Pronto dejarás de temer a los payasos.
I
Mucha gente se disfraza de mimo; lo mío no es un disfraz.
Recorro pueblos actuando en cada plaza, brindando un espectáculo impecable y sin caducidad. En pocos minutos mi gorro desborda de billetes, mas nunca falta algún tacaño.
Con tan solo una mirada me doy cuenta de quiénes se irán sin dejar moneda alguna; lo hacen porque no entienden de sacrificios, lo hacen porque no son más que unos niños ricos. Mi actuación sigue serena, como si ello no importara; pero en el fondo siempre duele. Cuando el avaro se retira, levanto mi sombrero y lo persigo en silencio. Al alcanzarlo no le digo nada, por supuesto, prefiero que sean mis actos los que hablen por mí.
No siempre fui infalible en mis venganzas, varias veces me he equivocado. Con el tiempo adquirí práctica hasta volverme perfecto. Debí hacerlo, la mímica no entiende de impurezas.
De pequeño vivía con mi madre, pero luego de un desfile de malvivientes dignos de un espectáculo de fenómenos, eligió al peor de todos y lo trajo a nuestro hogar.
Mi padrastro era un ebrio apostador que trataba a mi madre como a un animal circense, y yo siempre la defendía.
«Tú cállate, ¡maricón!», me gritó más de una vez; y yo no me callaba.
Mis costumbres eran motivo de burla para él. Cada vez que me veía leyendo un libro de poesía, se reía; cada vez que me veía contemplando una flor, me insultaba. Parecía culparme por su ceguera a la belleza que nos rodea.
Hoy en día podría deshacerme con facilidad de hombres como mi padrastro; descuidados, perezosos, con un alto índice de grasa corporal; pero en ese entonces era demasiado pequeño para enfrentarlo.
Un día, luego de perder más dinero que de costumbre, volvió a casa enajenado. Intenté dialogar con él, y entonces se iniciaron los agravios. Me ordenó guardar silencio, pero yo no me callé.
Mi madre saltó en mi defensa y él la empujó contra la pared, riéndose de ella como un rey de su bufón. Fue entonces cuando me paré de mi silla y le grité furioso. Craso error; debí atacarlo en silencio y sin pérdidas de tiempo.
Ese día me propició una golpiza que me hizo perder la consciencia. Al despertar me vi en los brazos de mi madre, quien lloraba sobre mi rostro creyéndome muerto. Intenté hablarle, intenté pedirle perdón por no haber podido calmar la situación, mas mis labios me lo impidieron.
Estuve una semana internado; el malnacido me había quebrado la mandíbula. Lo peor fue que mis huesos sellaron mal, y eso provocó que me mordiera la lengua a menudo a causa de la desviación de mi dentadura. Me llenaba de llagas, sobre todo en épocas de estrés, provocando que a partir de entonces no pudiera respirar con la boca cerrada sin emitir ruidos molestos. Fue un trastorno para mí, siempre fui correcto en mis modales, pero él me había convertido en un ser vulgar y despreciable.
Cuando regresé del hospital, mi madre ya lo había perdonado; aunque él seguía siendo la misma bestia.
La siguiente vez que nos atacó fue la última. Llegué una tarde y vi a mi madre sentada en el suelo, suplicando que la dejase de golpear; y entonces di respuesta a sus plegarias. Él no había notado mi presencia, pues en aquella oportunidad no cometí el error de hablarle, solo me acerqué en silencio y lo sujeté de sus grasientos cabellos mientras le cortaba la garganta con un cuchillo. Mi madre quedó bañada en la sangre de ese puerco; sonreí al verla así.
Juntos cargamos el cadáver en el auto y nos alejamos de la ciudad. No teníamos ni idea de lo que haríamos con el cuerpo, ¿pero quién no ha viajado alguna vez a toda velocidad con un muerto en el baúl sabiendo que todo terminaría mal?
En la ruta nos detuvo la policía y nos ordenaron que descendiéramos del vehículo. Mi madre estaba empapada en llanto, y el rímel corrido le pintaba “culpable” en las mejillas.
―Muchacho, abre el baúl ―me dijo el oficial; y ese fue el preciso instante en que se terminó mi infancia.
II
Mi madre mintió en el juicio oral; declaró que fue ella quien mató a mi padrastro e incluso dijo que yo no estaba enterado de que llevaba su cuerpo en el baúl del auto. Le dieron una condena de treinta años y a mí me enviaron a un internado.
A los pocos meses de estar recluida, falleció en la cárcel; ahorcada, según me contaron.
La noche en que me enteré de su muerte quedé devastado. No tenía consuelo, había perdido a la única persona que me importaba en todo el mundo.
Estaba yo llorando frente al espejo del baño cuando dos muchachos ingresaron: dos gemelos idénticos. Al mirarme se rieron porque interpretaron mi llanto como una debilidad. Uno de ellos tomó entonces una tabla de madera cuyo propósito en el baño comprendí en ese preciso instante. Trabó la puerta con ella y se puso junto al otro, hombro con hombro, formando un grotesco gigante de dos cabezas. Unidos se acercaron a mí; me encantó que así fuera.
La mayoría de las personas pierden la calma en los momentos de tensión; en cambio yo, que siempre anduve con placidez entre el ruido y la prisa, respiré profundo dejándome llenar por el recuerdo del silencio.
Los dos hermanos me acorralaron contra la pared y comenzaron a bajar sus cremalleras, lo hicieron porque ellos no sabían que no es fácil doblegar a alguien como yo, a alguien a quien el dolor le aprieta la garganta permitiéndole tan solo brotar lágrimas de odio.
―Esperen, por favor ―les dije― ¿No creen que deberíamos besarnos primero?
Los dos muchachos rieron como idiotas. Salté entonces sobre uno de ellos y lo besé en la boca. Fue un beso de dientes.
Al verme escupir un trozo de labio superior en el suelo, el otro degenerado intentó escapar. ¡Subnormal!, él mismo había trabado la puerta con una tabla de madera.
Los segundos que le tomó destrabar la salida fueron más que suficientes para que yo le empujara la cabeza hacia adelante con todas mis fuerzas, una fuerza más que suficiente para que su tabique nasal se le clavara en medio del cráneo.
Me acerqué entonces al otro gemelo, quien estaba arrodillado en el suelo sangrando y lamentando la mutilación de su labio.
―¿Cómo dices? ―le pregunté.
Intentó modular, mas produjo un barboteo. Entonces lo miré con la misma sonrisa que él tenía cuando bajó su cremallera.
―Lo siento ―le dije―, no te entiendo. Verás…, te falta el labio superior.
Hice un gesto de tristeza con la boca y luego, con la punta de mi dedo índice, tracé una línea vertical desde la base de mi ojo hacia abajo. Ese fue el anteúltimo de mis movimientos que aquel pervertido vio en su vida. Su cráneo cedió ante la cerámica del lavamanos y yo me fui del baño sin rasguños.
Debía escapar esa misma noche de aquel lugar. La primera ocasión en la que había matado a alguien, mi madre y yo fuimos descubiertos, y aquella vez en el internado había cometido un doble homicidio.
Trepé el muro de ladrillos en un descuido del guardia; fue fácil, nací dotado de una gran destreza física. En la cima me sujeté de los alambres de púas lastimando mis manos. La adrenalina me ayudó a soportar el dolor en ese momento. Luego de alejarme, me vendé las manos con trozos de mis prendas y busqué refugio en un callejón hasta la mañana siguiente.
Al despertar, lo primero que debía hacer era mudarme el sweater; estaba cubierto en sangre, no tanto mía como la de los gemelos.
Divisé una casa con ropa colgada en la soga y encontré dos playeras de mi talla. Una era colorida, no reflejaba el desconsuelo de mi alma; la otra era a rayas negras y blancas, esa fue la que llevé.
Con la vestimenta limpia, me dirigí a la casa de la hermana de mi madre.
Mi tía no se parecía en nada a mi progenitora, no tenía su belleza y carecía por completo de elegancia. Era una mujer descuidada y, si se la miraba a contraluz, podía observarse una barba incipiente.
Mi plan era vivir con ella y su familia, al menos hasta alcanzar la mayoría de edad, pero me echó de allí; al parecer no quería arriesgar su hogar perfecto con un muchacho prófugo.
Me dio una vieja maleta y me guió hasta un armario repleto de cosas de mi madre. Escogí aquellas prendas que pudieran quedarme, ella era una mujer alta así que pude encontrar varias cosas de mi talla. Asimismo encontré su pequeño bolso de cosméticos; también lo tomé, me traía muchos recuerdos de cuando la veía de reflejo, pintándose, antes de que los hombres que conoció le arruinasen la vida y el rostro.
Me retiré con una sonrisa, pues tenía planeado regresar esa misma noche y vengarme de esa mujer barbuda.
Después de una vida de sufrimiento, aquella señora no tuvo compasión por su sobrino ¿acaso no le importaba en absoluto? Se lo habría dicho, la habría insultado por su indiferencia; mas preferí que sean mis actos los que hablaran por mí.
Regresé al amanecer con una botella de gasolina. La lancé por la ventana y huí como una cebra mientras la casa ardía en llamas. Tiempo después me enteré de que mi tía y su familia se salvaron; el gato los despertó en medio de la humareda y lograron salir a tiempo. Debí ahorcarlos mientras dormían; al parecer, mi voluntad no se concreta cada vez que utilizo armas.
III
Durante semanas viví en las calles. Recorrí ciudades y tuve amistades fugaces con personas que jamás volví a ver. Lo único que me acompañó siempre fue la vieja maleta de mi madre.
Una noche, viajando en tren, conocí a un singular individuo que me ayudó a encarrilar mi vida: un viejo payaso.
El anciano tenía una enorme sonrisa pintada; aun así, mostraba una insondable tristeza. Poseía unos escasos cabellos de plástico azul; y su traje, que alguna vez debió quedarle holgado, le apretaba la barriga.
―Hola, muchacho ―me dijo desde el otro extremo del vagón― ¡Vaya que hace calor!, ¿verdad?
―Sí.
―Eres de pocas palabras. Serías un buen mimo…; silencioso, misterioso, y con un pantalón que se ajusta a tu cuerpo de un modo irresistible.
Luego de aquel comentario fuera de lugar, su rostro se transformó ajustándose a la enorme sonrisa pintada. Sin que lo notara, comencé a sacar mi cuchillo; estaba dispuesto a dibujarle una segunda sonrisa, pero abdominal.
―¡Era una broma, muchacho! ―dijo justo a tiempo―. Pero lo de ser mimo va en serio. No sé si lo sabes pero los mimos son la encarnación de la miseria humana, el reclamo silencioso de los que perdieron la voz, el apogeo de un sufrimiento que se acumula en el pecho hasta formar un nudo de dolor que aprieta la garganta permitiendo tan solo brotar lágrimas de odio.
Me asombró aquel comentario. Jamás me molesté en verificar si era cierto o no, ya que sus palabras sonaron sinceras y lograron llenar parte del vacío que sentí toda mi vida. Me quedé estático mientras él seguía hablando:
―Yo intenté ser mimo cuando joven ―dijo―. Luego de unos años descubrí que no tengo suficiente disciplina, y entonces me convertí en payaso.
El anciano y yo viajamos juntos durante horas mientras me explicaba los rasgos esenciales de la mímica. De pronto me vi dando los primeros pasos en las rutinas más sencillas, ejecutándolas para él.
―Tienes facultades, muchacho; aunque haces demasiado ruido al gesticular.
―Hace años, mi padrastro me propició una fiera golpiza. Estuve una semana internado con la mandíbula quebrada y mis huesos fusionaron de un modo incorrecto. Desde entonces me muerdo la lengua a menudo a causa de la desviación de mi dentadura. Es por eso que mi lengua suele estar llena de llagas, sobre todo en épocas de estrés, y me es difícil respirar con la boca cerrada sin producir esos ruidos.
―Ese sí que es un problema…, los mimos deben ser silenciosos. Tendrás que mejorar eso.
Me mostró algunas gesticulaciones junto con la posición de la lengua en cada caso. Debo admitir que podría haber sido un gran espectáculo si no fuera por sus dientes negros y el fuerte olor a vodka que me desconcentraba.
El anciano me aconsejó que descendiera del tren en la estación de Cirque Valley, y que me dirigiera a la escuela de teatro, lugar en donde se reunían artistas callejeros de todos los rincones de la nación. Allí tal vez podrían darme alojamiento si me presentaba como mimo.
A pesar de su excentricidad, el anciano del tren me fue de gran ayuda. Y pensar que algunas personas temen a los payasos…
IV
La estación de Cirque Valley era única. Cada ventana del edificio de madera estaba pintada de un color diferente. Los anuncios eran obras de arte, y le daban al lugar una ambientación placentera, convirtiéndolo en una entrada a un espectáculo inolvidable. La gente se tomaba tiempo para comprar los boletos y subir a los trenes, como si se trataran de acontecimientos importantes. Todos disfrutaban de cada instante en aquel sitio.
Miré a mi alrededor y contemplé cada detalle, observé cada uno de los faros antiguos y los arcos en cada salida. Entonces vi un señor que estaba parado en el andén ayudando a subir y a bajar maletas. Usaba un traje ajustado color sepia; de hecho, todo su cuerpo era sepia. Tenía unos bigotes llamativos: rectos pero terminando en espirales. Se movía de manera enérgica y, cada vez que levantaba un equipaje pesado, se tomaba unos segundos para mostrar sus bíceps a las damas y a los niños que pasaban.
―Buenas tardes ―le dije―, ¿sabe usted dónde queda la escuela de teatro?
―Debe seguir derecho por la calle empedrada ―dijo señalando sin dejar de flexionar su musculoso brazo―. Luego de tres cuartos de milla se chocará con la escuela.
Siguiendo el camino indicado llegué a una enorme mansión venida a menos. El lugar estaba rodeado por un amplio parque cubierto de verde. Era un lugar increíble, era el lugar al que estuve destinado a dirigirme toda mi vida.
Me quedé parado en el umbral cuando vi un grupo de seis hermosas malabaristas en medio del césped. Perdí la noción del tiempo mientras mis ojos daban vueltas intentando seguir sus sincronizadas piruetas, ¡cuánta belleza!, ¡cuántas ganas tuve de formar parte de aquella institución!
―Buenas tardes ―interrumpió alguien― ¿Nos dejaría pasar, por favor?
Al darme la vuelta vi que se trataba de un hombre; le estaba bloqueando el paso.
―Discúlpeme ―le dije―, pase usted.
Me hice a un lado pero el hombre no se movió. Permanecimos en silencio, mirándonos durante unos segundos. Luego me indicó que mirara hacia abajo haciendo un carraspeo. Quedé fascinado por aquello que el hombre llevaba entre las piernas. Colgando de unos hilos, tenía una curiosa marioneta. Era su versión miniatura, aunque no estaba a escala. La cabeza del títere no era proporcional al cuerpo y su nariz era demasiado puntiaguda. Aún así (o quizás por aquellas anomalías), se trataba de una pieza adictiva.
―Perdóneme, señor ―me disculpé con la marioneta―; no lo había visto. Pasen ustedes.
El hombre sonrió y ambos avanzaron al unísono. Cuando el titiritero y el títere se habían alejado algunos metros, les grité; me había resultado simpático aquel señor y pensé que quizás podría ayudarme.
―Señor…eh… señores… ¿puedo hacerles una pregunta?
Los dos me miraron al mismo tiempo.
―Por supuesto, díganos qué se le ofrece.
―¿Podrían indicarme qué debo hacer para que me acepten en esta maravillosa escuela? Provengo de muy lejos y no tengo dinero.
―¿A qué se dedica, joven? ―preguntó el titiritero.
―Deseo convertirme en mimo.
―Lo siento…, aquí ya hay demasiados mimos, es por eso que se les hace una prueba a los nuevos aspirantes. El maestro es quien se encarga de la admisión de mimos, bufones, arlequines y payasos. Le recomiendo estar bien preparado; si fracasa en el primer intento, no tendrá una segunda oportunidad.
Yo no tenía preparada una rutina, así que me retiré de allí más melancólico que antes. Me di cuenta, además, de que el titiritero también era controlado por unos hilos, y que no era más que un títere a los ojos de otro titiritero de un nivel superior.
Regresé a mi destierro, pero al menos tenía algo que antes me faltaba: un objetivo; y no aceptaría un no por respuesta.
V
Viví en las calles de Cirque Valley actuando por monedas, practicando las rutinas que me había enseñado el viejo payaso del tren y las que aprendía de otros mimos callejeros.
Un día me sentí listo y me acerqué a la escuela. Allí me hicieron presentarme ante el maestro, quien estaba parado junto a dos alumnos silenciosos.
―Me dijeron que vendría un mimo ―dijo el maestro―, tú no eres un mimo.
―Lo siento ―le dije―, no sabía que las audiciones se realizaban de manera inmediata. Por eso vine sin disfraz.
―Esto no es una fiesta de disfraces ―me dijo―; se es o no se es. El verdadero mimo no usa un disfraz, tan solo usa el maquillaje con el que debió nacer y se pone la vestimenta que es normal para él. Son sus necesidades básicas, sin ellas no podría vivir.
―No fue eso lo que quise decir, maestro, es solo que…
―Shhh… ―me interrumpió―, los mimos no hablan.
Los tres se sentaron en la primera hilera dejando el escenario para mí solo. Comencé entonces a hacer los movimientos que se me iban ocurriendo, no lo hice mal considerando mis nervios.
El maestro subió al escenario con un gesto de disconformidad mientras yo seguía actuando. Se puso a pocos centímetros de mí y me miró a los labios de un modo inquietante.
―No lo haces mal ―me dijo―, pero tienes mucho que aprender. Además, eres muy ruidoso.
Tenía razón. Intenté entonces explicarle el motivo con la esperanza de que supiera comprender:
―Hace años, mi padrastro me propició una fiera golpiza. Estuve una semana internado con la mandíbula quebrada y mis huesos fusionaron de un modo incorrecto. Desde entonces me muerdo la lengua a menudo a causa de la desviación de mi dentadura. Es por eso que mi lengua suele estar llena de llagas, sobre todo en épocas de estrés como esta, y me es difícil respirar con la boca cerrada sin producir esos ruidos.
―No te pedí la historia de tu vida ―dijo él―. Si no puedes mantener silencio, jamás serás un buen mimo.
Recordé los consejos que me había dado el viejo payaso y lo hice mejor, mientras el maestro se quedó en el escenario para seguir oyéndome. En un momento tragué saliva de un modo muy notorio, perturbando de nuevo la calma de quien me estaba evaluando.
―Sigues haciendo ruido. Además, no debes tragar saliva en medio del acto. Te lo advertí; un mimo debe actuar en absoluto silencio.
―Lo he estado practicando, cada vez lo hago mejor. Necesito un poco más de tiempo. Si me deja regresar en unos días, verá que…
En ese momento me interrumpió apuntando con severidad hacía la puerta de salida:
―No tienes nada que hacer aquí, este no es un lugar para indigentes sin talento. Aquí solo aceptamos artistas de alma, gente que nació para esto. Vete y jamás regreses.
En cualquier otra situación lo habría matado al instante, pero el maestro tenía razón. Además no quise hacerle daño sin antes obtener su aprobación, debía ser admitido en su sistema antes de destruirlo.
Me alejé de allí aún más deprimido que la primera vez.
VI
Fui a vivir a un frigorífico abandonado, un edificio blanco y frío, lleno de antiguas maquinarias que se corroían ante el indefectible paso del tiempo. Era un lugar silencioso cuyos suelos no habían sido pisados en años. Era el sitio perfecto para mí.
No podría regresar a la escuela por un largo tiempo, el titiritero me lo había advertido: «El maestro no da segundas oportunidades». Así que el frigorífico se convirtió en mi hogar y mi academia.
Decidí practicar en serio aquella vez, no semanas, sino meses; años tal vez. A mi siguiente audición iría preparado, llevaría además el atuendo adecuado y me maquillaría como corresponde. Estaría irreconocible.
Ensayaba ocho horas diarias y hacía ejercicio durante otras ocho. Durante ese tiempo iba a almorzar y a cenar al comedor municipal, allí se encargaban de conseguir trabajo a los indigentes y también asistían con terapia a quienes lo precisaban. Yo nunca hablaba con nadie, todo lo que quería era regresar a mi escondite a practicar mirando mi sombra sobre el suelo y mi reflejo en las oxidadas maquinarias. En poco tiempo esculpí mi cuerpo; parecía hecho de mármol.
Perfeccioné mi rutina, y ya no emitía ruidos con la boca. Me convertí en un hombre silencioso, me convertí en el mimo perfecto.
El día en que decidí regresar a la escuela a probar mi suerte, abrí la vieja maleta de mi madre. En el transcurso de esos años ya había usado toda la ropa, solo quedaban dos cosas allí: unos preciosos guantes antiguos y el pequeño bolso de cosméticos.
Me puse enfrente de una lámina metálica para maquillarme. El reflejo deformaba mi rostro, mas no necesitaba verme. La verdad es que no me estaba pintando la cara, estaba cubriendo el color humano que llevé por error durante años.
Mi rostro maquillado en blanco reflejó otra vez la pureza de mi espíritu, aquella de la que me habían despojado hacía mucho tiempo. Los labios rojos, casi negros, eran para dar besos de muerte, como los que le dieron a mi madre tantos malvivientes durante toda mi infancia. Me delineé los ojos, porque ellos son el camino hacia el alma, y yo había recuperado mi rumbo. Al final, pinté una lágrima en mi pómulo, para explicitar el dolor que llevaba dentro.
Ingresé al viejo edificio y no tuve necesidad de abrir la boca; enseguida me enviaron con el maestro. Todos se volteaban a mirarme, parecía que jamás hubiesen visto a un mimo. La verdad es que no lo habían hecho, yo era más real que todos los mimos de aquella academia juntos.
El adusto rostro del maestro me resultó inconfundible, pero él no logró reconocerme.
Comencé con la pared del mimo, por ser lo primero en lo que me perfeccioné; solo debo imaginar la enorme muralla negra que me apartó de mis sueños durante toda mi vida. Palpé la rugosa superficie, y al empujarla sentí una presión sobre mis brazos rechazándome hacia atrás.
Continué con la técnica de tirar la cuerda, fácil también. Para mí esa soga es tan real que siento que podría ahorcar a alguien con ella, y siempre pienso en la misma persona: mi padrastro. Con tan solo imaginar que esa soga irá alrededor de su cuello, me basta para tirar de ella con movimientos perfectos.
Inclinaciones, puntos fijos, caminata en el lugar…, todos los trucos los hice de manera impecable; pero no quise detenerme en ellos, quería cerrar pronto la audición con la mejor de mis rutinas: la clásica pero aun sorprendente caja del mimo.
Atrapado, aislado del mundo; no requiero de mucho esfuerzo para comenzar a desesperarme en esa claustrofóbica situación. Interpretar la caja del mimo es interpretar la historia de mi vida. Para aumentar la tensión suelo pensar que mi madre está afuera y que la caja es la humanidad, el planeta tierra, separándome de ella. Otras veces imagino que estoy de regreso en el vientre materno, entonces la desesperación se transforma en paz y armonía.
Mis rutinas eran excelsas debido a que formaban parte de mi historia, y el maestro quedó atónito ante ellas. Los dos alumnos que estaban allí no podían creer lo que estaban viendo, no solo mi actuación había sido perfecta, sino que el maestro jamás había quedado tan sorprendido por un artista, y al terminar mi actuación lo miraron esperando que tuviera algo negativo que decir; pero no lo hizo.
―¿Cómo te llamas? ―me preguntó.
No le contesté.
―¡Sublime!, casi todos caen en esa trampa y dicen sus nombres repletos de entusiasmo, pero tú no. Lo tuyo ha sido espléndido, has sido aceptado en esta institución. Aquí tendrás techo, educación y comida.
No le contesté.
―Va en serio esta vez ―me dijo―, terminó la función. Dime tu nombre.
Craso error, no le iba a contestar porque la función no había terminado, no le iba a contestar porque aquello no era una función. Fue entonces cuando hice un movimiento prohibido para los mimos, sacando dos cuchillos que tenía guardados en mi cintura.
Mimos o no mimos, los tres gritaron cuando los atravesé con ellos. Pude con los tres; no es fácil doblegar a una persona a la que le aprieta la garganta permitiéndole tan solo brotar lágrimas de odio.
Aquella vez tampoco pude escapar. Al salir, varias patrullas me esperaban en la entrada del edificio. Levanté entonces mis manos como si estuviera interpretando otra vez la pared del mimo.
Me esposaron y me metieron en uno de los vehículos. Estaba sin escapatoria… por el momento.
VII
En el viaje a la comisaría, el conductor de la patrulla bromeó:
―Tiene derecho a permanecer en silencio.
Los dos oficiales rieron como idiotas.
Los mimos han soportado todo tipo de ofensas, aunque debo admitir que aquella me pareció original. De todos modos, me quedé en silencio; preferí ser el último en reír.
Al llegar me arrastraron a una celda donde me dejaron en solitario toda la noche. Allí tuve tiempo para pensar. Me di cuenta de que, por algún capricho del destino, siempre que empleo armas para matar a mis víctimas, la policía me atrapa. A partir de entonces mataría sin usar otra cosa que no fuesen mis manos.
Al día siguiente los oficiales habían descubierto todo sobre mi pasado. Me dirigieron a la sala de interrogatorios, donde se encontraba un inspector junto con un joven agente.
―¿Así que usted es el mimo asesino? ―dijo el inspector.
No le contesté.
―Llevo veinte años ejerciendo en esta ciudad y esta es la primera vez que me encuentro con un caso como este.
El inspector no lo sabía entonces, pero yo ya me había zafado de mis esposas. Debí dislocarme el pulgar izquierdo para hacerlo. Pocos soportarían un dolor como aquel, pocos serían capaces de ocasionarse semejante daño a sí mismos, pero es porque no entienden de sacrificios.
―Tengo aquí su expediente. Dice que su padrastro le rompió la mandíbula y que a partir de entonces se muerde la lengua llenándola de llagas. Dígame una cosa…, ¿ese es el motivo por el que ahora se disfraza de mimo?
La pregunta no tenía sentido, lo que yo tenía puesto no era un disfraz de mimo, porque lo que yo tenía puesto no era un disfraz.
―El espectáculo terminó, señor mimo. Confiese de una vez. Fue usted quien mató a esos gemelos en el internado, ¿verdad?
Me mantuve imperturbable, aunque por dentro me reía. Mis manos estaban libres; ya casi podía romper sus frágiles huesos, ya casi podía oír ese sonido que da vida a mi mundo silencioso. En cuestión de segundos tendría su sangre salpicada sobre mí, dando color a mi mundo en blanco y negro.
―Fue usted quien incendió la casa de su tía, ¿verdad? ―dijo el inspector―. Abra su maldita boca, quiero escucharlo hablar, quiero ver ese problema que tiene en la mandíbula, ese que le provocó su padrastro cuando intuyó que usted terminaría convirtiéndose en un monstruo social.
No le contesté.
Si bien me había liberado de las esposas y ellos solo eran dos, estaban armados. Necesitaba una distracción que me diera al menos un segundo de ventaja antes de que pudieran reaccionar mientras yo saltaba por encima de la mesa.
―¿Por qué no le contesta al inspector, payaso? ―preguntó el joven agente.
Craso error; yo no soy un payaso.
Fue ese el momento exacto para revelar mi secreto, mostrarles que el hecho de que mi padrastro me hubiese roto la mandíbula terminó siendo lo mejor que me pudo ocurrir para que encontrara el camino hacia mi verdadero yo. Entonces abrí la boca y sus rostros se pusieron aún más pálidos que mi maquillaje.
En medio de la conmoción salté de mi silla y le di un fuerte puñetazo al detective, luego di medio giro y pateé al joven en el pecho. Pude sentir como se quebraron sus costillas; segundos después el muchacho había muerto por asfixia.
El detective estaba tirado en el suelo, mareado por el golpe, y tenía el rostro cubierto de sangre; me encantó verlo así.
Me agaché junto a él y le hice el gesto universal del silencio, y en ese momento oí gritos provenientes de fuera de la habitación. Levanté al detective torciéndole el brazo y me puse detrás de él. Pude sentir su miedo recorriéndolo como un frío por su espalda. Dos oficiales abrieron la puerta y me lancé hacia ellos con mi escudo humano, quien recibió todos los disparos. Sujeté a uno de ellos de la muñeca para que apuntara y matara a su compañero, y entonces solo quedó un oficial vivo en la habitación. Le di un golpe en la rodilla y cayó al suelo. Me suplicó que lo dejara vivir, y le apoyé mi pie en el cuello para aplacar sus sollozos.
Oí que otros policías que se acercaban; eran los dos cretinos que se rieron de mí cuando me llevaron en la patrulla. Rodé en el suelo y me escondí en otra habitación. Ellos siguieron de largo para ir al lugar en donde yacían los restos de sus cuatro compañeros, entonces me acerqué en silencio y los golpeé a unísono al costado de sus cuellos. Pude oír como quebré las cervicales de uno, pero el otro seguía vivo. Era el último que quedaba en la pequeña comisaría de Cirque Valley, y quise disfrutar el momento.
Lo sujeté de la cabeza y, poco a poco, la giré unos grados por encima del límite permitido por la anatomía humana. Entonces sí fui el último en reír.
VIII
No tuve complicaciones para matar a los policías y escapar de aquel lugar, aunque en la sala de interrogatorios sucedió un momento clave. Pudo haber sido difícil deshacerme de los dos primeros policías, pero conté con un comodín bajo la manga. Eso que les mostré cuando me pidieron que hablase me dio unos segundos de ventaja. Esa distracción fue imprescindible en mi fuga.
Ellos jamás se habrían mutilado en pos de seguir sus sueños; pero yo sí lo hice. Antes emitía ruidos molestos al respirar debido a que, por la desviación de mis dientes, me mordía la lengua llenándola de heridas. Pero encontré la solución.
Al abrir la boca los impacté, no por algo que vieron sino por algo que no vieron. Sucede que algunos no entienden de sacrificios, pero yo sí. Por eso lo hice todo para convertime en el mimo perfecto, incluso... cortarme la lengua.
Mucha gente se disfraza de mimo; lo mío no es un disfraz.
Un relato impactante. La historia que jamás nadie se atrevió a contar, la evolución de un niño hasta convertirse en un mimo asesino. Además de ser una historia con muchos detalles técnicamente está muy bien narrada. Y a pesar de que el mimo es un asesino, terminas empatizando con él.
ResponderBorrarGracias por el comentario, Santiago. Me alegra que destaques la narración, sobre todo por ser algo que caracteriza tus relatos.
BorrarEstoy seguro de que si él te conociera, también le agradarías.
Mi familia está preocupada, llevo demasiado tiempo encerrado en el lavabo... - ¿Cariño aún no estás?-. Lo siento mi amor, estoy viendo una gran película de terror-. Federico Rivolta pone las palabras, las imágenes, mi imaginación... Alucinante Señor, gracias por este dulce y retorcido momento!!!
ResponderBorrarMe alegro de que hayas disfrutado de este retorcido relato. Me causó gracia lo del lavabo.
BorrarMuchas gracias por este comentario, Edgar.
Abrazo!!
Buenísimo! El éxito, no es tal éxito, si no conoce sacrificio. Un abrazo
ResponderBorrarGracias por el comentario, María. Así es, el sacrificio para alcanzar el éxito es uno de los ejes de este relato.
BorrarAbrazo.
Qué bien narrado de principio a fin, Federico! Es una historia muy entretenida, que te engancha y te envuelve, llena de ricos matices, hasta el gran final!!
ResponderBorrarMuy buena! Enhorabuena!
Un saludo
Muchas gracias por las palabras, Ángela! Me alegro de que la historia te haya entretenido y envuelto.
Borrar¡Un saludo!
No tengo palabras. La verdad es que me he quedado muda igual que el mimo. Increíble. El mimo cuyo dolor fue más allá de lo imaginable, y que acabó conviertiéndose en el mismísimo mensajero de la muerte.
ResponderBorrarAlgunas escenas son terribles, como cuando le arranca el labio superior a uno de los gemelos (¡Aghs! qué asquito por dios!) Y mira que mutilarse a sí mismo la lengua... Un final que lo dice todo.
¡Un gran relato! Gran trabajo. Comparto.
¡Un abrazo! ^^
Muchísimas gracias por las palabras, Carmen. Me alegro de que mi relato te haya dejado muda y asqueada :)
BorrarUn placer que lo compartas. ¡Abrazo!
Un día el mimo abrirá la boca, para alentar con su aliento, las vidas que sesgó.
ResponderBorrarPor qué no?. Un saludo, un placer asomarme a este blog de tiritonas entre lecturas a leer en una noche de invierno, ante un gran fuego de chimenea...testigo muda.
Eres bienvenida a leer y dar tu opinión, Albada. Me alegro de haberte dejado muda esta vez. Muchas gracias por tu comentario!
BorrarUn relato sensacional, Federico. Estupendamente narrado con descripciones precisas. Un personaje al que manejas a la perfección, dotándole de vida propia, y al que vemos evolucionar desde su niñez mediante una historia que justifica en lo que se convierte. Un asesino frío y despiadado al que no le importa más que su oficio... Me ha encantado el personaje y la historia, son geniales. Buenísimo, Federcio.
ResponderBorrarUn saludo.
¡Gracias, Ricardo! Me alegro mucho de que te haya gustado. Un placer leer tu comentario.
BorrarUn saludo.
¡Wow! ¡Estupendo! ¡Saludos!! ;)
ResponderBorrarMuchas gracias por dejar tu comentario, Fritzy :)
Borrar¡Saludos!
¡Dios mío! Este relato es perfección. Aún no logro descifrar cómo hiciste para contar una historia tan completa como esa. Talento tienes de sobra y esto es una obra maestra. Me quito siete sombreros, y te felicito hermano. Mis más sinceros respetos. Un abrazo grande, lo comparto.
ResponderBorrar¡Qué comentarión, David! Me alegro mucho de que te haya gustado.
BorrarMuchísimas gracias por tus palabras, amigo.
Abrazo grande!
Magnífico relato. Una persona que se hace a si mismo, con sacrificios, pero que encuentra su camino, su forma de vivir, aunque sea como asesino. Contado como lo cuentas hasta empatizas con él. Lo entiendes e incluso justificas sus actos. Muy bueno. Enhorabuena. Un saludo.
ResponderBorrarMuchas gracias por el comentario, María. Así es, el relato habla sobre el sacrificio y la búsqueda del camino de cada uno. Me alegro de que hayas empatizado con el personaje a pesar de sus actos.
BorrarUn saludo!
Me encantó!!! Lograste atraparme en tu relato de principio a fin, muy bueno.
ResponderBorrarMe alegro mucho de que te haya gustado, Mónica.
BorrarGracias por el comentario!!
Un saludo.
Los mimos y los asesinos, ¿¿nacen o se hacen??
ResponderBorrarTremendo relato, Federico. Me ha gustado especialmente la forma en que profundizas en la psicología del protagonista, en su evolución según se desarrollan los acontecimientos de su vida. Da miedo, pero también mueve a compasión... Genial, como siempre!!
Un abrazo grande y feliz finde!!
Muy bueno pregunta, Julia!
BorrarMe alegro de que te haya gustado. Muchas gracias por tus palabras.
Abrazo grande!!
Un relato impecable que te transporta a revivir toda la historia en imágenes crudas y casi tan reales que logran provocar temor y compasión a la vez que permiten descubrir los sentimientos más oscuros de un asesino movido por el despecho y la venganza.
ResponderBorrar(...) ¿pero quién no ha viajado alguna vez a toda velocidad con un muerto en el baúl sabiendo que todo terminaría mal? ... Lo que yo digo!!! jejeje
Exelente Federico, me encanta como relatas, como te expresas... Un abrazote
Me alegro mucho de que te haya gustado, Angélica. También me alegra que hayas destacado esa metáfora, la considero una de las partes más importantes del relato.
BorrarMuchas gracias por las palabras. Un abrazo grande.
La verdad que sos un excelente narrador. A seguir perfeccionandose.
ResponderBorrarMuchísimas gracias. Así es, siempre queda mucho que aprender.
BorrarAbrazo!
Un relato muy interesante, sobre todo por su similitud con la realidad. Parece un espejo aplicado a la vida misma, y es por eso que las moralejas poseen un gran efecto. Además, la narrativa ha sido bastante completa, en el sentido de que no ha faltado ningún detalle ni ha sobrado tampoco. La expresión del lenguaje corporal es difícil aplicarla en un relato pero creo que se ha ajustado de la manera adecuada. Felicidades y sigue con estas historias tan reveladoras como intrigantes.
ResponderBorrarSaludos!
Muchas gracias por la reflexiva lectura y comentario. La parte de la actuación fue una de las que más atención le presté, pero me pareció imprescindible en un relato sobre un mimo; me alegro de que lo hayas considerado adecuado.
BorrarEspero que mis historias te sigan pareciendo intrigantes.
Saludos, Yaki!!
Ese estuvo genial!
ResponderBorrarGracias, Andrés!
BorrarUn comentario breve pero que me alegra mucho.
El otro dia me robaste toda la atencion con este escrito, no fui capaz de levantar los ojos hasta terminarlo. 'Pero ellos no entienden de sacrificios' es fascinante cuan real y crudo es el protagonista, siempre me he considerado algo payasa triste... Consigues que se despierte dentro del lector cierta 'empatia' 'pena' hacia el protagonista, a la vez que algo de miedo por ese mismo sentimiento. Me agrado ver que vas hilando los echos y las ideas construyendo algo solido, desde que hace el gesto de una lagrima en el baño hasta que se dibuja una lagrima en la cara.
ResponderBorrarMuchas gracias por las palabras!
BorrarYo también he sentido empatía y pena por el protagonista.
Me alegra haberte atrapado con mi relato; esta noche no me pintaré una lágrima.
Un saludo.
Los mimos... Cuando era niña no los entendía por tanto no me gustaban, era como aburrido llegar a verlos, además no tenían color, no hablaban y actuaban a mi parecer como tontos. Ahora que leo tu relato me encanta la forma que representas un mimo, y como el protagonista no he investigado si es real o no la definición que le menciona el payaso: "los mimos son la encarnación de la miseria humana, el reclamo silencioso de los que perdieron la voz, el apogeo de un sufrimiento que se acumula en el pecho hasta formar un nudo de dolor que aprieta la garganta permitiendo tan solo brotar lágrimas de odio.", (aquí es donde cambia la vida del protagonista con esa simple frase) creo que ya entenderé mas su mundo en blanco y negro, aunque también debe haber mimos "felices", supongo, aunque si parece requerir de mucha disciplina y entrega. Por tanto como dijo el protagonista "Para alcanzar tus metas siempre hay que hacer sacrificios", tal vez sus sacrificios sean un tanto extremos y sádicos, pues aprendió el arte de matar por placer, después de quitarle la vida a su padrastro, se dio cuenta que le generaba un gran placer quitarle la vida. Parte de la conducta humana, tal vez la menos correcta, pues si vamos por la calle matando a la gente que no nos gusta, el planeta estaría vacío, sin embargo en tu historia veo mas la parte de tomar las oportunidades cuando estas se presentan.
ResponderBorrarLa vida se va formando de hechos que nos gustan y que no, generalmente quedamos marcados por aquellos que menos nos gustan, y él al venir de una familia tan disfuncional, creo que le suceden una serie de eventos desafortunados que posteriormente usa para su beneficio, la golpiza de su padrastro fue el primero que le permitió convertirse en un mimo perfecto, al tener que cortarse la lengua para no tener que hacer ruido (sacrificios como dice el), logró su objetivo. Matar a su padrastro, lo hizo un asesino perfecto, el odio y el placer que sintió al asesinarlo provocaron que a cada persona que lo maltratara los matara con ese mismo placer y odio, solo que con la diferencia que al igual que para ser mimo, debería perfeccionar su técnica y no dejar huellas y no ser atrapado nuevamente.
Encantador como siempre, y me gustan estos finales donde el villano sale victorioso, creo que se acerca mas a la cruel realidad.
¡Saludos y excelente fin!
PD. Intentaré poner mayor atención a los actos de los mimos.
Un excelente análisis el que has realizado, Tere. Esta vez sí que has sacado a la psicológa que hay en ti.
BorrarEs en parte como tu dices, una historia sobre sacrificio, sobre aprovechar las oportunidades y la búsqueda de la felicidad, pero envuelta en una metáfora llena de muerte.
Si investigas, no encontrarás esa definición de mimo en otro lado; me parece que la inventó el encantador payaso del tren. ;)
Gracias por la meticulosa lectura y el comentario!
Saludos y que disfrutes el próximo acto de un mimo que veas.