Mi nombre es Gustavo Golmayo y soy médico forense. Por once años trabajé en la pequeña morgue de El Amparo, el pueblo en que crecí, luego me trasladaron al Hospital Municipal de Santa Fe, donde trabajo en la actualidad.
Llegué a esta ciudad por un mejor sueldo, pero más que nada vine en busca de nuevos desafíos. Siendo sincero esa es solo la versión oficial de los hechos, es lo que dije en la entrevista de trabajo y lo que contesto cuando me preguntan a la ligera. Lo cierto es que dejé El Amparo por la cantidad de experiencias terribles que he tenido allí. He soportado con coraje muchas de ellas, pero una noche ocurrió algo de lo que aún no logro reponerme. Luego de aquel incidente me vi obligado a buscar un nuevo puesto de trabajo, y así alejarme lo más posible del lugar que me vio nacer.
En los once años que trabajé allí hubo épocas en las que trabajé en la morgue solo y otras en los que tuve diversos asistentes. Algunos de ellos han renunciado, otros han sufrido peores destinos. También he despedido a más de uno porque sus modos no eran profesionales; hay gente que solo quiere manipular cadáveres para cumplir deseos perversos que no tienen cabida en mi profesión.
Manuel Q. fue el último asistente que tuve antes de abandonar El Amparo. Se veía muy correcto y educado; un muchacho agradable que hasta llegué a considerarlo como uno de mis mejores amigos.
Manuel había comenzado la carrera de medicina deseando ser cirujano, pero al fallecer su padre debió regresar al pueblo por problemas de dinero y para hacerse cargo de su finca. Era muy atento y siempre se mostraba deseoso de aprender cosas nuevas. Él llevaba ya dos años en el puesto, siendo el asistente que tuve por más tiempo y con quien mejor nos complementábamos en las tareas. A menudo hablábamos de su regreso a la facultad para terminar sus estudios y especializarse, por qué no, en ciencias forenses. Pero todos sus sueños quedaron truncos cuando el cadáver de Glenda R. llegó a la morgue.
Yo la conocía, todos en el pueblo la conocíamos. Era una mujer que había vivido en El Amparo por no menos de medio siglo. La gente mayor siempre fue respetada en ese lugar, pero Glenda, más que respetada, era temida. Su aspecto, su cabaña alejada de piedras y troncos, sus costumbres; todo en ella había hecho que los pueblerinos la acusaran de brujería.
Recuerdo haberla visto en una sola oportunidad hace mucho tiempo; una tarde en que regresaba del colegio y caminaba junto con unos compañeros. Yo tenía unos diez años; ella era una mujer de una edad aproximada a la que tenía mi madre en ese entonces. Estaba parada en una esquina, en la vereda frente a la que íbamos nosotros. Tenía el cabello negro y enmarañado, largo hasta la cintura, y usaba un viejo vestido que le cubría los pies, con el borde inferior lleno de tierra de tanto arrastrarlo al caminar.
Al verla, uno de mis amigos me dijo al oído que me cuidara de ella, que era una hechicera muy poderosa. Yo intenté desviar la mirada, pero no lo pude evitar, y al darme la vuelta vi que ella también me estaba observando, con unos ojos cargados de odio; como si hubiese escuchado lo que me habían dicho en secreto. Cualquier niño que la conociera –y también cualquier adulto– habría sentido escalofríos al conocerla. Yo solo necesité un segundo para entender por qué la gente la había apodado “la bruja de El Amparo”.
Son interminables las leyendas sobre aquella mujer, muchas de dudosa precedencia, pero creo que algunas debieron haber sido ciertas. Una de las más conocidas es la de aquel viajante extraviado que pasó por su cabaña a pedirle algo de beber. Hasta el día de hoy, son muchos los que dicen que a medianoche alguien les ha golpeado la puerta, y cuando se acercan a ver quién es, escuchan una voz débil del otro lado, suplicando por un vaso con agua. Cuando eso ocurre, la mayoría se queda rezando en silencio, pero los pocos que se han atrevido a abrir la puerta de entrada aseguran que no encontraron a nadie del otro lado, o bien que vieron algo alejarse, como un animal pequeño o una sombra. No se trata de un espíritu maligno, es más bien un alma en pena. Según se cree, Glenda no mató a aquel hombre, sino que lo tiene prisionero en un plano espectral superpuesto con el mundo en que vivimos, y es por eso que deambula perdido por toda la eternidad, sin poder llegar a su destino y así descansar en paz.
He escuchado otras historias sobre ella que ya contaré en otra ocasión, pero ninguna supera a aquella de la que yo fui testigo, esa que sucedió mientras a Manuel y a mí nos tocó hacerle la autopsia.
Cuando leía su archivo pronuncié su nombre en voz alta, y Manuel enseguida supo quién era. Debo reconocer que sentí miedo al remover la sábana que la cubría para verla allí acostada.
Con mi compañero nos miramos incrédulos, la edad y el aspecto de la difunta no coincidían en absoluto; Glenda se veía varias décadas más joven de lo que decía su documentación.
―Parece de cincuenta ―dijo Manuel.
Era cierto, de ninguna manera aparentaba su supuesta edad real.
Algo que siempre me llamó la atención de los cuentos de brujas es su aspecto. Casi siempre son ancianas horrendas, de piel arrugada, nariz larga y cabellos como paja. ¿Por qué se ven así? Si yo tuviera los poderes que se supone que ellas tienen, buscaría la manera de verme mejor para que la gente no me desprecie. Tal vez lo hacen a propósito, para así asustar a los niños. O quizás el poder de la magia oscura viene de la mano de una fealdad extrema, que refleja que han dejado de ser humanos tras la venta de sus almas.
Guiado por el arquetipo de la bruja diría que ella no lo era, al menos en su aspecto, o lo era y tenía algún secreto para verse así. La mujer que teníamos enfrente se veía igual que como era cuando la vi junto con mis compañeros, parecía que el tiempo no transcurría para ella del mismo modo que ocurre con las criaturas de Dios.
El informe decía que falleció de causas naturales hacía dos días. No parecía que tomaría mucho tiempo, pero debimos ponerla a un lado porque ese día estábamos ocupados con las autopsias de un accidente vehicular que debíamos resolver de inmediato. La ruta en dirección a San José presenta una curva muy peligrosa. No está iluminada y carece de banquina, y son muchos los conductores a quienes toma desprevenidos.
A la noche siguiente ya habíamos terminado con los tres cadáveres que debíamos estudiar de urgencia, y decidimos comenzar a analizar los restos de Glenda.
Para nuestra sorpresa ese día se veía diferente. Sí, era Glenda; su cabello negro y enmarañado, su rostro con forma de triángulo invertido y sus facciones angulosas. Sin duda era la misma, pero estaba aún más joven que cuando llegó a la morgue.
―¿Qué edad dijiste que tenía? ―preguntó Manuel.
En su documento decía que tenía ochenta y seis, y cuando la vimos por primera vez nos pareció una mujer de cincuenta, pero en ese segundo vistazo parecía aún menor.
Glenda se veía como una mujer de no más de treinta; quizás hasta más joven que mi compañero de trabajo. Su cuerpo era escultural, de curvas voluptuosas, y estaba más firme que el día anterior. Su rostro era hermoso, y contrastaba con su cabello enmarañado. Parecía una actriz que llevaba puesta una peluca para su papel en una película de terror, y mantenía los ojos cerrados a la espera de que le pusieran el maquillaje.
―La muerte le sienta bien ―dijo Manuel.
En ese momento hubo un corte de luz. Ya era de noche y la oscuridad dentro de la morgue era absoluta a excepción de la luz roja de emergencias. Al salir para revisar el asunto noté que estaba lloviendo; no lo sabíamos, dentro de esas gruesas paredes uno no se entera de nada de lo que ocurre en el mundo exterior; afuera podría haber un mundo de cadáveres esperando por su autopsia, y nosotros los haríamos pasar uno por uno sin darnos cuenta de que la fila llega hasta el horizonte.
Había saltado la térmica, y enseguida levanté la perilla para regresar a la sala de operaciones, entonces vi una de las imágenes más terribles que presencié en toda mi carrera. Allí estaba Manuel, desnudo, de pie frente a la camilla de Glenda, y ella estaba con las piernas abiertas.
No podía creer a mis ojos. Jamás tuve un asistente del que haya esperado algo como eso; en las entrevistas de trabajo se pide aptitud psicológica y se rechaza toda señal de perversión. Es cierto que he conocido algunos personajes que a veces hacían algún gesto irrespetuoso, pero Manuel no era de esos; era un profesional digno, y para mí fue un honor trabajar a su lado.
Todo lo que pensaba sobre él, todas sus virtudes desaparecieron en un instante cuando lo vi haciendo aquello que apenas puedo pronunciar.
Me acerqué para sacarlo de allí. Las palabras no me salían, solo pude levantar uno de mis brazos para intentar quitarlo de encima de ella, pero cuando apoyé la mano en su hombro sentí que no tocaba a un ser humano vivo.
El cuerpo de Manuel estaba frío, rígido, y enseguida lo solté. Me causó una horrible sensación que me recorrió por la espalda, y me quedé inmóvil sin poder evitar lo que estaba ocurriendo.
Ese que tenía enfrente ya no era Manuel, era solo una cáscara a punto de caer a pedazos. Un instante después se desplomó sobre el cuerpo de Glenda, y vi como los huesos de su espalda se mostraban cada vez más visibles mientras su carne de desintegraba y su piel se ennegrecía. En cuestión de segundos su cuerpo se convirtió en un cadáver que parecía haber estado descomponiéndose durante semanas.
Aunque no lo crean, aquella no fue la mayor sorpresa que me llevé esa noche. Luego de aquel horrendo espectáculo, vi una mano emerger para apoyarse sobre el tórax putrefacto de Manuel. Era Glenda, que lo empujó a un costado para poder levantarse.
Los restos de mi compañero cayeron al suelo y sus miembros se desprendieron; su descomposición se desarrollaba a una velocidad meteórica.
Por otro lado, en Glenda ocurría lo inverso. Se sentó sobre la camilla y ya no se veía como la mujer que llegó a la morgue. Era una joven de no más de veinte años de edad.
La vi estirar los brazos e inspirar con fuerza, para así llenar sus pulmones de vida tras dos días sin una gota de oxígeno. Luego se puso de pie y caminó hacia la puerta. Aún puedo sentir su respiración de cuando me habló al oído:
―Tu compañero del colegio tenía razón. Debes cuidarte de mí.
Luego de esas palabras salió por la puerta desnuda, cubierta solo por su cabello largo y enmarañado, y yo me quedé observando cómo se perdía en esa oscura noche de lluvia.
Al día siguiente no pude explicar lo ocurrido con precisión. Finalmente, se le echó la culpa a un posible hongo o enfermedad que pudo haber contraído Manuel mientras trabajaba a solas. Respecto a Glenda, decidí prender fuego su expediente y hacer de cuenta que nunca tuve su cadáver en mis manos. Días después me tomé unas vacaciones por tiempo indefinido mientras buscaba un nuevo sitio donde trabajar.
Jamás sabré en qué momento Manuel dejó de ser quien era para ser controlado por aquella mujer; prefiero no hacerme preguntas al respecto. La gente del pueblo tampoco hizo muchas preguntas sobre lo ocurrido, y nadie sospechó de mí. Y aunque suelo decir que dejé aquel trabajo en busca de nuevos desafíos, esa es solo la versión oficial de los hechos. Todos en el pueblo saben que, en realidad, deseaba alejarme lo más posible de la temible bruja de El Amparo.
Bueno Federico, aqui te has lucido con este sorpresivo relato de Gustavo, que cada vez se pone más espeluznante. Muy buena la narrativa y ambientación y tremendo desenlace. Todo un festival de historias que contar vividas por este personaje tan peculiar que has creado.
ResponderBorrarEspero dormir bien esta noche, aunque me has hecho recordar que cuando estudiaba ingeniería me gustaba ir al laboratorio de medicina a ver los muertos metidos en formol con los que hacían las prácticas los estudiantes de medicina, esa otra carrera también llamaba mi atención.
Un abrazo.
Me alegra que mi cuento te complique el sueño.
BorrarTambién me alegra saber de tu interés en la profesión de Gustavo. Como viste, siempre está en necesidad de un nuevo asistente, así que si estás interesada, puedo hablarle de ti la próxima vez que se presente una vacante.
Gracias por el comentario, amiga.
Abrazo, Harolina!