Mi nombre es Gustavo Golmayo y soy médico forense. Por once años trabajé en la pequeña morgue de El Amparo, el pueblo en que crecí, luego me trasladaron al Hospital Municipal de Santa Fe, donde trabajo en la actualidad.
Mi nuevo lugar de trabajo me sorprendió. Es amplio, luminoso, la temperatura se mantiene estable a dos grados centígrados, y tiene todo lo necesario para realizar autopsias con comodidad. Yo estaba acostumbrado a un trabajo tranquilo, donde recibíamos unos pocos difuntos al mes, pero en una ciudad como esta los cadáveres se acumulan y el tiempo escasea.
Tras una semana en Santa Fe mi compañero pidió licencia por enfermedad. El primer día en que quedé a cargo había exactamente trece cuerpos en espera. Recuerdo ese número, y no voy a olvidar esa cantidad mientras viva.
Poco después de llegar fui al baño, y al regresar vi que una de las camillas estaba vacía. La sábana que la cubría estaba en el suelo y no había ninguna señal de lo que pudo haber pasado con el individuo faltante.
Había dos hileras de cadáveres, una de siete y otra de seis, y todas las camillas, con excepción de esa, estaban cubiertas con sábanas iguales. Era imposible no notar aquella ausencia; destacaba mostrando de manera incuestionable que alguien se había llevado un difunto.
Me tomé un momento para contar los cuerpos; eran doce, sí, faltaba uno. Me asomé al pasillo, pero no vi a nadie. Caminé para buscar al asistente que me había entregado los informes y me confirmó que habían quedado trece difuntos del día anterior. Le pregunté si estaba seguro y me lo confirmó sin vacilar.
Regresé a la morgue y conté una y otra vez, de atrás hacia adelante, de adelante hacia atrás. Luego revisé los cajones creyendo que quizás había puesto allí uno de los cadáveres; a veces uno trabaja de manera automática, olvidando incluso que trata con personas que alguna vez estuvieron dotadas de vida. Fue inútil, había un cuerpo faltante.
Tomé la planilla del día y tomé lista. Uno por uno fui verificando los presentes hasta que, efectivamente, vi un nombre en la lista cuyos restos no estaban; se trataba de una mujer joven llamada Emma S.
Revisé todo de nuevo desde el principio, pues los nervios podían estar jugándome una mala pasada. Miré los rostros de los cadáveres confirmando que eran los mismos que los de la documentación que tenía y me aseguré de que era Emma quien faltaba. Las horas volaron mientras yo no hacía otra cosa que ratificar la ausencia una y otra vez.
A pesar del frío del lugar yo estaba sudando. A esa altura ya me había quitado el barbijo y mi respiración afanosa creaba vapores en el aire. Ya los imaginaba a todos hablando mal de mí: «Al pueblerino le quedó grande el puesto», «Aquí se viene a trabajar en serio, no como en su trabajo anterior donde no hacía más que rascarse y tomar mate».
Se pueden perder muchas cosas en un empleo, pero nunca un cadáver, de eso se trata mi tarea: de estudiarlos y conservarlos. Ellos están quietos, no es que se pueden ir caminando sin más. Pero eso era lo que parecía, que Emma se había puesto de pie y se fue a seguir con su vida como si nada le hubiera sucedido; como si nadie le hubiera avisado que estaba muerta.
Mi turno había terminado hacía una hora y yo seguía allí como quien busca un fantasma. Decidí irme, pues quedarme tanto tiempo fuera de mi horario levantaría más sospechas.
Me llevé el reporte de Emma S. a mi casa para leerlo y pasé casi toda la noche sin dormir repasando el asunto. No sé qué esperaba encontrar, tal vez solo quería conocer sobre su vida y así mostrarme más empático cuando le pidiera disculpas a su familia por el descuido.
Pasé la velada leyendo y bebiendo. Mala combinación. Mientras corría las hojas mi mente iba ilustrando imágenes con cada frase que leía.
Emma tenía treinta y dos años, y había sido bailarina. Comencé a imaginar sus piernas bien torneadas frente a mí. Eran largas y suaves, pero de pronto se ponían de un color grisáceo, y ya no podían moverse con la gracia que lo habían hecho en vida. Su abdomen, que alguna vez fue firme, ahora estaba hinchado y abierto de par en par, con todos los órganos inertes a la vista. Leí sobre su familia; tenía padres, dos hermanos, y un novio con quien planeaban casarse, pero sus dedos sin pulso jamás portarían el anillo. Me acosté llevando el archivo a la cama y su fotografía cayó al suelo.
Desperté en medio de la noche y recogí las hojas del archivo que estaban desparramadas por la habitación. Fui a la cocina a prender la hornalla. Pensé en quemar el expediente completo y así liberarme de su recuerdo; haciendo de cuenta que nunca la llevaron, negando cualquier cuestionamiento mientras la duda deambularía por los pasillos del hospital. Sería mi palabra contra la del asistente, pues yo diría que no revisé los cuerpos apenas llegué, pero que unos minutos después vi que faltaba uno y creí que él sabía dónde se encontraba. Quizás lo despedirían a él, quizás a ambos. Aunque también era probable que no sucediera nada, y que los días transcurrieran sin preguntas y yo me estaba preocupando en vano. Alejé entonces las hojas que apenas habían comenzado a ennegrecerse por el fuego y decidí seguir por otro camino.
Si alguien encontraba el cadáver y yo no tenía el expediente podría generar un problema grave, por lo que se me ocurrió un plan B, en caso de que la familia reclamase su cuerpo. Iría a buscar los restos de una mujer parecida a Emma; algún cadáver sin identificar, de los que hay muchos en una morgue tan grande como la del Hospital de Santa Fe. Pero sería una tarea muy difícil evitar que alguien se diera cuenta. No; aquel plan tampoco funcionaría.
¡Vaya historia que el destino había escrito para la joven! La pobre falleció a los treinta y dos años de una muerte terrible y ni siquiera podía descansar en paz. Sí, toda muerte es terrible, pero en su caso más aún, si me lo permiten. Emma había sido asesinada; su cuerpo presentaba múltiples heridas de puñaladas. La habían asaltado en un callejón mientras regresaba de la academia de baile en la que daba clases a niñas pequeñas. Tal vez se resistió a un asalto, o a un abuso; no había motivos aparentes ni sospechosos. Un rato después la habían encontrado inconsciente. Cuando la llevaron al hospital ya era demasiado tarde. Había perdido demasiada sangre en el tiempo que estuvo en ese callejón y poco después fue enviada a la morgue. Mi compañero había hecho la autopsia el día anterior y solo debía esperar los resultados de unos análisis potencialmente útiles para descubrir al culpable.
Me senté en la sala a contemplar un punto en el vacío. Me sentía mal por mis pensamientos, por mi responsabilidad en la desaparición, y entonces continué bebiendo. Pensé entonces en confesar mi descuido, al menos hacerlo por ella. Si pedía sinceras disculpas a todos, en unos años tal vez la gente del hospital lo olvidaría, pero yo no lo olvidaría; mi error haría imposible que el asesino fuese identificado.
¿Quién habría sido el criminal? ¿Acaso era alguien del hospital?, ¿algún compañero de trabajo que se encargó de hacer desaparecer a Emma para así borrar sus huellas? Era muy difícil que un desconocido pudiera ingresar a la morgue sin ser detectado; debía ser alguien que yo conocía.
Los rostros de los doctores y enfermeros desfilaban frente a mí, con miradas siniestras, riendo mientras yo era acusado de negligencia.
Me di una ducha y preparé una jarra de café. El día sería largo, no sabía si al llegar al trabajo ya estarían todos enterados de la desaparición de la bailarina y yo tendría que llamar a un abogado laboral. Me dirigí al hospital mucho antes de mi horario de entrada, esperaba encontrar alguien escondido como un bufón entre los cadáveres, o alguna pista que me dijera quién fue el saqueador. Pero cuando llegué a la morgue todo pareció haber sido una pesadilla. Los trece cuerpos estaban en la sala. Los conté, varias veces. Eran trece, no doce como el día anterior, eran exactamente trece. Los revisé uno por uno, tomando lista otra vez, y encontré el de ella. Emma S. también estaba presente, como si nunca se hubiera ido. Era una más de su hilera, no tenía nada que la diferenciase del resto.
Aquello no podía tratarse de un error, no pudo haber sido una simple distracción. Yo vi todo, vi su camilla metálica vacía brillando en su ausencia, y vi la sábana en el suelo, vacía también. Había estado toda mi jornada buscando aquel cuerpo, no había forma en que lo hubiese pasado por alto.
Revisé de nuevo el cuerpo de Emma, no parecía haber sido manipulada por nadie más que mi compañero durante la autopsia.
Miré a mi alrededor, volví a contar los cadáveres pensando que otro podría desaparecer en cualquier momento, repasando en mi cabeza la ubicación de cada uno, hasta que supe que no podía trabajar en esas condiciones. El alcohol, el café, los nervios…; aquella mezcla me había convertido en una marioneta de alambre llena de miedos. Abandoné mi puesto, cerré la puerta de ingreso con llaves y me acerqué a un guardia para decirle que me contase si veía alguna persona merodeando los pasillos. Le dije que yo regresaría pronto, y mientras me alejaba le grité que no dejara que nadie se acercarse al lugar. Tal vez no debí hacer eso, pero el cuerpo de la joven estaba allí, no hay problemas en despertar sospechas mientras no haya ningún crimen.
Crucé la calle y fui a la cafetería que se encuentra frente al hospital. Necesitaba algo refrescante, como la tarta de manzanas casera que allí preparan, y una bebida diferente al de mi vieja máquina que solo produce una horrible infusión que quema los granos. Me senté a tomar aquel desayuno junto a la ventana y vi la gente pasar mientras me relajaba poco a poco.
Frente a mí estaba el televisor. Cualquier cosa me habría distraído, cualquier primicia me habría hecho olvidar por un instante todo lo que había vivido en esas veinticuatro horas, pero vi algo que me hizo saltar de mi asiento para pedirle a la cajera que subiera el volumen.
Estaban mostrando una noticia de último momento, y mientras contaban lo ocurrido se veían trece fotografías de mujeres jóvenes entre las que se encontraba la imagen de Emma. Su crimen y el de las demás había sido por fin resuelto.
Esa noche, mientras su cuerpo estaba desaparecido y yo sufría pensando en las consecuencias, se oyó un disparo proveniente de un departamento. La policía ingresó y hallaron el cuerpo de un hombre que había recibido un balazo en la cabeza. La puerta y las ventanas no presentaban señales de haber sido forzadas, y todo indicaba que había sido él mismo quien se quitó la vida. En el hogar del difunto hallaron pertenencias de las mujeres cuyas muertes no habían sido justiciadas. El hombre guardaba recuerdos de cada una de sus víctimas, y aquella fue la única manera en que se logró saber que él era el culpable de aquellos crímenes.
Quedé sin habla, mirando por la ventana hacia el hospital mientras el barullo a mi alrededor me ensordecía. Enseguida olvidé los rostros socarrones de mis compañeros, de quienes sospeché injustamente, y olvidé las horribles descripciones del informe de mi compañero sobre la autopsia. Ya no recordaría a aquella mujer como un cadáver en una camilla, de piel gris y fría, de órganos y miembros inertes. La recordaría a ella, a Emma, la bailarina, la instructora de la academia, que había conseguido la tranquilidad que le quitaron en vida.
Volví a diferenciar los sonidos a mi alrededor y me senté a beber el té que había ordenado. De pronto vi una niña caminando junto a sus padres por la vereda, que me miró a través de la ventana. Me saludó con una sonrisa, y luego giró en el lugar, en un perfecto paso de baile.
Federico, lo leí hace unos días y ahora lo vuelvo a leer para dejarte un comentario.
ResponderBorrarEs un relato paranormal escalofriante e inquietante, nos muestras cómo es estar dentro de una morgue y la cantidad de cosas que podemos ver, sentir e imaginar, aunque en este caso no ha sido imaginación, más bien fue ponerle un fin merecido a un asesino serial para que no vuelva a matar a nadie más.
Me encantó como muestras ese juego de la mente, divagando, buscando explicaciones y soluciones, y nos involucras en esa agonía desesperante de Gustavo, y luego ese inesperado final poniendo todo en su lugar, y esa niña que le sonríe como confirmación.
Genial amigo, un gusto leerlo, recibe una sonrisa.
Hola, Harolina!
BorrarMe alegra que te haya gustado mi cuento y los juegos de la mente desesperada del protagonista.
Giro en mi lugar en un paso de baile tras leer tu comentario.
Te espero en la próxima aventura de la pequeña morgue de Gustavo.