Armand Dubois estaba en el pináculo del arte de la perfumería. Por tres décadas, fue referente de Phi Doré, una casa centenaria del rubro, líder en el mercado internacional. Armand estaba detrás de cada elogio que la empresa recibía, su marca era la profundidad oscura de sus creaciones y la rigidez incorruptible de su juicio.
Era un hombre de más edad de la que se atrevía a anunciar, pulcro hasta la exasperación. Su peinado hacia atrás poseía una brillantez lacada que recordaba el fondo de un frasco de vetiver concentrado. No menos cuidados dedicaba a su pequeño bigote, cuyos cabellos teñía de negro de manera individual. Vestía trajes de tres piezas con solapas de pico, planchadas con una precisión que negaba a ceder ante la gravedad. Su presencia olía a sándalo vintage y almizcle de civeta, una nube de opulencia que anunciaba su llegada tres segundos antes de que sus zapatos de cuero de Oxford rozaran la alfombra.
Para Armand, el mundo se dividía en jerarquías aromáticas inmutables. En la cima, sus propias fragancias: estructuras complejas, esencias que narraban epopeyas. En la base, el caos. Y en el centro, él mismo: el oráculo cuyo veredicto era ley.
Se paseaba por los laboratorios de Phi Doré cual monarca que inspecciona sus dominios. Los jóvenes empleados lo veían pasar y automáticamente se enderezaban, encogiendo sus hombros y escondiendo los papeles con las fórmulas e ideas que aún consideraban demasiado toscas para su mirada. La altivez de Armand no era un defecto, era su método.
Un martes particularmente asfixiante, el laboratorio hervía a fuego lento con la tensión del lanzamiento de una nueva línea de primavera. Armand estaba destripando sin piedad la última propuesta de un diseñador de fragancias, describiendo el aroma como "el olor de unos grises sueños rotos".
Élise miraba la escena de cerca, había trabajado tres meses en un nuevo perfume con una idea simple: la gente no quiere escapar de la tierra, quiere olerla. La perfección de Phi Doré era tan alta que se había vuelto aburrida, un techo de cristal sin ninguna mancha o imperfección. Ella creía que un perfume debía ser algo que se oliera cercano, que hiciera girar la cabeza de alguien en la calle, no una proclamación costosa y distante.
Élise era una becaria contratada ese mismo año, de rostro pecoso y cabello indómito, recogido por una vincha que desafiaba el código de vestimenta, y sorprendió a todos al dar un paso al frente con tanta seguridad.
Extendió el brazo ofreciendo un pequeño vial de vidrio ámbar, sin etiqueta. Su presencia era nerviosa, pero sus ojos brillaban de esperanza.
—Señor Dubois—, comenzó Élise. Su voz, apenas un susurro, luchaba por escapar de sus labios. —Creo que he encontrado un nuevo camino para la línea de este año. Este perfume se llama La Rosa Absoluta. No es solo una modificación de otros anteriores; he partido de una estructura completamente diferente, buscando una vibración más terrenal. Usé...
Armand levantó una mano deteniéndola a mitad de la frase. El gesto era lento, medido, pero contenía más desprecio que un grito.
—¿'Terrenal'?— inquirió Armand.
Su voz era aterciopelada, pero cargaba un desdén que helaba. Sus palabras resonaron en el silencio del laboratorio:
—Señorita cuyo nombre no me he molestado en recordar, esta casa no crea fragancias para campesinos. Aquí creamos elegancia embotellada. Y, ¡por las trenzas de Calipso!, use una pinza para sostener ese nido que lleva por cabello.
Élise se ruborizó, pero no apartó la mirada ni arqueó el brazo, manteniendo el recipiente en alto para que irrevocablemente Armand lo tomara.
—Solo le pido que lo huela, señor Dubois. Por favor. Es diferente.
Armand tomó el vial con dos dedos, como si sujetara un insecto muerto. Su intención de rechazarlo era firme. No podía permitir que aquella niñata lo desafiara de esa manera. Su mirada se clavó en Élise, una mezcla de exasperación y superioridad intelectual.
—Señorita, —dijo Armand inclinando ligeramente la cabeza. —Usted entra en esta industria sin las bases necesarias, sin la disciplina del estudio riguroso, y tiene el descaro de presentar su trabajo como una 'mejora' a una fórmula consagrada. ¿Sabe lo que es usted? Una novata arrogante.
Se ajustó el puño de la camisa con brusquedad antes de continuar, su voz ahora un silbido cargado de veneno intelectual:
—Usted decidió que su fórmula es superior, antes de que la realidad la juzgue. Si continúa con esa arrogancia no hará más que bloquear su aprendizaje, convirtiendo la ignorancia en hábito.
El especialista quitó la tapa del perfume y, sin apartar la mirada hacia la joven, permitió que su aroma le ingresara por las fosas nasales.
Su rostro no cambió, mantuvo el mismo gesto de siempre. Pero ese perfume, ese aroma… no recordaba nada que lo hubiese hecho sentir algo similar. Fue como si Afrodita hubiera arrancado una rosa que sobrevivió a una tormenta, y lo hubiese tomado de la mano para iniciar juntos un vuelo a través de su propio sistema respiratorio. Envuelto en feromonas recorrió cada uno de sus nervios y llegó a lo más primitivo de su cerebro, llenando de placeres su bulbo olfativo
Armand le devolvió el vial con un gesto brusco, intentando que ella lo tomara para evitar el contacto:
—Esto ha sido una pérdida de tiempo, señorita. Vuelva a los libros y lea, lea, ¡lea!. Y lance ya mismo al váter este… lodo perfumado.
Sus palabras no podían estar más alejadas de lo que su sistema límbico aún clamaba. Es que aquel aroma no era pasajero, se impregnó en su interior desafiando sus convicciones más atávicas.
El pánico lo inundó. Que él, Armand Dubois, se rindiera ante aquella rosa terrenal era impensable. Era una amenaza a su identidad, a su trono, a todo lo que había construido. Ese aroma lo desenmascaraba, mostrando su propia ignorancia. Aun así se mantuvo firme frente a Elise.
—¡Retírese de una vez junto a esta vulgaridad!— exclamó en un tono agudo que pocas veces alcanzaba.
Armand agitó la mano en el aire como si espantara una mosca apestosa:
—Es grosera, señorita, completamente grosera.
El rostro de Élise se vació, la luz en sus ojos se extinguió. Ella acató la sentencia y, con una calma que a Armand le pareció devastadora, retiró el vial y se alejó sin hacer ruido.
Armand sintió un dolor agudo en la parte superior de su nariz, y una punzada llegó a la comisura de sus ojos. El laboratorio se inclinó, y los rostros de los empleados se deformaron. Algunos no tenían más que ojos enormes, otros no eran más que sonrisas con un fondo plano, y la secretaria a su lado, distinguible por su cabello lacio y sin gracia, no tenía facciones más que una enorme nariz.
A pesar de todo mantuvo la compostura, y tomó su pañuelo de seda y se lo pasó por las fosas nasales, y vio que allí quedó una gota de sangre.
—Disculpen—, dijo, y se alejó de inmediato.
Aquella palabra no estaba en el diccionario de Armand, pero no había tiempo para palabras porque mientras más se acercaba el pañuelo al rostro, este más se teñía de sangre.
Se miró en el espejo y vio al hombre pulcro y lacado de siempre, pero ahora estaba consciente de su falsedad. Su reflejo era el de una efigie hueca, y la presión en su cabeza era la prueba de que su ciclo había concluido.
De pronto sintió un calor húmedo en su nariz. Era otra gota de sangre. Armand tomó una de las toallas blancas y se cubrió el rostro, intentando contener su propia derrota.
Luego, negrura absoluta. No podía ver, no podía oír. Pero, en la fracción de segundo antes de caer, su mente creyó percibir una nota fugaz, casi un recuerdo: el tenue rastro de sándalo y civeta que siempre lo había acompañado. Entonces se derrumbó.
Cuando Armand Dubois abrió los ojos, lo primero que percibió fue la luz blanca de halógeno. Estaba en una cama de hospital, con una bata de lino áspero y una vía intravenosa en el brazo.
Una mujer de mediana edad, con uniforme verde oliva y un portapapeles se presentó como la Dra. Laurent.
—Señor Dubois, —dijo con tono profesional— su colapso fue causado por un pico de hipertensión, probablemente relacionado con el estrés.
Armand odiaba los hospitales, el olor a antiséptico solía irritar su faringe, pero aquella habitación se sentía inodora.
Poco después llevaron su desayuno, y el jugo le supo a papel mojado. De pronto escupió el líquido de nuevo en el vaso:
—Esto no tiene sabor.
Nada tenía sabor, ni aroma. Ese mismo día comenzaron los estudios.
La Dra Laurent regresó. Armand intentó hablar, pero solo logró un sonido seco. Levantó una mano y señaló su nariz con desesperación. Necesitaba saber.
—Hemos realizado una serie de pruebas. Al parecer, el pico de presión arterial ha causado un daño focalizado. Es algo inusual, debo admitir.
Ella hizo una pausa incómoda. El silencio alrededor de Armand se hizo más opresivo.
—Señor Dubois, me temo que lo que usted tiene es permanente. Usted padece de anosmia traumática. Ha perdido completamente la capacidad de percibir olores.
Armand intentó aspirar el aire, buscando con desesperación el antiséptico del hospital, el plástico de la cama, el almidón de la bata… Nada. Solo un blanco frío.
Sobre la mesa a su lado estaba su pañuelo de seda, aún manchado de carmesí. Lo tomó en un instante y lo acercó a su nariz. Normalmente, el pañuelo olía a sándalo vintage y a civeta, la quintaesencia de su propia e inexpugnable superioridad. Pero ya no olía a nada.
El mundo, el vasto y complejo universo de la fragancia que él había juzgado, se había replegado. No había más que indiferencia. La verdad de la rosa terrenal sobreviviría solo en su memoria.
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