Abel recorría sus tierras decepcionado. Había cultivado una hectárea entera para solo cosechar una cesta de nabos; aquel sería un invierno más duro que el anterior.
Con las gallinas no tendría mejor suerte. Cada día las veía más delgadas, y no era extraño encontrar los restos de una que había sido devorada por un zorro la noche anterior.
El pueblo estaba maldito, él lo sabía, todos lo sabían. Algunos simulaban que no era así, y decían que solo era cuestión de mantenerse firmes. María Inés, su esposa, se mostraba convencida de que aquello no era más que una mala temporada, y que pronto llegaría a su fin.
«Este pueblo está condenado», dijo Abel mientras dejaba caer la canasta de nabos sobre la mesa. Las hortalizas rodaron hasta que algunas cayeron al suelo, y su mujer las recogió en un intento de alentar a su marido. Esa tarde Abel convocó a todos en asamblea para buscar una solución.
En el pueblo lo respetaban mucho; era un hombre habilidoso de veinticuatro años, que ya había superado la mitad de la esperanza de vida de aquellos tiempos. Las treinta familias que conformaban el poblado se reunieron, y él fue el primero en tomar la palabra:
―He vivido en este lugar toda mi vida y jamás imaginé que se convertiría en lo que es hoy. Las plantaciones se pudren, los animales adelgazan y la gente enferma de pestes. La maldición está creciendo. Cada año está más nublado; no he visto el sol en semanas. El suelo está negro, como el de un pantano. Con mi mujer hemos intentado tener familia, pero no lo hemos conseguido. ¿Cuándo fue la última vez que una mujer quedó encinta en este pueblo? Es hora de enfrentar aquello que nos está sumiendo en la oscuridad.
Los pueblerinos sabían a qué se refería Abel; estaba hablando de la bruja.
Cuando propuso ir a matar a la malvada hechicera recibió mucho apoyo, pero algunas mujeres dijeron que aquello era demasiado peligroso. Comenzaron a debatir hasta que se escuchó la tos convulsa de un niño mal alimentado, lo que enardeció aún más a los que estaban decididos a correr el riesgo. De pronto tomó la palabra el viejo herrero:
―¡Debemos hacer algo con urgencia! ―dijo―, he enterrado a dos de mis hijos este año y no seguiré de brazos cruzados.
Abel buscó voluntarios que lo acompañasen, pero muchos estaban débiles a causa de diferentes enfermedades. Finalmente fueron cinco los que se le unieron para la travesía: su hermano menor Pedro, el herrero junto con su hijo Tino, y los gemelos Bordón, que no eran muy listos, pero eran muy entusiastas al momento de participar de una aventura.
Al día siguiente se equiparon con escopetas, machetes y rastrillos. Al despedirse, el sacerdote oró por ellos y les entregó crucifijos y botellas de agua bendita.
Eran la última esperanza de aquel pueblo famélico y, entre las lágrimas de todos, fue el pequeño Tino quien prometió sonriente que regresaría con la cabeza de la bruja en un costal.
Partieron al ponerse el sol. Deseaban cruzar el bosque durante la noche y llegar al amanecer; horario en que mengua el poder de la magia oscura. Debían moverse a prisa; el bosque norte era un sitio terrible y nadie se atrevía a acampar allí. Su madera no era utilizable; los árboles crecían torcidos y no alcanzaban más que unos pocos metros antes de secarse. Los pies se hundían en el suelo inerte, y cada paso era como caminar cien metros.
Cuando estaban a mitad de camino aparecieron tres lobos. No eran lobos comunes; se notaba en su mirada que fueron enviados por la hechicera. Sus ojos eran rojos, brillantes como brasas del infierno, y su gruñir mostraba una maldad jamás vista en el reino animal.
Los hombres dispararon con sus escopetas, pero los lobos fueron más rápidos. Solo Pedro logró acertar a uno de ellos, que cayó muerto al instante. Las otras dos fieras saltaron sobre uno de los gemelos Bordón, y los demás cazadores las atacaron con sus rastrillos y machetes, pero una de ellas logró morder al hombre en el cuello, y éste falleció ahogado en su propia sangre.
Los cinco hombres restantes hicieron unos minutos de silencio y lo enterraron allí mismo. Luego continuaron con la misión movidos por el amor a sus familias, sabiendo que aquello era un viaje de ida al fin del mundo.
La luna no volvió a salir por el resto de la noche, y una lluvia ácida cayó sobre los héroes que se cubrieron con sus gorros y chaquetas, avanzando al unísono en aquella marcha fúnebre.
Llegaron al arroyo que desembocaba en el río Pombo; unas aguas que en los últimos años se habían contaminado. No había puentes, y debieron hundirse hasta la cintura para cruzarlo. Algunos se quitaron las botas, otros prefirieron conservarlas por miedo a las rocas filosas y a las picaduras de insectos acuáticos. Pedro fue el último en cruzar, y al ver que los demás cruzaron sin problema, decidió quitarse las botas de cuero para no mojarlas.
En el medio del arroyó sintió un fuerte dolor en el tobillo, y vio entonces alejarse a una anguila de color verdoso. Pedro echó un grito al cielo. Continuó como pudo hasta llegar al otro lado, enceguecido de dolor, y los demás debieron ayudarlo a subir a la orilla. Allí se recostó; la pierna se le había puesto azul al instante y no paraba de sangrar; la anguila le había arrancado un trozo de carne. El herrero le hizo un torniquete debajo de la rodilla para frenar la hemorragia, y debieron improvisarle unas muletas para que pudiera llegar a destino. Pedro continuó avanzando, pero los demás sentían que habían perdido al segundo miembro del grupo.
Llegaron a una pequeña colina, y al ascender vieron al otro lado un cúmulo de árboles de gran tamaño bajo el que se encontraba la cabaña de la bruja.
Estaba amaneciendo, y descansaron unos minutos recostados en la colina a esperar a que el sol terminara de elevarse sobre el horizonte. En ese momento divisaron un cuervo que comenzó a sobrevolar el puesto. No era un ave cualquiera, era la bruja quien lo manipulaba utilizándolo como vigilante.
Con el correr de los minutos se sumaron nuevos cuervos, hasta que fueron más de veinte. Volaron en círculo encima de los hombres hasta que, todos a la vez, atacaron al más grande de los cinco cazadores: el viejo herrero.
Los demás sujetos intentaron repeler a las aves con sus machetes mientras éstas picoteaban los enormes brazos del forjador. A pesar de sus canos cabellos, mantenía su fuerza intacta, y mató a varios de ellos a puñetazo limpio; pero los picos córvidos eran demasiados, y el herrero cayó al suelo donde ya no pudo defenderse. Las aves parecían endemoniadas, y dos de ellas atacaron su rostro y le arrancaron los ojos a la vez.
El lugar quedó lleno de sangre y plumas negras. Ni un cuervo sobrevivió al combate, pero tampoco sobrevivió el herrero. Su hijo Tino lloró la muerte mientras Abel le apoyaba la mano en el hombro. A esa altura no quedaban dudas; estaban más convencidos que nunca de que no regresarían a su pueblo sin luchar hasta el final.
De pronto el gemelo Bordón que aún vivía decidió huir. Los demás le gritaron que no lo hiciera, que lo necesitaban, pero él no les hizo caso. Bajó por la colina y se metió de nuevo entre los árboles torcidos del bosque. Allí su pie atravesó un hilo imposible de ver, ubicado a centímetros del suelo, y una trampa de madera salió de abajo de la tierra para apresarlo.
La trampa se elevó en forma vertical y le clavó media docena de estacas en su pierna derecha. Los demás corrieron a socorrerlo, pero una de las estacas había atravesado su arteria femoral, y en cuestión de segundos falleció desangrado.
Abel sintió que él era la única esperanza de matar a aquella acólita del Diablo. Solo lo acompañaban su hermano Pedro, que con cada paso que daba más se infectaba la mordedura de la anguila, y el joven Tino, ya huérfano, que aún conservaba la voz de un niño.
Al volver a subir a la colina vieron que la casa ya era iluminada por la luz solar, y fueron sin pérdida de tiempo en busca de la bruja.
El lugar parecía en ruinas, estaba cubierto por enredaderas y apenas se veían las ventanas. El techo era de paja, y por partes se había caído dejando enormes huecos. Alrededor, las raíces de los árboles emergían de la tierra y latían como venas, inyectando la tierra de veneno a la vez que se alimentaban de la miseria de los habitantes del pueblo.
Los hombres se acercaron y fue Abel quien forzó la puerta. La traba cedió enseguida; la humedad y lo que parecieron años en desuso la habían pulverizado.
Por dentro, el peso específico del aire aumentaba considerablemente. Los pocos haces de luz solar que ingresaban mostraban millones de partículas flotando; llenas de ácaros deseosos de alimentarse de los restos de piel muerta que se acumulaba en el suelo y el mobiliario.
El hedor a azufre les provocó picor en la nariz y hasta llegó a sus gargantas. Al adentrarse más, los hombres sintieron cómo la densidad del aire seguía en aumento. Caminaron los tres juntos, mirando hacia los costados intentando cubrir todas las direcciones.
La casa daba la sensación de estar abandonada desde hacía un siglo. El suelo estaba cubierto de basura en descomposición, que había generado un ecosistema de hongos y bacterias que se desarrollaba con total esplendor en aquel ambiente desprovisto de luz. Las telas de araña formaban cortinas que atravesaban la sala, y en las paredes vieron huesos de animales, muñecos hechos de ramas, y hasta hallaron colgada la piel que había mudado una serpiente.
De pronto escucharon unos pasos rápidos y pequeños, como los de un roedor, y las sombras dibujaron figuras diferentes a los objetos que las proyectaban.
Continuaron avanzando hasta llegar a una escalera. Abel hizo la seña de que él sería el primero en subir, y Pedro lo siguió unos escalones detrás, con ayuda del muchacho.
Una risa aguda se escuchó de repente, y la escalera se derrumbó a los pies de Pedro. El hijo del herrero miró hacia abajo y enseguida se puso frente al hueco para impedir que Abel viera lo que le había sucedido a su hermano.
Pedro había caído a un sótano repleto de lanzas antiguas, ubicadas de manera vertical formando una cuadrícula. Eran decenas de puntas oxidadas de épocas remotas, y aquel que había mantenido su gallardía aún tras la mordedura de la anguila, falleció en segundos, enterrándose en las armas junto a valientes anteriores de los que solo quedaban huesos polvorientos.
Abel respiró profundo, lamentando la muerte de su hermano, luego besó su crucifijo y subió los últimos escalones mientras abría con cuidado la botella de agua bendita.
Frente a él apareció la bruja. Un enorme sombrero y unos cabellos crespos cubrían su rostro, y solo se asomaba su larga nariz puntiaguda. Los ojos se le pusieron rojos, brillantes como brasas del infierno. Abel sacudió la botella lanzando un chorro de agua bendita sobre la hechicera, que se cubrió con sus harapos. La anciana gritó mostrando sus pútridos dientes, y el olor a azufre llegó hasta los pulmones de los cazadores. En el rostro arrugado de la hechicera pudieron verse quemaduras de las gotas de agua que le salpicaron, y entonces Tino le lanzó una botella entera, que estalló en medio de su frente.
La bruja corrió hacia un rincón oscuro para reagruparse y los hombres avanzaron valerosos a pesar del miedo que tenían; estaban dispuestos a morir en aquel enfrentamiento de ser necesario.
Abel hizo señas al muchacho para que se acercara por la derecha, para atacarla juntos a la cuenta de tres, pero antes de terminar de contar corrió hacia la bruja para dejar al joven atrás y asumir todo el riesgo.
La anciana fue veloz, y lanzó un hechizo al grito de «¡Mengi nixtul!», que provocó una explosión sorda haciendo tropezar a Abel.
En los segundos que le tomó ponerse de pie, Tino corrió hacia la bruja con el rastrillo a dos manos, y entonces Abel vio como ella lo esquivó y le clavó un cuchillo en medio del abdomen al muchacho.
Abel gritó y dio un salto para caer sobre la hechicera y ensartarle su rastrillo directamente en el cuello.
Enseguida se acercó al joven Tino, que lloraba de dolor y sonreía a la vez. Estaba feliz de que la muerte de su padre y las de los otros héroes no habían sido en vano, ya que habían puesto fin a la maldición que había afectado al pueblo desde antes de que él naciera.
Abel examinó el corte del muchacho, que no había sido profundo ni había afectado órganos vitales, pero el cuchillo estaba dotado de fuerzas oscuras, pues había sido forjado por seres malignos. Intentó cubrir la herida, pero la carne a su alrededor se derretía mientras lava ardiente brotaba de sus intestinos.
Los ojos de Tino se apagaron mientras Abel lo sostenía en sus brazos y le prometía que en el cielo lo aguardaba un sitio especial, donde gozaría de aquello que no alcanzó a conocer en su corta vida; como su primer trago de cerveza y el beso de una mujer hermosa.
A su lado, la malvada hechicera también había muerto, pero para deshacerse de ella para siempre debía cortarle la cabeza y transportarla a cientos de metros, de ese modo su perversa alma jamás podría encontrar los restos.
Su regreso fue celebrado, y la cabeza de la bruja fue echada a la hoguera. Algunas mujeres se descompusieron de impresión mientras la piel de la anciana se quemaba dejando todo el cráneo a la vista.
El héroe relató la travesía y habló de cuán valientes habían sido los otros cinco hombres; incluso alabó al Bordón que intentó huir cuando estaban en la colina frente a la casa, mintiendo que el hecho ocurrió mientras iban de subida. Pero más que nada habló de Tino, el hijo del herrero, diciendo que fue él quien mató a la bruja para fallecer poco después a causa de las heridas. La celebración duró varias horas y todos brindaron repetidas veces imaginando la llegada de una era dorada para el pueblo.
Al terminar la celebración, Abel y María Inés fueron a su casa. Él estaba exhausto y solo deseaba pasar la noche junto a ella. Pero mientras se quitaba las botas, María Inés se había escondido en un rincón oscuro, y se acercó a él para clavarle un cuchillo en el abdomen:
―Te imploré que no fueras ―dijo ella―. Te dije que aquella era una misión suicida. Has matado a una de nosotras, pero somos muchas las hechiceras en este pueblo. Aquella era mi hermana, y ahora yo seré la bruja suprema.
Abel intentó cubrir la herida, pero la carne a su alrededor se derretía mientras lava ardiente brotaba de sus intestinos. Enseguida cayó al suelo, y lo último que alcanzó a ver fueron unos ojos rojos, brillantes como brasas del infierno.
Excelente relato Federico, me tuviste en vilo al inicio y atrapada en esa búsqueda infernal todo el tiempo.
ResponderBorrarEse aparente final me pareció glorioso pero dudoso, y luego el inesperado y verdadero final fue fantástico, aunque penoso, pues la oscuridad una vez mas venció.
Moraleja, nada es lo que parece, no debemos dar por sentado que conocemos bien a la gente, cada Ser tiene una historia oculta que nunca revela. Muy bueno, me encantó leerte.
Un abrazo con olor a azufre de mis entrañas, ja, ja. Feliz noche de brujas...
Hola, Harolina!
BorrarMe alegra mucho que te haya parecido así el cuento. Es cierto, los trágicos héroes Abel y Tino tuvieron su pequeño momento de gloria. De hecho, el joven e inocente Tino jamás supo que la oscuridad vencería sobre el final.
Te mando un abrazo lleno de hongos y bacterias que crecen en este sitio sin luz.
Me gusta aunque es demasiado largo para un blog
ResponderBorrarGracias por el consejo; me alegra que te haya gustado.
BorrarFederico, qué texto más trepidante. La primera mitad me pareció un relato clásico a lo Jack London. Luego sí es mucho más fantasía y se agradece la mezcla.
ResponderBorrarQue vengan más relatos como este.
Un abrazo.
Hola, Miguel!
BorrarMuchas gracias por el comentario. Buena observación. Intenté no llenar el cuento de fantasía desde el principio para que sea una historia también de aventura y los héroes tuvieran mayor protagonismo. Al final apareció la bruja y me contaminó toda la escena.
Pronto subiré más terror y fantasía, espero que los disfrutes.
Abrazo!