Anahís recorría el museo con una sonrisa que no podía contener. Sus labios, pintados en bordó, estuvieron a punto de estallar en carcajadas más de una vez, en especial, cuando oía a alguien reprobar su nueva escultura.
Todos se decepcionaron con la obra; demasiado simple para aquel sitio de columnas altas y techos con molduras de blanco radiante, un lugar que solo exponía las piezas más destacadas de la escena plástica contemporánea.
La artista, tantas veces aclamada por su estilo transgresor, había llevado una pieza que, por mucho que sus fieles seguidores lo intentaban, no lograban sacar a relucir alguna idea de la desobediencia que la caracterizaba.
La creación titulada “El abismo en el espejo” tenía pocos detalles. Se trataba de una escultura de una mujer que llevaba lo que parecía ser un vestido francés del siglo XIX, de pie frente a un espejo de marco labrado.
—Inocuo —dijo el crítico de arte Rafael Valdez; un hombre obeso con gafas redondas y barba en punta.
Rafael infló su pecho, como lo hacía cada vez que encontraba una víctima para su siguiente artículo.
Anahís no estaba preocupada, ella seguía caminando en círculos alrededor de su obra. Los pasos de la autora resonaban en la madera pulida, pues llevaba unos borceguíes de cuero que parecían demasiado grandes para su estructura delgada y vestida de negro, una figura de líneas más bien puras y sencillas, que de curvas exuberantes.
Las horas pasaron y las partes de la escultura diseñadas en cera comenzaron a derretirse a causa del calor de los reflectores, pero Anahís no se alarmó, al contrario, se abrazó a sí misma como un pequeño cuervo, orgullosa de su plan perfecto.
En ese momento, todos en el museo se acercaron para ver a la pieza perder su forma, hasta que trozos de su rostro comenzaron a desprenderse. La cera derretida reveló capas ocultas; el calor la estaba despojando de su máscara. Para sorpresa del público, bajo la primera capa de cera se escondía una segunda cara; una calavera grotesca de una mujer que había estado intentando mantenerse bella, pero que solo logró arruinar su piel por el exceso de cosméticos. Ese rostro tenía un nivel de detalle sorprendente, y su mirada mostraba una desvinculación de la realidad objetiva; se había perdido en la profundidad del espejo que le devolvía una mentira piadosa.
Anahís continuaba pletórica. Aunque solitaria físicamente, se sintió rodeada del caos, que la albergaba como una madre.
El cristal del espejo que acompañaba a la escultura tenía un mecanismo que lo hizo girar, y al otro lado tenía una pintura que, con un vidrio delante, daba la sensación de que también era un espejo, pero en lugar de reflejar un rostro derretido, tenía pintado el atractivo rostro original. Todos los presentes aplaudieron, convirtiendo a Anahís en el centro de atención de la muestra.
Varios artículos la nombraron como la autora de la mayor atracción de aquella gala. Ella disfrutaba de esos momentos de éxito, pero algo la inquietaba, y era que ya habían pasado varias semanas sin trabajar y aún no tenía una idea para una nueva obra. Su mente estaba vacía, al igual que las botellas que se acumulaban a su alrededor.
Una noche, mientras miraba televisión y cenaba varias copas de vino, sobrevino un apagón en todo el barrio. El silencio fue absoluto, como si ella fuera lo último en el mundo, acompañada solo por una eterna oscuridad. Pero no se sintió cegada; todo a su alrededor se convirtió en un lienzo de potencial infinito. Vio distintos tonos de negro bailando entre sí como si de amantes se tratase, percibió sombras que se deslizaban como seda sobre el suelo hacia sus pies, y vio por la ventana un fino polvo de estrellas dibujar curvas humanas en el vacío. Minutos más tarde la corriente regresó, y Anahís sintió una chispa de curiosidad: ¿Qué pasaría si trabajara sin ver?
Recorrió el departamento con la sensación de que había algo allí escondido, no alguien tembloroso como un ratón, tampoco al acecho como una pantera, sino algo que la esperaba, que solo esperaba paciente disfrutando de esa espera. De pronto oyó un susurro, el viento tal vez, o una voz lejana que se distorsionó en el camino, pero llegó hasta sus oídos con claridad para sonar como un nombre: «Anahís».
No supo de dónde provenía, pero en ese momento estaba parada sin explicación frente a una habitación interna olvidada, cubierta de polvo y tiempo, que no utilizaba más que para acumular objetos en desuso. Ese sería un sitio ideal para su plan, y decidió ambientarlo para trabajar allí a oscuras, en un afloramiento de percepciones más allá de la vista.
Al día siguiente vació la habitación, y llevó una mesa y sus herramientas de trabajo. Tapó bien todas las hendiduras alrededor de la puerta para que no ingresara una gota de luz, y enseguida comenzó a crear una pieza que al principio no sabía en qué iba a transformar, solo sabía que la haría en una unión absoluta entre artista y obra; la esculpiría en el éter mismo de la noche.
Una imagen comenzó a tomar forma en su mente, y se sintió guiada mientras exploraba cada trozo de arcilla. El material se comunicaba con ella mediante el tacto, volviéndose más dócil o más rígido, según dónde lo presionaba. El sonido que hacía cuando hundía sus dedos también la ayudaba, en una cadencia de notas que solo ella podría entender. Pronto comenzó a oler los diferentes aromas que el material emanaba según su humedad, y la imagen mental cobró vida en sus manos. El bloque tomó entonces el aspecto de unos hombros musculosos, sobre los que descansaba una cabeza de soberbio perfil.
Fue convirtiendo ese sujeto en uno de aspecto fuerte, pero sobre todo se enfocó en su rostro, imaginando cada línea, cada curva. Quería que fuese bello y con un semblante intenso.
Estuvo horas sin salir de ese lugar, dando forma a su creación. Deseaba hacer un gran avance ese día, aunque suponía que le tomaría muchos más el poder terminarla. Luego de un rato encendió la luz y vio que su escultura era más preciosa de lo que había imaginado. De hecho, ya estaba terminada, pero hubo algo que la sorprendió más aún: aquel hombre carecía de ojos.
Vio la obra con detenimiento. Ella recordaba haber dedicado tiempo a los ojos de su escultura, pensó que quizás pudo haberlos borrado por accidente en el proceso creativo, mas el resto de la obra no tenía defectos.
La pieza era hiperrealista. Cada pliegue del cuerpo del hombre era el correcto, cada vena sobresalía perfecta sobre su piel, y su rostro era intrincado y exquisito. Anahis estaba confundida, tenía amplios conocimientos en anatomía humana, los que plasmaba en cada obra, pero no se creyó capaz de hacer algo tan minicioso en tan poco tiempo y, sobre todo, en aquella habitación desprovista de luz.
Luego de ver la obra terminada se sintió eufórica, y decidió celebrar de un modo especial, como solía hacerlo en esas ocasiones. Invitó esa misma tarde a una joven pareja que había conocido en una conferencia, y que habían expresado admiración por su capacidad de capturar la esencia humana en sus colecciones.
Dos horas más tarde llegaron. La muchacha ingresó al departamento primero. A Anahís le bastó un segundo para recorrer su cuerpo por completo. De haberlo querido, pudo haber esculpido cada una de sus firmes curvas a la perfección. Prefirió posarse pronto en su bello rostro, y la joven se sonrojó y se corrió el cabello rizado por detrás de la oreja.
El muchacho era alto y atlético, tenía una gran fuerza contenida que deseaba ser despertada por la escultora. Sus ojos eran de un azul intenso, y su cabello era rubio. La artista lo observó sin reparos, pues con los hombres era directa en su accionar.
Anahís se sentó en su sillón Chesterfield de cuero negro, en el centro del amplio departamento. Las paredes blancas desaparecían en la distancia. Los muebles, escasos pero bien elegidos, parecían flotar en el aire. La última luz natural del día entraba por las amplias ventanas a través de un parque al otro lado, en un rito crepuscular diario y sereno.
Anahís abrió una botella de vino y se recostó en el sofá, observando a la joven pareja que tenía enfrente, sentados sobre sillones individuales.
Bebieron vino entre risas mientras los invitados llenaban de halagos a la artista:
—Me encantó tu última obra —dijo él—. El mensaje es brutal; por cuidar la máscara que llevamos, terminamos descuidando a quien somos realmente.
Anahís contuvo una sonrisa. Le gustó la interpretación del joven pero prefirió conservarse impasible, mientras observaba a la pareja desde su trono de hielo.
Fue a su bodega por otra botella, solo que esa vez no regresó con una de vino. Le entregó la bebida al muchacho para que este la sirviera. El líquido era verde-amarillento, casi fluorescente. Su amiga leyó la etiqueta con curiosidad:
—Le Confession du Diable... ¿qué es?
—Absenta —respondió Anahís—. Es una bebida intensa, misteriosa y un poco peligrosa. Mi veneno preferido; aunque se desperdiciará en paladares inexpertos.
Los dos invitados intercambiaron una mirada divertida, y probaron el elixir haciendo una mueca. Anahís se rió baja y suavemente, mientras comenzaba a sentirse cada vez más atraída por sus invitados.
Se levantó del sofá y se acercó al muchacho y lo besó en los labios, luego llamó a la joven para besarla también. Ambos jovenes se ruborizaron, sorprendidos pero intrigados. Él la beso en el cuello y la rodeó con sus brazos, atrayéndola de espaldas, mientras ellas se desvestían la una a la otra.
Anahís sintió su corazón latir más a prisa, pero justo cuando la pasión estaba a punto de estallar, vio en su mente unas manos de dedos largos que la sujetaron del cabello, poseyéndola como nadie lo había hecho. Pudo ver una piel transparente con una carne de una negrura absoluta, y unos ojos, también negros, la miraban desde una profunda oscuridad. De pronto aquella mano helada apretó su garganta, y Anahís se apartó bruscamente de la pareja, presa de una sensación de pánico.
—Salgan —dijo con voz firme.
Los invitados se miraron confundidos, y el muchacho quiso reiniciar la escena pasional posándole la mano en la cintura, pero entonces Anahís tomó el sacacorchos y le hizo un corte en el brazo:
—¡Fuera!
Los jóvenes salieron a medio vestir, mientras la muchacha limpiaba la sangre que brotaba del brazo de su amigo.
No se animaron siquiera a decir palabra; las facciones de la artista se habían transformado, sus músculos estaban tensos, sus pupilas dilatadas, y su rostro mostraban un brillo de fuego interior, como si un ser demoníaco se hubiera apoderado de ella.
Esa noche tuvo constantes pesadillas que la despertaron cubierta en sudor. Soñó que su cuerpo se desintegraba en una masa amorfa sin luz. Soñó que el suelo se convertía en un agujero distorsionado, y todo el espacio-tiempo era absorbido por este. Y hasta soñó que su alma era engullida por huestes de demonios, cuyos cuerpos estaban formados del mismo material del que están hechas las sombras.
*
Desde la salida del sol la artista se quedó despierta mirando el techo en un estado de estupor, y a primeras horas recibió un llamado de Rafael Valdez, el crítico de arte.
Hacía algunos años, Rafael había publicado un artículo sobre Anahís, en el que decía que la causa de sus controversiales obras era la pérdida de sus padres. Pero esa vez él le había jurado que no incursionaría en temas personales.
Asistió esa misma tarde, y ella aún no se reponía de la noche anterior.
Se dirigieron a la sala, y en una distracción de su invitado, Anahís corrió la alfombra con el pie para cubrir una mancha de sangre que había quedado del corte que le ocasionó al muchacho.
Ella se sentó en su sillón Chesterfield de cuero negro y Rafael eligió una banqueta demasiado pequeña para sus caderas:
—Sabes, Anahís; no siempre fui crítico de arte. En mi juventud anhelaba ser pintor, mas la fortuna no me sonrió. Me vi así obligado a canalizar mi pasión buscando el secreto tras la perfección de artistas como tú. ¿Cuál es tu verdadero rostro en la oscuridad, Anahís?
—Prefiero que mi arte hable por mí —contestó ella.
—¿Cuándo podremos esperar algo nuevo de ti?
—Mañana expondré una escultura llamada “Los Anteojos Mágicos”; la acabo de terminar.
—¿Qué inspiró tu nueva creación?
Ella evadió la pregunta:
—Perdón, no le ofrecí nada de beber ¿Qué desea?
—Té verde japonés con dos rodajas de limón y una cucharadita de miel manuka, por favor —respondió el crítico.
La escultora fue a la cocina y enseguida puso una pastilla efervescente en un vaso con agua, mientras tanto Rafael Valdez recorrió todo el lugar con la mirada.
Ella tardó en regresar, mientras buscaba con qué reemplazar la miel de manuka. El crítico se levantó del sillón y caminó con las manos detrás de la espalda, recorriendo el taller en busca de algo que agregase una pizca de jengibre a su artículo.
Fue entonces que ingresó en la habitación en donde aún estaba la flamante obra: el hombre hiperrealista sin mirada titulado “Los Anteojos Mágicos”. El crítico quedó abismado en una petrificación muda. En más de una ocasión había sostenido que Anahís era una artista de caminos fáciles, famosa gracias a sus propuestas controversiales, pero aquella pieza era prueba de que su ejecución era sublime. Rafael Valdez comprendió el porqué del título de la obra, comprendió que aquel hombre había perdido los ojos, y ahora podía ver todo lo que no veía antes, su mirada era introspectiva, sus ojos eran una ventana al alma.
De pronto se cerró la puerta de la habitación, y Rafael quedó atrapado en una noche sin estrellas, y entonces algo lo sujetó tapándole la boca. Intentó moverse pero también le enlazaron los brazos y las piernas, y hasta un tentáculo oscuro abrazó su prominente abdomen. Cuando su respiración se apagó, fue arrastrado por las penumbras hasta desaparecer en un rincón del taller.
Anahís regresó a la sala pero no vio al crítico. Recorrió entonces el departamento y al pasar junto a su taller vislumbró una criatura de una negrura absoluta. Un ser delgado, de manos grandes y dedos extremadamente largos. Encendió la luz pero la criatura había desaparecido, y solo encontró las gafas redondas de Rafael tiradas en el suelo.
Poco después se acostó para descansar; había tenido demasiadas visitas y demasiado alcohol en muy poco tiempo, además, al día siguiente tenía una importante muestra a la que llevaría su nueva escultura.
Al despertar, fueron a buscar la pieza, y ella se preparó para ir a presenciar la muestra en la Galería Nacional de Arte. Pero cuando estaba pintándose los labios de bordó frente al espejo, decidió desvestirse y quedarse en su departamento. No tuvo ganas de hablar con periodistas, tampoco le importaba que pudieran ir interesados en comprar sus obras, y aunque el teléfono sonó repetidas veces, ella jamás atendió.
La escultura fue adquirida por un empresario ruso que deseó conocer a la autora, pero ella pidió a la galería que le dijeran que estaba de viaje, y postergó el encuentro para otra oportunidad.
Anahís no deseaba salir, y enseguida continuó haciendo lo único que la hacía feliz: trabajar en su cuarto oscuro.
Comenzó a esculpir una bailarina. “Clara”, así la llamó. La obra estaría apoyada sobre la punta de un pies en un equilibrio imposible. Cincuenta kilogramos de arcilla sobre un apoyo menor a un centímetro cuadrado. Mientras elaboraba la figura, algo a su alrededor estaba ocurriendo. La arcilla se sostenía sin dificultad alguna. La gravedad no seguía los principios newtonianos en ese sitio; Anahis podía sentir, en esa oscuridad, que el aire caía hacia el suelo, mientras los trozos de arcilla flotaban como nubes a su alrededor, incluso sus herramientas de trabajo se elevaban de a poco hasta alcanzar el cielorraso. De pronto sintió otras manos por encima de las suyas, que se apoyaron con total suavidad. Anahís se apartó de la escultura dando un salto hacia atrás. Entonces notó que alguien estaba parado junto a ella, y pudo sentir una respiración lenta y profunda. Regresó entonces a la tarea, y otra vez sintió el tacto en aquella tiniebla profunda. No se apartó esa vez, continuó trabajando mientras aquel ser la guiaba. Primero sobre sus manos, luego recorriéndole los brazos con unos dedos largos pero suaves. Llegó así hasta sus hombros, entrecortando su respiración. En ese momento el ser se le acercó al oído y emitió un susurro apenas audible: «Mía».
Un dedo de la criatura le recorrió la espina hacia abajo, y su sostén se desprendió sin esfuerzo para caer al suelo, un instante después también cayó su vestido.
La artista tembló, y enseguida recogió sus prendas y se dirigió corriendo hacia la llave de luz. La perilla emitía un brillo leve, siendo lo único visible en esa sombra sin final. Al encender la lámpara no pudo ver a la criatura. Frente a ella solo estaba la escultura, que ya estaba terminada.
La bailarina permanecía en perfecto equilibrio, sin siquiera tener alambres que unieran la pieza a la base. El nivel de detalle, además, era sobresaliente. Cada pliegue de su traje; cada rasgo de su cuerpo. Solo un elemento faltaba. En un rostro angelical, por encima de una hermosa nariz respingada, no había más que vacío. Como un soplo que le había quitado la mirada, “Clara”, la bailarina, no tenía ojos.
La siguiente noche Anahís estaba eufórica por su ritmo de producción. Inició una nueva obra, pero quería algo más. Tenía un deseo que pedir, y se armó de valor luego de ingresar al taller.
Comenzó a trabajar con las luces encendidas, y entonces habló:
—Quiero crear sin sombras —dijo—. ¿Me otorgas ese poder?
No hubo respuesta.
Ella apagó las luces y repitió el pedido:
—Quiero crear sin estas sombras. Libérame de tu velo y así podré hacer mi arte bajo la luz del día ¿Me otorgas ese poder?
La artista sintió una presencia a sus espaldas, y oyó una respiración helada chocar contra sus hombros. Un dedo frío le recorrió la mejilla, y Anahís cerró los párpaos expectante.
De repente, un dolor agudo la hizo estallar en un grito que se oyó en todos los rincones del edificio. Anahís se llevó las manos a la cara y salió corriendo de la habitacion. En el pasillo tropezó, y cayó como una pluma en llamas, apoyando las palmas en el suelo para imprimirlo de sangre. La luz del día quemó las heridas de su rostro, y de pronto todo fue oscuridad y silencio.
Detrás de ella, en el taller, estaba terminada su obra maestra: Un rostro diabólico, reflejo de un infierno interior, llenaba el lugar de rabia y desesperación. A diferencia de las otras obras hechas a oscuras, aquel rostro sí estaba completo, pues alguien había llenado las cuencas oculares, con los ojos de Anahís.
FIN
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