Azazel tiene la piel blanca, cabello negro y lacio, y unas enormes alas retráctiles. Los libros de demonología lo ilustran sonriendo levemente, con una nariz aguileña y unos ojos amarillos que pueden leer el alma de los hombres. Ese es su aspecto original; cuando se encuentra en el inframundo, pero en la tierra es imposible de reconocer pues puede cambiar de aspecto a su gusto.
Azazel podría estar enfrente de ti y no lo notarías.
*
Yo no creía en los demonios, tampoco creía en Dios. Aún no sé qué es lo que creo, pero prefiero respetar ciertas costumbres; solo por si acaso.
Todos los días, antes de ir al trabajo o de ir a cualquier otro lugar, voy al cementerio. Me he mudado cerca de éste para que me sea más fácil, y desde que voy jamás me he ausentado un solo día.
Mi hija suele preguntarme por qué voy tanto a ese lugar. «Será solo un momento» le digo, y ella me espera en el auto mientras voy a visitar a la misma persona de siempre. No le he dicho por qué lo hago; es muy pequeña aún. Siempre le prometo que algún día le contaré la historia completa, pero se trata de una historia no apta para menores; una historia que comenzó cuando estuve en prisión.
Me detuvieron por robo, aunque no fue un robo en verdad. Yo trabajaba en una tienda de ropa, y había otro empleado que cambiaba los precios a las prendas para quedarse con parte del dinero de las ventas. El dueño sospechó que estábamos haciendo algo extraño y puso cámaras ocultas. Pronto me captaron ayudando a mi compañero.
Sí, él me daba una tajada de lo que sacaba, pero no fue exactamente un robo; digo, no fue un asalto. Aún no sé qué versión le contaré a mi hija llegado el momento, pues no quiero que me vea como el malo en esta historia, historia que ya tiene suficientes villanos.
La cuestión es que el dueño envió unos policías a hablar con mi compañero y conmigo, y estuvimos discutiendo hasta que intentaron detenernos. Yo hui, y empujé a uno de ellos. Pero el otro me persiguió y me arrestó.
Delito de resistencia al arresto; un delito de clase 6. Me condenaron a ocho meses a cumplir en el penal de Santa Fe. Fue una de esas situaciones que empiezan con algo pequeño y los sucesos se van sumando hasta que desenvuelven en una consecuencia inimaginable.
Jamás había estado en un lugar como ese. Sentía que no sería el mismo al salir, si es que lo hacía con vida. Las paredes estaban ennegrecidas a causa de la humedad, que chorreaba por los pisos. La luz era escasa y el color predominante era el de los grises sueños rotos de los que allí vivían. Yo ya no era una persona en ese sitio, me sentí como un animal sin nombre, que solo era identificado mediante un número y que, ante cualquier movimiento en falso, podría terminar acuchillado y desangrándome ante las risas de los guardias.
Deseaba que mi condena transcurriese de la manera más calma posible para poder salir de allí en menos tiempo por buena conducta. No quería conocer a nadie, no quería hacer ningún tipo de negocios; solo pensaba contar los días hasta el momento en que quedase en libertad. Pero los problemas me encontraron desde el primer día.
Debí compartir celda con un hombre mayor; eso me tranquilizó. El sitio era de solo seis metros cuadrados. Tenía camas encimadas, un inodoro metálico y un lavamos. Apenas ingresé, el anciano me saludó amablemente:
―Mucho gusto ―me dijo―, mi nombre es Rogelio.
Rogelio era pequeño y algo encorvado. Tenía el cabello blanco y una nariz grande y roja como la que tienen muchos hombres a su edad. Sus lentes no me permitían verle los ojos, pues eran de un aumento tal que daba la sensación de que con ellos podría ver un astronauta caminando por la Luna.
Recuerdo que me dio la mano como quien acaba de conocer al amigo de un amigo. Luego se acostó en la cama de abajo y me invitó a que me pusiera cómodo. Entendí que la de arriba sería la mía, pero estaba llena de figuras de papel; de esas de origami. Había miles de ellas, quizás diez mil, de distintos colores y tamaños; pero todas eran la misma: una especie de pajarito.
―Rogelio…, voy a correr las figuritas de la cama, ¿sí?
―¡No toques mis grullas! ―gritó.
No me dio tiempo de hacer nada y enseguida lo tuve de pie detrás de mí, apoyándome un puñal en el cuello.
Devolví el pajarito a su lugar y me alejé aguantando la respiración.
―Perdón ―dijo Rogelio―, esa cama es de ellas. Sé que te corresponde dormir en la cama de abajo, pero yo tampoco puedo moverme de ese lugar; padezco muchos dolores. Es por eso que me veo obligado a pedirte que duermas en el colchón que está en el suelo. Te compensaré por ello, lo prometo.
El colchón tirado en el suelo habría sido rechazado hasta por un perro callejero. Tenía agujeros y manchas que, al igual que las grullas, eran de distintos colores y tamaños.
Pronto llegaría la hora del almuerzo, por lo que decidí no discutir y lidiar más tarde con aquel viejo loco.
*
En el comedor conocí a otros reclusos que afortunadamente no me trataron mal. A decir verdad, varios me felicitaron por haber golpeado a un policía. No había sido más que un empujón, pero aun así me hicieron sentir menos incómodo de lo que estaba.
―¿Así que estás en la F7? ―preguntó un muchacho con una cicatriz que le atravesaba un ojo―. Podría ser peor. Pero cuídate de Azazel.
―¿De quién?
―Tu compañero de celda.
―No, no ―le dije―, yo estoy con Rogelio; un viejito medio raro…, y tengo un asunto pendiente con él.
―Ese mismo; él es Azazel. No sé cuál será tu asunto pendiente, pero no le hagas nada. Nadie se mete con Azazel.
Durante el almuerzo supe que Rogelio (también conocido como Azazel) estaba preso desde el día en que se construyó la penitenciaría. No quise averiguar el motivo de su condena, lo de su apodo fue información más que suficiente para un día. Sucede que todos los reclusos le temían, y era sospechoso de varios asesinatos ocurridos allí dentro, pero siempre lo declararon inocente. De todas maneras, Rogelio ya tenía cadena perpetua, por lo que nada podría prolongar más su estadía.
El apodo era por un demonio. Allí mismo hubo una secta de adoradores de Azazel; aunque quedaban pocos de ellos en esa época. Sus sectarios consideraban a Azazel como una de las deidades más importantes del inframundo. Los libros de demonología sostienen que se trata de un demonio que, al presentarse en la tierra, es capaz de tomar diferentes formas; formas humanas e incluso animales. Azazel podría estar enfrente de ti y no lo notarías.
Los sectarios no tenían nada que ver con Rogelio, y hasta a algunos les molestaba el hecho de que lo hubiesen apodado con el nombre de su dios, pero incluso ellos lo respetaban.
Me contaron varias historias durante ese almuerzo que me dejaron aún más aterrado, y no sabía que haría esa primera noche en la celda cuando me encontrase a solas con aquel que llamaban Azazel.
Cuando llegó el horario de salir al patio miré hacia todas partes buscando un modo de escapar. Sabía que si me atrapaban me darían varios años, pero si quien parecía un anciano inofensivo era comparado con un demonio, no quería ni conocer a los enormes sujetos que pasaban el día levantando pesas.
Miré las torres con francotiradores, los reflectores que se encendían ante el mínimo movimiento, y los guardias a esperas de lanzar los perros a cualquier rebelde. Los muros parecían interminables, y al alzar la vista sentí que el cielo estaba más lejos que cuando estaba en libertad. Además, encima de esos muros había unos alambres de navaja dispuestos en círculos, de un modo que ni el más hábil artista circense podría sortear. Mientras más miraba, más me daba cuenta que no saldría de allí antes del tiempo dictado por el juez.
Por la noche entré a la celda intentando no hacer ruido. Rogelio ya estaba allí, y al verme se puso de pie:
―Para ti ―me dijo. Y me entregó un postre.
Era el mismo postre que nos dieron en el almuerzo; lo único que había comido en todo el día que no me había dado repulsión.
―No puedo comer azúcar ―dijo Rogelio―, podría venderlos, pero prefiero guardarlos para ti si lo deseas.
En poco tiempo me hice amigo de Rogelio, ¿quién lo diría?, y enseguida supe que no tenía nada que ver con aquel demonio. Él seguía, más bien, una filosofía de vida de tipo oriental, y era pacífico y muy sabio. Claro que yo debí continuar durmiendo en el suelo porque era firme respecto a sus grullas, pero en todo lo demás era el compañero ideal. No solo me regalaba sus postres, también me daba ropa y cigarrillos. Pero lo que más me gustaba era que, por alguna extraña razón, compartir celda con él me volvía intocable ante los demás prisioneros y guardias.
*
A pesar de esa seguridad que me brindaba mi compañero de celda, había personas con quienes no me acostumbraba a convivir. Muchos reclusos parecían estar siempre con una actitud agresiva, si los mirabas te insultaban por mirarlos, si no los mirabas te insultaban porque te consideraban débil. Los guardias también tenían esa actitud, a menos que les sirvieras para algo. El margen para moverse en ese sitio era muy fino si uno no quería conflictos.
También había unos pocos sectarios que aún rondaban los pasillos. No eran de hablar mucho, pero eran aterradores. Solían andar cubiertos por túnicas y así cubrían marcas ocasionadas por rituales que consistían en automutilarse el rostro. Vi a más de uno con marcas de quemaduras en las mejillas, con un ojo faltante, y hasta vi a uno que se había cortado parte de la nariz.
Vi muchos personajes difíciles de olvidar en ese sitio, podría escribir un cuento sobre muchos de ellos, pero ninguno era tan temible como Viktor.
No sé si su nombre se escribe con k o con c. Supongo que es con c, pero por algún motivo lo imaginé escrito con k desde la primera vez que supe de él.
Muchos de los criminales que se consideran guapos cuando andan por las calles, al ingresar a prisión pronto son sometidos. Terribles monstruos sociales como violadores y pederastas no duran veinticuatro horas sin ser sodomizados a causa de sus crímenes, encontrándose así con una forma de justicia salvaje, superior a aquella de la sociedad y de los dioses. Prefiero evitar entrar en detalles, aunque es difícil no incluir nada de esto si deseo explicar ese mundo y a su rey, ese rey llamado Viktor.
Viktor era alto; muy alto. No podría decir su altura exacta, pero en mis recuerdos, y en especial en mis pesadillas, lo veo de un tamaño tal que no podría ingresar por una puerta. El ancho de sus hombros duplicaba aquel de un hombre normal. Sus brazos tenían músculos encimados con otros músculos. No eran como los brazos de un modelo de revistas, más bien diría que eran como los de un luchador, donde el aspecto no es importante sino la fuerza. Los tenía cubiertos de tatuajes, y desde lejos se veían como dos mangas negras.
Viktor controlaba el tráfico de drogas en el penal; no se podía vender o comprar nada allí dentro sin pagarle tributo, pues tenía a todos en la palma de su desproporcionada mano; incluso a los guardias. Si no me lo hubieran dicho, habría creído que él merecía el apodo de Azazel en lugar de Rogelio.
Yo no podía ni mirarlo a los ojos. La primera vez que lo vi de frente fue en el almuerzo, cuando casi lo choqué con mi bandeja. Creo que él no me vio, no podría asegurarlo; Viktor tenía la vista desviada y era imposible determinar hacía qué lado estaba mirando.
La segunda vez que lo crucé no tuve la misma suerte. Mi bandeja chocó con su brazo y un poco de puré de zapallo salpicó su musculosa blanca. Miré hacia arriba en lo que pareció una eternidad. Sus pectorales, que estaban a la altura de mi cara, se extendían en todas direcciones. Muy por encima vi lo que más temía: la mirada perdida de Viktor que, aun apuntando en dos direcciones cualesquiera, no tuve dudas de que se había posado en mí.
―Perdón ―dije en vano, pues esa palabra no estaba en el pobre diccionario de Viktor.
Él no dijo nada, pero durante el almuerzo no dejó de mirarme, o al menos eso sentí. Yo solo lo vi unas pocas veces mientras intentaba descifrar si él tenía intenciones de matarme o solo darme una golpiza.
―No te preocupes por Viktor ―dijo Rogelio esa noche―, él y yo jamás hemos tenido un problema, y aquí todos saben que eres mi compañero de celda.
Pero, como dije antes, los problemas pronto me encontrarían. Es que es difícil mantenerse alejado de ellos en un sitio atestado al punto en que indignaría incluso a los protectores de animales; donde las enfermedades florecen ante la falta de higiene; donde es preciso encontrar una salida para no enloquecer, ya sea la droga, la religión o, como en el caso de Viktor, un constante deseo de poder y destrucción.
Fue otra vez en el almuerzo cuando nos volvimos a cruzar, mientras llenábamos nuestras bandejas. Esa vez me encargué de no perderle la vista; no lo miraba a los ojos, por supuesto, solo miraba su enorme figura de reojo manteniendo la mayor distancia posible mientras íbamos recolectando los platillos.
Iba tan distraído que en un momento el cocinero alzó una especie de budín de pan que allí servían, y yo lo tomé; un budín que no era para mí, sino para Viktor.
Me senté sin darme cuenta en ese entonces, pero pronto mi bandeja fue eclipsada por una enorme figura. Viktor introdujo sus dedos deformes en el budín que yo tenía y sacó de allí unos pequeños paquetes que pronto puso en su bolsillo. Luego se chupo los dedos y habló en una voz tan grave que nadie podría imitar sin lastimarse la garganta:
―Te salvas por ser compañero de Azazel, pero él no podrá protegerte por siempre.
Ese día no paré de temblar. Por la noche Rogelio intentó tranquilizarme mientras hacía una nueva grulla de papel:
―Ya te dije que no te hará nada porque no quiere tener problemas conmigo.
―¿Crees que quiere matarme?
Al terminar la figura de origami la sumó a las otras y tomó un viejo libro:
―No tiene razones para hacerlo, él querrá darte una lección violándote.
Me sentí aún peor, y esa noche no puede dormir. Rogelio en cambio, leyó sin parar durante unas horas y luego roncó más que nunca. Eran ronquidos de una persona enferma, pues sus dolores no eran vanos; Rogelio estaba muriendo de cáncer.
*
Los días pasaron y yo solo rogaba no hacer enfadar más a Viktor, no quería ni pensar en lo sucedido. Pero, siendo tan famoso en aquel sitio, muchos hablaban de él.
Otro altercado lo tuvo de protagonista; en el patio esa vez.
Un pelado estaba levantando pesas en la banca cuando Viktor se paró junto a él:
―¡Vamos! Una más ―le dijo. A lo que el pelado continuó con un máximo esfuerzo―. Otra, ¡hazlo!
Los brazos del calvo se flameaban mientras Viktor insistía que continuara.
Al final, cuando no pudo más, lo ayudó sosteniendo la barra, que tenía no menos que mi propio peso a cada lado. Parecía que Viktor iba apoyarla en los soportes, pero en lugar de eso la soltó, y desde lejos se escuchó un chasquido ante el que todos volvieron la vista.
Al día siguiente supe que el golpe le provocó una fractura de esternón y de tres costillas al recluso. Por poco no murió ahogado en su propia sangre. Al oírlo yo también estuve cerca de morir ahogado con el almuerzo:
―Nadie sabe por qué lo hizo ―dijo el muchacho de la cicatriz que le atravesaba el ojo―. Anda más enojado que nunca desde que se supo que tiene sida.
Fue otra noche sin dormir para mí. No solo por miedo a Viktor, sino porque Rogelio se quejó más que de costumbre a causa de sus dolores.
Me senté a su lado, y le sequé varias veces la transpiración de la frente con un paño.
―Hoy no hice una grulla ―me dijo.
En ese momento pensé que deliraba, y estuve por llamar al guardia para que lo llevaran a enfermería, pero insistió con el asunto:
―Todos los días debo hacer una grulla, hoy no pude. Debes hacerlas tú. Prométeme que las harás tú a partir de ahora.
Yo no sabía hacer nada en papiroflexia. Entonces Rogelio me fue dando las indicaciones (me cuesta llamarlo Azazel, más aún cuando lo recuerdo en momentos como ese).
«Dobla el papel por su diagonal» me decía, «ahora levanta cada punta hasta la mitad» me explicaba.
Luego de varios errores y correcciones la terminé. No quedó perfecta, pero era una grulla entre tantas que había en la cama, y desde lejos nadie prestaría atención a los detalles.
―Ya está ―le dije―. Yo haré las grullas que hagan falta hasta que te recuperes ―pero Rogelio no contestó.
Había perdido el conocimiento. Lo llevaron a enfermería y yo dormí solo en la celda F7. Esa noche recé por primera vez, tampoco sabía cómo hacerlo, pero, al igual que la grulla, mi rezo fue uno más entre tantos que se escuchaban por las noches, y Dios desde tan lejos, no prestaría atención a los detalles.
Recé por Rogelio y también recé por mí, para que Viktor no se enterase de que yo estaba solo en el tiempo que mi compañero estuviese en enfermería.
Pronto supe que no era más que un Iluso. Las noticias corren rápido en un lugar atestado al punto en que indignaría incluso a los protectores de animales.
*
Era medianoche cuando comenzaron los ruidos. Se trataba de varios presidiarios chocando tazas metálicas contra los barrotes a unísono. Los insoportables segundos transcurrían y los golpes se escuchaban cada vez con mayor intensidad. Algo se estaba aproximando.
La reja de mi celda se abrió y dos enormes figuras aparecieron. La primera era la de Viktor, la otra era la de uno de sus amigos de casi la misma talla; como si él necesitase a alguien para que lo ayude a encargarse de mí…
Yo estaba acostado en posición fetal en la cama de Rogelio, y en algunas pesadillas que tengo sobre esa noche me veo a mí mismo chupándome el pulgar.
Viktor levantó mi cuerpo con una mano, como lo hacía con las pesas que utilizaba para entrar en calor.
No tenía sentido decir algo; no había palabras en el pobre diccionario de Viktor que pudieran ayudarme a salir airoso de ese asunto.
Me dio un golpe cerca del oído derecho y caí al suelo aturdido. Eso es lo último que recuerdo.
Desperté en enfermería. Y enseguida me miré porque tenía la sensación de que Viktor me había descuartizado, arrancando mis miembros con sus propias manos desproporcionadas. Pero no encontré daños graves, solo un dolor en la mandíbula y un silbido constante que escuchaba a causa del golpe en mi oído.
―No te preocupes ―dijo un enfermero―. Estarás bien. Quienes te atacaron no volverán a molestarte.
Me explicó entonces lo que había sucedido. Su voz parecía provenir de adentro de una botella, pero me pareció entender que Viktor y su secuaz habían fallecido. A mí me hallaron inconsciente debajo de la cama, y ellos dos se habían matado el uno al otro; al menos eso es lo que quedó escrito en el expediente. La explicación tiene demasiados huecos, y lo que en verdad ocurrió permanecerá por siempre guardado entre los muros de la cárcel.
Los dos hombres que me atacaron terminaron con múltiples heridas en todo el cuerpo, tenían miles de ellas, quizás diez mil entre los dos. Yo jamás habría podido hacer algo así, y se cerró el caso concluyendo que se apuñalaron entre ellos hasta que ambos murieron a la vez. No eran heridas profundas, como las que un hombre como Viktor podría hacer con una navaja, pero eran tantas que dejaron sus huesos expuestos, tiñendo de rojo el suelo de la celda y volviendo sus rostros y cuerpos irreconocibles.
*
Apenas me sentí mejor quise ver a mi amigo Rogelio, pero me dijeron que también había fallecido. Su corazón no soportó los calmantes y yo no pude despedirme de él.
Días después regresé a mi celda; ya me quedaba poco para quedar en libertad. Las últimas semanas transcurrieron sin problemas; durante ese tiempo nadie se metió conmigo. Luego de lo ocurrido, los otros reclusos me respetaron y hasta comenzaron a apodarme “Azazel”.
El anterior Azazel, Rogelio, fue cremado, y sus restos descansan en un panteón familiar. Yo no sabía que tenía familia; durante el tiempo que estuve en prisión nadie fue a visitarlo. Tampoco me crucé con ningún pariente en el tiempo que llevo yendo al cementerio, y eso que voy a verlo todos los días.
Cada vez que voy llevo una grulla de papel, que se van acumulando. Llevo grullas de diferentes colores y tamaños, una cada día. No sé por qué lo hago, aún no sé qué es lo que creo que pasó aquella noche, pero prefiero respetar ciertas costumbres; solo por si acaso.
Federico, qué placer leerte de nuevo, y recordar algunos de tus personajes, y esa grulla de papel, la recuerdo, eres lo maximo.
ResponderBorrarReleeré tus relatos para refrescar la memoria y volver a disfrutar de tu ingenio oscuro que tanto me gusta, este relato me encantó, es tan visual, describes tan bien esas escenas que además de llevarme al lugar y sus miserias, me identifiqué con el recluso y sentí su angustia...
Tremendo regreso amigo. Creo que por si acaso aprenderé a hacer grullas de papel.
Recibe un fuerte abrazo y mi gratitud por el regalo de tus letras, Feliz 2023.
Hola, Harolina!
BorrarUna alegría verte por acá en esta vuelta tras tanto tiempo sin publicar.
Me alegra que te haya gustado el relato, amiga.
Te deseo lo mejor en este 2023. Que las grullas te acompañen y te protejan.
Claramente un relato oscuro.
ResponderBorrarY parece insinuarse que el protagonista heredó algo, alguna cualidad siniestra de Rogelio.
Saludos.
Así es, Demiurgo; parece que las grullas seguirán haciendo de las suyas.
BorrarGracias por la visita y el comentario!
Un cuento que tiene todo. Tiene suspenso, ternura, amistad. Me encantó. Te felicito, Federico.
ResponderBorrarMuchas gracias por las palabras, Raquel!
BorrarMe alegra que te haya gustado. Hasta el próximo cuento.
Me atrevo a decir que este es tu mejor cuento... IN-CRE-I-BLE.
ResponderBorrarMuchísimas gracias, mi amigo! Me alegra que te haya parecido así.
BorrarMis garras te abrazan.