cayó sobre los héroes que se cubrieron con sus gorros y chaquetas, avanzando al unísono en aquella marcha fúnebre.

Llegaron al arroyo que desembocaba en el río Pombo; unas aguas que en los últimos años se habían contaminado. No había puentes, y debieron hundirse hasta la cintura para cruzarlo. Algunos se quitaron las botas, otros prefirieron conservarlas por miedo a las rocas filosas y a las picaduras de insectos acuáticos. Pedro fue el último en cruzar, y al ver que los demás cruzaron sin problema, decidió quitarse las botas de cuero para no mojarlas.

En el medio del arroyó sintió un fuerte dolor en el tobillo, y vio entonces alejarse a una anguila de color verdoso. Pedro echó un grito al cielo. Continuó como pudo hasta llegar al otro lado, enceguecido de dolor, y los demás debieron ayudarlo a subir a la orilla. Allí se recostó; la pierna se le había puesto azul al instante y no paraba de sangrar; la anguila le había arrancado un trozo de carne. El herrero le hizo un torniquete debajo de la rodilla para frenar la hemorragia, y debieron improvisarle unas muletas para que pudiera llegar a destino. Pedro continuó avanzando, pero los demás sentían que habían perdido al segundo miembro del grupo.

Llegaron a una pequeña colina, y al ascender vieron al otro lado un cúmulo de árboles de gran tamaño bajo el que se encontraba la cabaña de la bruja.

Estaba amaneciendo, y descansaron unos minutos recostados en la colina a esperar a que el sol terminara de elevarse sobre el horizonte. En ese momento divisaron un cuervo que comenzó a sobrevolar el puesto. No era un ave cualquiera, era la bruja quien lo manipulaba utilizándolo como vigilante.

Con el correr de los minutos se sumaron nuevos cuervos, hasta que fueron más de veinte. Volaron en círculo encima de los hombres hasta que, todos a la vez, atacaron al más grande de los cinco cazadores: el viejo herrero.

Los demás sujetos intentaron repeler a las aves con sus machetes mientras éstas picoteaban los enormes brazos del forjador. A pesar de sus canos cabellos, mantenía su fuerza intacta, y mató a varios de ellos a puñetazo limpio; pero los picos córvidos eran demasiados, y el herrero cayó al suelo donde ya no pudo defenderse. Las aves parecían endemoniadas, y dos de ellas atacaron su rostro y le arrancaron los ojos a la vez.

El lugar quedó lleno de sangre y plumas negras. Ni un cuervo sobrevivió al combate, pero tampoco sobrevivió el herrero. Su hijo Tino lloró la muerte mientras Abel le apoyaba la mano en el hombro. A esa altura no quedaban dudas; estaban más convencidos que nunca de que no regresarían a su pueblo sin luchar hasta el final.

De pronto el gemelo Bordón que aún vivía decidió huir. Los demás le gritaron que no lo hiciera, que lo necesitaban, pero él no les hizo caso. Bajó por la colina y se metió de nuevo entre los árboles torcidos del bosque. Allí su pie atravesó un hilo imposible de ver, ubicado a centímetros del suelo, y una trampa de madera salió de abajo de la tierra para apresarlo.

La trampa se elevó en forma vertical y le clavó media docena de estacas en su pierna derecha. Los demás corrieron a socorrerlo, pero una de las estacas había atravesado su arteria femoral, y en cuestión de segundos falleció desangrado.

Abel sintió que él era la única esperanza de matar a aquella acólita del Diablo. Solo lo acompañaban su hermano Pedro, que con cada paso que daba más se infectaba la mordedura de la anguila, y el joven Tino, ya huérfano, que aún conservaba la voz de un niño.

Al volver a subir a la colina vieron que la casa ya era iluminada por la luz solar, y fueron sin pérdida de tiempo en busca de la bruja.

El lugar parecía en ruinas, estaba cubierto por enredaderas y apenas se veían las ventanas. El techo era de paja, y por partes se había caído dejando enormes huecos. Alrededor, las raíces de los árboles emergían de la tierra y latían como venas, inyectando la tierra de veneno a la vez que se alimentaban de la miseria de los habitantes del pueblo.

Los hombres se acercaron y fue Abel quien forzó la puerta. La traba cedió enseguida; la humedad y lo que parecieron años en desuso la habían pulverizado.

Por dentro, el peso específico del aire aumentaba considerablemente. Los pocos haces de luz solar que ingresaban mostraban millones de partículas flotando; llenas de ácaros deseosos de alimentarse de los restos de piel muerta que se acumulaba en el suelo y el mobiliario.

El hedor a azufre les provocó picor en la nariz y hasta llegó a sus gargantas. Al adentrarse más, los hombres sintieron cómo la densidad del aire seguía en aumento. Caminaron los tres juntos, mirando hacia los costados intentando cubrir todas las direcciones.

La casa daba la sensación de estar abandonada desde hacía un siglo. El suelo estaba cubierto de basura en descomposición, que había generado un ecosistema de hongos y bacterias que se desarrollaba con total esplendor en aquel ambiente desprovisto de luz. Las telas de araña formaban cortinas que atravesaban la sala, y en las paredes vieron huesos de animales, muñecos hechos de ramas, y hasta hallaron colgada la piel que había mudado una serpiente.

De pronto escucharon unos pasos rápidos y pequeños, como los de un roedor, y las sombras dibujaron figuras diferentes a los objetos que las proyectaban.

Continuaron avanzando hasta llegar a una escalera. Abel hizo la seña de que él sería el primero en subir, y Pedro lo siguió unos escalones detrás, con ayuda del muchacho.

Una risa aguda se escuchó de repente, y la escalera se derrumbó a los pies de Pedro. El hijo del herrero miró hacia abajo y enseguida se puso frente al hueco para impedir que Abel viera lo que le había sucedido a su hermano.

Pedro había caído a un sótano repleto de lanzas antiguas, ubicadas de manera vertical formando una cuadrícula. Eran decenas de puntas oxidadas de épocas remotas, y aquel que había mantenido su gallardía aún tras la mordedura de la anguila, falleció en segundos, enterrándose en las armas junto a valientes anteriores de los que solo quedaban huesos polvorientos.

Abel respiró profundo, lamentando la muerte de su hermano, luego besó su crucifijo y subió los últimos escalones mientras abría con cuidado la botella de agua bendita.

Frente a él apareció la bruja. Un enorme sombrero y unos cabellos crespos cubrían su rostro, y solo se asomaba su larga nariz puntiaguda. Los ojos se le pusieron rojos, brillantes como brasas del infierno. Abel sacudió la botella lanzando un chorro de agua bendita sobre la hechicera, que se cubrió con sus harapos. La anciana gritó mostrando sus pútridos dientes, y el olor a azufre llegó hasta los pulmones de los cazadores. En el rostro arrugado de la hechicera pudieron verse quemaduras de las gotas de agua que le salpicaron, y entonces Tino le lanzó una botella entera, que estalló en medio de su frente.

La bruja corrió hacia un rincón oscuro para reagruparse y los hombres avanzaron valerosos a pesar del miedo que tenían; estaban dispuestos a morir en aquel enfrentamiento de ser necesario.

Abel hizo señas al muchacho para que se acercara por la derecha, para atacarla juntos a la cuenta de tres, pero antes de terminar de contar corrió hacia la bruja para dejar al joven atrás y asumir todo el riesgo.

La anciana fue veloz, y lanzó un hechizo al grito de «¡Mengi nixtul!», que provocó una explosión sorda haciendo tropezar a Abel.

En los segundos que le tomó ponerse de pie, Tino corrió hacia la bruja con el rastrillo a dos manos, y entonces Abel vio como ella lo esquivó y le clavó un cuchillo en medio del abdomen al muchacho.

Abel gritó y dio un salto para caer sobre la hechicera y ensartarle su rastrillo directamente en el cuello.

Enseguida se acercó al joven Tino, que lloraba de dolor y sonreía a la vez. Estaba feliz de que la muerte de su padre y las de los otros héroes no habían sido en vano, ya que habían puesto fin a la maldición que había afectado al pueblo desde antes de que él naciera.

Abel examinó el corte del muchacho, que no había sido profundo ni había afectado órganos vitales, pero el cuchillo estaba dotado de fuerzas oscuras, pues había sido forjado por seres malignos. Intentó cubrir la herida, pero la carne a su alrededor se derretía mientras lava ardiente brotaba de sus intestinos.

Los ojos de Tino se apagaron mientras Abel lo sostenía en sus brazos y le prometía que en el cielo lo aguardaba un sitio especial, donde gozaría de aquello que no alcanzó a conocer en su corta vida; como su primer trago de cerveza y el beso de una mujer hermosa.

A su lado, la malvada hechicera también había muerto, pero para deshacerse de ella para siempre debía cortarle la cabeza y transportarla a cientos de metros, de ese modo su perversa alma jamás podría encontrar los restos.

Su regreso fue celebrado, y la cabeza de la bruja fue echada a la hoguera. Algunas mujeres se descompusieron de impresión mientras la piel de la anciana se quemaba dejando todo el cráneo a la vista.

El héroe relató la travesía y habló de cuán valientes habían sido los otros cinco hombres; incluso alabó al Bordón que intentó huir cuando estaban en la colina frente a la casa, mintiendo que el hecho ocurrió mientras iban de subida. Pero más que nada habló de Tino, el hijo del herrero, diciendo que fue él quien mató a la bruja para fallecer poco después a causa de las heridas. La celebración duró varias horas y todos brindaron repetidas veces imaginando la llegada de una era dorada para el pueblo.

Al terminar la celebración, Abel y María Inés fueron a su casa. Él estaba exhausto y solo deseaba pasar la noche junto a ella. Pero mientras se quitaba las botas, María Inés se había escondido en un rincón oscuro, y se acercó a él para clavarle un cuchillo en el abdomen:

―Te imploré que no fueras ―dijo ella―. Te dije que aquella era una misión suicida. Has matado a una de nosotras, pero somos muchas las hechiceras en este pueblo. Aquella era mi hermana, y ahora yo seré la bruja suprema.

Abel intentó cubrir la herida, pero la carne a su alrededor se derretía mientras lava ardiente brotaba de sus intestinos. Enseguida cayó al suelo, y lo último que alcanzó a ver fueron unos ojos rojos, brillantes como brasas del infierno.


sábado, 11 de noviembre de 2023

EL SER QUE ME PROTEGE





A veces imagino que soy el último hombre sobre la tierra, el único superviviente de una guerra entre gigantes. Nada puede detener mi entrega por estas autopistas infinitas, que por las noches dan la sensación de que no volverán a recibir la luz del sol, ya que éste se ha apagado. Las alimañas nocturnas se alejan temerosas de las ruedas de mi tráiler, pues ellas saben que soy el navegante, un poco ángel, un poco demonio, y me desplazo dividiendo la oscuridad en dos en mi gran buque de acero.

A veces siento que el sol está quemando toda la superficie terrestre, y mi camión repele los rayos ultravioletas evitando que me conviertan en polvo, y al llegar a mi destino no habrá nada allí, ni ciudades, ni habitantes, solo un mundo desértico, como el que yo recorro.

He acumulado incontables historias durante mis viajes; algunas son difíciles de creer y hasta difíciles de explicar. De todas maneras, no me gusta contar lo que veo, no por miedo a las críticas, sino porque esas historias son parte de mí, tiñen mi existencia, son demasiado íntimas para compartir con cualquiera.

He intercambiado relatos con otros compañeros camioneros, que también han vivido sucesos extraños; y conversamos entre cigarrillos y café en una suerte de competencia por ver quién vivió la experiencia más espeluznante.

Un fantasma en la carretera suele ser factor común. A todos nos ha distraído un suceso repentino: una luz extraña en el espejo retrovisor, o la sensación de haber pisado un pozo que pasamos por alto. Luego, al volver a mirar al frente, encontramos un ser estático al que atropellamos sin remedio. Tras eso no vemos nada; no hay cuerpos en el asfalto ni marcas en la parrilla del camión, como si hubiésemos atravesado aquel ser incorpóreo, que se movía a través dimensiones espaciales distintas de las nuestras.

Muchos, también, hemos escuchado ruidos lejanos en noches de luna llena, ruidos que procedían de criaturas que no logramos identificar. Aullidos de bestias cuyas gargantas están diseñadas para helar la sangre cada vez que emiten sonido.

Incluso hay traileros que juran haber tenido encuentros cercanos con dichos engendros. Se trataba de nahuales, quizás, o algún otro ser mitológico que la ciencia aún no ha estudiado. Es que nosotros somos los pioneros, los que abrimos caminos en busca de esos mitos modernos, y son nuestras vivencias las que van formando un bestiario verbal, que llenamos con locaciones y fechas inexactas, al igual que ocurría con las leyendas antiguas, de eras previas a la invención de la escritura, que fueron relatadas por los primeros humanos.

Lo cierto es que todas ellas son historias que terminan como empezaron, cuya veracidad fue engullida por el alma de la carretera, sin dejar evidencia alguna.

Algunos sostienen que todo es producto de nuestra imaginación, provocado por el consumo de alguna sustancia o por el simple hecho de manejar durante horas sin dormir. Yo he estado allí, y admito que la falta de sueño por el apuro de cumplir con los plazos establecidos hace que los párpados pesen, y más de una vez he confundido la realidad con el mundo onírico. Es que la autopista monótona adormece los sentidos, y la mente nos juega bromas en sus intentos por permanecer despierta.

Es en esos caminos oscuros, que no presentan más que unas señales esporádicas, donde las historias sin explicación suceden a menudo, recordándonos, en la angustiante soledad, que aún estamos vivos. Pero por sobre todas mis vivencias, hay una que es la más intrigante que he tenido, y cuya certeza es irrefutable. Es una historia que ha dejado huellas, probando su existencia. Ya no tengo esas pruebas, pero las he visto, y aunque hayan desaparecido, sé que las tuve enfrente, pues estaban allí cuando la adrenalina liberada por el suceso ya se había disipado, y ya me encontraba con todas mis facultades intactas para analizarlas.

No puedo decir con exactitud cuándo ocurrió, me es difícil recordar fechas. Para mí, todos los días son iguales; todas las horas son lo mismo. Tampoco me interesa buscar entre mis recibos de entregas, pues de todas maneras recuerdo esa noche como si hubiera sucedido ayer. Sin importar cuánto tiempo transcurra, la historia irá siempre conmigo en la cabina de mi camión.

Ocurrió mientras viajaba por la carretera de Hermosillo a Santa Ana, a la altura de El Peñasco. Era una tarde de agosto, en la que una lluvia opresiva y calurosa ahogaba los pulmones.

No había nadie, nadie en absoluto. Solo una vegetación agonizante y un sol apenas visible tras las nubes, que ya comenzaba a esconderse.

A un costado del camino vi a un hombrecito haciendo dedo, cubriéndose de la lluvia con un impermeable y un sombrero de ala ancha, de cuero negro.

Muchos traileros temen llevar desconocidos, pues hay muchos peligros en hacerlo. La soledad, por otro lado, nos tienta a escuchar una voz humana que nos brinde compañía; una amistad breve, de unas horas nada más. Así es todo en mi vida: amores efímeros en ciudades perdidas, amores de una noche. En mis costumbres errantes solo he echado unas pocas raíces que hoy se han convertido en fotografías en mi parasol; en ellas aparezco junto a una hermosa niña que hoy ya debe ser adulta.

Me detuve junto al hombre y abrí la puerta para decirle que me dirigía rumbo a Nogales, entonces me hizo una seña con el pulgar y comenzó a subir. La cabina fue muy alta para él, pues era de baja estatura y edad avanzada, y debió calcular cada paso antes de efectuarlo.

Le ofrecí mi mano, pero la rechazó. Finalmente subió y me saludó cordialmente haciendo un gesto con su sombrero.

No dijo nada al sentarse, pero yo estaba contento de haber encontrado alguien con la última luz de esa tarde; antes de que el vacío nocturno comenzase a digerirme y deshumanizarme con cada kilómetro recorrido.

Miré a lo lejos mientras reiniciaba mi marcha, pero no pude divisar casa alguna de la que aquel hombrecito pudo haber salido. Imaginé que viviría a lo lejos, donde la vista se vuelve borrosa a causa del calor sofocante que evapora las gotas de lluvia, y que su vivienda estaría al otro lado del horizonte.

Le hablé sobre mí, mientras dosificaba preguntas hacia él, pero la verborragia no era lo suyo. Le mostré con orgullo las fotografías de mi niña, deseando fingir por unas horas que estaba junto a un amigo, aunque nuestros caminos no volviesen a cruzarse jamás. Las miró, y apenas sonrió para pronto perder su mirada en el paisaje.

No intercambiamos muchas palabras, y poco a poco la oscuridad nos envolvió hasta que encendí las luces altas de mi camión para poder atravesarla, abriendo así un agujero negro por el cual desplazarnos.

Más tarde la temperatura descendió, y le ofrecí café caliente de mi viejo termo. Él se sirvió una taza, pero solo probó un sorbo. «Tiene azúcar», dijo con un gesto de repugnancia, «Yo lo tomo amargo».

Mi acompañante continuó mirando por la ventanilla, y no logré arrancarle más que monosílabos. Encendí entonces el equipo de sonido para escuchar algo de metal mexicano que me ayudase a mantenerme despierto. Hice lo que suelo hacer cuando escucho música frente a otras personas que tal vez no disfruten del mismo estilo: comienzo con bandas algo amistosas, como Ágora y Luzbel, y de a poco voy descendiendo en luminosidad hasta alcanzar artistas tan infernalmente folclóricos como Coatl y Cemican.

La noche transcurrió sin eventualidades, y aunque las estadísticas dirían que eso no es posible, no crucé un solo vehículo en toda la noche. A pesar de la calma, mi acompañante se mantuvo despierto, puesto que las veces que volteé a mirarlo jamás lo vi con los ojos cerrados.

La música, junto con la luz roja del tablero, me mantuvieron en un estado alerta, enérgico, y el zumbido de las ruedas girando sobre la carretera acompañaba el compás de los poderosos riffs de guitarra.

El cielo estaba cubierto por una densa lana gris, y se asemejaba a una cueva subterránea, pero a medida que nos acercábamos a la medianoche, la luna fue descubriéndose de su velo.

Siempre he preferido los cielos despejados, de astros nítidos; pues me hacen sentir acompañado. Pero viajar con alguien junto a mí es mejor aún; me hace parte de una sociedad que aún no me ha olvidado. He llevado a todo tipo de personas, hombres de diferentes procedencias, y también mujeres, de las cuales más de una se convirtió, como he dicho antes, en un amor efímero.

A mitad de la noche vimos una luz a lo lejos; la primera en kilómetros. La oscuridad era absoluta fuera de los faros de mi camión y de lo que parecía ser una fogata.

De pronto mi compañero rompió su silencio y me pidió que lo dejara en ese sitio, que era allí a donde se dirigía.

Al llegar pude ver de qué se trataba aquel evento. Allí había un templo de madera, construido a partir de un granero. Junto a él, una enorme fogata encendía una cruz invertida de varios metros de altura. Las chispas se elevaban hacia un cielo limpio, y la luna brillaba llena y satisfecha. Al ver a mi acompañante noté como el fuego se reflejaba con vida en su mirada, mientras una sonrisa macabra se dibujaba acentuando las arrugas de su rostro.

Hombres y mujeres danzaban desnudos alrededor de la hoguera, otros llevaban túnicas rojas y velas, y a un costado, sobre una tarima, había un individuo que tenía el rostro cubierto por un cráneo con cuernos. Cuando mi pasajero abrió la puerta, el sujeto de la tarima elevó un báculo en el aire, apuntando hacia el firmamento.

El hombrecito se mostró agradecido y estrechó mi mano con fuerza. Luego dijo una frase que se grabó en mi memoria para siempre: «Gracias por el viaje, mi amigo; le debo un favor. Algún día, cuando usted me necesite, sentirá mi presencia y ayuda».

Se bajó del camión y lo vi acercarse lentamente a la ceremonia, calculando cada paso antes de efectuarlo. Miré a lo lejos mientras reiniciaba mi marcha, y vi cómo todos los cultistas se acercaban a recibirlo con sorpresa y entusiasmo.

Continué el recorrido sin ver edificio o vehículo alguno, hasta que horas más tarde llegué a mi destino. Luego de descargar la mercancía me dirigí a un lugar económico en el que podría darme una ducha caliente y así relajar los músculos de mi cuello y espalda. Sentí de pronto un cansancio como si acabase de terminar un viaje de semanas sin dormir, como si en algún punto de la autopista hubiese descendido por un túnel profundo, y el recorrido se hubiese extendido a través del inframundo.

Al día siguiente, cuando me dispuse a lavar el camión, encontré las pruebas de lo que había sucedido. En la cabina estaba la evidencia de que todo lo que había vivido aquella noche no había sido producto de mi imaginación. Supe que no me cuestionaría más tarde si aquello habría sido un sueño. Tampoco pensaré jamás que el relato pudo haberse deformando con el paso de los años, alcanzando dimensiones imposibles.

Algunos, cuando les narro la historia, dicen que mi acompañante tal vez no haya sido tan misterioso como lo describo, o que la fogata no era tan grande como la recuerdo. Otros sugieren que las personas quizás no estaban realmente bailando desnudas, sino con prendas ligeras, y que lo que parecían ser túnicas no eran otra cosa que chamarras modernas. Hay quienes me preguntan incrédulos si he vuelto a pasar por aquel sitio, y aunque lo he hecho cientos de veces, jamás volví a ver aquel granero.

Muchos podrán dudar de lo sucedido, pero yo sé que todo fue cierto, sé que presencié aquella ceremonia pagana, y que llevé al invitado principal; un invitado que era mucho más que un simple miembro de una secta. Nada puede detener mi entrega por estas autopistas infinitas, pues él me acompaña en mis viajes, agradecido por el favor, haciéndome sentir extrañamente protegido por su presencia.

Es por él que las alimañas nocturnas hoy se alejan temerosas de las ruedas de mi tráiler, pues ellas saben que soy el navegante, un poco ángel, un poco demonio, y me desplazo dividiendo la oscuridad en dos en mi gran buque de acero.

Él dejó su marca en mi vehículo, librándome de toda duda. En la alfombra de la cabina de mi tráiler dejó dos huellas de barro que no podrían haber sido dibujadas por un par de pies humanos. Eran huellas pequeñas, que me hicieron comprender la naturaleza de aquel ser, pues en ellas se notaban, a la perfección, las pezuñas de una cabra.


domingo, 23 de julio de 2023

EL MONOLITO

 



Escrito por Federico Rivolta. Ilustrado por Zequi Girdor.



Fue impactante ver a un hombre caer junto a la puerta de un hospital; verlo caer desde varios metros para estrellarse la cabeza contra el pavimento. Cuando saltó no pensó en la imagen que dejaría. Precisamente era eso lo que él deseaba: dejar de pensar, dejar de sentir. Una escena atroz, dirían algunos, pero no se debe juzgar a alguien sin conocer al demonio que enfrenta.

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Fernando manejaba en silencio; un silencio incómodo en el que no estaba permitido decir nada que no sea de máxima importancia. Karen tampoco había hablado en media hora, solo miraba el paisaje a través de sus lentes de sol mientras su novio intentaba descifrar si ella estaba contenta por el viaje o si aquello sería el principio del fin.

El silencio ya era una presencia en el auto. Era una entidad a la espera de que alguno emitiese una palabra para reírse en su cara.

Fernando encendió el estéreo.

―No pongas heavy metal, por favor ―dijo Karen.

―Lo pongo bajito. Necesito algo de música para no quedarme dormido.

Había estado conduciendo durante dos horas desde la última vez que vieron a otro ser humano.

Ella se quitó el calzado y apoyó sus pies descalzos sobre el tablero del auto. El viejo short de jean hacía que sus piernas midieran varios metros de largo. Unas piernas blancas con una incipiente celulitis en los muslos que nunca mostraba. Hacía mucho que él no la veía vestida así, tan fresca y desvergonzada, y le dieron deseos de agarrar esos muslos carnosos. Él tenía manos grandes y morenas, que podían envolver las piernas de Karen a la perfección. Hubo un tiempo en que la tocaba con total impunidad, pero ya había olvidado cómo hacerlo.

La carretera se volvió de tierra de un momento al otro, y todo alrededor fue naturaleza. Los árboles formaban un espeso túnel que solo dejaba pasar unos finos rayos de luz amarillos y verdes. Las mariposas comenzaron a sobrevolar el auto, y Karen abrió la ventanilla para recibir el aire puro en el rostro.

Aquel viaje tenía como objetivo romper con la monotonía de su aburrida relación. No lo dijeron con esas palabras, pero se sentían en un callejón sin salida, aún había amor entre ellos, pero tras cinco años de convivencia parecían ser solo amigos.

«Deben ir a un lugar los dos solos y conectar con la naturaleza».

«Es estrés, solo eso».

Fueron muchas las palabras que escucharon de sus amistades de confianza, hasta que un día decidieron seguir el consejo del viaje.

De pronto el camino de tierra se terminó; habían llegado a un punto en el que no quedaron huellas de la última persona que visitó aquel sitio. Karen intentó ver el mapa en su celular, pero a esa altura ya no tenía señal.

―El río debe estar por aquí ―dijo ella, y señaló hacia el frente.


Se estaba refiriendo al río Pombo, unas aguas que bordean las sierras Azules. En aquella reserva natural estaban prohibidas la caza y la pesca, pero era ideal para acampar lejos de todo rastro urbano. Avanzaron unos minutos más hasta que llegaron a un claro desde el que se veían las sierras. No eran de color azul, por supuesto, tenían diferentes tonalidades producto de su formación geológica. Los minerales sedimentados formaban un arco iris que iba del rosado al pardo terroso.

Acamparon cerca del río y descansaron un rato. Al caer el sol descendió la temperatura, y la bruma comenzó a cubrir las sierras. Entonces sí se pusieron azules; un azul fantasmagórico.

Fernando deseó encender una fogata, pero no encontró los fósforos.

―¿No viste los fósforos?

―Dijiste que te encargarías de eso. ¿Olvidaste traerlos?

Estar en medio del bosque sin fósforos era lo mismo que estar sin agua o sin aire. Buscó desesperado entre los bolsos y el auto, pero no tuvo éxito. Era tarde para regresar a la última gasolinera que vieron en el camino, pero de no poder encontrarlos estaría obligado a hacerlo al día siguiente.

Durmieron en la penumbra. A su alrededor solo se escuchaban sapos y grillos. Y ellos se sintieron como las últimas dos personas sobre la faz de la Tierra.

A media noche los despertó un aullido lejano. El aullido se repitió varias veces. No podían determinar bien a qué distancia se encontraba o si se trataba siempre del mismo lobo el que lo emitía. Encendieron las linternas solo para poder ver un rostro conocido en medio de esa densa oscuridad que ocupaba toda la carpa.

―No pasa nada ―dijo Fernando―. Aquí dentro estamos a salvo.

Dijo eso, pero en su interior también estaba aterrado. De algún modo no se habría sentido tan desnudo de haber tenido una fogata. Sacó su cuchillo de caza de la mochila y lo puso junto a su bolsa de dormir. Los aullidos duraron unos minutos más, y luego de una hora el cansancio los venció. Tras dormirse Karen, Fernando no tardó mucho en conciliar el sueño junto a ella.

Cuando despertaron a la mañana siguiente la tienda estaba abierta. Afuera todo a su alrededor estaba desordenado. Vieron los bolsos revueltos y la ropa tirada en el suelo, y hasta habían vaciado algunos recipientes con comida.

―Debieron ser algunos animales ―dijo Fernando―. Tal vez unos mapaches; hay muchos en esta zona.

―Me quiero ir ―dijo Karen―, esto es horrible.

Fernando sentía que un fracaso en ese viaje era equivalente a fracasar con su pareja. Como si el viaje y la relación fueran uno. Comenzaron a acomodar las cosas y de pronto Karen encontró la caja de fósforos. Fue una alegría inmensa. Todo había mejorado en un instante.

Fernando se apresuró en prender una fogata:

―Vamos a calentar agua para tomarnos un café ―dijo él, y ella lo miró con una sonrisa que iluminó la reserva entera.

Ese día pudieron recorrer el lugar. Caminaron junto al río, y lograron cruzar al otro lado a través de un puente natural hecho de piedras. Hicieron un picnic a la falda de un cerro, luego comenzaron a subirlo pero, sin un sendero a seguir, se rindieron antes de llegar a la cima y ver al otro lado.

Por la noche prendieron una gran fogata, una que daba poder al pequeño campamento. Calentaron un guiso en una pequeña olla y lo comieron sentados en una manta frente al fuego. Al crepitar de las llamas se unieron pronto los cantares de los sapos y los grillos, y hasta oyeron un búho incorporar tonos a la orquesta.

Fue una noche agradable de luna llena, pero cuando estaban dormidos regresaron los aullidos lejanos. Karen despertó a Fernando:

―¡Otra vez ese lobo!

Él intentó calmarla, pero el aullido se oyó más cerca esa vez. De repente vieron sombras que se proyectaban en la carpa, que comenzaron a verse en todas sus caras; una ronda de criaturas que bien podían ser personas o animales.

El fuego se apagó. Ya no había sombras ni aullidos. Solo el silencio de una noche en medio de lo salvaje. Y el silencio los invadió. Solo lograban oír pisabas sobre hojas secas. Oyeron algo más, unas risas tal vez, pero entonces alguien comenzó a dar golpes en la carpa. Decenas de manos o garras sacudieron la lona. Karen gritaba mientras Fernando intentaba contenerla. También sentía miedo, pero quería mantenerse fuerte frente a ella. Entonces buscó otra vez el cuchillo de caza que había llevado y lo sacó de la vaina. No sabía usarlo ni para cortar una cuerda, pero en ese momento, con la adrenalina fluyéndole por todo el cuerpo, estaba dispuesto a encestarle una puñalada a un oso si fuese necesario.

Los golpes se detuvieron, todo volvió a la normalidad. Y de pronto volvieron a ver el reflejo del fuego en la pared de la carpa; la fogata se había vuelto a encender por sí sola.

―Debió ser el viento ―dijo él.

―¡El viento no hace eso! El viento no aúlla, no golpea la carpa de ese modo, no enciende el fuego… Me quiero ir.

Esperaron con ojos bien abiertos y nada más sucedió. Pronto él volvió a acostarse. Karen permaneció sentada inmóvil. Pasó media hora así, y poco a poco sus nervios se fueron calmando.

Pensó en seguir durmiendo, el terror ya había pasado; al día siguiente sería libre de irse si así lo desease. En ese momento él la tomó de la mano. Ella pudo sentir su presencia, su calor. Y se volvió hacia él para apoyarse sobre su pecho; ya no recordaba la última vez que se abrazaron de esa manera.

Comenzaron a besarse. Afuera el fuego seguía encendido y ardía con mayor intensidad. Él respiraba con vehemencia; un respiro masculino. Karen abrió su bolsa de dormir y notó que la de él ya estaba abierta. Se le sentó encima; el fuego no era lo único encendido aquella noche. Él la sujetó de sus muslos carnosos, esa vez supo bien cómo hacerlo, y contempló sus senos que subían y bajaban con cada sentón.

Karen tuvo su primer orgasmo en meses, y él aún seguía firme. Al final se puso sobre ella y la penetró duro y profundo, hasta hacerla acabar por segunda vez.

Fue como lo hacían al principio, cuando la relación era simple. No eran vírgenes al conocerse, pero todavía conservaban rasgos silvestres. Años después el ritmo citadino terminó por aburguesarlos, y reemplazaron el sexo desenfrenado por pláticas de trabajo y series televisivas.

Esa noche Karen se quedó tuvo sueños vívidos que rememoraron la velada. Volvió a estar sentada sobre él, pero esa vez vio la escena desde arriba. Vio la carpa moverse, y vio el fuego que ardía y se elevaba hasta que las chispas se perdían en el firmamento oscuro. Alrededor de la fogata danzaban trece demonios en ronda, tomados de las manos; eran niños demoníacos. A lo lejos se veían criaturas atravesando la bruma que era púrpura a esas horas. Las sierras se veían lejanas, más fantasmagóricas que antes. Detrás de ellas pudo ver la silueta de un ser enorme, grotesco, que respiraba agitado y con lascivia. Intentó ver su rostro, pero entonces despertó.

Apenas abrió los ojos notó que la tienda estaba abierta otra vez, y todo en el interior estaba desordenado.

Tuvo miedo de asomarse y llamó a Fernando que roncaba a su lado:

―¡Otra vez nos desordenaron todo mientras dormíamos! ―dijo ella.

Fernando comenzó a reincorporarse como si la noche anterior lo hubieran sedado.

Corrieron la lona de la carpa y al asomarse vieron un majestuoso monolito.

―¿Qué es eso? ―gritó Karen.

Imposible no haberlo visto antes; se trataba de una roca ígnea de color blanco de cuatro metros de altura, ubicado a pasos de la carpa. Estaba tallada con figuras gastadas por el tiempo. Figuras que pudieron tratarse de personas o de animales, o de otro tipo de criatura.

Salieron de la carpa y todo alrededor había cambiado, no reconocieron los árboles y las plantas que había cuando llegaron. Tampoco había restos de la fogata. Las sierras estaban más alejadas que antes y no alcanzaban a ver el río Pombo.

Tras la carpa hallaron un rastro de tierra similar al que deja un arado. Habían sido arrastrados hasta ese sitio para quedar frente al terrible monolito.

No hubo más palabras en ese momento, los dos se vistieron tan rápido como pudieron y corrieron por el sendero de tierra hasta llegar al sitio en el que habían acampado en un principio. Debieron recorrer cientos de metros para llegar hasta donde estaba el automóvil.

Allí estaban sus cosas, otra vez desordenadas. Juntaron solo lo más importante y se alejaron de ese bosque para siempre.

Durante el viaje de regreso hablaron menos que en el de ida. Fernando ni siquiera se atrevió a escuchar música. No se iba a dormir de ninguna manera, solo deseaba alejarse de allí y celebrar en su interior cada kilómetro recorrido. Seis horas más tarde estaban de regreso en su casa.


Durmieron un rato y despertaron por la noche. Cocinaron una pizza que tenían congelada y comieron mientras Karen buscaba blogs de senderismo y notas sobre el río Pombo; había demasiados textos acerca de la reserva, pero ninguno decía nada sobre lo que les había ocurrido. De pronto encontró un artículo sobre el monolito. Se trataba de una piedra que había estado allí desde la era precolombina, que en la antigüedad fue adorada y esculpida por los indígenas que habitaban la zona. Con el arribo de los europeos, partes de dicha piedra fue vuelta a labrar, por desgracia quienes lo hicieron eran adoradores de Astaroth, un execrable demonio padre de todos los vicios terrenales. Tallaron runas de cada pecado capital que este mítico ser ofrece saciar a sus seguidores, en especial la lujuria, su debilidad favorita. Todo ello no era más que mitos a ojos de Karen y Fernando, pero al final del artículo hubo algo que llamó mucho su atención:

«El monolito fue destruido en el año 1890, cuando un grupo de trece adoradores de Astaroth fue atrapado realizando un sacrificio de una mujer virgen. Los cultistas fueron enjuiciados y la roca dinamitada. Hoy solo quedan trozos de ella».

―Nosotros lo vimos entero ―dijo Fernando―. A menos que hayamos visto otro monolito.

―Tal vez se levantó solo; hubo varias cosas que se levantaron solas esa noche ―dijo Karen mientras buscaba con su mano entre las piernas de Fernando.

El sonrió, pero enseguida se puso serio.

―¿Por qué lo dices?

―Por lo que hicimos esa última noche. Fue mágico. ¿Quién habría dicho que era lo que necesitábamos para salvar nuestra relación? Algo tan simple. Si fueron los indios que vivían allí, pues bien por ellos, si fueron los adoradores del demonio ese, me alegro también. Quien sea que haya sido le estoy muy agradecida. Tal vez debamos volver cada año a dormir al lado de esa piedra.

Fernando no cambió su semblante, continuaba desconcertado incluso con la mano de su novia tocando su miembro flácido.

―No volvería a ese lugar jamás.

―¡Estoy bromeando! Tampoco volvería, pero la última noche fue estupenda. Aunque la verdad no recuerdo con detalle lo que sucedió, porque luego tuve un sueño en el que también cogíamos y lo confundo un poco.

―Karen…, no tuvimos sexo en el bosque. Hace meses que no cogemos.

―¡Claro que sí! ―dijo ella. Fue increíble; fue como al principio.

No. No habían intimado. Pero ella lo sintió así; demasiado real para haberse tratado de un sueño, demasiado de ensueño para haber sido real. Esa noche tampoco lo hicieron, ni durmieron más que unas pocas horas. Ambos se quedaron pensando hasta tarde, mirando al techo, caso sin cruzar palabras.

A la mañana temprano Karen despertó descompuesta. Le dolía el vientre y se sentía hinchada. Se levantó y se encerró en el baño. Fernando golpeó la puerta, pero ella prefirió estar sola:

―¿Te llevo al hospital?― pregunto él desde el otro lado.

De pronto ella salió:

―Debe ser algo que comí; necesito descansar.

―Estaba pensando en ir a la oficina, para aprovechar que volvimos antes, pero me quedaré contigo.

―No, no. Ve tranquilo. Te llamaré si pasa algo.

―Llámame cualquier cosa y vendré enseguida.


Esa tarde él no pudo pensar en otra cosa. En la oficina volvió a leer las páginas acerca de los adoradores de Astaroth, y más que nada releyó lo que habían encontrado acerca del monolito. Encontró una foto en blanco y negro en la que se veía el monolito destruido, pero luego encontró otra en la que se lo volvía a ver entero, los datos no cuadraban, aunque no había mucha información al respecto.

Karen durmió durante horas, pero de nuevo tuvo sueños lúcidos. Soñó con una carretera de asfalto que se volvía de tierra, para desaparecer en medio de un bosque. Allí, rodeada de árboles, se vio descalza, y hasta pudo sentir la hierba entre sus dedos. El viento refrescaba su rostro echando su cabello hacia atrás, un cabello que se había vuelto más largo de repente. Se acercó al arroyo; las sierras eran majestuosas e inalcanzables. Miró hacia abajo, buscando su reflejo en el agua, pero entonces ésta tomó un color cobrizo, y al asomarse en el río no se vio, vio un rostro demoníaco que la despertó al instante.

Fernando había llegado, e ingresó corriendo mientras oía los gritos de su novia. Esa vez no hubo excusas, no hubo dudas. La llevó de inmediato al hospital. El vientre de Karen estaba inmenso, y había roto fuente en medio de la cama. No fue una ruptura normal, las sábanas estaban llenas de un líquido negro, una ponzoña aceitosa que emanaba un olor repugnante. Ella no lo notó, estaba demasiado dolorida y asustada, y él prefirió no decir nada al respecto. Él siempre fue de los que decía que una pareja debe basarse en la confianza, pero aquella vez sintió que ocultar la verdad era lo más acertado.

Al llegar al hospital la ingresaron de urgencia a una sala de parto.

―¿Para cuándo tiene fecha? ―preguntó la enfermera.

―No… ―dijo Fernando―. No sé.

Estaba aturdido, y aguardó sin saber qué pensar en la sala de espera mientras oía los gritos lejanos de Karen.

El parto duró horas, y Fernando se acercaba de vez en cuando para preguntar cómo estaba su pareja, pero las enfermeras le insistían en que siguiera esperando.

Fue a medianoche cuando un médico se acercó para darle las noticias. Karen había fallecido.

El médico apoyó una mano temblorosa sobre el hombro de Fernando, y luego le dijo que a su hijo le estaban haciendo unos estudios, que aún no podía verlo. Pero Fernando ya no escuchaba, ya no sentía. Caminó entonces hacia la sala de donde había venido el médico.

―Espere ―dijo el doctor sin aliento―, no puede pasar.

Intentó contenerlo, pero no tenía fuerzas; él también estaba sorprendido por la situación.

Fernando atravesó varias puertas, guiado por un llanto infantil. Finalmente llegó hasta una ventana en medio de un pasillo y vio al bebé a través del vidrio. No era humano ni animal, era otro tipo de criatura. Tenía una piel amoratada, y no tenía la obesidad propia de un recién nacido; aquel niño era delgado, de miembros largos, y al ver su rostro notó que no estaba llorando, sino gritando, un grito lleno de odio que ensordecía a Fernando.

Se alejó caminando hacia atrás sin dejar de ver a la criatura, hasta que chocó con un ventanal que daba a la calle. Sin dudarlo saltó atravesando los vidrios para caer justo al lado de la puerta de ingreso al hospital. Fue impactante verlo estrellarse la cabeza contra el pavimento. Una escena atroz, dirían algunos, pero no se debe juzgar a alguien sin conocer al demonio que enfrenta.




FIN

sábado, 13 de mayo de 2023

PACTO DE MEDIANOCHE






Vanessa se miró al espejo como cada día. Acomodó su vestido ajustado, intentando que le acentuara la cintura y elevara los senos. Dietas, cremas y pastillas; no le quedaba nada por probar, pero ella no estaba satisfecha.

Su nutricionista le indicó que su peso era el correcto, aun así, continuó adelgazando. La esteticista le explicó que utilizar tantas cremas dañaría su piel, pero ella no se detuvo. Incluso su entrenador personal le decía que se estaba sobreejercitando.

Decidió acudir a un cirujano plástico. No sabía bien para qué, pero cada vez que se miraba al espejo veía algo en sus pómulos que no le gustaba; o quizás era su mentón, o tal vez sus labios. Buscó en su ordenador, una cosa la llevó a la otra, y pronto encontró un modo diferente de obtener lo que quería.

«¿Por qué insistir con lo mismo que hacen los demás?, ¿Por qué no buscar ayuda especial?». Al día siguiente consiguió una bolsa de piedras negras y cinco velas rojas.

Por la noche habló con su reflejo:

―Si funciona, esta será la última vez que te vea ―dijo sonriendo.

Deseaba invocar a un ser que le ofreciera un pacto, una criatura de otro mundo con la que intercambiar deseos. Con las piedras formó una estrella pentagonal en el suelo, luego colocó una vela roja en cada vértice. A las cero horas se sentó en el medio y recitó lo mejor que pudo una frase que no comprendía.

Había leído que las sombras dibujarían rostros surrealistas en el techo, que oiría pasos de miles de insectos caminando a su alrededor, que la temperatura descendería hasta condensar su aliento formando vapor con cada respiro…, pero nada de eso sucedió. Todo fue silencio y tranquilidad.

Las velas se consumieron, y Vanessa abandonó la estrella para encender la luz. Caminó desanimada, y al pasar junto al espejo se inspeccionó para ver si hubo algún cambio. Nada; seguía sintiéndose fea. Pero cuando apuntó la vista al suelo su reflejo mantuvo la mirada. Entonces dos enormes garras surgieron y la sujetaron del cuello. El rostro de Vanessa se puso azul mientras luchaba por soltarse, pero las garras la sumergieron en el espejo, devorándola hacia el interior de las paredes.

Poco después una pierna se asomó, era larga y sexi, muy parecida a las de Vanessa.

lunes, 3 de abril de 2023

DOS NOCHES EN EL CEMENTERIO

 





He tropezado con la misma piedra. ¿Por qué? Porque estoy loco. Tantos me han llamado loco que lo he aceptado. ¿Qué otra explicación hay? Podría intentar convencerte de que lo hice por dinero, pero no es cierto. Fue por obsesión; la de cerrar un capítulo de mi vida tras cincuenta años.

Harto de que me apunten con el dedo me he recluido en mi casa, perdiendo toda vida social. Creí que los curiosos se habían agotado, pero una tarde llamaron a mi puerta tres muchachos, de la misma edad que yo tenía cuando sucedió lo del cementerio.

Estaban bien equipados: traían celulares, cámaras y luminaria; deseaban filmar un documental sobre lo ocurrido esa noche. Nosotros no contábamos con tanta tecnología, y el suceso solo se grabó en nuestras memorias.

«Por favor, señor», me dijeron, «usted es el único testigo que aún vive. Queremos relatar los hechos tal como ocurrieron. Le pagaremos».

Me negué al principio, luego los hice pasar. ¿Qué mal podría hacer narrar la historia una vez más? La he relatado incontables veces, sobre todo a mi terapeuta, quien me trató sin éxito durante años.

«¿Cómo murió Marilina?», preguntaron. Todos preguntan lo mismo: “¿Cómo murió?”, nadie pregunta “¿Cómo vivió?”. Marilina era divertida y hermosa. Tenía el cabello lacio, negro como azabache, nariz respingada y unos ojos grandes y redondos. Era mi novia, y fue la única mujer a la que amé. Luego de lo sucedido, mi corazón quedó vacío, como los ojos que se la llevaron.

No recuerdo quién tuvo la idea de invocar un espíritu en el cementerio, pero ella estaba muy entusiasmada. Éramos jóvenes; no lo tomamos en serio. No pensamos que entre todas las almas que hay allí, no todas son amigables. Algunas están atrapadas, sin poder alcanzar el descanso eterno, y buscan algo que las libere de su tormento.

Conté la historia a los tres muchachos mientras me filmaban y apuntaban con un reflector. Creí que se asustarían, pero solo les di más ganas de ir y sacar de las sombras el mito urbano. Querían repetir la experiencia y comprobarla por sí mismos; como si algo bueno pudiera salir de ello.

Uno de los jóvenes interrumpió la entrevista, un gordito de rulos; hoy sé que su nombre era Emanuel. «Señor, ¿le gustaría acompañarnos? Podríamos continuar la narración desde el lugar del hecho, ¡sería perfecto para el documental!». Quedé mudo; jamás había regresado al cementerio; era el escenario de mi caída. Los muchachos insistieron y me ofrecieron el doble de dinero. Al final acepté; sentí que era mi oportunidad de cerrar el círculo, aunque me costara la vida.

Esa misma noche los guie al sitio exacto en que ocurrió todo; porque lo recuerdo todo. Habíamos realizado el ritual frente a la estatua de un ángel. Buscamos la estatua para reproducir el rito paso a paso. Caminamos entre tumbas a la luz de la luna hasta que la encontramos. Seguía allí, con las piernas atrapadas por enredaderas. Sus manos estaban agrietadas y tenía varios dedos destruidos. Pero su rostro sufrió peor destino, pues había caído como una máscara, y daba la sensación de que bajo la mirada celestial aguardaba escondido una criatura del infierno.

Nos sentamos frente al ángel y Emanuel abrió su bolso para sacar una tabla ouija de cartón. Era nueva, no como la nuestra, que era de madera y había pertenecido a la abuela de Marilina.

Exactamente a medianoche comenzamos el ritual, intentando emular lo que yo había hecho con mis amigos cinco décadas atrás. Habíamos usado una copa de cristal, los jóvenes en cambio, tenían un señalador de plástico. Nosotros habíamos encendido velas a nuestro alrededor; ellos colocaron luces led y apoyaron una cámara sobre un trípode.

La noche en que mi novia desapareció comenzamos preguntando si había un espíritu presente, y la copa se dirigió al “Sí”. Hicimos varias preguntas hasta que el ser pidió que nos detuviéramos, pero insistimos. Fue entonces cuando la luna se ocultó y el cementerio se cubrió de niebla. Pero no era niebla común, sino un espectro, que enseguida tomó forma humana. Mis amigos huyeron al instante; fui el único que lo vio bien. Tenía una espesa barba y nariz aguileña. Sus ojos no eran más que dos cuencas vacías. Corrí como pude, a los tropiezos, porque la bruma cubría mi camino. Al llegar a la calle encontré a mis dos amigos, pero faltaba Marilina. Gritamos su nombre y hasta me atreví a regresar, pero no la encontré. Su rostro se grabó por siempre en mi memoria y en la de la gente, pues su imagen fotocopiada recorrió las calles del pueblo.

Todo lo que conté a los muchachos aumentó su intriga. Como si no fuese más que una leyenda; una experiencia para compartir en las redes. Pronto supieron que estaban equivocados.

Nos acomodamos alrededor de la tabla ouija, tomados de la mano, y recité las mismas palabras que había recitado Marilina medio siglo atrás:

«Espíritus del más allá, estamos reunidos para comunicarnos con ustedes. Solo conversación buscamos, y desde ya estamos agradecidos. ¿Hay alguno presente entre nosotros?»

Apoyamos los dedos en el señalador y al instante escapó de nuestras manos, moviéndose por voluntad propia hacia el “Sí”. Los muchachos sonrieron, y uno de ellos preguntó al ente si había estado la noche en que Marilina desapareció. El señalador se movió hacia el centro y de nuevo se dirigió al “Sí”. Los jóvenes continuaron haciendo preguntas, pero los espectros no gustan de ser molestados, y pedí que detuvieran el ritual. Fue entonces cuando la luna se ocultó.

Las luces estallaron y la cámara cayó al suelo. Pude ver sus rostros de arrepentimiento cuando el pánico inundó sus corazones. El cementerio se cubrió por una espesa niebla que pronto tomó forma humana, solo que esa vez no tenía barba ni nariz aguileña. Tenía el cabello lacio, negro como azabache, nariz respingada y dos huecos donde debieron estar unos ojos grandes y redondos.

Huimos, y al llegar a la calle vimos que faltaba uno de los muchachos: Emanuel había desaparecido.

Hoy sigo sin salir mucho de casa, pues el mito ha revivido, y me apuntan más que nunca con el dedo. Al menos sé qué ocurrió con Marilina, sé que estuvo atrapada en el cementerio durante cincuenta años. Estoy convencido de que su alma logró continuar el camino al más allá y por fin descansa en paz. También creo que, cuando un nuevo grupo de jóvenes invoque allí un espíritu a medianoche, la luna se ocultará y la niebla cobrará forma humana, pero no será la misma figura, sino la de Emanuel, cuya imagen fotocopiada recorre hoy las calles del pueblo.



miércoles, 22 de febrero de 2023

BRUJA






Algunos culparon a las ratas; y los gatos valieron su peso en oro. Otros, a las aves de corral, y enseguida prohibieron su consumo. Y hubo gente que atribuyó lo ocurrido a las constelaciones. Pero el principal acusado fue el propio ser humano, por haberse desviado del camino, por no haber seguido los mandatos de Dios. Nadie pudo confirmar el origen, pero todos estuvieron de acuerdo en una cosa: La peste sería un hecho sin precedentes en el poblado de Paso del Diablo.

El nombre del lugar suena irónico, siendo sus habitantes cristianos devotos. Cuenta la leyenda que Satanás cruzaba el bosque y deseó visitar el sitio. Los pueblerinos se lo impidieron gracias al poder de la fe, por lo que debió seguir su camino. Con la peste, en cambio, no correrían con la misma suerte.

Los aldeanos se escondieron en sus casas, pero el terror ingresó bajo la puerta. Pérdida de cabello, dolores corporales, ceguera y finalmente la muerte; todo sucedía demasiado a prisa, la enfermedad atacaba sin clemencia.

Al principio se intentó aislar a los enfermos, poco después no quedó familia exenta. Se pidió apoyo a otros poblados, pero Paso del Diablo estaba ubicado en medio de un denso bosque, por lo que la ayuda tardó en llegar. Sucedió una noche; varios carruajes tirados por caballos negros llegaron de repente. Los corceles galoparon las calles con fuerza, como si quisieran que la hierba no volviese a crecer sobre sus huellas. De los carros descendieron trece hombres, todos vestidos con trajes iguales: botas altas de cuero, una túnica negra, sombrero y una máscara con un pico similar al de un cuervo; eran los médicos de la peste.

Visitaron cada hogar en el que hubiese un paciente, pero los doctores no sabían combatir el mal y solo lograron aterrorizar más a los pueblerinos. Los tratamientos consistían en punzadas que tenían la intención de purgar la sangre infecta, consumos de sustancias que provocaban mareos y diarreas, y hasta privaciones de la ingesta de líquidos por días enteros. Llegó un punto en que se corrió la voz de que su objetivo allí no era curar, sino asegurarse de que todos los enfermos muriesen, para así evitar una epidemia. De todas maneras, cuando la mitad de los habitantes fallecieron, los doctores se retiraron. Se fueron en los carros tirados por corceles negros, llevándose sus misteriosas máscaras y las pocas monedas que pudieron quitar a las familias.

La pequeña iglesia se convirtió en el último refugio, hasta que allí también el miedo volvió enemigos a los vecinos. Cualquier señal de padecimiento era motivo de expulsión de la misa, y en una ocasión todos abandonaron la capilla cuando el sacerdote se desmayó en plena ceremonia.

Rodrigo y Catalina eran campesinos, y no les era fácil cumplir con las instrucciones de higiene recomendadas. Finalmente, la plaga llegó a su hogar, y sus tres hijas enfermaron de gravedad. Siete, cinco y tres años: Marina, Mencía y Marcia; las niñas tenían todos los síntomas. Su cabello, antes dorado y abundante, en pocos días no fue más que unos pocos mechones sin vida. Sus ojos comenzaron a ponerse blancos y solo podían ver siluetas amorfas. Perdieron peso a causa de sus constantes vómitos, y su piel, que una vez fue rosada, cobró un color verdoso que se acentuaba con cada descamación. «Están en manos de Dios», decían los vecinos, y les daban algún ungüento que les había sobrado de algún pariente difunto. Pero la enfermedad dañaba todos sus tejidos, y no había ungüento que curase sus órganos internos.

Las pequeñas yacían en la vieja cama matrimonial, en el único dormitorio que tenía la humilde casa. Los padres dormían en el salón principal, en una manta sobre paquetes de paja. Estaban esperando lo inevitable, rezando a un Dios que parecía empecinado en poner a prueba sus creencias. Una tarde en la que el pueblo estaba en silencio, alguien llamó a su puerta. Al abrir vieron a una persona cubierta por una túnica negra y una escalofriante máscara con pico de cuervo. Tenía también botas de cuero y un sombrero. No obstante el traje, aquella persona no era un médico.

―Buenas tardes ―dijo Rodrigo―; creíamos que todos los doctores se habían ido. Pase, por favor, tenemos tres hijas enfermas. Están en el dormitorio.

―Hemos intentado todo ―dijo Catalina―, gracias a Dios han regresado.

El individuo de la máscara no dijo nada, solo ingresó a la habitación y observó a las niñas durmiendo.

―¿Cree que puede salvarlas? ―preguntó Rodrigo.

El individuo asintió con la cabeza.

―¿De verdad, doctor? ―preguntó Catalina.

El individuo negó con la cabeza.

―¿Sí o no? No entiendo ―dijo Catalina.

―Sí, puedo ayudaros ―contestó el individuo. Entonces se quitó la máscara―. Y no, no soy doctor.

Bajo la máscara de pico de cuervo había una anciana de cabello blanco y crispado. Al alzar el rostro mostró una piel resquebrajada de tal manera que parecía tener mil años.

―¡Lárguese de aquí, bruja! ―dijo Rodrigo―. En esta casa seguimos la palabra del Señor.

―Pues no os ha servido de mucho ―dijo la anciana―. Creed en mí, yo seré un mejor dios para vosotros.

―¡Usted no es más que una adoradora de Satanás! ―continuó Rodrigo―. Vosotras hacéis puras maldades.

―Las brujas tenemos muchos poderes, el uso que les demos depende de cada bruja. Pero esta peste es peor que cualquiera de nosotras; tiene un índice de mortandad del setenta por ciento.

Rodrigo y Catalina no dijeron nada.

―Veo que no sois amantes de la matemática… Pongámoslo así: si te enfermas, lo más probable es que te mueras. De hecho, a vuestras hijas les quedan pocas horas de vida. Mañana cuando despertéis, las encontraréis muertas. Yo podría salvarlas hoy mismo, después os pediré un favor.

La madre de las niñas sujetó a su esposo del brazo y lo llevó hacia un costado para hablarle. No tenían opción; la bruja parecía ser su única esperanza. Tras conversar a solas, se acercaron a la anciana:

―¿Qué nos pedirá a cambio? ―preguntó Rodrigo.

―Ya habrá tiempo para eso ―dijo la hechicera―. Ahora debo ponerme en marcha, debo invocar a los antiguos espíritus antes de que caiga el sol; los espíritus que invoco por las noches no curan enfermedades.

Los padres aceptaron y la bruja dio comienzo al ritual:

Primero colocó una olla con agua en el fuego, al hervir, vació el interior de una pequeña bolsa de cuero. El fuego se tornó verde y el agua comenzó a exhalar vapores que dibujaban figuras impías ante los ojos de Rodrigo y Catalina. Los dientes podridos de la anciana chorrearon saliva burbujeante, la que acumuló para formar una escupida que dio contra el suelo, justo en medio de la sala. En el lugar del impacto se formó un pequeño hoyo que comenzó a agrandarse en un círculo perfecto, y la hechicera comenzó a balbucear una y otra vez: «melquíad des sahen vipérea crotalus, melquíad des sahen vipérea crotalus, melquíad des sahen vipérea crotalus…». Decenas de serpientes de cascabel surgieron del pozo, y a medida que se desanudaban iban saliendo por la puerta de la casa. Al final, la anciana retiró la olla del fuego y el pozo se cerró.

―Eso es todo ―dijo la bruja―. Las serpientes han llevado la peste fuera de vuestro hogar. Volveré mañana a por mi paga.

Antes de salir por la puerta se dio la vuelta y miró al matrimonio con ojos rojos:

―Una cosa más; no intentéis escapar o traeré un dolor a vuestras vidas superior a aquel de la carne y de los huesos.

La anciana se cubrió con su túnica negra, que de pronto cayó al suelo cuando ella voló convertida en una lechuza. Los padres de las niñas no sabían si celebrar o continuar preocupados. Intentaron quedarse despiertos durante la noche, pero enseguida cayeron vencidos por el sueño como presos de un embrujo. A la mañana siguiente vieron que las niñas continuaban con vida.

No solo sus hijas habían sobrevivido una noche más, esa mañana despertaron con gran apetito. A lo largo del día fue regresando el color a sus mejillas, y sus ojos ya no presentaban cataratas. Pero el matrimonio sabía que el infortunio no había terminado:

―Debemos irnos ―dijo Catalina―. No sabemos de qué es capaz esa vieja. Quizás nos pida que hagamos algo depravado.

―Catalina, querida esposa, no podemos dejar todo atrás: nuestra casa, nuestros cerdos… Las nenas siguen débiles y no tenemos carro ni caballos. Además, ella es bruja; fácilmente podría encontrarnos.

Al anochecer, cuando las niñas ya estaban durmiendo, la hechicera llamó a la puerta:

―Buenas noches. He venido a llevarme lo que es mío.

―¿Qué desea? ―preguntó Rodrigo―. Somos gente pobre.

―Sois ricos en cierto modo. Tenéis tres hijas hermosas; sanas también. Solo deseo una cosa: llevarme una de ellas.

―¿Qué? ¿Está usted loca? ―dijo Catalina.

―Podéis erigir una tumba en su honor. Pensad que sería difícil que los vecinos crean que sus tres hijas se curaron; algunos podrían sospechar que se trató de magia negra.

―¡Lárguese, bruja! ―dijo Rodrigo―. Deje a mi familia en paz.

―¿Ahora me echáis?

La hechicera levitó varios centímetros por encima del suelo, y la habitación se oscureció de repente:

―¿Habéis olvidado que fui yo quien curó a vuestras hijas? Puedo refrescaros la memoria matándolas frente a vuestros ojos con la misma facilidad con la que les salvé la vida.

―Pero no podemos elegir a una, amamos a las tres ―dijo Catalina―. Pídanos lo que sea menos eso. Lléveme a mí si quiere, pero por favor deje a mis hijas.

―Tú no me sirves. Resolvamos esto de una buena vez o llevaré a las tres conmigo. Escribid sus nombres y ponedlos en una bolsa. ¿Tenéis una pluma?

―No ―dijo Rodrigo―; no sabemos escribir.

―¿Tenéis dados?

―Tampoco. Apostar es un pecado, y nosotros somos fieles al Señor.

―¡Me tiene cansada ese! De acuerdo, yo no soy esclava de nadie más que de mis vicios, y siempre llevo un dado conmigo.

La bruja extendió su mano de dedos anormalmente largos y mostró un dado de hueso:

―Lanzaré una vez y una vez nada más, y tras la sentencia no habrá vuelta atrás.

La hechicera agitó su mano mientras los padres de las niñas lloraban abrazados:

―Si uno o dos dice el azar, a la mayor voy a llevar. Si tres o cuatro marca el dado, la del medio es lo indicado. Y si obtengo cinco o seis, a la menor jamás veréis.

El dado rodó por el medio del salón ante la atenta mirada de Rodrigo y Catalina. La bruja reía mostrando sus pútridos colmillos, pues no había manera de que pudiera perder; el Diablo no necesita abogados cuando juega bajo sus reglas.

El dado se detuvo y la cara superior mostró un seis: la pequeña Marcia fue la elegida.

―¡No! ―lloró Catalina― ¡Mi bebé!

La bruja señaló con su larga uña y la puerta del dormitorio se abrió por sí sola. En un instante voló hacia el interior de la habitación y la puerta volvió a cerrarse. Rodrigo y Catalina corrieron detrás, pero al entrar vieron la ventana abierta y a solo dos de sus hijas durmiendo. La pequeña de tres años y la anciana habían desaparecido.

El tiempo pasó y Marcia no volvió a ver a sus padres ni a sus hermanas. La única familia que tuvo a partir de entonces fue la hechicera, quien le dijo que era su tía.

Al principio le decía que su familia estaba enferma y que pronto la llevaría de nuevo con ellos, convenciéndola con más dulces de los que una niña podría comer. Años después le dijo que sus padres fallecieron. A partir de entonces Marcia fue olvidando su vida anterior, y no hubo mundo para ella más que aquel que le brindaba la bruja.

Vivieron juntas en una casa en medio del bosque; una casa hecha de piedras y con un techo alto de tejas negras. Vivieron sin amenazas, pues la anciana era temida en toda la región. Para marcar su territorio colgaba de los árboles pequeños muñecos hechos de ramas y trapos, que maldecían a quienes los veían.

La anciana tenía muchos animales, por lo que nunca les faltó alimento. Tenía vacas y gallinas, pero sobre todo cabras. Ella también utilizaba su ganado en los infames rituales que hacía junto con Marcia. La bruja le enseñó a entonar los cánticos, y también la educó en invocaciones y preparación de pócimas, aunque la joven no solía lograr los resultados esperados. Marcia creció a la vez que la bruja envejecía, y un día se sentaron para tener su última plática:

―Estoy muriendo ―dijo la anciana―. Te he enseñado todo lo que necesitas saber. Aún no puedes hacer uso de toda tu magia, pero pronto heredarás mis poderes; eres mi hija.

―¿Cómo que soy su hija? ―dijo Marcia―. Me ha dicho que mis padres murieron.

―Te contaré cómo fue: Hace mucho tiempo una peste afectó al pueblo en que vivías; al sur de aquí. Tú y tus dos hermanas enfermaron. Yo os salvé y a cambio pedí a tus padres que me dieran a una de vosotras.

―¿Y por qué yo? ¿Por qué me eligieron a mí y no a una de mis hermanas?

―Fuiste tú misma ―dijo la anciana.

―Yo no elegí ser bruja.

―Ser bruja no es algo que se elige. Hay cosas en la vida que no se pueden elegir, cosas que no se pueden evitar. Yo no elegí ser quien soy, pero lo defiendo. Así nací, y no cambiaría nada en mí para agradar a los demás. Muchos buscan encajar siguiendo reglas ajenas. Por eso me critican, porque yo trazo mi camino. Y mientras más soy como yo, más como yo me siento. No finjo, no miento, soy libre. ¡Y que me llamen bruja!

―Pero ninguna niña iría con alguien como usted ―dijo Marcia.

―Una niña común, no ―dijo la hechicera―, pero estamos hablando de ti. Esa noche dormías junto a tus hermanas. Lancé un dado para determinar cuál vendría conmigo, pero no fue cuestión de azar; tú controlaste el resultado desde los sueños.

La hechicera extendió su mano de dedos anormalmente largos y ofreció a Marcia un dado de hueso:

―Inténtalo. Di un número y lánzalo. Verás que siempre sale el resultado que deseas.

La muchacha enunció varios números y siempre obtenía lo que pedía: «Tres, uno, cuatro…»; el dado cumplía su voluntad.

―Yo creo que usted es la que hace todo esto ―dijo la joven.

―Piensa el número y no lo digas. Verás que ocurre lo mismo.

La muchacha pensó un número, lanzó el dado y obtuvo un seis.

―Pensaste en el seis, ¿verdad? ―dijo la anciana.

―Sí. Es usted, ¡me está leyendo la mente!

―No, Marcia. Tengo muchos poderes, pero la telepatía no está entre ellos. Quizás tu puedas lograrlo, creo que el nuestro es de esos casos en los que la alumna supera a la maestra. Pronto lo sabrás.

―¡Jamás seré como usted!

Marcia abandonó la casa corriendo. La bruja quedó en su sillón sin poder ir detrás; tosía y se sentía demasiado débil. La joven se dirigió al sur con la esperanza de encontrar el pueblo en qué nació, pero allí no había caminos, y pronto se adentró en un bosque que se veía del mismo modo en cada dirección.

Corrió entre arbustos y árboles que apenas dejaban pasar la luz del sol. La tierra estaba húmeda, y sus pies descalzos enseguida se llenaron de barro. Horas más tarde tuvo hambre y sed, pero no había frutos ni arroyos a su alrededor. Oyó el cantar de los pájaros y el traquetear de las ardillas, y por momentos imaginaba cómo sería devorarlos.

Comenzó a oscurecer, y de pronto llegó a un poblado. Tuvo la sensación de que era el mismo en el que había nacido, pero no podía asegurarlo. Decidió entonces permanecer escondida, mientras pensaba qué decir a aquella gente para poder encontrar a su familia. En ese instante oyó un grito. Solo ella pudo oírlo, pues provenía de varios kilómetros de distancia; fue el grito final de la bruja.

Un hombre pasó cerca, pero no la vio. Marcia estuvo a punto de alzar la mano para saludarlo, pero entonces sintió espasmos en todo el cuerpo. En un instante su cabello se crispó, y sintió un dolor en las encías que se ennegrecieron hasta corromperle los dientes. Sus ojos se tiñeron de rojo y su lengua se volvió bífida cual reptil venenoso. Todo en ella estaba cambiando. Después, en lugar de saludar, apretó el puño con fuerza acumulando allí toda su ira. Marcia vio que su mano poseía dedos desproporcionadamente largos, y la abrió mostrando un dado de hueso.

«Que el azar decida si debo traer una peste a este condenado pueblo», murmuró la joven bruja. Sonrió mostrando sus pútridos colmillos y lanzó el dado al suelo, que rebotó varias veces hasta que la cara superior mostró un seis.