viernes, 1 de noviembre de 2024

LA RÉPLICA




Perfecta; la pequeña puerta quedaría perfecta. Mateo tomaba las medidas del antiguo tocador francés para tallar la nueva pieza. No se oían ruidos; no había distracciones. Su trabajo era su arte; su trabajo era su vida.

A la misma hora de siempre encendió el televisor; última conexión que tenía con el mundo. Enseguida comenzaron a hablar de Sabrina, la adolescente que había desaparecido hacía una semana.

Mateo seguía el caso de cerca, y se dejaba hipnotizar cada vez que nombraban a Sabrina.

“Sabrina”... El nombre resonó en la carpintería cual sutil lluvia de astillas.

La fotografía de la joven se congeló en la pantalla. Los lentes redondos de Mateo reflejaban la luz, ocultando sus ojos grises. Recorrió con la vista el largo cabello negro, y se perdió por un instante en aquel último bucle que descansaba sobre esa piel desnuda y blanca.

La escuadra de acero tembló entre sus dedos cuando la periodista anunció que tenía novedades. La adolescente había sido hallada sin vida. Sabrina. Sí. Sabrina.

La transmisión del lugar en vivo se veía irreal, parecía un bosque montado para una noticia falsa. Mateo no pudo oír los detalles; un lamento de hojas secas lo envolvió, y solo alcanzó a escuchar que Sabrina fue estrangulada. El asesino no dejó huellas. Fue como si se hubiera convertido en un objeto inanimado para así perderse en la oscuridad del ambiente, llevando consigo el secreto de un crimen perfecto.

El carpintero sintió un dolor que se acumuló en su pecho, y la escuadra de acero finalmente cayó al suelo.

Ya no pudo continuar trabajando en el tocador francés, ya no pudo seguir con sus tareas como cualquier tarde de jueves. Tras una semana viendo las fotografías de Sabrina llegó a sentir que la conocía al detalle. Es que su aguda mirada de artista había contorneado cada una de sus curvas, como un amante silencioso que se toma un tiempo eterno antes de dar el paso decisivo.

A la mañana siguiente no terminó su desayuno; el café negro le supo a un tazón de lágrimas. De pronto sintió una presencia, como si alguien lo estuviera observando de frente. Se acercó al sillón colonial en reparación y notó que el almohadón estaba bajo. El asiento volvió a inflarse, y entonces escuchó que unos pasos se alejaban; unos pasos de pies descalzos.

Por la tarde lo interrumpió un ruido proveniente de la cocina. Allí encontró un vaso rodando sobre la mesa, que cayó para estrellarse contra el suelo. Y enseguida se volvieron a alejar unos pies descalzos juguetones

No pudo seguir el rastro; pues en ese momento el televisor se encendió por sí solo, y la trágica historia de Sabrina sonó a máximo volumen.

Mateo miró a su alrededor y una idea lo golpeó de repente. Se dirigió entonces al fondo del taller, donde tenía miles de objetos acumulando polvo. Cualquiera diría que el sitio estaba desordenado, pero él tenía un registro mental de todo lo que allí guardaba. Sin vacilar salió con un gran tablón de madera de cerezo que había guardado durante diecisiete años.

Transportó la pieza con determinación y ternura. Un aroma a cabellos de niña en primavera flotaba en el aire. La carpintería, un santuario, se convirtió en el escenario de un ritual, donde cada cincelada iba devolviendo la vida a la joven. Las manos de Mateo creaban una nube de aserrín que el sol atravesaba y pintaba de dorado. En aquel brillo tomaron forma fantasmas de vivencias de Sabrina, de todas las posturas que aprendió en la escuela de danzas.

A partir de ese día ella se convirtió en su compañera inseparable. La joven jugaba a su alrededor abriendo y cerrando los cajones del tocador francés, e imitaba en forma payasesca el modo en que él manejaba las distintas herramientas. El taller entero se llenó de correteos y todo desbordó de risa adolescente.

El mundo exterior también cambió. Al mirar a las personas notaba que no tenían expresiones, y que sus rostros se desmoronaban como viejos maniquíes. Ellos corrían una carrera sin destino, mientras él avanzaba a paso firme. Cuando entregaba los trabajos sonreía, pero no una sonrisa empática. Más bien era un reflejo ocasionado por la melodía de cello que sonaba en su interior, y que solo él podía oír.

El peso que cargaba en sus espaldas se convirtió en un montón de plumas, que se fueron esparciendo por la ciudad. Mateo regresó ansioso a su carpintería; un cosmos en miniatura; el último refugio de un mundo rabioso. Las horas transcurrían, los días pasaban, pero allí el tiempo llevaba otro latir. Cada corte era preciso, cada rasgo era idéntico y recreaba la alegre esencia de Sabrina.

Cuando terminó de lijar la última pieza, una gota de sudor se desprendió de los escasos cabellos de su frente, y el espíritu de la adolescente lo limpió con un pañuelo. Un instante después notó que la joven no estaba más a su alrededor, no correteaba con pies descalzos, tampoco abría y cerraba los cajones; ella estaba tras los labios sellados de la muñeca, encerrada en un mutismo perpetuo.

La obra estaba lista. El carpintero la inspeccionó una última vez, pero al llegar a ciertos relieves pronto se incomodó. Le puso unas prendas sencillas para cubrirla, luego sintió que estas no eran dignos de la tersa piel de la nueva Sabrina, y fue a comprar vestimenta idéntica a la que había visto en las fotografías compartidas por televisión.

Él recordaba cada detalle: la camiseta blanca de mangas cortas, el pantalón de jean de agujeros precisos, y el vestido de color azul que apenas cubría sus rodillas inquietas. Recorrió varios sitios buscando reproducciones exactas de cada una de esas prendas. Luego eligió la ropa interior con los ojos cerrados, para no profanar la intimidad de la joven. Ruborizado, Mateo pagó a la cajera y ocultó rápidamente las prendas íntimas en una bolsa que escondió bajo el brazo. Con la compra realizada, se apresuró a salir de la tienda, ansioso por buscar el último detalle para vestir a su creación: un cabello natural negro y rizado, idéntico al de Sabrina.

Mateo sentó a la muñeca en el sillón colonial en medio de la carpintería. Allí la vistió y desvistió buscando el mejor atuendo, mientras sus dedos se demoraban con cada botón. De pronto, al descubrirle el delicado abdomen, vio la ropa interior asomarse. Su pulso se aceleró al momento en que por fin supo que aquella era del color de sus fantasías.

Ese día no pudo avanzar con su trabajo. Estaba distraído. El viento movía el vestido de la muñeca y su sonrisa se veía casi humana.

La noche cayó y los ruidos del taller se apagaron. Mateo se retiró exhausto hacia la pequeña habitación de la planta superior. Mientras se alejaba se dio la vuelta para volver a mirar a su obra. Luego de dar unos pasos la vio otra vez. El vestido de la muñeca se había levantado, y revelaba sus muslos. El carpintero estaba a punto de subir las escaleras cuando se dio la vuelta una vez más, y entonces vio a la muñeca de pie junto a él.

Los ojos de madera, antes vacíos, ahora centelleaban con una luz siniestra. Los labios, antes sutiles, dibujaban una sonrisa macabra. La réplica extendió los brazos como garras hacia Mateo, y sus dedos se cerraron alrededor de su garganta. Pronto el carpintero emitió un grito ahogado y cayó al suelo, prisionero de un mutismo perpetuo.

Nadie sospechó de ella, que volvió a convertirse en un objeto inanimado para así perderse en la oscuridad del ambiente, llevando consigo el secreto de un crimen perfecto.