jueves, 4 de diciembre de 2025

LA ROSA ABSOLUTA

 




Armand Dubois estaba en el pináculo del arte de la perfumería. Por tres décadas, fue referente de Phi Doré, una casa centenaria del rubro, líder en el mercado internacional. Armand estaba detrás de cada elogio que la empresa recibía, su marca era la profundidad oscura de sus creaciones y la rigidez incorruptible de su juicio.

Era un hombre de más edad de la que se atrevía a anunciar, pulcro hasta la exasperación. Su peinado hacia atrás poseía una brillantez lacada que recordaba el fondo de un frasco de vetiver concentrado. No menos cuidados dedicaba a su pequeño bigote, cuyos cabellos teñía de negro de manera individual. Vestía trajes de tres piezas con solapas de pico, planchadas con una precisión que negaba a ceder ante la gravedad. Su presencia olía a sándalo vintage y almizcle de civeta, una nube de opulencia que anunciaba su llegada tres segundos antes de que sus zapatos de cuero de Oxford rozaran la alfombra.

Para Armand, el mundo se dividía en jerarquías aromáticas inmutables. En la cima, sus propias fragancias: estructuras complejas, esencias que narraban epopeyas. En la base, el caos. Y en el centro, él mismo: el oráculo cuyo veredicto era ley.

Se paseaba por los laboratorios de Phi Doré cual monarca que inspecciona sus dominios. Los jóvenes empleados lo veían pasar y automáticamente se enderezaban, encogiendo sus hombros y escondiendo los papeles con las fórmulas e ideas que aún consideraban demasiado toscas para su mirada. La altivez de Armand no era un defecto, era su método.

Un martes particularmente asfixiante, el laboratorio hervía a fuego lento con la tensión del lanzamiento de una nueva línea de primavera. Armand estaba destripando sin piedad la última propuesta de un diseñador de fragancias, describiendo el aroma como "el olor de unos grises sueños rotos".

Élise miraba la escena de cerca, había trabajado tres meses en un nuevo perfume con una idea simple: la gente no quiere escapar de la tierra, quiere olerla. La perfección de Phi Doré era tan alta que se había vuelto aburrida, un techo de cristal sin ninguna mancha o imperfección. Ella creía que un perfume debía ser algo que se oliera cercano, que hiciera girar la cabeza de alguien en la calle, no una proclamación costosa y distante.

Élise era una becaria contratada ese mismo año, de rostro pecoso y cabello indómito, recogido por una vincha que desafiaba el código de vestimenta, y sorprendió a todos al dar un paso al frente con tanta seguridad.

Extendió el brazo ofreciendo un pequeño vial de vidrio ámbar, sin etiqueta. Su presencia era nerviosa, pero sus ojos brillaban de esperanza.

—Señor Dubois—, comenzó Élise. Su voz, apenas un susurro, luchaba por escapar de sus labios. —Creo que he encontrado un nuevo camino para la línea de este año. Este perfume se llama La Rosa Absoluta. No es solo una modificación de otros anteriores; he partido de una estructura completamente diferente, buscando una vibración más terrenal. Usé...

Armand levantó una mano deteniéndola a mitad de la frase. El gesto era lento, medido, pero contenía más desprecio que un grito.

—¿'Terrenal'?— inquirió Armand.

Su voz era aterciopelada, pero cargaba un desdén que helaba. Sus palabras resonaron en el silencio del laboratorio:

—Señorita cuyo nombre no me he molestado en recordar, esta casa no crea fragancias para campesinos. Aquí creamos elegancia embotellada. Y, ¡por las trenzas de Calipso!, use una pinza para sostener ese nido que lleva por cabello.

Élise se ruborizó, pero no apartó la mirada ni arqueó el brazo, manteniendo el recipiente en alto para que irrevocablemente Armand lo tomara.

—Solo le pido que lo huela, señor Dubois. Por favor. Es diferente.

Armand tomó el vial con dos dedos, como si sujetara un insecto muerto. Su intención de rechazarlo era firme. No podía permitir que aquella niñata lo desafiara de esa manera. Su mirada se clavó en Élise, una mezcla de exasperación y superioridad intelectual.

—Señorita, —dijo Armand inclinando ligeramente la cabeza. —Usted entra en esta industria sin las bases necesarias, sin la disciplina del estudio riguroso, y tiene el descaro de presentar su trabajo como una 'mejora' a una fórmula consagrada. ¿Sabe lo que es usted? Una novata arrogante.

Se ajustó el puño de la camisa con brusquedad antes de continuar, su voz ahora un silbido cargado de veneno intelectual:

—Usted decidió que su fórmula es superior, antes de que la realidad la juzgue. Si continúa con esa arrogancia no hará más que bloquear su aprendizaje, convirtiendo la ignorancia en hábito.

El especialista quitó la tapa del perfume y, sin apartar la mirada hacia la joven, permitió que su aroma le ingresara por las fosas nasales.

Su rostro no cambió, mantuvo el mismo gesto de siempre. Pero ese perfume, ese aroma… no recordaba nada que lo hubiese hecho sentir algo similar. Fue como si Afrodita hubiera arrancado una rosa que sobrevivió a una tormenta, y lo hubiese tomado de la mano para iniciar juntos un vuelo a través de su propio sistema respiratorio. Envuelto en feromonas recorrió cada uno de sus nervios y llegó a lo más primitivo de su cerebro, llenando de placeres su bulbo olfativo

Armand le devolvió el vial con un gesto brusco, intentando que ella lo tomara para evitar el contacto:

—Esto ha sido una pérdida de tiempo, señorita. Vuelva a los libros y lea, lea, ¡lea!. Y lance ya mismo al váter este… lodo perfumado.

Sus palabras no podían estar más alejadas de lo que su sistema límbico aún clamaba. Es que aquel aroma no era pasajero, se impregnó en su interior desafiando sus convicciones más atávicas.

El pánico lo inundó. Que él, Armand Dubois, se rindiera ante aquella rosa terrenal era impensable. Era una amenaza a su identidad, a su trono, a todo lo que había construido. Ese aroma lo desenmascaraba, mostrando su propia ignorancia. Aun así se mantuvo firme frente a Elise.

—¡Retírese de una vez junto a esta vulgaridad!— exclamó en un tono agudo que pocas veces alcanzaba.

Armand agitó la mano en el aire como si espantara una mosca:

—Es grosera, señorita, completamente grosera.

El rostro de Élise se vació, la luz en sus ojos se extinguió. Ella acató la sentencia y, con una calma que a Armand le pareció devastadora, retiró el vial y se alejó sin hacer ruido.

Armand sintió un dolor agudo en la parte superior de su nariz, y una punzada llegó a la comisura de sus ojos. El laboratorio se inclinó, y los rostros de los empleados se deformaron. Algunos no tenían más que ojos enormes, otros no eran más que sonrisas con un fondo plano, y la secretaria a su lado, distinguible por su cabello lacio y sin gracia, no tenía facciones más que una enorme nariz.

A pesar de todo mantuvo la compostura, y tomó su pañuelo de seda y se lo pasó por las fosas nasales, y vio que allí quedó una gota de sangre.

—Disculpen—, dijo, y se alejó de inmediato.

Aquella palabra no estaba en el diccionario de Armand, pero no había tiempo para palabras porque mientras más se acercaba el pañuelo al rostro, este más se teñía de sangre.

Se miró en el espejo y vio al hombre pulcro y lacado de siempre, pero ahora estaba consciente de su falsedad. Su reflejo era el de una efigie hueca, y la presión en su cabeza era la prueba de que su ciclo había concluido.

De pronto sintió un calor húmedo en su nariz. Era otra gota de sangre. Armand tomó una de las toallas blancas y se cubrió el rostro, intentando contener su propia derrota.

Luego, negrura absoluta. No podía ver, no podía oír. Pero, en la fracción de segundo antes de caer, su mente creyó percibir una nota fugaz, casi un recuerdo: el tenue rastro de sándalo y civeta que siempre lo había acompañado. Entonces se derrumbó.

Cuando Armand Dubois abrió los ojos, lo primero que percibió fue la luz blanca de halógeno. Estaba en una cama de hospital, con una bata de lino áspero y una vía intravenosa en el brazo.

Una mujer de mediana edad, con uniforme verde oliva y un portapapeles se presentó como la Dra. Laurent.

—Señor Dubois, —dijo con tono profesional— su colapso fue causado por un pico de hipertensión, probablemente relacionado con el estrés.

Armand odiaba los hospitales, el olor a antiséptico solía irritar su faringe, pero aquella habitación se sentía inodora.

Poco después llevaron su desayuno, y el jugo le supo a papel mojado. De pronto escupió el líquido de nuevo en el vaso:

—Esto no tiene sabor.

Nada tenía sabor, ni aroma. Ese mismo día comenzaron los estudios.

La Dra Laurent regresó. Armand intentó hablar, pero solo logró un sonido seco. Levantó una mano y señaló su nariz con desesperación. Necesitaba saber.

—Hemos realizado una serie de pruebas. Al parecer, el pico de presión arterial ha causado un daño focalizado. Es algo inusual, debo admitir.

Ella hizo una pausa incómoda. El silencio alrededor de Armand se hizo más opresivo.

—Señor Dubois, me temo que lo que usted tiene es permanente. Usted padece de anosmia traumática. Ha perdido completamente la capacidad de percibir olores.

Armand intentó aspirar el aire, buscando con desesperación el antiséptico del hospital, el plástico de la cama, el almidón de la bata… Nada. Solo un blanco frío.

Sobre la mesa a su lado estaba su pañuelo de seda, aún manchado de carmesí. Lo tomó en un instante y lo acercó a su nariz. Normalmente, el pañuelo olía a sándalo vintage y a civeta, la quintaesencia de su propia e inexpugnable superioridad. Pero ya no olía a nada.

El mundo, el vasto y complejo universo de la fragancia que él había juzgado, se había replegado. No había más que indiferencia. La verdad de la rosa terrenal sobreviviría solo en su memoria.


sábado, 29 de noviembre de 2025

LA PASAJERA



 

El último vagón del tren de la línea F7 se sentía diferente. Atestado, como siempre, pero todos los pasajeros permanecían en silencio. Eran garabatos de lo que fueron alguna vez; pintados en siluetas de cartón. Eran seres bidimensionales, porque el resto de sus humanidades ya no viajaba en tren.

Tal vez era yo la que los veía así. O tal vez, ellos me veían de la misma manera; de la misma materia.

Esa noche estaba más cansada que de costumbre. Habían despedido a varios compañeros de trabajo y, quienes permanecimos, debíamos trabajar el doble de horas, pero con la paga de siempre.

Al menos algo me salió bien: no debí viajar de pie. Al ingresar al vagón se desocupó un asiento frente a mí. Un asiento en buen estado, suave y confortable. Pero lo que más disfruté de él fue que era un sillón individual, ideal para una pasajera como yo; una pasajera a la que le gusta mirar todo desde atrás de un cristal.

Sobre el vidrio había un grafiti de color verde fosforescente: “IGGY POP” decía, y destacaba entre todo el vagón, que era de gris metalizado.

Miré por la ventanilla en busca de un símbolo de paz. La noche era clara y el cielo estaba poblado de estrellas. Algunas eran fijas, y titilaban en forma apenas perceptible, otras caían al horizonte, justo donde la ciudad termina.

El tren recorrió los mismos pasajes de cada noche. Se metió entre edificios como murallas, tan altas que se extendían hasta el firmamento oscuro.

La ciudad se ennegreció por un momento, y los edificios parecían estar deshabitados. Solo vi unas pocas ventanas iluminadas por velas; eran familias de luces fantasmales.

Solo pensaba en llegar a mi departamento y desplomarme en la montaña de ropa sucia que cubre mi cama, para luego despertar por la mañana y salir corriendo hacia el trabajo.

El tren llegó a la estación de Santa Fe, y al mirar la hora vi que habíamos llegado más pronto que de costumbre. No era un expreso, pero por algún motivo se había saltado varias estaciones. Continuamos la marcha y me sorprendió la cantidad de edificios en construcción; no había notado eso anteriormente.

Quedaba poca gente en el vagón, ya que muchos descendieron sin que nadie subiera. Parecía un anochecer de un día festivo, pero era un miércoles opresivo, un miércoles en medio del infierno presuroso de una pausa.

El tren recorrió un tramo que no reconocí. Lo recorrió a una velocidad tan alta que no me permitía enfocar la vista en alguna edificación para lograr ubicarme, pero tenía la sensación de que se trataba de un laberinto de edificios que sangraban óxido, apelmazados, unidos como continentes que chocan y se apilan en sus bases.

El grafiti de IGGY POP comenzó a desdibujarse, chorreando hasta el marco inferior separándose en tonos primarios. Amarillo, azul, negro.

De pronto mi muslo izquierdo se hundió unos centímetros en el asiento. No lo había notado antes, pero la cubierta tenía un gran corte, como si alguien le hubiese ocasionado un tajo con una navaja.

En ese momento observé por la ventana los barrios que la sociedad ignora; zonas industriales, lados traseros olvidados por el mundo.

La ciudad ya era desconocida para mí, no podía identificar el lugar donde me encontraba. Los edificios ya no estaban hechos de ladrillos, sino que eran un decorado, una escenografía surrealista de casas encimadas, sobre un suelo hecho con la piel enferma de un dios muerto.

Se oyó entonces una voz por el altoparlante:

«Les habla el conductor. Esta es la última estación. Todos los pasajeros deben descender del vehículo. Yo también me bajo aquí».

La transmisión se cortó y, sin detenerse, las puertas del tren se abrieron.

Afuera todo era viento. Yo me aferré a mi asiento que para esa altura no era otra cosa que un esqueleto de alambre. Los demás pasajeros caminaron hacia las puertas y cayeron uno a uno como figuras de cartón pintado, en lo que parecía ser un agujero negro. Una joven se acercó y giró hacia mí. Estaba vestida de negro, con una campera de cuero. El viento arrugó su rostro. Su cabello, teñido de varios colores, comenzó a aclararse y a desprenderse en corpúsuculos de tonos primarios. Amarillo, azul, negro. La vi envejecer en instantes hasta que su piel se resecó y sus huesos se convirtieron en partículas de las que el viento se alimentó.

El tren continuó acelerando. Sus paredes vibraban mientras los tornillos y tuercas saltaban de sus juntas. No se detuvo en las demás estaciones, porque ya no había estaciones. Miré hacia atrás y lo único que vi fue una nube de polvo ocultando el pasado.

El paisaje a mi alrededor no era otra cosa que un desierto; no había escombros siquiera. En la ventanilla, el grafiti había desaparecido. Raspé con la uña la poca tinta que quedaba en el marco inferior, y la punta de mi dedo se pintó de verde. Por un momento me reflejé en el cristal, y me vi cual garabato de la que fui alguna vez. Estaba sola en aquel vagón, hasta que me convertí en parte de los asientos que se estaban desintegrando, en parte del tren que marchaba sin pausa. Y fui así la última pasajera, recorriendo la cicatriz de una ciudad que se devoró a sí misma.



lunes, 3 de marzo de 2025

EL ROSTRO EN LA OSCURIDAD




Anahís recorría el museo con una sonrisa que no podía contener. Sus labios, pintados en bordó, estuvieron a punto de estallar en carcajadas más de una vez, en especial, cuando oía a alguien reprobar su nueva escultura.

Todos se decepcionaron con la obra; demasiado simple para aquel sitio de columnas altas y techos con molduras de blanco radiante, un lugar que solo exponía las piezas más destacadas de la escena plástica contemporánea.

La artista, tantas veces aclamada por su estilo transgresor, había llevado una pieza que, por mucho que sus fieles seguidores lo intentaban, no lograban sacar a relucir alguna idea de la desobediencia que la caracterizaba.

La creación titulada “El abismo en el espejo” tenía pocos detalles. Se trataba de una escultura de una mujer que llevaba lo que parecía ser un vestido francés del siglo XIX, de pie frente a un espejo de marco labrado.

—Inocuo —dijo el crítico de arte Rafael Valdez; un hombre obeso con gafas redondas y barba en punta.

Rafael infló su pecho, como lo hacía cada vez que encontraba una víctima para su siguiente artículo.

Anahís no estaba preocupada, ella seguía caminando en círculos alrededor de su obra. Los pasos de la autora resonaban en la madera pulida, pues llevaba unos borceguíes de cuero que parecían demasiado grandes para su estructura delgada y vestida de negro, una figura de líneas más bien puras y sencillas, que de curvas exuberantes.

Las horas pasaron y las partes de la escultura diseñadas en cera comenzaron a derretirse a causa del calor de los reflectores, pero Anahís no se alarmó, al contrario, se abrazó a sí misma como un pequeño cuervo, orgullosa de su plan perfecto.

En ese momento, todos en el museo se acercaron para ver a la pieza perder su forma, hasta que trozos de su rostro comenzaron a desprenderse. La cera derretida reveló capas ocultas; el calor la estaba despojando de su máscara. Para sorpresa del público, bajo la primera capa de cera se escondía una segunda cara; una calavera grotesca de una mujer que había estado intentando mantenerse bella, pero que solo logró arruinar su piel por el exceso de cosméticos. Ese rostro tenía un nivel de detalle sorprendente, y su mirada mostraba una desvinculación de la realidad objetiva; se había perdido en la profundidad del espejo que le devolvía una mentira piadosa.

Anahís continuaba pletórica. Aunque solitaria físicamente, se sintió rodeada del caos, que la albergaba como una madre.

El cristal del espejo que acompañaba a la escultura tenía un mecanismo que lo hizo girar, y al otro lado tenía una pintura que, con un vidrio delante, daba la sensación de que también era un espejo, pero en lugar de reflejar un rostro derretido, tenía pintado el atractivo rostro original. Todos los presentes aplaudieron, convirtiendo a Anahís en el centro de atención de la muestra.

Varios artículos la nombraron como la autora de la mayor atracción de aquella gala. Ella disfrutaba de esos momentos de éxito, pero algo la inquietaba, y era que ya habían pasado varias semanas sin trabajar y aún no tenía una idea para una nueva obra. Su mente estaba vacía, al igual que las botellas que se acumulaban a su alrededor.

Una noche, mientras miraba televisión y cenaba varias copas de vino, sobrevino un apagón en todo el barrio. El silencio fue absoluto, como si ella fuera lo último en el mundo, acompañada solo por una eterna oscuridad. Pero no se sintió cegada; todo a su alrededor se convirtió en un lienzo de potencial infinito. Vio distintos tonos de negro bailando entre sí como si de amantes se tratase, percibió sombras que se deslizaban como seda sobre el suelo hacia sus pies, y vio por la ventana un fino polvo de estrellas dibujar curvas humanas en el vacío. Minutos más tarde la corriente regresó, y Anahís sintió una chispa de curiosidad: ¿Qué pasaría si trabajara sin ver?

Recorrió el departamento con la sensación de que había algo allí escondido, no alguien tembloroso como un ratón, tampoco al acecho como una pantera, sino algo que la esperaba, que solo esperaba paciente disfrutando de esa espera. De pronto oyó un susurro, el viento tal vez, o una voz lejana que se distorsionó en el camino, pero llegó hasta sus oídos con claridad para sonar como un nombre: «Anahís».

No supo de dónde provenía, pero en ese momento estaba parada sin explicación frente a una habitación interna olvidada, cubierta de polvo y tiempo, que no utilizaba más que para acumular objetos en desuso. Ese sería un sitio ideal para su plan, y decidió ambientarlo para trabajar allí a oscuras, en un afloramiento de percepciones más allá de la vista.

Al día siguiente vació la habitación, y llevó una mesa y sus herramientas de trabajo. Tapó bien todas las hendiduras alrededor de la puerta para que no ingresara una gota de luz, y enseguida comenzó a crear una pieza que al principio no sabía en qué iba a transformar, solo sabía que la haría en una unión absoluta entre artista y obra; la esculpiría en el éter mismo de la noche.

Una imagen comenzó a tomar forma en su mente, y se sintió guiada mientras exploraba cada trozo de arcilla. El material se comunicaba con ella mediante el tacto, volviéndose más dócil o más rígido, según dónde lo presionaba. El sonido que hacía cuando hundía sus dedos también la ayudaba, en una cadencia de notas que solo ella podría entender. Pronto comenzó a oler los diferentes aromas que el material emanaba según su humedad, y la imagen mental cobró vida en sus manos. El bloque tomó entonces el aspecto de unos hombros musculosos, sobre los que descansaba una cabeza de soberbio perfil.

Fue convirtiendo ese sujeto en uno de aspecto fuerte, pero sobre todo se enfocó en su rostro, imaginando cada línea, cada curva. Quería que fuese bello y con un semblante intenso.

Estuvo horas sin salir de ese lugar, dando forma a su creación. Deseaba hacer un gran avance ese día, aunque suponía que le tomaría muchos más el poder terminarla. Luego de un rato encendió la luz y vio que su escultura era más preciosa de lo que había imaginado. De hecho, ya estaba terminada, pero hubo algo que la sorprendió más aún: aquel hombre carecía de ojos.

Vio la obra con detenimiento. Ella recordaba haber dedicado tiempo a los ojos de su escultura, pensó que quizás pudo haberlos borrado por accidente en el proceso creativo, mas el resto de la obra no tenía defectos.

La pieza era hiperrealista. Cada pliegue del cuerpo del hombre era el correcto, cada vena sobresalía perfecta sobre su piel, y su rostro era intrincado y exquisito. Anahis estaba confundida, tenía amplios conocimientos en anatomía humana, los que plasmaba en cada obra, pero no se creyó capaz de hacer algo tan minicioso en tan poco tiempo y, sobre todo, en aquella habitación desprovista de luz.

Luego de ver la obra terminada se sintió eufórica, y decidió celebrar de un modo especial, como solía hacerlo en esas ocasiones. Invitó esa misma tarde a una joven pareja que había conocido en una conferencia, y que habían expresado admiración por su capacidad de capturar la esencia humana en sus colecciones.

Dos horas más tarde llegaron. La muchacha ingresó al departamento primero. A Anahís le bastó un segundo para recorrer su cuerpo por completo. De haberlo querido, pudo haber esculpido cada una de sus firmes curvas a la perfección. Prefirió posarse pronto en su bello rostro, y la joven se sonrojó y se corrió el cabello rizado por detrás de la oreja.

El muchacho era alto y atlético, tenía una gran fuerza contenida que deseaba ser despertada por la escultora. Sus ojos eran de un azul intenso, y su cabello era rubio. La artista lo observó sin reparos, pues con los hombres era directa en su accionar.

Anahís se sentó en su sillón Chesterfield de cuero negro, en el centro del amplio departamento. Las paredes blancas desaparecían en la distancia. Los muebles, escasos pero bien elegidos, parecían flotar en el aire. La última luz natural del día entraba por las amplias ventanas a través de un parque al otro lado, en un rito crepuscular diario y sereno.

Anahís abrió una botella de vino y se recostó en el sofá, observando a la joven pareja que tenía enfrente, sentados sobre sillones individuales.

Bebieron vino entre risas mientras los invitados llenaban de halagos a la artista:

—Me encantó tu última obra —dijo él—. El mensaje es brutal; por cuidar la máscara que llevamos, terminamos descuidando a quien somos realmente.

Anahís contuvo una sonrisa. Le gustó la interpretación del joven pero prefirió conservarse impasible, mientras observaba a la pareja desde su trono de hielo.

Fue a su bodega por otra botella, solo que esa vez no regresó con una de vino. Le entregó la bebida al muchacho para que este la sirviera. El líquido era verde-amarillento, casi fluorescente. Su amiga leyó la etiqueta con curiosidad:

—Le Confession du Diable... ¿qué es?

—Absenta —respondió Anahís—. Es una bebida intensa, misteriosa y un poco peligrosa. Mi veneno preferido; aunque se desperdiciará en paladares inexpertos.

Los dos invitados intercambiaron una mirada divertida, y probaron el elixir haciendo una mueca. Anahís se rió baja y suavemente, mientras comenzaba a sentirse cada vez más atraída por sus invitados.

Se levantó del sofá y se acercó al muchacho y lo besó en los labios, luego llamó a la joven para besarla también. Ambos jovenes se ruborizaron, sorprendidos pero intrigados. Él la beso en el cuello y la rodeó con sus brazos, atrayéndola de espaldas, mientras ellas se desvestían la una a la otra.

Anahís sintió su corazón latir más a prisa, pero justo cuando la pasión estaba a punto de estallar, vio en su mente unas manos de dedos largos que la sujetaron del cabello, poseyéndola como nadie lo había hecho. Pudo ver una piel transparente con una carne de una negrura absoluta, y unos ojos, también negros, la miraban desde una profunda oscuridad. De pronto aquella mano helada apretó su garganta, y Anahís se apartó bruscamente de la pareja, presa de una sensación de pánico.

—Salgan —dijo con voz firme.

Los invitados se miraron confundidos, y el muchacho quiso reiniciar la escena pasional posándole la mano en la cintura, pero entonces Anahís tomó el sacacorchos y le hizo un corte en el brazo:

—¡Fuera!

Los jóvenes salieron a medio vestir, mientras la muchacha limpiaba la sangre que brotaba del brazo de su amigo.

No se animaron siquiera a decir palabra; las facciones de la artista se habían transformado, sus músculos estaban tensos, sus pupilas dilatadas, y su rostro mostraban un brillo de fuego interior, como si un ser demoníaco se hubiera apoderado de ella.

Esa noche tuvo constantes pesadillas que la despertaron cubierta en sudor. Soñó que su cuerpo se desintegraba en una masa amorfa sin luz. Soñó que el suelo se convertía en un agujero distorsionado, y todo el espacio-tiempo era absorbido por este. Y hasta soñó que su alma era engullida por huestes de demonios, cuyos cuerpos estaban formados del mismo material del que están hechas las sombras.

*

Desde la salida del sol la artista se quedó despierta mirando el techo en un estado de estupor, y a primeras horas recibió un llamado de Rafael Valdez, el crítico de arte.

Hacía algunos años, Rafael había publicado un artículo sobre Anahís, en el que decía que la causa de sus controversiales obras era la pérdida de sus padres. Pero esa vez él le había jurado que no incursionaría en temas personales.

Asistió esa misma tarde, y ella aún no se reponía de la noche anterior.

Se dirigieron a la sala, y en una distracción de su invitado, Anahís corrió la alfombra con el pie para cubrir una mancha de sangre que había quedado del corte que le ocasionó al muchacho.

Ella se sentó en su sillón Chesterfield de cuero negro y Rafael eligió una banqueta demasiado pequeña para sus caderas:

—Sabes, Anahís; no siempre fui crítico de arte. En mi juventud anhelaba ser pintor, mas la fortuna no me sonrió. Me vi así obligado a canalizar mi pasión buscando el secreto tras la perfección de artistas como tú. ¿Cuál es tu verdadero rostro en la oscuridad, Anahís?

—Prefiero que mi arte hable por mí —contestó ella.

—¿Cuándo podremos esperar algo nuevo de ti?

—Mañana expondré una escultura llamada “Los Anteojos Mágicos”; la acabo de terminar.

—¿Qué inspiró tu nueva creación?

Ella evadió la pregunta:

—Perdón, no le ofrecí nada de beber ¿Qué desea?

—Té verde japonés con dos rodajas de limón y una cucharadita de miel manuka, por favor —respondió el crítico.

La escultora fue a la cocina y enseguida puso una pastilla efervescente en un vaso con agua, mientras tanto Rafael Valdez recorrió todo el lugar con la mirada.

Ella tardó en regresar, mientras buscaba con qué reemplazar la miel de manuka. El crítico se levantó del sillón y caminó con las manos detrás de la espalda, recorriendo el taller en busca de algo que agregase una pizca de jengibre a su artículo.

Fue entonces que ingresó en la habitación en donde aún estaba la flamante obra: el hombre hiperrealista sin mirada titulado “Los Anteojos Mágicos”. El crítico quedó abismado en una petrificación muda. En más de una ocasión había sostenido que Anahís era una artista de caminos fáciles, famosa gracias a sus propuestas controversiales, pero aquella pieza era prueba de que su ejecución era sublime. Rafael Valdez comprendió el porqué del título de la obra, comprendió que aquel hombre había perdido los ojos, y ahora podía ver todo lo que no veía antes, su mirada era introspectiva, sus ojos eran una ventana al alma.

De pronto se cerró la puerta de la habitación, y Rafael quedó atrapado en una noche sin estrellas, y entonces algo lo sujetó tapándole la boca. Intentó moverse pero también le enlazaron los brazos y las piernas, y hasta un tentáculo oscuro abrazó su prominente abdomen. Cuando su respiración se apagó, fue arrastrado por las penumbras hasta desaparecer en un rincón del taller.

Anahís regresó a la sala pero no vio al crítico. Recorrió entonces el departamento y al pasar junto a su taller vislumbró una criatura de una negrura absoluta. Un ser delgado, de manos grandes y dedos extremadamente largos. Encendió la luz pero la criatura había desaparecido, y solo encontró las gafas redondas de Rafael tiradas en el suelo.

Poco después se acostó para descansar; había tenido demasiadas visitas y demasiado alcohol en muy poco tiempo, además, al día siguiente tenía una importante muestra a la que llevaría su nueva escultura.

Al despertar, fueron a buscar la pieza, y ella se preparó para ir a presenciar la muestra en la Galería Nacional de Arte. Pero cuando estaba pintándose los labios de bordó frente al espejo, decidió desvestirse y quedarse en su departamento. No tuvo ganas de hablar con periodistas, tampoco le importaba que pudieran ir interesados en comprar sus obras, y aunque el teléfono sonó repetidas veces, ella jamás atendió.

La escultura fue adquirida por un empresario ruso que deseó conocer a la autora, pero ella pidió a la galería que le dijeran que estaba de viaje, y postergó el encuentro para otra oportunidad.

Anahís no deseaba salir, y enseguida continuó haciendo lo único que la hacía feliz: trabajar en su cuarto oscuro.

Comenzó a esculpir una bailarina. “Clara”, así la llamó. La obra estaría apoyada sobre la punta de un pies en un equilibrio imposible. Cincuenta kilogramos de arcilla sobre un apoyo menor a un centímetro cuadrado. Mientras elaboraba la figura, algo a su alrededor estaba ocurriendo. La arcilla se sostenía sin dificultad alguna. La gravedad no seguía los principios newtonianos en ese sitio; Anahis podía sentir, en esa oscuridad, que el aire caía hacia el suelo, mientras los trozos de arcilla flotaban como nubes a su alrededor, incluso sus herramientas de trabajo se elevaban de a poco hasta alcanzar el cielorraso. De pronto sintió otras manos por encima de las suyas, que se apoyaron con total suavidad. Anahís se apartó de la escultura dando un salto hacia atrás. Entonces notó que alguien estaba parado junto a ella, y pudo sentir una respiración lenta y profunda. Regresó entonces a la tarea, y otra vez sintió el tacto en aquella tiniebla profunda. No se apartó esa vez, continuó trabajando mientras aquel ser la guiaba. Primero sobre sus manos, luego recorriéndole los brazos con unos dedos largos pero suaves. Llegó así hasta sus hombros, entrecortando su respiración. En ese momento el ser se le acercó al oído y emitió un susurro apenas audible: «Mía».

Un dedo de la criatura le recorrió la espina hacia abajo, y su sostén se desprendió sin esfuerzo para caer al suelo, un instante después también cayó su vestido.

La artista tembló, y enseguida recogió sus prendas y se dirigió corriendo hacia la llave de luz. La perilla emitía un brillo leve, siendo lo único visible en esa sombra sin final. Al encender la lámpara no pudo ver a la criatura. Frente a ella solo estaba la escultura, que ya estaba terminada.

La bailarina permanecía en perfecto equilibrio, sin siquiera tener alambres que unieran la pieza a la base. El nivel de detalle, además, era sobresaliente. Cada pliegue de su traje; cada rasgo de su cuerpo. Solo un elemento faltaba. En un rostro angelical, por encima de una hermosa nariz respingada, no había más que vacío. Como un soplo que le había quitado la mirada, “Clara”, la bailarina, no tenía ojos.

La siguiente noche Anahís estaba eufórica por su ritmo de producción. Inició una nueva obra, pero quería algo más. Tenía un deseo que pedir, y se armó de valor luego de ingresar al taller.

Comenzó a trabajar con las luces encendidas, y entonces habló:

—Quiero crear sin sombras —dijo—. ¿Me otorgas ese poder?

No hubo respuesta.

Ella apagó las luces y repitió el pedido:

—Quiero crear sin estas sombras. Libérame de tu velo y así podré hacer mi arte bajo la luz del día ¿Me otorgas ese poder?

La artista sintió una presencia a sus espaldas, y oyó una respiración helada chocar contra sus hombros. Un dedo frío le recorrió la mejilla, y Anahís cerró los párpaos expectante.

De repente, un dolor agudo la hizo estallar en un grito que se oyó en todos los rincones del edificio. Anahís se llevó las manos a la cara y salió corriendo de la habitacion. En el pasillo tropezó, y cayó como una pluma en llamas, apoyando las palmas en el suelo para imprimirlo de sangre. La luz del día quemó las heridas de su rostro, y de pronto todo fue oscuridad y silencio.

Detrás de ella, en el taller, estaba terminada su obra maestra: Un rostro diabólico, reflejo de un infierno interior, llenaba el lugar de rabia y desesperación. A diferencia de las otras obras hechas a oscuras, aquel rostro sí estaba completo, pues alguien había llenado las cuencas oculares, con los ojos de Anahís.


FIN

martes, 7 de enero de 2025

LA MAQUINARIA


Arte de Häri Ren


En lo más negro de la penumbra,
cuando la luz no es más que un recuerdo,
incluso el gris parece resplandecer.


De lejos, la fábrica parecía un espejismo. Todos fueron en busca de empleo a aquel enorme poliedro en medio del desierto. Todos, creyeron que aquella empresa podría salvar una ciudad que había perdido su nombre. El primer día cientos, miles de almas suplicantes, comenzaron a trabajar allí ignorando todas las señales; incluso a mí me cegó por un momento.

Respondieron mi solicitud de inmediato, tal vez incluso antes de enviarla. Recuerdo haber llenado el extenso formulario hasta que sus líneas danzaron frente a mí. Me equivoqué al poner uno de mis datos, y lo taché con un garabato nervioso. A pesar de eso no hubo problema. Su interés era genuino, pues me perdonaron todos los errores.

El día llegó, y me uní a la larga fila hacia la entrada. El sol aún no había despertado, y el lugar era iluminado por unos potentes reflectores. Marchamos por aquel sendero con altas cercas a ambos lados, coronadas por una espiral de alambre de navajas. Al principio íbamos tropezando entre nosotros, luego, con cada paso, fuimos encontrando el compás. Mientras avanzábamos éramos apuntados por guardias de seguridad, y para camuflarnos ante ellos, debimos convertirnos en una sola criatura; un invertebrado con cientos, miles de pares de zapatos moviéndose al unísono.

La puerta de entrada era estrecha, por lo que ingresamos de uno en uno, pero tenía la altura de tres hombres, y se perdía en el firmamento convertida en una sombra. Nadie conversaba, nadie murmuraba, y yo marchaba temeroso de llamar la atención, formando parte de aquella monstruosidad carente de voluntad y rostro.

Intenté hacer amigos allí dentro, pero aquello fue un regar flores de plástico. Mis compañeros estaban demasiado enfocados en sus puestos, y ni siquiera desviaban la mirada de los botones y palancas.

En un momento me incliné hacia el sujeto que tenía al lado:

—Psss… ¿Qué se supone que estamos fabricando en este lugar?

Él alzó los hombros en señal de ignorancia.

Ninguno de nosotros sabía lo que allí producíamos. Una interminable cinta traía a nuestro sector unos artículos envueltos en una bolsa negra sellada. La cinta los traía uno tras otro, y nosotros, los del sector F6, debíamos guardarlos en cajas y enviarlos al área siguiente. La etiqueta no tenía más que un número de serie, que ni siquiera seguía un orden específico. Solo sé que cada hora guardaba cientos, miles de productos tan anónimos como lo era yo en ese lugar.

Intenté descifrar lo que había dentro de esas bolsas. Era pesado y frío, como de metal, y no tenía partes móviles. Pero cada vez que me tomaba un instante intentando dilucidar de qué se trataba, alguno de los guardias armados me llamaba la atención por tardar demasiado, y me apuntaba con su arma para que dejara de perder su valioso tiempo. Solo llegué a una conclusión: todos los productos eran iguales.

Yo era el único que se preocupaba por esas cosas en ese lugar; los demás solo arrastraban los pies al caminar, como si sus cuerpos pesaran el doble de lo normal, y los veía con la piel más pálida cada día, y ojos negros como el carbón.

Un dia ingresó a trabajar a la planta un viejo amigo llamado Rivenn. Me alegré mucho por ello, ya que tendría alguien con quien conversar, sobre todo porque a él también lo enviaron al sector F6. Rivenn enseguida se interesó por saber sobre el lugar y su producción. Esa primera jornada me preguntó qué era aquello que guardábamos en cajas y qué hacían con ellas al otro lado de la cortina negra, en el sector F7. Yo llevaba trabajando varias semanas, pero no pude responder a nada de lo que él me preguntaba. Tampoco hubo tiempo para respuestas; al día siguiente lo reubicaron al sector F2, y volví a rodearme de soledad y muerte.

Los días pasaron y una mañana volví a ver a Rivenn; si es que aún podía llamarlo de ese modo. Caminaba arrastrando los pies, tenía la piel pálida y los ojos negros como el carbón. Lo saludé, pero dejó mi mano en espera, y ni siquiera alzó la mirada. Cuando comenzamos a alejarnos, al dirigirnos cada uno a su sector, giró la cabeza y me habló con un hilo de voz:

—F7.

Intenté acercarme a él otra vez pero enseguida un guardia me apuntó por desviarme de mi camino. Le hice caso, pero estaba decidido a seguir la pista de mi amigo.

Esa tarde intercambié lugares con mis compañeros que estaban sobre el final de mi sector. Fue fácil, tan fácil como sujetar un maniquí por los hombros y moverlo en el momento justo en que los engranajes de la cinta hacían un ruido repetitivo debido a su desgaste.

Cuando fui el último de la línea me deslicé por debajo de la cortina plástica que limitaba con el sector F7.

Allí descubrí una hilera de trabajadores, iguales a mis compañeros de sección. Ellos se veían igual de mal alimentados, pálidos, con ojos negros, trabajando sin gesticular. Pero a diferencia de nosostros, que guardábamos los productos en cajas, ellos tenían unas masas con mangos largos, y su tarea consistía en golpear esas cajas. Al final de su línea había una caldera, donde las cajas abolladas eran reducidas a cenizas.

Enseguida volví a mi puesto de trabajo. Apenas podía respirar. Pensé en contar a mis compañeros lo que acababa de ver, pero no me habrían escuchado.

Al día siguiente, al despertar, mi cuerpo pesaba el doble de lo normal, y apenas logré levantarme de la cama. Al dar el primer paso caí al suelo, y llegué al baño arrastrándome. Me puse de pie tras un gran esfuerzo y al mirarme en el espejo me vi pálido, y noté que mis ojos habían cambiado; estaban ennegreciendo. Fui entonces a trabajar como siempre, rodeado de la misma soledad y muerte, pero ese día ya no me sentí tan solo, ese día ya no me sentí tan muerto.

Mi transformación ha comenzado.


FIN